El paso de la barra fue en extremo difícil y peligroso; las olas de la mar, encontrándose con las aguas del río, chocaban violentamente y formaban remolinos espumosos, que tan pronto dejaban un abismo abierto, como se elevaban como una pequeña montaña, en cuya frágil cresta quedaba por un momento suspendida y temblando la lancha, hasta que deshecha la ola, hundía en su seno la embarcación y azotaba fuertemente sus costados.
—¡Arriba!, ¡muchachos! ¡Arriba! ¡No hay que aflojar! ¡Ánimo, que ya salimos de la barra! —decía Manuel.
—Estamos precisamente en lo más peligroso de ella —dijo el inglés—, pero vamos a ver —y esto diciendo, varió repentinamente la dirección del timón, de manera que quedó por un momento suspensa la lancha; después se inclinó y con dos líneas más habría zozobrado.
—¡A estribor! ¡A estribor! —gritó Rugiero.
—¡Ohe! ¡Ohe! ¡A babor! ¡A babor! —gritó más fuerte el inglés—, o nos hundimos, ¡a babor! muchachos, fuerte a remar, y nos salvamos.
—Vamos a perecer —dijo Arturo.
—Al contrario —dijo el inglés con calma—, el movimiento ha sido arriesgado, pero el único que podía salvarnos. Mirad.
Arturo volvió la vista, y observó en efecto, que había pasado una enorme montaña de agua, y que estaban fuera de la reventazón.
Los marineros que conocían la barra y la práctica y maestría del inglés, obedecieron la voz, y remaron a babor salvando atrevidamente el precipicio.
La lancha salió a plena mar; entonces se presentó a la vista de nuestros personajes un interminable abismo; la oscuridad había crecido por momentos, y los relámpagos, que se cruzaban entre las espesas nubes, iluminaban una mar gruesa, negra y encrespada.
—Es un huracán deshecho —dijo Arturo.
—No —respondió el inglés—, el huracán ha soplado en las Antillas, y esta no es más que la cola, como dicen en el puerto.
—¿Y a dónde nos dirigimos?
—A la isla de Lobos —contestó el inglés—, si el buque que vieron los pescadores no se ha hundido ya, y si el capitán es conocedor de esta costa, debe haber puesto la proa a la isla de Lobos, es la única esperanza de salvación.
—¡A la isla de Lobos! —gritó Manuel—, una onza más para cada muchacho, si llegamos a tiempo.
—Todo será inútil —dijo Rugiero sonriendo irónicamente—, os he acompañado, porque me gustan esta clase de aventuras, pero cuando lleguemos, será ya tarde.
—¡No importa! ¡A la isla de Lobos, muchachos! —gritó Manuel.
—¡A la isla de Lobos! —gritó el inglés.
—Muy bien, a la isla de Lobos —replicó Rugiero—, pero lo único que sucederá, es que seremos testigos de la catástrofe.
—¡De la catástrofe! ¿Pero qué catástrofe? —preguntó Manuel temblándole la voz.
—¿No vamos a buscar —respondió Rugiero—, una goleta que está en peligro?
—Justamente, y la encontraremos —contestó el inglés.
—Mirad —dijo Rugiero.
Todos los de la lancha observaron entre las ondas negras y espumosas una bola de fuego, que como un meteoro se apagó en el agua, y a pocos momentos oyeron el trueno.
—Es el último cañonazo de la goleta; acaba de perder el palo mayor, y el casco flota ya sin timón, y con toda la jarcia cargada a estribor.
—¿Pero cómo sabéis?… —preguntó tímidamente Arturo.
—He observado cuidadosamente con la rápida luz de los relámpagos. Si hubierais navegado como yo tantos años por el Báltico, por el mar Blanco, por el golfo de Bengala y por el mar Negro, estaríais acostumbrados a verlo todo aún en medio de la oscuridad más completa. Os repito que llegaremos tarde, y como cada vez engruesa más la mar, y el viento sopla con mayor violencia, no será difícil que nos toque la misma suerte que los de La Flor de Mayo.
—¿La Flor de Mayo?
—Así es el nombre de la goleta, que debe haber salido de La Habana hace diez días, era muy fina y velera, pero los vientos y la mar han podido más que ella.
A pesar de la fatiga, porque algunas veces Manuel se sentaba a remar al banco, un sudor frío corrió por su frente, y un momento tuvo delante de su vista el espejo fatal donde había visto en Jaumabe el naufragio de Teresa: llevó la mano a su frente, como si quisiera contener su pensamiento, que se le escapaba.
—¡A la isla de Lobos! ¡A la isla de Lobos! —gritó como fuera de sí, y asiendo un remo de manos de un marinero, se puso a bogar con vigor.
La lancha no se deslizaba, sino que volaba como una visión fantástica por aquellos abismos, dejando un surco luminoso, que se hundía en las ondas negras, para volver a aparecer después chispeante y amenazador. Arturo miraba alternativamente con ojos espantados, ya las olas pesadas y altas, que se aglomeraban unas tras otras, como si quisieran sorberse la frágil barca; ya la figura imponente de Rugiero, que por momentos parecía iluminarse con la misma luz fosfórica de las aguas; sobre todo, el fistol de ópalo estaba materialmente encendido, como si fuera una partícula de oro fundido, y arrojaba unos rayos pequeños, pero vivos, sobre la faz del padre Anastasio, que resignado y tranquilo, rezaba sus oraciones, entregado completamente a la voluntad de la Providencia.
Todavía bogaron una hora más, que pareció una eternidad a Arturo y a Manuel; a cabo de este tiempo un relámpago les hizo ver que estaban muy cerca del casco desarbolado y roto de un buque.
—Es La Flor de Mayo —dijo Rugiero—, por lo que puedo conocer, hace mucha agua.
—¡Ohe! ¡Ohe! ¡A la goleta! —dijo el inglés con tono decisivo—, no me había equivocado, el capitán gobernó a la isla de Lobos, y estamos muy cerca de su costa.
—¡A la goleta! ¡A la goleta! —dijo también Manuel maquinalmente.
—¡A la goleta! —dijo el padre Anastasio—, es un sagrado deber el que tenemos que cumplir; el mismo que sosegó la tormenta en el lago de Tiberiades, es el que nos ha de sacar sanos y salvos de todos los peligros.
—Es inútil todo —dijo Rugiero riendo—, el huracán que ha soplado en las Antillas, se ha aproximado con rapidez hacia nosotros; ni la goleta ni la lancha volverán otra vez a navegar, el que tenga esfuerzo, y sepa nadar, que se prepare, en cuanto a mí, atravesar el estrecho, como lo hacía Leandro, de Sextos a Abydos, es poca cosa, puedo cómodamente, y con una sola mano, nadar, sosteniéndome sobre las espaldas, cosa de tres a cuatro leguas.
—Yo nadaré leguas, y saldré a la isla —dijo el inglés con tranquilidad—, pero nuestro deber es acercarnos a la goleta.
El padre Anastasio, cuando escuchó las últimas palabras de Rugiero, sintió como un golpe eléctrico en las articulaciones, pero elevó su alma a Dios, y se le disipó el terror que lo había sobrecogido, y que si le hubiera durado una media hora más, lo habría matado. En efecto, el viento se desató con más furia, las olas y las corrientes se chocaban en todas direcciones, y la lancha no podía ya sobreponerse a las olas que la combatían por todas partes.
—¡A desaguar! ¡A desaguar! —gritó el inglés, o todos iremos dentro de la mar.
Arturo, el padre y Manuel, que había soltado el remo, comenzaron activamente con unas cubas, con las manos y con todo lo que podían, a echar fuera la agua que la lancha había embarcado desde su paso por la barra. En un momento la goleta y la lancha estuvieron al habla.
—¿Tienes bocina? —preguntó el inglés al patrón de la lancha.
—Sí, señor.
—Dámela, y siéntate al timón un momento, estamos cerca de la isla, orza, y no pases de medio cuarto al Norte. Nada se ve más que un abismo, pero no me equivoco, y seguiré bien el rumbo.
—Muy cabal, señor —contestó el patrón, pero si dilatamos media hora más en la mar nos vamos a pique: la mar está ya muy gruesa, y el huracán viene a alcanzarnos.
—Es verdad —dijo el inglés—, por lo mismo es menester el último esfuerzo, si no logramos nuestro propósito, entonces embicaremos sobre la isla. Medio cuarto al Norte sin variar, y las comentes nos llevarán a la playa en menos de diez minutos.
Anselmo el patrón, que era uno de los mejores marinos prácticos de Tampico, tomó el timón y el inglés la bocina.
—¡Ohé el capitán! ¿Qué buque?
—¡Ohé la lancha! Flor de Mayo, de La Habana —contestaron de a bordo también con bocina.
—Un cuarto al Nornoreste —continuó el inglés—, y a embicar en la isla de Lobos.
—Se ha perdido ya el bote con cuatro marineros; quedan tres marineros, el piloto y tres pasajeros a bordo, en diez minutos la goleta se irá a pique. Acercaos.
—¡Imposible! ¡Vamos a ver! ¡Ohé, muchachos! ¡A bogar a la goleta!
Los remeros, alentados por Manuel, bogaron con dirección a la goleta, pero cada impulso que hacían, era perdido, porque las olas los rechazaban, y los hundían de nuevo en las aguas.
Reinó un profundo silencio, y tanto los de la goleta como los de la lancha, tenían un rayo de esperanza. Imposible es describir uno de esos terribles huracanes que soplan en el mar de las Antillas, y que suelen llevar sus efectos destructores hasta las costas del golfo de México: las nubes eléctricas y espesas, el viento silba impetuosamente, y recorre en menos de una hora toda la aguja; la lluvia cae a torrentes, y los relámpagos cruzan e iluminan el abismo negro y profundo de los mares; el espacio infinito de los cielos, con las nubes y los vientos encontrados, parece que hierve y se agita como si fuese otro mar.
Un rayo que cayó en la goleta en el momento mismo que la lancha con mil esfuerzos había podido acercarse, completó su destrucción. El casco maltratado se abrió, flotó un momento como indeciso entre la vida y la muerte y después desapareció entre las hondas. Un grito doloroso se escuchó a bordo.
Manuel y Arturo, sosteniéndose el uno contra el otro, latiéndoles el corazón hasta querer salírseles por la boca, no quitaban sus ojos de la goleta.
Un momento antes de hundirse, vacilante, tropezando con los restos de la jarcia y de los calabrotes, salió de la cámara una mujer, y se dirigió a la proa. Con los relámpagos que iluminaban cada momento con su luz pálida y sulfurosa esta escena, se podía observar que esta mujer tenía un vestido blanco, y que su rostro parecía aún más blanco que su vestido; su abundante cabellera flotaba en desorden en la dirección del viento. Un momento antes de hundirse el buque, como impulsada de una fuerza nerviosa, se arrodilló, después, se puso en pie, tendió sus brazos como si tratara de asirse del viento y se arrojó a la mar.
—¡Teresa! ¡Teresa! —exclamó el capitán, cayendo sin sentido en el fondo de la lancha.
Arturo, como sobrecogido de un vértigo, sin hacer caso del capitán y como clavado en el banco donde se había apoyado, por una fuerza invisible abrió los ojos, que parecía querían penetrar en la oscuridad del horizonte y en la profundidad de los mares.
Apenas cayó al agua aquella mujer, que como un fantasma había un momento aparecido con la viva e interrumpida luz de la tempestad, cuando Rugiero se lanzó al mar, y nadando casi sobre las ondas con una sorprendente agilidad, llegó hasta el lugar donde había caído Teresa. Entonces pareció a Arturo que se entablaba una especie de lucha, la mujer hacía esfuerzos supremos por nadar en la dirección de la lancha, mientras Rugiero trataba de hundirla o de alejarla.
Como es sabido en las aguas del golfo con el oleaje se inflaman multitud de animalillos fosfóricos. A intervalos se veía que Rugiero con los pies y con sus nervudos brazos removía fuertemente las aguas, y entonces aparecía su cuerpo blanco de Hércules como sumergido en un líquido de luz fosfórica, mientras que la mujer, como suspendida sobre la cresta espumosa de las ondas, se veía rodeada de una luz blanca y rosa como la de las primeras horas de la mañana. Un relámpago iluminaba las profundidades tenebrosas del horizonte, las ondas negras y encrespadas de la mar se sucedían unas a otras, y todo después de un instante, quedaba envuelto en la oscuridad más completa.
Arturo apretaba fuertemente un brazo del inglés, que estaba cerca de él, y le decía con una voz ronca:
—¡Veis!, ¡veis!
—Hay algunos que nadan hacia la lancha —dijo el inglés sin perder su calma—. Tiéndeles un remo, Patricio.
En efecto, uno de los náufragos, envuelto entre las olas, que ya lo sumergían, ya lo alejaban, ya lo acercaban, logró asirse de un remo: dos marineros vigorosos se inclinaron, lo tomaron de los cabellos, y una ola que en este momento se levantaba, se encargó de ponerlo dentro de la lancha.
Dos minutos después asomó en las aguas la cabeza de otro náufrago: ese había perdido ya las fuerzas, y sus manos cerradas convulsivamente no atinaban con el remo que se le tendía: un marinero lo tomó del brazo, y conduciéndolo un momento a remolque y a riesgo de hacer zozobrar la lancha, logró subirlo a bordo. Todo esto en medio de los vaivenes y sacudimientos de la embarcación, era obra de un atrevimiento inaudito, y parecía más bien un milagro de la Providencia.
La lucha entre Rugiero y la mujer blanca no cesaba: un nuevo combatiente, o salvador, había venido a mezclarse entre estos personajes, que ya por un momento aparecían en la cresta de las ondas, ya eran envueltos entre las aguas y la oscuridad. Este combatiente era uno de los perros del padre Anastasio, que desde que vio caer al mar a la mujer blanca, había saltado de la lancha, y llegando justamente a apoderarse de una de las gruesas y flotantes trenzas de su cabello, en el momento en que Rugiero la sumergía en el abismo.
Arturo, indiferente, insensible a todo lo que le rodeaba, ni fijó su atención en los náufragos que salvó el inglés, ni sentía que estaba empapado, ni pensaba que momentos hubo tan críticos, que todos debían haber perecido: su alma, su existencia, estaban concentradas en observar aquella visión que tenía delante de los ojos, y que seguramente para los marineros y para el inglés era completamente invisible. Al perro, que era de dimensiones ordinarias, lo veía a intervalos Arturo con unas formas colosales y parecidas a las de esos monstruos fabulosos de los mares de la Grecia: sus grandes mandíbulas, armadas de una doble hilera de dientes, ya se abrían para acometer a Rugiero, ya se apoderaban de las trenzas de la mujer, la que por un fuerte impulso, era conducida, flotando siempre sobre las ondas, su blanca y luminosa vestidura.
El padre Anastasio, desde el momento en que la goleta se hundió, echó su santa bendición sobre los náufragos, y juntando sus manos, y levantando sus ojos al cielo, exclamó:
—Tú has dicho, Señor y Dios mío, que el hombre que tuviese fe, podría mover las montañas de un lugar a otro; creo en ti con fe ciega y ardiente, y confío en que has de salvarnos y salvar a los náufragos, pues yo te lo pido desde lo más hondo de mi corazón. Salva, Señor, a esa infeliz mujer, que lucha con la muerte: tu poder es más fuerte que las ondas y el huracán, y Tú nos libertarás, aunque el infierno se opusiera a ello.
Éste fue el momento en que Rugiero se lanzó a la mar, y tras él se lanzó igualmente el fiel animal, que había estado antes lamiendo las manos de su amo, y ladrando tristemente, y como pidiéndole su licencia para tomar parte en la lucha que había emprendido la lancha con el huracán y con la muerte.
Hubo un momento supremo, en que Rugiero tomó de las dos manos a la mujer blanca, y la arrastró al abismo; el perro entonces hizo un esfuerzo sobrenatural, y volvió a la superficie con el grupo; pero una onda los cubrió de nuevo, y no volvieron a aparecer más. El cuadro luminoso desapareció, y todo quedó en el silencio y la oscuridad.
—¡Pereció para siempre! —dijo Arturo, cubriéndose el rostro con las manos.
—¡Gracias, Dios mío! se han salvado —exclamó el padre Anastasio.
Un fuerte sacudimiento del bote estuvo a pique de echar al agua a todos; pero inmediatamente quedó quieto y fijo, y las olas llegaban ya a sus costados pausadas y mansas.
—Estamos en la isla —dijo el inglés—, nos hemos salvado. ¡Al agua! y veamos el fondo.
Un marinero se echó al agua, y tocó el fondo con los pies.
—Estamos en tierra, y allí se ve brillar una luz; es la casa de tío Bruno el pescador.
—¡A tierra! ¡A tierra!
Este grito fue como un talismán para todos. Saltaron a tierra, pues en efecto estaban en la playa de la pequeña isla de Lobos, y las ondas iban sólo a estrellarse y a morir a poca distancia del lugar donde había encallado la lancha.
Toda esta escena fue rápida como el viento, y pasó en menos de quince minutos, tiempo que a los de la lancha pareció una eternidad. Fue necesario, que el inglés despertara, por decirlo así, a Arturo de la horrible pesadilla de que había sido víctima.
—Caballero, estamos ya en tierra, y aunque la noche no será muy agradable, siempre es mucho haber escapado de la muerte.
Los marineros tomaron en sus robustos brazos a los náufragos, que estaban en el fondo de la lancha, sin conocimiento y casi sin vida, y todos se dirigieron por un camino arenoso y que bañaban las olas al lugar donde brillaba la luz, que desde antes habían observado. A poco andar, llegaron, en efecto, a la casa, que se componía de un par de piezas formadas de madera y tierra, con su techo de palma: esta casita servía indudablemente para el abrigo de los pescadores y de los contrabandistas, y se hallaba por esta causa provista de licores y de algunos comestibles: la habitaba un viejo marinero, que llamaban el tío Bruno, y dos guapas rancheras, que eran sus sobrinas: a alguna distancia había otras chozas pequeñas, pero sin luz, al parecer desiertas. Siguió al inglés Arturo maquinalmente; y como si hubiese perdido la memoria, no se acordaba ni del capitán Manuel, ni de Teresa, ni del padre Anastasio; pero una vez que llegaron a la casita, donde fueron perfectamente acogidos del tío Bruno, el inglés hizo una especie de revista.
—Los de la lancha, uno, dos, tres… completos; pero vamos, no creía yo que este bravo capitán hubiese sufrido tanto.
—Seguramente —dijo el padre—, ha presenciado cosas horribles, que le han privado del sentido: a bordo de la goleta venía una persona que le interesaba mucho, y fue la primera que se arrojó al mar, donde Rugiero… Habréis presenciado todo.
—Nada he visto —contestó el inglés—, más que los dos náufragos a quienes conducen los marineros, y a los cuales vamos a dar cuantos socorros sean posibles para que vuelvan a la vida.
—¿Conque no habéis visto nada? —volvió a preguntar el padre.
—Absolutamente nada.
—¿Conque no habéis visto al tiempo de hundirse la goleta una mujer vestida de blanco?
—Mi vista está muy acostumbrada a ver las profundidades de la mar y en la oscuridad de la noche; mi profesión, durante muchos años, ha sido la de marino, y ya otras veces he pasado momentos más crueles que éste en las costas de Escocia y de Irlanda, y repito que nada he visto.
El padre Anastasio inclinó la cabeza, y se quedó pensativo.
—No importa —dijo, después de un momento—: Ella debe haberse salvado; es menester buscarla.
—Sin duda —dijo el inglés—, siempre en un naufragio cerca de la costa suelen las olas arrojar a los náufragos. Dejadme disponer las cosas.
El inglés pidió unas botellas de aguardiente y unos hachones de brea a tío Bruno, el que a pesar de lo acostumbrado que estaba a estas escenas, se interesaba vivamente en la suerte de todos los que de improviso habían venido a su pobre habitación.
—Tú te encargarás, Patricio —le dijeron a uno de los marineros—, de desnudar a estos náufragos, y de frotarlos con aguardiente, hasta que les vuelva el calor, y nosotros vamos por la playa a buscar a la demás gente.
Encendieron las achas de brea, y echaron a andar por la costa, gritando recio y prolongadamente, para que si algún marinero estaba todavía en el agua, la luz y el sonido de la voz le indicaran el rumbo de la tierra. Habrían andado doscientos pasos, cuando les salió al encuentro el perro, brincando y haciendo fiestas a su amo.
—Ella debe estar cerca, y tal vez todavía con vida —dijo el padre Anastasio—: Dejémonos guiar por el perro.
Apresuraron el paso, y siguieron en efecto al perro, que echó a correr delante de ellos, con dirección a un médano o pequeño montecillo de arena: Arturo, que había seguido a la comitiva en silencio, no pudo contenerse, y echó a correr. Cuando el inglés, el padre Anastasio y los marineros llegaron, Arturo sostenía ya en sus rodillas la hermosa cabeza de una mujer blanca como el alabastro, con unas luengas trenzas negras, de donde caían todavía las gotas del agua de la mar: su vestido estaba hecho pedazos, y sus formas perfectas y redondas, se dibujaban entre las ropas empapadas con la salobre agua del golfo.
—¡Es Teresa! ¡Teresa! —dijo Arturo—: Su corazón late todavía: ha padecido mucho; pero vivirá, si con tiempo la socorremos. La vi hundirse en el mar, y yo creía que había perecido.
—Se salvó; no me engañaron ni mi corazón ni mis ojos —murmuró en voz baja el padre Anastasio.
—¡Cosa extraña! —dijo el inglés—, ni vi cuando saltó a la mar Rugiero, ni caer de la goleta a esta niña, ni oí nada: parece esto un sueño.
El inglés, con la mano que le quedaba libre, se tentaba el corazón, como si quisiera despertar de una pesadilla. Desde que subió a bordo de la lancha era la primera vez que perdía su sangre fría; y lo que había pasado, le parecía inexplicable.
Los marineros tomaron en brazos a Teresa, y precedidos de nuestros personajes, que llevaban en sus manos las achas de brea, y alumbraban con su luz rojiza esta lúgubre comitiva, se dirigieron otra vez a la casa del tío Bruno. Sus dos sobrinas, se encargaron de Teresa; la acostaron en su cama; le mudaron la ropa, y procuraron, conforme a lo que en tales casos sugiere la caridad y la práctica de la medicina doméstica, restablecerle el calor y volverla a la vida. Las emociones y la fatiga, sobrehumanas, que habían tenido, agotaron las fuerzas del inglés, del padre y de Arturo. El tío Bruno les distribuyó algunas frazadas, con cuyo auxilio pudieron quitarse la ropa mojada y mitigar el frío que penetraba ya a sus huesos: sorbieron una copa de aguardiente, y más muertos que vivos, se arrojaron en un rincón del cuarto, sin tener aliento ni aun para cerciorarse de si los náufragos habían vuelto a la vida o de si ya eran cadáveres.
En cuanto a los marineros, una vez que echaron su trago, se salieron alegres y cantando a la playa a buscar los despojos de la goleta, y a asegurar la lancha, para que no fuese arrebatada por la marejada.