XIII. Gran dulcería queretana y fábrica de chocolate

Dejaremos a las dos muchachas, a la una encerrada en el convento y a la otra lamentando su pobreza y su soledad, y hablaremos de Celeste, a quien hemos olvidado en los caminos de la Sierra a México, mientras que sus protectores se dirigieron a Tampico, donde, como se ha visto, pudieron afortunadamente salvar a Teresa.

Hemos dicho en alguna parte, que el padre Anastasio, hombre morigerado en su vida, trabajador y económico, había recogido el fruto de estas virtudes, reuniendo no grandes riquezas, sino lo que vulgarmente se llama un capitalito, es decir doce o quince mil duros, que son nada para hombres derrochadores, como por ejemplo, nuestros amigos Arturo y Manuel, pero que forman un verdadero tesoro para muchas de las familias modestas de la clase media, que encuentran modo de girar el dinero y pasarse una vida alegre y cómoda, aunque sin ostentación ni aparato.

Al padre Anastasio, poco a propósito para negocios mercantiles, por una parte, y por otra de una conciencia muy estricta, ni por mal pensamiento le pasó el descontar libranzas con tres o cuatro por ciento mensual, ni comprar alhajas en el Montepío para revenderlas, ni prestar sobre prendas; en una palabra, ninguno de esos negocios que en las cortas épocas de paz y de calma que hay en México, aumentan rápidamente una pequeña fortuna. Lo único que ocurrió al padre Anastasio, desde que tuvo algún dinero en los primeros negocios de abogado, fue cambiarlo en onzas de oro, en escuditos y en medios nuevos, en lo que perdía cuatro o cinco por ciento, y envolverlo cuidadosamente en cartuchos de papel: una vez que hacía esto, su mayor cuidado era guardarlo, y esta no era la parte menos difícil del quehacer que le daba su tesoro. Para él no había casas de banco, ni almacenes, ni Montepío: le parecía que una vez que guardase en alguna parte de estas su dinero nuevo, le sería imposible juntarse con él; así prefería distribuirlo entre las gavetas de su papelera y mesa de escribir, y cada tres días lo contaba, lo revisaba y lo cambiaba de lugar, poniendo encima papeles, libros o cualquiera otra cosa que lo ocultara a la vista de los curiosos y de los codiciosos. No quiere esto decir que el padre Anastasio fuese un avaro; por el contrario, estimaba el dinero en cuanto le proporcionaba hacer algunas obras de caridad, y como cosa que es necesaria para todos, sin exceptuar a los padres Franciscanos, que hacen voto de pobreza, pero que no ha llegado a noticia de nadie que hayan vivido sin comer ni beber.

Así que el padre Anastasio tuvo reunida alguna cantidad, que no podía caber cómodamente en sus armarios, le pareció que el lugar más seguro para depositarla, aunque no ganara interés, era un convento, y en efecto entregó a la superiora de la Encarnación, el fruto de sus economías. Tal era el estado que guardaban los negocios financieros del padre Anastasio, cuando se marchó a desempeñar su curato de la Sierra; allí, como hemos visto, vivió con economía; y con las limosnas de los feligreses, porque él llevaba la regla de no aplicar los aranceles, le bastó para componer la casa cural, para comprar muebles, y para adquirir, a precio muy módico, unos potreros donde enviaba a pacer a sus caballos, y mantenía algunas cabras y vacas. Pocas gentes en el mundo, y con tan poco dinero, eran tan felices como el padre Anastasio, de manera que, salvo los recuerdos de la muerte prematura de la desgraciada Esperanza, nada inquietaba al eclesiástico, cuya vida corría tranquila y pacífica como el arroyo ignorado del desierto.

El trato frecuente con Celeste, la bondad y dulzura de esta criatura, reunida a su temprana belleza, procuraron, como hemos dicho, un cambio moral en el alma del padre Anastasio; y finalmente, a la llegada de nuestros amigos tuvo que hacer un esfuerzo, debido a su buena conciencia y a su sólida virtud; y prescindiendo de una vez para siempre, de sus caballos, de sus flores, de su tranquila casita, de todo, en fin, lo que formaba el encanto de su vida, y tomando la resolución que convenía, despachó a Celeste en compañía de la vieja dama conciliaria. Era esta anciana una de esas mujeres honradas y juiciosas, que son una joya para el gobierno de las casas; pero que rehusando mezclarse en las intrigas amorosas de las niñas, se decidió a dejar el servicio de las casas donde había familia, y buscó un acomodo con hombres solos: su buena suerte quiso que fuese recomendada al padre Anastasio, y entró a su servicio. En poco tiempo se avinieron tanto el uno con la otra, que llegaron a creerse de una familia: el padre Anastasio trataba a la anciana como se trata a una abuelita, y la anciana quería y estimaba al eclesiástico como si fuera su hijo: así, con estos antecedentes, cuando llegó la ocasión de separarse y de que Celeste saliese del cuidado inmediato del padre, en ninguna persona pudo ni debió tener más confianza, que en su antigua y fiel ama de llaves. Teniendo, pues, cierta vergüenza de que dos jóvenes elegantes, que botaban el dinero y caminaban con un tren de príncipes, se impusieran de sus asuntos financieros, formó el padre su plan en secreto, y no se atrevió a confiar su ejecución más que a la anciana. Por otra parte, recomendar a Celeste a un comerciante, a un abogado, a un agente de negocios, habría sido, salvo la buena opinión de las personas que ejercen estas profesiones, exponerse a perder el dinero, y a poner en mala senda a una criatura inocente y sin mundo alguno. El padre tenía razón bajo este aspecto, y todos los caminos que imaginaba para el arreglo futuro de la vida de Celeste, le parecían arriesgados: el único medio que le parecía seguro era que Celeste se casase con Arturo; pero observaba que este joven era todavía de un carácter versátil y frívolo, y por otra parte le parecía que estaba preocupado con otros amoríos, y que lo menos en que pensaba, era en Celeste: así, nada se atrevió a insinuar a Arturo, y tuvo que decidirse por alguna cosa.

Entregó al ama de llaves una carta para la superiora de la Encarnación, a fin de que tuviera a su disposición cierta suma de dinero, y le encargó que, llegando a México, buscara una casa modesta en un paraje acompañado de la ciudad; que comprase los muebles precisos, y que tomase una criada, para que Celeste, aunque con economía, fuese atendida con todo lo necesario, sin obligarla a trabajar en nada, y que una vez así establecida, pensase con mucho detenimiento y reflexión, en poner con una parte del dinero un comercio, que Celeste pudiese dirigir desde la casa, para que el producto sirviese para los gastos, sin que menguase el capital.

Sobre este capítulo hizo mil y mil recomendaciones a la anciana, y encontrando que era de su entera aprobación, dispuso el viaje, como hemos visto, quedando enteramente tranquilo, y figurándose que había por fin acertado con el medio de asegurar para siempre la subsistencia de su fiel ama de llaves y de su linda protegida.

La anciana tenía en México una hermana, y esta hermana dos hijas, llamadas Paula e Isabel, feas hasta por demás, pero hacendosas y honradas, como lo son todas las feas, que no dejan de tener sus muy relevantes prendas. La hermana de la ama del cura en nada se ocupaba, no tanto por su edad, cuanto por el estado de su salud, pues casi estaba perdiendo la vista; pero Paula e Isabel eran unas hormigas arrieras. Tan pronto se ocupaban en lavar ropa, como en bordar, como en coser en blanco, o aplanchar; el caso era, que nunca les faltaba qué comer ni con qué pagar la casa, comprarse su ropa muy decente y a veces lujosa, y con qué satisfacer los caprichos de su madre, que consistían en comprar cada día 12 su libra de velas de cera y sus manojos de flores, para ir en persona a ofrecerlas a la Virgen de Guadalupe.

El ama del cura, desde que salió de Jaumabe con todo el plan en la cabeza, pensó inmediatamente en que sus sobrinas eran las más a propósito para desempeñarlo con fidelidad y exactitud: una de ellas se encargaría, ayudada con una muchacha que ganase poco salario, de asistir a Celeste, y la otra entendería, bajo la vigilancia de la tía y de la madre, en el manejo del giro que finalmente hubiesen de establecer. La buena anciana, mecida con estas gratas ilusiones, y platicando frecuentemente de ellas a Celeste, pasó el camino, sin más accidente notable que el asalto del tendero volteriano, y llegó a México sana y salva en compañía de la muchacha. Inmediatamente y sin separarse un ápice de las instrucciones del padre, tomó una vivienda en la calle de Tacuba, compró los muebles necesarios en las almonedas de las calles de Donceles y la Canoa, y se instaló con Celeste, a quien destinó a Paula, no para su criada, sino podríamos decir para su doncella de servicio. En seguida comenzó a conferenciar con su hermana y con la sobrina de más edad y saber, que era Isabel, sobre el empleo que podían dar al dinero del padre Anastasio. Después de dos semanas de graves discusiones y de cálculos, no sólo aritméticos, sino aún algebráicos, en que los granos de maíz o de frijol reemplazaban la pizarra, el gis y los signos, se resolvió que se pondría una gran dulcería, donde también se venderían bizcochos, chocolate, billetes y papel sellado. Una vez tomada esta resolución, el empeño era encontrar una casa en las calles de Tacuba o Santa Clara; pero como por todas las que se proporcionaban, pedían un traspaso exorbitante, hubieron de conformarse con establecerla en la calle 2.ª de San Juan, donde encontraron el local suficiente para tienda y además una habitación más amplia que la de la calle de Tacuba. En consecuencia, se instalaron el ama del cura, las sobrinas y la madre enfermiza y cegatona en la nueva casa, y comenzaron con una fatiga sin igual a hacer los preparativos. Cada momento venía del convento un pañuelo lleno de dinero, que se gastaba en pocos días, y era necesario acudir por más: la actividad era mayor que en una maestranza de artillería en los días de una campaña, o que en la cocina de un convento en los tiempos de antaño. Por un lado se veía a ocho o diez molenderas de chocolate, partiendo azúcar, tostando cacao, remoliéndolo, o haciendo las tablillas de los cortes y dimensiones usuales: por el otro, largas filas de cajetas de arequipa, de guayaba y de membrillo, secándose al sol: más allá hirviendo en los braceros los cazos de conservas y de mermelada. Mientras el ama del cura vigilaba a los artesanos que pintaban el armazón de la tienda, la madre de las muchachas se ocupaba en espantar las moscas que acudían por millares a los calabazates y acitrones. De las dos muchachas, la una con su delantal lleno de manchas, estaba con grandes cucharones pegada a las hornillas, observando el punto de los dulces, dirigiendo, en una palabra, ese gran laboratorio químico que todos, en grande o pequeña escala, tienen en su casa, y que se llama cocina, y donde en vez de complicados aparatos de metal, de copelas y de retortas, no hay más que unas cuantas cazuelas de Cuautitlán, unos cazos de cobre, unos cucharones de palo hechos por los indios y los dedos y lengua de la cocinera, para conocer los efectos de la evaporación y calcular la consistencia que deben tener las pastas, y hasta el agradable aspecto que es fuerza presenten los manjares. El hidalgo de Molière no sabía que hablaba en prosa, y nuestras cocineras son químicas, también sin saberlo.

En cuanto a Celeste, sostenida en su orfandad por la generosidad y cariño del padre, ¿qué otro arbitro le quedaba más que el de conformarse con las instrucciones que éste había dado? así es que sin hacer ninguna observación, dejó obrar a la vieja ama y conducirse por ella de una casa a otra. Con el buen gusto que poseía, lo más a que se aventuraba, era a hacer ciertas observaciones en la manera de confeccionar los dulces, que daban por resultado el mejorarlos visiblemente, y hacerlos muy superiores a los que se venden comunmente al público. Modesta y afable, ayudaba a las faenas de aquella honrada familia, que se consideraba en el colmo de su opulencia y felicidad, pero ella en el fondo se sentía humillada y mortificada. Su pensamiento fijo, inmutable en Arturo, la elevaba a otras regiones más altas, de donde su amor y las ilusiones de su edad no le permitían descender: Paula e Isabel, dirigiendo una dulcería, se creían felices en su nueva ocupación: Celeste se consideraba infeliz y humillada.

¿Qué diría Arturo, el elegante Arturo, el de las manos blancas y finas, y el de la atractiva fisonomía, al ver a Celeste entre dos muchachas vulgares y rollizas, moliendo camote, colando piña en un ayate, llenando cajetas y picando con las tijeras papel de colores para adornar frutillas de pasta y jamoncillos? La idea de que Arturo se había de reír, al ver a Celeste en esta posición, la hacía desgraciada, y a veces tiraba con enfado las tijeras, y acababa de romper los calados que con gusto y primor había hecho en el papel.

—Al menos —decía, cuando me encontró en la calle por primera vez, pedía yo limosna para mí padre y mi madre, que se morían, y esto tiene mucho de noble y de sublime, y él lo comprendió así; pero ¡hacer dulces para vender, ponerse en una tienda a disputar con las criadas que compran los bizcochos todas las noches! esto es, no sólo vulgar, sino hasta ridículo.

Y no cabía duda en que Arturo, que había marchado en compañía del padre Anastasio, regresaría dentro de algún tiempo a México, la buscaría, la visitaría, procuraría informarse de su vida y de sus ocupaciones, y entonces, si algunas ilusiones había tenido por ella, las perdería al momento. Como para Celeste la felicidad mayor que esperaba en la vida, era la de ser amada de Arturo, la afligía sobre manera cualquiera circunstancia que pudiese hacerle perder esta esperanza, única que la consolaba de sus desgracias y de su orfandad. No alcanzaba por qué el padre Anastasio, que era un pozo de ciencia y de sabiduría, había dado semejante dirección a sus negocios; pero, como hemos dicho, era humilde y prudente, se había resignado, y no hacía sino para sí misma el género de objeciones que hemos indicado.

Pronto, con la incansable actividad de Paula y de Isabel, todo estuvo listo: los armazones de la tienda, pintados de azul y oro, se llenaron de dulces, de puchas, de rodeos, de bizcochos de cambray y de chocolate. Un aparador, cubierto con un limpio mantel, estaba lleno de bizcochos olorosos de la acreditada fábrica de Ambris, y un quinqué iluminó por primera vez, después de dos meses de estar cerrada la tienda, la noche de un domingo, todas estas golosinas. El éxito fue superior a todas las esperanzas: Paula e Isabel, como hemos dicho, eran feas, pero sumamente aseadas: así es que aparecieron en la Gran Dulcería Queretana con sus cabellos bien lustrosos y ordenados, sus armadores de lienzo blanco y sus enaguas de indiana francesa muy bien aplanchadas y almidonadas. Como en México todo lo nuevo llama mucho la atención, acudió la gente en tropel, y a las nueve que cerraron, el aparador estaba vacío y los armarios necesitaban una nueva habilitación. Recogieron de los cajones puñados de medios, de cuartillas, de pesetas y pesos, y subieron en sus delantales la venta a las habitaciones de arriba. Toda la familia, llena de gozo porque veía coronado su trabajo con el buen éxito, se puso a contar y separar las monedas; encontraron que la venta había sido de ciento treinta y cinco pesos. Celeste, que por especial recomendación del padre, no aparecía para nada detrás del mostrador, era la encargada del libro de caja: comenzó a liquidar las cuentas, y a las once de la noche, después de pedir todo género de explicaciones a Paula, encontró que se habían gastado en el traspaso, aperos y habilitación de la dulcería, cuatro mil pesos, y que la utilidad que podría sacarse era como de un cincuenta por ciento, o como las mujeres hacen por lo común sus cuentas, sobre cuatro o cuatro reales y cuartilla en cada peso: apuntó, pues, su venta, y toda la familia se puso a cenar. Celeste no pudo menos, en medio de sus quiméricos pensamientos de amor, de alegrarse de que se hubiera acertado con dar buen empleo al capital del cura. Si Celeste hubiera estado satisfecha de que Arturo se acordaba de ella, su dicha habría sido completa. ¡Qué poco se requiere en el mundo para ser feliz, y sin embargo, qué pocos lo son!

Volvió de nuevo la faena de las muchachas para habilitar los armarios de la tienda, y volvieron cada vez con más abundancia los marchantes, hasta que se logró lo que se llama acreditar una casa, de manera que ya ella sola hacía los gastos necesarios para su fomento y los que requerían Celeste y la familia, sin que, por consecuencia, hubiese necesidad de hacer más viajes al convento en busca de dinero.

Durante algunos días nada turbó la felicidad ni el productivo trabajo de estas buenas gentes: Celeste misma había ya formado su distribución y arreglado su vida. Muy temprano se levantaba, hacía su toilette con sencillez, pero con esmero, y salía a misa a las Vizcaínas; volvía, tomaba su desayuno, y se ocupaba en ayudar a las muchachas en sus quehaceres de la dulcería; en seguida se ponía a coser, y a la una toda la familia, menos la persona que quedaba en el despacho, se sentaban al derredor de una mesa muy aseada, y cuyos manjares, condimentados son aseo y esmero a la mexicana, y servidos en limpias y lustrosas cazuelitas de barro, habrían despertado el apetito de un muerto: después de la comida, todos ayudaban a levantar los trastos, y a poner en el mejor orden la casa. En la noche, antes del chocolate, se rezaba el rosario en coro, leyendo Celeste en seguida la vida de algún santo, que por sus sufrimientos, y virtudes hacía frecuentemente suspirar y aun derramar lágrimas a los oyentes. La noche se pasaba en platicar, en bajar a la chocolatería lo que se necesitaba, en cerrar y asegurar las puertas, contar y apuntar la venta y los demás gastos. El dinero sobraba, y para completar este cuadro de felicidad tan rara, nuestros personajes tenían una limpia y segura conciencia.

El ama del cura, que pasaba ya de los setenta, comenzó a dar a Celeste y a sus sobrinas muchos motivos de alarma: un día le dolían las piernas, otro la cabeza, otro la cintura o el pulmón; finalmente, la máquina toda de esta anciana, ya gastada, anunciaba una total descomposición. Se llamó al médico del barrio, que se contentó con recetar agua de linaza y jarabe de goma, declarando que lo que en sustancia tenía la enferma, era lo que vulgarmente se llama un empacho de calendarios, y para lo que la ciencia y las medicinas de la botica eran enteramente inútiles. Celeste y sus sobrinas le prodigaron durante dos semanas los más solícitos cuidados, pero todo fue inútil: una noche, cuando se creía que estaba más aliviada, exhaló, sin trabajo y sin fatiga, el último suspiro, y salió de ese cuerpo viejo y gastado, una alma pura, sencilla, que pasó a descansar en el seno de Dios.

Este acontecimiento turbó la serenidad de los días de la familia. La hermana y las sobrinas, como era de esperarse y es de costumbre, no sólo lloraron, sino que aullaron el día que salió el cadáver; pero aunque más silencioso, fue mayor y más profundo el pesar de Celeste. Aquella pobre vieja, siempre buena y complaciente, había hecho para ella las veces de madre, y la había acompañado en las épocas más amargas de su vida: así es que no pudo ver salir sus últimos despojos mortales, sin sentirse más sola de lo que antes había estado en el mundo, tanto más, cuanto que desde su salida del pueblecillo de Jaumabe, ignoraba la suerte que habías corrido el padre Anastasio y su nunca olvidado Arturo; pero como los más grandes pesares tienen su remedio en el tiempo, a las pocas semanas la fatiga y quehaceres diarios volvieron a tomar su curso, y la tienda a llenarse de marchantes, que se habían retirado a causa de la falta de surtido. Celeste esperaba con ansia el regreso de sus protectores, y pasaba los días en la mayor ansiedad, porque la vida que llevaba, era, por decirlo así, provisional, y no la que convenía, ni a sus sentimientos, ni a sus inclinaciones.

Una noche, contra su costumbre, y ya que se iban a cerrar las puertas, dio a Celeste gana de bajar a recoger personalmente el dinero, y a dar un vistazo a las existencias: fue esto obra del deseo de matar el tiempo, y no de la curiosidad, ni menos de la desconfianza. Practicó la operación, dirigió algunas chanzas a Paula, que había cerrado ya una de las puertas, y se disponía a entrar a la trastienda, cuando hirió su oído una voz que no le era desconocida. Volvió la cara, y se encontró con una fisonomía que sin duda había visto, pero que no podía recordar a donde. La mujer que había entrado a comprar chocolate, al tiempo de estarlo acomodando en su rebozo, alzó también la cara, fijó sus miradas en Celeste.

—Señorita, dispense usted la mala crianza, pero me parece que conozco a usted… sí… cabal… la misma… tan bonita como siempre, y no pasa día por ella… eso es… la misma.

Celeste quería reconocer a su interlocutora, pero no acababa de fijarse en dónde y en qué época de su vida había oído hablar y visto más de una vez a esta mujer.

—Seré curiosa, señorita, ¿se llama usted Celeste?…

—Sí, señora —contestó la muchacha sin reflexionar en lo que hacía.

—Pues yo soy Ventura, la misma que hizo a usted, y a su papá y a su mamá, cuantos favores pudo… porque eso sí, aunque una no sea nada, fuerza es ayudar a los vecinos… Conque yo soy Ventura. Las vecinas me decían doña Venturita. ¿No se acuerda usted?

Celeste habría querido mejor encontrarse con una fiera del monte, que con semejante mujer: reconoció que había cometido un error en decirle su nombre, y renovar el conocimiento; pero como ya la cosa no tenía remedio, procuró disimular, y tendió involuntariamente la mano a doña Venturita, la que se apresuró a tomársela, soltando el chocolate en el mostrador.

—¡Bendito sea el Señor del Buen Despacho, que encontré a una antigua amiga! —dijo Venturita con su tono de costumbre—. ¿Y dónde ha estado usted? ¿Saldría de México, no es verdad? ¿Y al joven que tanto favorecía a usted, qué le ha sucedido? A mí se me enfermó Cipriano. ¡Pobrecito! tan bueno pero lo llevaron a una guerra que hubo por Puebla, y allí me lo lastimaron, de manera que cuando volvió, ya no ha podido ver la suya. ¡Pobrecito! ¡Bastante padece!

Venturita exprimía los ojos para llorar, y hacía pucheros; pero cuando observó que Celeste quería hablar sin duda para despedirse, se apresuró a cortarle la palabra.

—¡Válgame Dios! y como hace Su Majestad milagros que no conocemos. Cuénteme usted, por Dios, niña, como salió de esos malos tratos, de esos policías hijos de un demonio. ¡Qué lástima me dio el día!… no lo puede usted creer, pero hasta lloré el día que…

Como Paula se había acercado, y parecía escuchar con interés la conversación, Celeste hacía señas tras de señas a doña Venturita para que callase, hasta que afortunadamente fue entendida.

—Es verdad, mi vida: es ya muy tarde, y tiene usted que cerrar. Supongo que todo esto es de usted, y que estará muy rica, porque esta dulcería vende más que todas las otras juntas.

—Es verdad, vamos ya a cerrar —dijo Celeste algo turbada.

—Pero aquí vive usted, ¿no es verdad? pues entonces mañana, si Dios nos presta vida y salud, vendré a platicar con usted, y le contaré con despacio todas mis desgracias; y a propósito, ya que por beneficio de Dios tiene usted algo, quisiera hablarle a solas. Me voy, mi vida, y dispensará que no pague el chocolate, porque se me olvidó el dinero; pero aquí me conoce ya esta otra niña, y sabe que soy de fiar. ¡Vaya… qué fortuna!… ¡y yo que todas las noches compro aquí mi chocolate y mis huesitos, y ni sospechaba nada!… Conque hasta mañana a las doce.

Doña Venturita salió al fin todavía charlando, y Celeste vio el cielo abierto.

—¿Y dónde conoció usted a esta mujer tan habladora? —le preguntó Paula.

—Era una vecina de la casa donde vivió mi padre —le contestó Celeste algo cortada—; y en efecto, es mujer que no cesa de hablar; pero no hay que hacerle caso.

Celeste se subió preocupada con el desgraciado encuentro que había tenido, y esperando con cierto temor la visita anunciada.

Doña Venturita, en efecto, no se hizo esperar; al día siguiente, a las doce en punto estaba delante del mostrador, toda sudosa y agitada. Celeste, que deseaba evitar que hablara con Paula, la estaba esperando, y en cuanto la vio, la hizo entrar, subió con ella a su recámara, y cerró la puerta.

Doña Venturita, sin gastar muchos cumplimientos, examinó de una ojeada los muebles, y se sentó en una silla.

—Vecinita —dijo—, entendí muy bien la seña que usted me hizo anoche, y por eso me callé, y me fui. ¿Qué tal? Si yo me pinto para eso de entender las señas. Lo que usted quería, era que la criada no oyera… porque desde luego no sabe que… y usted no quiere, y es muy justo, mialma, que sepa que estuvo en… Desde luego, algún otro señor… y ya se ve, no todas deben imponerse de nuestros secretos; cuanti más que eso… y como dicen: no es lo mismo comer que tirarse con los platos.

—Señora —le dijo Celeste muy seria e irritada—, por desgracia, he tenido que sufrir bastante, de la lengua de usted y de su dañina intención; y si ahora he consentido en que venga a mi casa, es para decirle que no tiene ningún derecho de quitar el crédito y de dañar a una gente que no le ha hecho mal.

—Usted me insulta —contestó Venturita—; porque es usted rica, y porque me ve sola, se vale de la ocasión. ¡Ah! si lo supiera Cipriano… yo no he ofendido a usted en nada —continuó sollozando—, y porque me ve pobre, me maltrata… pero a bien que yo diré… que… que usted también en otro tiempo, y cuando no tenía señores decentes que la protegieran…

—Calle usted por Dios, doña Ventura —le dijo Celeste—, y entremos en razón. Yo ni maltrato a usted, ni quiero insultarla: lo único que deseo es, que usted no me perjudique contando las cosas a su modo.

—Pero yo nada cuento más que… pero ya ve usted, soy una pobre, y también necesito trabajar para comer, y usted podría colocarme en la chocolatería: sé hacer jamoncillos, y merengues y huevos reales de chuparse los dedos; y yo con mi trabajo y usted con su dinero, y verá usted como yo me porto.

—Pero ¿qué es posible —preguntó Celeste—, que pretenda usted vivir en mi casa, después de la conducta que observó usted, y de atreverse a calumniarme cada vez que me habla?

—Ya lo ve usted, mialma, porque soy pobre y me ve usted sola, desconfía de mí —interrumpió Venturita fingiendo que lloraba, o sollozando de veras y levantándose para irse—; pero yo al fin contaré a todos por qué me ha echado usted de su casa, y por qué no me quiere dar por mi mal trabajo un pedazo de pan… Yo soy una pobre; pero honrada, y mi compadre, que es el alcalde de la manzana, me defenderá.

Celeste, que temía un nuevo escándalo y una nueva desgracia con las interminables calumnias de Venturita, bien a su pesar conoció que no había más remedio que capitular.

—Bien, cálmase usted, doña Ventura, y entendámonos: estoy dispuesta a olvidarlo todo, y hacer a usted cuanto bien pueda; pero explique usted, qué desea, y en qué puedo serle útil.

—Pues, mialma —dijo doña Ventura limpiándose los ojos—, ya que es usted tan buena, sepa que desde que se enfermó mi marido tuve que mudarme a la plazuela de San Juan, y no he tenido ni para pagar el cuarto: toda mi ropa está empeñada, y las costuras no me alcanzan ni para mal comer. Duélase usted de mí, y déme un acomodo en su casa; que ya digo, sé coser, barrer, fregar y hacer dulces, y por beneficio de Dios, hasta ahora a nadie le he cogido un tlaco.

—Está bien —le dijo Celeste—; pero a condición de que no dirá usted a esta familia una sola palabra de lo que sabe. Tendrá usted la casa, la comida y ocho pesos cada mes, y ayudará usted en todo lo que se ofrezca; pero le repito, ni una sílaba, porque desde ese mismo momento, como ya no tendré por qué tenerle consideración, saldrá usted de mi casa, y volverá a sufrir las penas que dice que pasa.

Doña Venturita dio mil agradecimientos a Celeste, le prometió guardar silencio y ser discreta, y al día siguiente volvió ya con un cargador, que conducía su colchón y una caja colorada antigua, únicos muebles que habían quedado a la temible vecina de la casa de San Sebastián, dejando, según dijo, el marido enfermo en casa de su cuñada.

Con el ingreso de esta nueva persona en la gran chocolatería, todo cambió en poco tiempo: en vez de cerrarse a las nueve, estaba abierta hasta las diez o las once, hora en que se retiraban los tertulianos que doña Venturita había reunido. Su compadre el alcalde, su primo el escribiente de un abogado, su tío el músico de Catedral y unos tres o cuatro muchachos más entre rancheros y cortesanos, formaban la reunión: se fumaba toda la noche, se tocaba la guitarra, y se merendaba y tomaba chocolate en la trastienda. Isabel y Paula estaban inconocibles: cada una tenía su novio; y como doña Venturita era la que servía admirablemente a estos amores, estaban al partir un piñón. Las faenas de la cocina se descuidaban, el chocolate y los dulces eran ya de mala calidad, y día por día las ventas disminuían, y los aparadores cada vez aparecían con menos existencia. No paró aquí el mal, sino que los tertulianos mucho más animados, y doña Venturita, unida estrechamente con las muchachas, invadieron la casa, y tomaron posesión de ella. Así que se cerraba la Gran Dulcería, los personajes ya dichos, y algunos otros más convidados de la vecindad, se subían arriba y comenzaba el baile, que duraba hasta las dos y tres de la mañana. Los domingos eran paseos a Santa Anita y a San Cosme; y en vez de hacerse dulces y pastas, las muchachas se ocupaban en disponer el mole de guajolote, los frijoles gordos y el pulque de piña. La madre casi había cegado completamente, y estaba en un tal estado de imbecilidad, que era lo mismo que si no existiera en la casa.

Celeste quiso oponerse a este desorden; pero le fue imposible: doña Venturita hacía cabeza de la oposición, y la amenazaba con contar su vida y milagros, no sólo a Paula y a Isabel, sino a todos los concurrentes y a todos los marchantes. En cuánto a Paula y a Isabel habían dejado el armador y las enaguas, y habían comprado medias, zapatos y túnicos de seda, y estaban tan alzadas e insubordinadas, que apenas saludaban ya a Celeste, a la que muy poco tiempo antes reconocían como ama.

Celeste se redujo a encerrarse en su recámara, a no ver ni tratar a ninguno de los concurrentes, y a apuntar las cortísimas ventas que Paula le presentaba, para volvérselas a llevar en el acto, esperando que de una hora a otra llegase el padre Anastasio y pusiese término a tanto escándalo; pero el padre Anastasio no llegaba y las cosas iban tomando un carácter muy alarmante. Cada vez que Celeste, para ir a misa o a otra ocupación, se ausentaba de su recámara, se le desaparecía un vestido, un tápalo, un rebozo, o alguno de sus anillos o rosarios de oro. De la ropa siguieron los muebles, hasta el grado de que no quedó en su recámara más que su cama y unas sillas.

Las fisonomías de algunos de los que frecuentaban la casa, y el tono dominante y altanero que habían tomado, le daban miedo a Celeste, tanto más, cuanto que ella había notado que se quedaban en las noches algunas personas más que las que componían la familia. Así, a la hora de recogerse, echaba las aldabas y picaportes de las puertas, y todavía aseguraba más con los pocos muebles que podía meter disimuladamente en su alcoba. Antes de acostarse, rezaba a todos los santos, persignaba los rincones, al menor ruido despertaba sobresaltada, y rara vez podía volver a conciliar el sueño, hasta que los rayos de la luz, que entraban por las rendijas del balcón, le infundían algún valor y serenidad.

Una noche escuchó algún ruido, se sentó en la cama, poniéndose, llena de susto, una mano en el corazón que le latía fuertemente, y escuchó: primero oyó pisadas como de gente que andaba a tientas y con precaución; después notó que hablaban en voz baja; pero no pudo entender lo que decían. Quiso levantarse, pero las fuerzas le faltaron: afortunadamente todo quedó en silencio por más de una hora, y ella tuvo tiempo de reflexionar y hacerse el ánimo de tomar una resolución extrema en caso necesario. Levantóse con mucho cuidado, abrió el balcón, y miró a la calle: afortunadamente el sereno estaba atizando los faroles. Volvióse a la cama, y sentada esperó acariciando al fiel perro, que no se había separado de ella, y con cuyo auxilio contaba también. Las pisadas y los cuchicheos comenzaron de nuevo.

—Está dormida, completamente dormida —decía una voz.

—Entonces, ¿cómo entraremos?

—Será mejor con cualquier pretexto tocarle la puerta, y que ella misma abra, porque como esta muchacha es ya una liebre corrida se encierra a piedra y lodo.

Celeste pudo reconocer la voz de doña Venturita.

—Pues el caso es no dejar las cosas para otro día, pues así se ha pasado el tiempo, y ya estoy cansado de que me engañen y me burlen.

—¿Pero si despiertan Paula e Isabel, que duermen en la otra pieza?

—¡Bah! no hay cuidado: experiencia tengo de que tienen el sueño muy pesado, y además si despiertan, ya echaremos toda la culpa a Celeste: nos han de creer a nosotros, y no a ella.

—Pues vamos —contestó doña Ventura—, le tocaré la puerta, le diré que me ha dado un dolor, ella abrirá, y entonces…

—No hay que irse para atrás, doña Ventura, una vez que estamos decididos, no haya después gritos y lágrimas y arrepentimientos.

—Pero si ella grita, ¿qué hacemos?

—No, yo aseguro que no gritará: con que vamos, que se hace tarde.

Celeste temblaba de pies a cabeza; apenas alcanzaba respiración. ¿Qué era lo que esas gentes tramaban? ¿Se trataba de atacar su vida, o su honor, o a las dos cosas, si ella resistía? ¿Cuáles eran las gentes y los proyectos de los que dormían en la otra recámara? Todo lo ignoraba, y sólo podía distinguir que había un diálogo, del cual perdía muchas palabras, entre la temible doña Ventura y un hombre. En fin, era menester tomar algún partido, y ella se resolvió a salir al balcón en último caso, y llamar al guarda, obligándolo a que subiese por él y registrase la casa: en todo esto ella tendría que afrontar las calumnias de la torpe lengua de doña Ventura; pero no tenía ya más arbitrio. Firme con esta determinación, encendió la luz, se echó encima una bata de muselina, se calzó sus pantuflas, y comenzó a hacer mucho ruido, aglomerando todas las sillas que tenía contra la puerta por donde el enemigo quería penetrar. Celeste esperaba por momentos oír la voz de doña Ventura o sentir que forzaban la puerta; pero sea que la acción que trataban de ejecutar les diese miedo, sea que difiriesen para más tarde su tentativa, el caso es que reinó un profundo silencio. Celeste, con el balcón abierto, continuó todo el resto de la noche su bataola, pasando los muebles de uno a otro lado, tosiendo y haciendo cuanto ruido podía.

Luego que dieron las seis de la mañana, y observó que había bastante gente por la calle, y que estaba ya abierta la dulcería, se vistió, y procurando dar a su rostro un aire de naturalidad y de ignorancia, salió a la calle, sin encontrarse en la casa más que con Paula, que afanada atendía detrás del mostrador al despacho diario de la negociación.

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