Cuando Celeste, después de una noche de vela y de agonía, se vio ya en la calle, respirando el ambiente fresco de la mañana, le pareció que había salido de una cueva de ladrones. En vez de dirigirse, como de costumbre, a la iglesia de las Vizcaínas, tomó la dirección de las calles del Coliseo y San Francisco, y dando vueltas y revueltas, y entrando y saliendo con diversos pretextos en las tiendas que encontraba abiertas, vino a dar hasta Santo Domingo, en cuya iglesia entró, y allí comenzó a pensar sobre el partido que debería tomar: su resolución firme era no volver a la casa. Una vez que había escapado la noche anterior, la prudencia aconsejaba no volver a exponerse a peligros, tanto más graves cuanto que eran de un género desconocido. ¿Pero qué hacer? El miedo y la precipitación con que salió, no le permitieron más que llamar al perro para que la siguiese, sacar el vestido que llevaba puesto y una bolsita con algunas monedas, que no llegaban al valor de diez pesos. ¿Pedir limosna otra vez? Se acordaba del lance de Arturo, y la idea de otra aventura semejante, la aterrorizaba. Por otra parte, si el padre Anastasio y Arturo regresaban a México, ¿cómo lo sabría ella, cómo les daría noticia de su persona y de los motivos que le habían obligado a abandonar su casa? Largo tiempo pensó, sin haber podido encontrar una salida para su triste situación, hasta que el sacristán, sonando repetidamente las llaves, se acercó y le dijo al oído que se fuese, porque era ya la hora de cerrar la iglesia. Celeste salió del templo sin saber a dónde dirigirse, y maquinalmente tomó el rumbo de Santa Catarina, terció por una y otra calle, hasta que alzando la vista, vio en un zaguán, un letrero mal escrito, que decía: «Se alquila una vivienda.» De pronto fue una inspiración, un consuelo, decidióse a tomar la vivienda; subió y encontró que era una casita de tres piezas medianamente aseadas. Llamó a la casera, y costándole no poco trabajo el que la dispensara del fiador, pagó siete pesos por la renta de un mes adelantado. Hecho después su balance, le quedaban tres pesos seis reales por todo capital, y ni una silla en que sentarse, ni un petate en que dormir, ni más ropa con que abrigarse que sus propios vestidos.
Aunque jamás mentía ni disimulaba, tuvo que fraguar por la tarde una historia, y contó a la casera que no era de México, que la habían robado en el camino, y que de consiguiente, mientras que escribía a sus parientes, no tenía ni muebles, ni conocimientos de ninguna clase en la ciudad. La casera le prestó unas dos sillas rotas y con asientos tejidos con mecate, un banco de cama color verde en sus mocedades, y no muy falto de esos insectos voraces que no dejan descanso en la noche al infeliz a quien chupan la sangre: un cántaro de agua y un jarro completaron el ajuar de Celeste. En cuanto a la comida, hizo su arreglo, y tomando una taza de atole por la mañana, unos pocos de frijoles y chile a medio día, y otra taza de té o champurrado por la noche, le costaba todo un real y medio diario, incluso una cuartilla para la comida del perro y un octavo para la casera, que fue la encargada de ministrarle los alimentos, y de hacerle los pocos mandados que se le ofrecieran. Por malo que esto fuera, Celeste tenía algo más de dos semanas de porvenir, y durante este tiempo la Providencia podría abrirle un camino.
Las dos semanas pasaron rápidamente, y su caudal sólo podía ya durar tres días: los tres pasaron también, y al cuarto, subió la casera a pedirle el real y medio de costumbre, y Celeste no tuvo más arbitrio que darle un camafeo de oro con que se había prendido la bata la noche última de su residencia en la Gran Dulcería de la calle de San Juan: era de oro fino, y seguramente valdría veinte o treinta pesos, pero la casera volvió diciendo, que sólo habían prestado cinco pesos en la tienda: Celeste respiró: era como quien dice: otras dos o tres semanas de vida. Celeste pasaba el día en asear su casa, en lavar su jarro, y tres o cuatro platos y otras tantas tazas ordinarias de que se servía, y en sacar al sol la estera que le servía de lecho. Concluida esta ocupación, las horas pasaban lentas y monótonas, esperando siempre, pero esperando una cosa desconocida que ella no sabía ni adivinaba. Amor, comodidades, ilusiones, todo había desaparecido, y sólo se encontraba de nuevo frente a frente con la misma miseria que sufrió cuando sus pobres padres estaban próximos a morir. Así que se acabasen los cinco pesos ¿qué haría? ¿Empeñar su traje? ¿Y con qué saldría a la calle? ¿Coser ajeno? Desde su ingreso a la casa, encargó a la casera costuras; pero era necesario, o una fianza, o ir a buscarlas a las mismas casas, y ella no se había atrevido a salir, por temor que la encontrarse en la calle doña Ventura. Al fin de la segunda semana, la casera subió a pedirle el gasto: Celeste se quitó un bonito fichú que tenía en el cuello, y lo entregó a la casera para que lo vendiese. A poco volvió con dos reales. Al día siguiente, nueva visita de la casera: Celeste le dio unas enaguas interiores bordadas, y la casera volvió a poco muy contenta con seis reales: eran ya otros cuatro días de vida y de subsistencia para el Turco.
Una vez concluidos los cuatro días, venía otra exigencia superior a las fuerzas y a los recursos de Celeste, y era el pago de la renta, pues el mes se había cumplido. La casera, buena y compasiva como era, e interesada en que Celeste habitara la casa, pues cada comisión de venta o empeño le dejaba la utilidad de algunos reales, le propuso que vendiera el tápalo y la bata, y que con el producto, que podría pasar de veinte pesos, comprase un rebozo y unas enaguas, dedicando el resto para pagar otro mes de casa, y comer otros días más. Celeste no quiso absolutamente entrar en semejante plan, y resolvió el día mismo que se cumpliera la casa, avisarle a la casera, marcharse y dejarse morir de hambre. En efecto, agotados ya sus recursos, un día, sin haberse desayunado, porque no tenía con qué, entregó las llaves; dijo a la casera que sus parientes habían ya llegado, que se mudaba definitivamente, y se marchó, no afligida ni llorando, sino resuelta y con la desesperación pintada en el semblante. Para matar el tiempo, entró en una iglesia, después en otra, hasta que la cerraron; y vagó luego por las calles hasta que abrieron la Catedral. Como ya era tarde, y el perro gruñía y el hambre la mortificaba, se vio tentada de pedir limosna a alguno de los canónigos, que salían del coro; pero había jurado morirse de hambre antes que volverse a humillar hasta ese grado: así es que dejó retirar a los canónigos, y cuando la Catedral estaba ya oscura, salió de nuevo a vagar por las calles.
Pasadas las oraciones de la noche, la fatiga, el hambre y los pesares habían dominado su naturaleza: le parecía que los edificios se movían como en un gran temblor, el piso faltaba a sus pies, y sus oídos zumbaban. En medio de su estado lastimoso, creyó notar una mujer que la seguía, y que le pareció doña Ventura; reunió sus fuerzas y echó a andar, torciendo y retorciendo calles, hasta que cerca de las ocho no pudo resistir más; las fuerzas le faltaron, la vista se oscureció completamente; un sudor frío comenzó a correr por su frente, se apoyó contra el muro de una casa, y apenas tuvo fuerzas para andar unos pasos más hasta el quicio de una puerta, donde se sentó, y quedó sin sentido, y su fiel amigo el Turco, echado junto a ella.
Era una tienda de modas de por el rumbo de Nuevo México: una francesa, que hacía poco tiempo que había llegado de Burdeos, era la inquilina de esa casa, y sobre la puerta había colocado un gran letrero, que decía: «Olivia Jardín, modista de París.»
Olivia era lo que puede llamarse una doncella vieja; sin perjuicio de las aventuras que corrió en Pau, de donde era nativa, y una de las cuales la hizo embarcarse en uno de los paquetes que hacían la carrera entre Burdeos y Veracruz. Jamás había visto París más que en el cosmorama; y vecina durante muchos años de su provincia, su ejercicio había sido ordeñar unas vacas y cultivar un jardín, que pertenecía a una tía suya, la que la despidió de su casa el día que la encontró en picos pardos, con uno de los jardineros de un castillo cercano. La muchacha, que era cariredonda, rolliza, coloradota, de ojitos pequeños y boca y orejas grandes, tenía un conjunto que simpatizaba, y que indicaba mucha frescura y lozanía; pero más que todo Jeannette, que así se llamaba, tenía un corazón como una casa y un espíritu aventurero, que en más de una ocasión le había hecho pensar en viajes lejanos: así es, que en vez de afligirse y de tomar las cosas a pechos, como lo hacía la cuitada de Celeste en sus desgracias, echó a paseo a la tía, y se dirigió al puerto a tentar fortuna. Muy pronto trabó amistad con el piloto de la fragata que estaba para darse a la vela para Veracruz, y mediante esta circunstancia, pudo hacer su pasaje gratis. A los sesenta y cinco días de haber salido de Burdeos, fondeó la fragata Veracruzana junto al castillo de Ulúa, sin haber tenido ni el más ligero contratiempo durante el viaje, tanto que Jeannette engordó más y se puso más colorada y robusta, que cuando pasaba su vida cultivando el jardín. A la hora de separarse, el piloto la abrazó, le dio un beso en la frente y algunas monedas, y le prometió que en uno de sus viajes procuraría pedir una licencia, para examinar si se establecía en México, donde le habían dicho, que sin embargo de ser todavía un país de salvajes, se ganaba mucho dinero. Jeannette, por economía, no quiso tomar la diligencia, sino que se fue, guiada por uno de los marineros, conocedor del puerto, a la Plazuela de la Caleta, y allí, por menos que nada, ajustó su pasaje con uno de los conductores de carros, y al cabo de tres semanas llegó a la gran ciudad de Moctezuma, quemada con el sol, molida como si la hubiesen dado doscientos palos, y llena de pinolillo, de garrapatas y de otros animalejos que había cogido en los montes del camino.
En cuanto llegó a la ciudad, cobró sus letras, se cambió el nombre, y se propuso buscar una casa, para establecer un almacén de modas. Apenas hablaba una que otra palabra de español, pero su energía y su carácter suplían perfectamente lo que le faltaba. Luego que llegó, buscó a sus paisanos, y tuvo la fortuna de encontrar uno de su propio pueblo, que tenía ya bien establecido su giro de sombrerería. Mientras que encontraba la casa, se dedicó a coser y ribetear sombreros, y con esto tenía para comer, sin disminuir su corto capital. A pocas semanas encontró un local, contrató con un carpintero que le pusiera su aparador y su mostrador, y comenzando por coser y colgar en las perchas algunos vestidos de su propiedad, algunas varas de encaje y de listón, y unos peinados con cuentas de vidrio, abrió al público su almacén con el pomposo rótulo que hemos ya dicho.
Apenas se concibe entre nosotros como con un corto giro, se forma en algunos años un capital muy regular; pero fijando la atención en la vida económica que tienen los extranjeros que vienen al país a trabajar, y a ejercer su industria, se comprende perfectamente. Olivia los primeros días no tenía criada ni criado alguno: por la mañana temprana se levantaba, se ponía un sombrero de paja de Italia, tomaba debajo del brazo una canasta pequeña, y se iba al mercado a comprar lo necesario, que se reducía a cuartilla de leche, medio de carne, tlaco de cebollas, tlaco de perejil, cuartilla de col, cuartilla de arroz y medio de huevos: algunos días compraba zanahorias o tomates en lugar de perejil y col, porque quería que la cocina, no sólo fuese abundante, sino variada. Además, había habilitado su despensa con tres o cuatro libras de café, que tostaba y molía en casa de un paisano de la vecindad, con una media arroba de azúcar, con una docena de botellas de cerveza, una saca de carbón y unas cuantas libras de manteca y sal. Luego que llegaba del mercado, se quitaba el sombrero, se levantaba las mangas del vestido, y se ponía los zapatos de palo que había traído de su tierra: comenzaba por prender la lumbre con unos dos o tres carbones, que con mucho cuidado tomaba de la saca; pero el alimento del fuego consistía en astillas y trozos de madera que pedía regalados a los carpinteros del barrio: tan luego como estaba ya la lumbre en disposición, en cosa de un cuarto de hora preparaba su almuerzo: ponía ella misma su mesa con una servilleta limpia y con los platos y trastos colocados en un orden simétrico, y se sentaba, con la satisfacción de una reina, a gustar de los pocos manjares que ella misma había condimentado. Una gran taza de café con leche con sus tostadas con mantequilla, una tortilla de huevos a la francesa, un trozo de ternera bien asada y media botella de cerveza, componían su almuerzo. A la noche, con el café y la leche, la cerveza y la ternera sobrantes hacía su comida, sin desperdiciar los pedazos de pan, que se convertían en una sopa, con su pimienta de Cayena y su cucharada de vino, cuando algún amigo obsequioso había regalado una botella. Hecha la cuenta de todo el gasto, no llegaba a dos reales y medio por día, cantidad que a Celeste sólo habría proporcionado unos alimentos ordinarios y escasos.
Cuando Olivia acababa su almuerzo, salía a la puerta de su almacén, limpiándose sus blancos dientes con una pluma, y deteniendo a todos los que pasaban, para preguntarles cuantas novedades habían ocurrido en aquel día y los anteriores: así es, que sabía lo que suele llamarse la crónica escandalosa de todo el barrio, sin dejar tampoco de informarse de la parte de política, muy esencial en México, hasta para las personas más retiradas y más indiferentes a los negocios públicos. Si la mujer del carpintero de la esquina se hallaba en estado interesante; si la modista de Plateros aceptaba los obsequios de uno de nuestros leones; si el herrero había echado de su casa a Madama Elisa; si los chicuelos de Susana habían sido recogidos por su padre; en una palabra, si la hoja del árbol se movía, Olivia al momento lo había de saber, sin dejar de hacer sus comentarios en francés, si era su paisano o paisana con quien hablaba, y en un mal castellano, si daba con alguna criada o costurera del país. Así que satisfacía su curiosidad, entraba detrás de su mostrador, y se ponía sin descanso a coser, hasta que se oscurecía. A la hora del crepúsculo volvía a salir a la puerta, o recibía la visita de algunos amigos, que pretendían estrechar más sus relaciones con ella: reía, platicaba de su tierra, criticaba todo lo de México, hasta el clima, que es cuanto hay que decir, y a las ocho, cerraba su puerta, se ponía a comer, y se acostaba, después de haber puesto en orden las costuras, listones y retazos de su almacén. Los domingos se ponía uno de sus dos trajes de seda, lo adornaba con guarniciones nuevas, se vestía de limpio, y se salía a pasear por las calles de San Francisco y Plateros, elegante y alegre, como si viviese en París con cuarenta mil libras de renta. Regularmente encontraba a alguna amiga, con la que partía a Tacubaya, a la Piedad, al Tívoli de San Cosme; en fin, a algún lugar del campo, de donde no volvía sino a la hora acostumbrada de la comida.
Olivia los primeros días tuvo solo y vacío el almacén, pero no tardaron en ocurrir tres o cuatro parroquianas de las cercanías, a hacerse trajes nuevos y mandar recomponer otros ya usados, y con esto encontró ocupación, no sólo para ella, sino para dos muchachas costureras, que por tres reales trabajaban, desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Aunque hemos dicho que Olivia ni había sido modista ni conocía a París, se dio tales trazas, que con los pocos conocimientos que había adquirido en Pau, al lado de su tía, pudo hacer en México maravillas, de manera que el trabajo fue aumentando, y las utilidades le permitieron pintar mejor su almacén, ponerle un aparador de cristal, y comprar algunos efectos que le eran necesarios para su establecimiento, y que revendía en una tercera parte más de lo que le costaban en los almacenes de la calle de don Juan Manuel y Capuchinas. En cuanto a su casa, el aumento único que hizo, fue el de un huevo diario, y el de una muchachita que tomó para recamarera, mandadera y fregona, y a quien hacía trabajar todo el día, por la suma de doce reales al mes. Alguna que otra vez cometió el despilfarro de ir a la comedia o a la ópera, por la tarde, a un asiento de los palcos terceros. El plan de Olivia era hacer un capitalito de cuarenta o cincuenta mil francos, y regresar a su pueblo a buscar un buen casamiento y comprar una casa de campo, caso de que el piloto de la fragata tuviese la crueldad de olvidarla enteramente.
Tal era la dueña de la casa en cuya puerta quedó sin sentido nuestra pobre y desgraciada Celeste: Olivia salió con objeto de cerrar la puerta, y se encontró con una mujer sentada y con el rostro cubierto con su tápalo.
—Usted quitarse de mi puerta, que yo voy cerrar —le dijo Olivia.
Celeste no respondió.
—¿No querer? ¡Oh! ¡Par Dieu! yo llamar un hombre de la linterna, y llevar usted en prisión. Quitar, quitar, niña.
Celeste no respondía; pero el Turco se encargó de entretener a la francesa: se levantó del lado de Celeste, comenzó a menear la cola, a gruñir suavemente, y a hacer fiestas a Olivia, como queriéndola interesar en la suerte de su ama.
—¡Oh mon Dieu! y qué gentil pero: viens, viens, mon ami.
El Turco comenzó a lamer la mano de Olivia, y esta entonces pudo reflexionar que los vestidos de Celeste y el perro fino que la acompañaba, anunciaban que no era de la clase baja del pueblo.
—Perdón, niña —continuó la modista—, yo soy salida con el quinqué sobre los ojos, y no ver bien.
Como Celeste no respondía, Olivia se aventuró a desviar el tápalo que cubría su rostro.
—¡Mon Dieu! y como es bonita; me ella me semble que es muriente: niña, niña, no haya miedo, yo no llamar por prisón a persona.
Celeste, con el aire fresco de la noche, comenzaba a volver en sí del vahído que la había acometido.
—¡Oh! ¡Me muero, me muero! —dijo con una voz casi apagada—. Una poca de agua, por compasión.
—¡Oh! no morir, no, y yo dar usted todo lagua que quiera. Entrar usted un poquito en mi almacén, y yo misma cuidarla mucho; y tú, mon ami, viens con tu maestra.
Olivia, que en el fondo tenía un excelente corazón, no pudo menos de compadecerse de la palidez del rostro de Celeste, que podía ya notar mejor con los rayos de la luz que despedía el quinqué, que estaba sobre el mostrador del almacén; así es que se inclinó para ayudarla a que se levantase, sin descuidar de llamar al perro, por el que había concebido una extremada afición; pero antes de ejecutar su caritativo pensamiento, le ocurrió una reflexión.
—Y bien, pelite —le dijo—, júrame que tú no ser hija perdida, ni ladrona.
Celeste alzó sus lánguidos ojos, se quedó mirando a la francesa, e hizo un esfuerzo para levantarse e irse.
—Entrarás en casa de mí —continuó Olivia—, y yo veo en tus bellos ojos que eres una honesta hija; me come yo he leído que en México hasta las grandes damas que tienen ropa de seda, se ocultan los efectos cuando van a los almacenes, mí tener miedo a todas las mexicanas, y yo creer mucho a Mr. Michel Chevalier, que es un savante hombre y ha escrito magníficos libros sobre le Mexique.
Esto diciendo, y sin esperar respuesta, tomó casi en brazos a Celeste, la metió a su casa, la acostó en su cama, que se componía de un catre de fierro y de una funda rellena de zacate seco y un buen colchón, y corrió a cerrar su almacén, porque en todo esto eran ya cerca de las nueve, y la calle se iba poniendo muy sola. Así que acabó Olivia esta tarea, tomó el quinqué, y lo llevó a la trastienda, donde estaba su lecho, y en el cual yacía Celeste casi sin vida, pues lo que la tenía en ese estado era el hambre, además de los sufrimientos morales, que como unas visiones de otro mundo, venían a agolparse a su fantasía y le presentaban todavía un porvenir más triste que todo el pasado.
—Tú me haces piedad, hija mía —le dijo Olivia—, ¿qué tienes? ¿Qué te hace mal? parla, parla.
Celeste hizo un esfuerzo.
—Señorita, lo que tengo es, que tuve que salir desde esta mañana de una casa donde no podía vivir, y no he comido.
—¡Ah mon Dieu! ya me racontarás tu historia, que debe ser tres interesante, pero te es menester que tú tomes un poco de vino. Ten, ten.
Olivia sacó una botella de Burdeos, y presentó a Celeste medía copa. Entraba en la economía de Olivia, que la enferma no tomase sino lo muy necesario para que restableciera sus fuerzas, entre tanto que ella disponía la comida.
Con efecto, en un abrir y cerrar de ojos, los restos del almuerzo estuvieron ya en disposición de servir de comida, y Olivia, añadiendo un plato y una silla más a la pequeña mesa de madera blanca que le servía para comer, levantó con una afanosa solicitud a la muchacha, y la obligó a que se sentase. Con la luz del quinqué, ya pudo notar que Celeste, no sólo era bonita, sino hermosa en extremo.
—Ahora tu negocio —le dijo—, es comer este consomé: con esto las fuerzas te revendrán, y estarás más a tu comodidad. Comamos, que yo haber apetito, a pesar de mi desayuner en la mañana.
Celeste, a pesar de su delicadeza y de la vergüenza que naturalmente tenía, no pudo menos de saborear el sustancioso caldo que le presentó con tanta franqueza y amabilidad la diligente y compasiva modista. Apenas lo había tomado, cuando sintió que sus fuerzas renacían, y que se le disipaban aquellos vapores que habían turbado su cabeza y oscurecido su vista.
—¡Oh! ahora todo de repente el color te ha vuelto al visage, y estás mucho mejor, ¿no es verdad?
—Sí, mucho mejor, y no podéis saber el beneficio que me habéis hecho: yo soy de otra tierra, y en espera de que llegasen mis parientes de un viaje, el dinero se me acabó, y yo tuve que salir de la casa en que vivía, únicamente con la ropa que tengo puesta.
Celeste tenía necesidad de mentir, porque la idea de pasar una noche en la calle y de encontrar a doña Ventura, o de ser conducida a la Diputación por la policía, como una mujer sospechosa, la llenaba de terror.
—¡Oh mon Dieu! es mucho peligro de que tú te quedes esta noche en casa de mí. Yo haber miedo de una gente inconocida.
—Señora, ya que ha tenido usted tan buen corazón, y me ha sentado a su mesa, le suplico que siquiera por esta noche me conceda un rincón en su casa.
—Es singular —murmuró Olivia—, pero tu ropa es en seda, tu cara es de una persona distinguida. Tú no hablarme a mí veritablemente. Tienes miedo de alguno que te hace el amor.
—Soy sola, absolutamente sola en México; no tengo amor ninguno —dijo Celeste suspirando—, y las gentes de quienes dependo, están quizá muy lejos de aquí; pero yo aseguro que vendrán.
—No, no —dijo Olivia después de reflexionar un momento—, yo no haber seguridad de ti. Todos los mexicanos estar muy bárbaros todavía, y puede ser que tu amante venga a darme de gran mañana un golpe de cuchillo: no, yo abrirte la puerta, y tú ir en casa de ti. En el día no ser la misma cosa: si tú sabes coser, yo pagar las obreras un franco por día.
—Señora, repito que yo no tengo amante, ni os vendrá ningún mal de hacerme un beneficio: quizá por el contrario, pueda yo algún día recompensar esta hospitalidad. Tengo personas muy distinguidas que son de mi familia, y que podrán darme para vos más de lo que vale este almacén.
—Bien, muy bien —dijo Olivia—, si tú me das aseguranza de que tú eres sola, yo consiento en guardarte por esta noche, y tal vez mañana arreglaremos nuestro negocio.
—Pues aseguro que en este momento, no sólo soy sola, sino que ni conozco a nadie en la ciudad. Cuando vengan mis parientes, entonces yo podré demostrar mi gratitud.
—¿No tienes amante?
—Ninguno.
—¿Sabes coser?
—Sí.
—¿Camisas y ropas?
—Todo.
—¿Y bordar?
—También.
—Entonces te daré franco y medio diario.
—Yo no deseo ganar nada, señora —contestó Celeste—. Tengo necesidad por algunos días de un asilo y de tener algo que comer, y trabajaré en todo. La única condición es no salir a la calle ni aparecer en el mostrador.
—¡Ah! entonces ya no me conviene a mí. Ser todo esto un misterio mexicano: siempre abriré la puerta, y tu irte en casa de ti; pero antes beberemos un vaso de cerveza.
Celeste tomó un trago de cerveza por no desairar a la francesa, y con un aire de resignación se compuso su tápalo y se disponía a salir. Olivia tomó una luz para alumbrarle, y en efecto, abrió un poco la puerta y asomó la cabeza a la calle.
—¡Oh! no, yo no permitir que tú te vayas de casa de mí. Es muy oscura la noche, y te darán unos golpes de caña en la calle, y te quitaran tu ropa y tu chal. Cerremos.
El buen corazón de Olivia triunfó de la desconfianza que tenía, provenida de la lectura de las obras que algunos insignes viajeros han publicado en París sobre México y de los exagerados informes que algunos de sus paisanos le habían dado, sin embargo de estar ya regularmente establecidos y de no haberles jamás sucedido aventura ni contratiempo alguno, en varios años de residencia en el país.
Resuelta Olivia a que la muchacha se quedara, entró ya sin embarazo ninguno, dispuso un poco de café, y ambas se sentaron de nuevo en la mesa a platicar con más confianza que antes. Celeste, tranquila, por lo menos respecto al momento presente, pensó que lo mejor que podía hacer era establecerse en casa de Olivia, trabajar con empeño para desquitar así el alojamiento y la comida, y servirse de la misma francesa, que le parecía buena y de un carácter expedito, para estar a la mira de la llegada del padre y de Arturo y Manuel. Hecho también por parte de Olivia un cálculo semejante, las dos se entendieron y quedó convenido que Celeste, que se dio a conocer con el nombre de María, cosería camisas y ropa blanca, se encargaría del aseo de la alcoba, ayudaría a la cocina, y en fin, serviría en todo lo que se pudiese ofrecer, y que en cambio Olivia le daría el alojamiento, la comida, la ropa limpia y cuatro reales cada semana. Olivia pretendió quedarse en propiedad con el Turco; pero Celeste manifestó que era un regalo de una persona querida, que no podía disponer de él y que, por otra parte, el animal no seguiría a nadie más que a ella.
Olivia quedó satisfecha de esta respuesta; pero cogió al hermoso animal, le hizo mil caricias, le dio mil besos y en el fondo se regocijaba de haber encontrado, aunque fuese como prestado, un perro tan fino y una costurera que podría dedicar a hacer camisas, ramo muy poco explotado todavía en la ciudad.
Las dos muchachas platicaron largamente, consumieron la botella de cerveza y concluyeron por concebir mutuamente las mayores simpatías. Celeste buscó un rincón de la alcoba donde acostarse; pero Olivia no lo permitió, sino que la hizo desnudar y acostarse con ella.
Mala era la situación de Celeste; pero daba de veras gracias a Dios de haber salido de las garras de doña Ventura y de la miseria. Tenía la subsistencia asegurada, y podía esperar con paciencia el regreso de sus amigos. ¿Cómo saberlo? Ésta era la dificultad y se proponía, en cuanto tuviese más confianza con Olivia, consultar con ella el modo de salir de la situación.
La noche fue tan descansada y tranquila, como había sido terrible y tormentoso el día: a la mañana siguiente muy temprano se levantó Celeste, y mientras Olivia aseaba el almacén, ella, con las pocas cosas que la muchachita sirvienta había traído de la plaza, se encargó de hacer la cocina. Cuando se sentó a la mesa Olivia, se quedó asombrada de encontrar un almuerzo hecho a la francesa con economía y finura y de que su protegida hablase bastante bien el francés. Este fue el golpe de gracia: Olivia abrazó y besó a Celeste, se formó mil cuentas alegres y le prometió que con el tiempo le asociaría en una grande tienda de modas que pondrían en la calle de Plateros.
El trabajo del almacén quedó perfectamente distribuido entre las tres personas que habitaban lo que años antes había sido una casa medio arruinada de adobe y en la época de que vamos hablando era un despacho elegante con sus vidrieras, con su fachada de madera bien pintada, y donde el público creía que había un grueso capital invertido y el depósito más abundante y completo de cuantos primores inventa en París la caprichosa y mercantil deidad que se llama Moda, y que tanto contribuye a realzar la hermosura o a disimular los defectos de las hermosas y elegantes muchachas de la capital de la República.