LIV. El casamiento de Mariana

Todas las habitaciones de la casa estaban abiertas, y los dos salones del frente, que nunca se abrían, llenos de luz que les entraba por las grandes ventanas, lucían sus arañas de plata maciza, sus exquisitas pantallas de Venecia y sus muebles antiguos flamencos del más delicado gusto. El conde enseñaba con minuciosidad al marqués las curiosidades que había por todas partes y lo paseó más de una hora por una serie de piezas, de gabinetes, de retretes y de alcobas capaces de que se alojaran cómodamente en ellas más de cincuenta personas. Aunque preocupado el marqués con ideas de otro género, no pudo menos de admirarse de la magnificencia del edificio y de la variedad de muebles raros que había por dondequiera que se entraba.

Las comidas se sirvieron durante los primeros días en el chocolatero o en el departamento que ocupaba cada persona; pero fueron llegando el obispo, tres curas, dos mineros, cuatro hacendados y, por último, en un tren lujosísimo, el marqués del Apartado y la rica señora doña Pomposa, que debían apadrinar a los novios. Sucesivamente fue el conde mismo instalándolos en sus departamentos, y al siguiente día se abrió el gran comedor, donde concurrían a las horas de costumbre, al toque de la campana, los huéspedes, presididos por el conde, sentado en su regio sillón rodeado de la reja dorada.

Mariana no asistía a esos banquetes, estaba enferma, realmente enferma, hasta el grado de no poder levantarse de la cama. Le dolía no sólo el cuerpo, sino el alma.

Alivióse un tanto, y el conde aprovechó la oportunidad para fijar el día de la boda.

El marqués de Valle Alegre no salió muy contento de la visita que hizo a Mariana, a la que no había vuelto a ver. Frialdad completa, desaires y desprecios. No se necesitaba tener mucha perspicacia para conocer que la condesita tenía la más grande repugnancia por el casamiento, y que era una víctima de las preocupaciones de su padre.

La visita a los salones y a los diversos departamentos, tan bien arreglados y dispuestos, los distrajo un poco, cuando al recogerse en su cama con sus propios pensamientos, no pudo menos de confesarse que cometía un gran disparate en casarse y que su vida iba a ser un infierno. ¡Y lo que es la naturaleza humana! La contradicción había picado su amor propio. Los desdenes de Mariana habían herido su corazón; pero la entereza de la muchacha, su desprecio por las riquezas, su dignidad y compostura a pesar del forzado y mentiroso papel que se le obligaba a representar, le interesaron sobremanera y observó que el tiempo y la vida solitaria que había tenido y quizá los pesares mismos, habían realzado la belleza de su prima y dádole un aspecto como de reina destronada.

—¿Si estaré yo enamorado de mi prima? Serla la última de las desgracias que me pudiera suceder. Sin amor, qué me importará su indiferencia y sus desdenes continuos; ella en su recámara y yo en la mía. Si acaso, un día que otro nos veremos a las horas de comer; una que otra vez también, en el paseo, en coche, y al teatro, para no dar qué maliciar al público… y… ¿Pero si al diablo se le antoja que yo quiera vivir con ella como viven los santos y buenos matrimonios? ¿Si tengo celos, si me exaspera su desdén, si suspiro y me pongo triste como un colegial que acaba de salir al mundo…? ¡Oh, no! ¡Qué vergüenza, qué mengua, qué ridículo para un hombre de mi experiencia y de mi edad, corrido de mundo y cansado de mujeres! Sí, lo mejor será marcharme en la madrugada, dejando una carta al conde. Decidido, y no hay que pensarlo más.

Se levantó, se acercó al escritorio de ébano y marfil que estaba frente a su cama y escribió:


Conde y señor mío:

Mariana me aborrece; no puedo aceptar su mano. Os doy las gracias y os hago un servicio evitando la desgracia de vuestra hermosa hija.

El Marqués de Valle Alegre.
 

No obstante la hora avanzada de la noche mandó con uno de los criados que velaban a su puerta buscar a don Remigio, que no tardó en llegar.

—A las cuatro, antes que amanezca, me hará usted el favor, don Remigio, de que con un tiro de la hacienda esté lista mi carretela, mis dos caballos ensillados y seis mozos que usted escogerá. Mi avío se lo he regalado al conde. Me voy a México, y cuando el conde despierte le entregará usted esta carta.

—Pero, señor marqués… ¿es posible? ¿Lo ha pensado usted bien? ¿Qué dirá el conde?

—Ya sé lo que dirá, y tendremos seguramente un duelo a muerte… Pero lo he pensado bien y estoy decidido; por lo pronto, mucha reserva; y que todo esté listo.

Don Remigio vio el cielo abierto y a Mariana salvada, así que no insistió, y se retiró diciendo:

—El señor marqués será obedecido, y todo estará listo para las cuatro de la mañana.

El marqués dio vuelta y vuelta en la alcoba, y al fin, medio vestido, se echó en la cama y se quedó dormido, hasta que siendo cerca de las cuatro, don Remigio lo fue a despertar.

—¿Qué se ofrece? —dijo sobresaltado y bajando de la cama.

—Van a dar las cuatro, y la carretela está lista fuera de las puertas de la hacienda. Era necesario hacerlo así para que el señor conde no se apercibiese de la marcha del señor marqués.

—He variado de opinión, don Remigio. No quiero desagradar al conde. Me quedo; que no sepa lo que ha pasado.

Don Remigio sintió como si le hubiesen derramado un jarro de agua fría en la cabeza, y tuvo que obedecer.

—Muy bien, señor marqués; nada sabrá el señor conde, y cuando se levante y salga todo estará en su lugar como si nada hubiese pasado.

—¡Qué alucinaciones y qué miedo pueriles asaltan a veces a los hombres que se llaman de mundo!… ¿Tener yo miedo a una muchacha o a una mujer? Porque mi prima ya es una mujer. ¡Qué tontería! Se casará con amor o sin él, porque se lo manda su padre; será mi mujer y yo la dominaré con el tiempo; y si no logro dominarla, peor para ella; se la pasará encerrada en su casa o visitando las iglesias y yo tendré tanta libertad como la que he tenido. ¡Perder trescientos mil pesos que me entregarán en la Casa de Moneda luego que regrese a México! ¡Qué barbaridad tan grande iba yo a cometer! ¡Qué papel haría presentándome ante mis hermanos con las manos vacías! Inmediatamente tendría la discordia dentro de mi misma casa, y más adelante un escandaloso pleito judicial, porque ya me lo habían dicho mis hermanas: si no les doy cuanto me piden y si no sostengo el lujo de la casa bajo el mismo pie, están decididas a consultar con un abogado, como ese mismo Rodríguez de San Gabriel que me ha despojado de mis haciendas. Y don Pedro Martín de Olañeta ¡qué burla me haría! Se bañaría el viejo sabio en agua rosada. No, no hay que vacilar. Una hacienda que produce treinta mil pesos cada año y trescientos mil pesos al contado, valen la pena de hacer un sacrificio. Seguiré tratando a Mariana con dulzura y cariño, sin cuidarme de sus desdenes, que cuando sea mi mujer y estemos solos en nuestra casa, y lejos de este conde feroz y medio loco, ya será otra cosa. ¡Qué necio de haberme desvelado por los dengues de una mujer caprichosa y mal educada!

Y el marqués, abriendo a cada segundo tanta boca y bostezando, se desnudó y se metió en el mullido lecho, y diez minutos después roncaba como un bienaventurado.

Durante una semana no cesaron las fiestas. Las gentes de las rancherías y de los pueblos fueron llegando a caballo y a pie, sin ser invitadas; el conde las dejó, y aun ordenó a don Remigio que les permitiese formar sus campamentos, matar una res y varios cochinos y carneros, y hacer luminarias en la noche, bailar y divertirse.

Los nobles huéspedes eran atendidos al pensamiento, y el almuerzo y las comidas en el gran comedor duraban horas enteras. La mesa siempre cubierta de exquisitos manjares y de postres y dulces, pues además de que las cocineras de la hacienda eran de lo mejor, Agustina, por orden del conde, había mandado en otro coche a una cocinera y a una repostera, que hacían prodigios en la cocina. El practicante aparecía y desaparecía, comía y gozaba bien (sin perder de vista a Mariana), con cualquiera de los grupos que se habían establecido en las inmediaciones y debajo de las arboledas.

Por fin, se fijó el domingo para la ceremonia. Mariana, unas veces aliviada, otras enferma, fue pasando esos días (alegres para la multitud que ocurrió a la hacienda), en una especie de agonía. Asistía a la mesa a ocasiones, platicaba con el obispo, con los curas y, sobre todo, con el marqués del Apartado, que era un hombre de talento, de mundo y de una finura y delicadeza extremas; más de una vez se vio tentada de abrirle su corazón y de rogarle que la salvara, aprovechando la influencia que tenía sobre su padre; pero a nada se resolvió, y llegó la hora tremenda del sacrificio.

La iglesia, porque era una verdadera iglesia, tan grande y tan suntuosa como cualquiera de México, se engalanó con colgaduras y cortinas de terciopelo carmesí con franjas y flecos de oro. En el altar lucían candeleros y blandones de plata y de las bóvedas pendían lámparas y gallardetes.

Los tres curas revistieron en la sacristía sus ornamentos; la misa, cantada, acompañada del órgano; el obispo dispuesto a subir al púlpito y predicar un sermón, y la concurrencia, de gala, y los padrinos, esperaban de pie cerca del altar y al lado de las bancas de cedro.

Ni los novios ni el conde aparecían. Mariana se había encerrado en su recámara a vestirse, pero le era imposible; apenas tocaba el pesado vestido bordado de oro y perlas, cuando le acometía un temblor que la imposibilitaba; tenía horror a la seda que tocaban sus manos y el relumbrar de los bordados le producía extrañas alucinaciones. No le faltaba la voluntad; estaba ya resuelta a ir al altar, pero su sistema nervioso se lo impedía.

El conde se paseaba del brazo del marqués en la portalería inmediata a las habitaciones de Mariana, con cierta impaciencia; pero cuando transcurrió media hora y no salía y el sacristán vino a decirle que los curas estaban ya listos, el obispo bajo su dosel y la iglesia llena, su cólera no tuvo límites; se acercó a la puerta y tocó fuertemente con el pomo de su espada.

—¿A qué horas acabas, Mariana? Todo el mundo está en la iglesia esperando.

Al oír los toquidos y la voz dura de su padre, Mariana cayó de rodillas y buscó debajo de su almohada el histórico puñal.

Don Remigio, que a cierta distancia no perdía de vista al conde, se acercó.

—Señor conde, las criadas me han dicho que la señorita condesa estuvo bien mala anoche y no durmió; si usted me lo permite, tocaré por la puerta del jardín.

—Bien, vaya usted en el acto, y enferma o como esté, que salga sin tardanza.

El marqués, alarmado del gesto feroz del conde y pensando que bien podría estar enferma su prima, trató de calmarlo, mientras que don Remigio corrió a tocar la puerta del jardín. Fue Mariana misma la que le respondió.

—¡Imposible, don Remigio; no puedo, no puedo, por más que hago, ponerme este vestido de luto, de muerte que me va a quemar el cuerpo como si fuese de fuego!

—Señora condesita, piense usted en su hijo, por el amor de Juan… Un esfuerzo, por mí… por mí que sufro tanto como usted… El conde está furioso, he leído en sus ojos inyectados de sangre… Nadie sabe lo que va a suceder… quizá Dios nos salvará; pero pronto, pronto.

Estas palabras ocasionaron una reacción en Mariana. Volvió a colocar debajo de la almohada el puñal que tenía en la mano, y contestó:

—Bien, don Remigio. Allá voy; diga usted a mi padre que se me descompuso el peinado… cinco minutos… diez minutos a lo más; corra usted.

Don Remigio corrió, en efecto; calmó al conde; echó la culpa de la dilación a una de las camaristas.

—¿Vio usted a Mariana? —le preguntó el conde.

—¡Oh, no señor conde! Estaba encerrada en su recámara, acabándose de vestir, y me habló desde la puerta.

Mientras don Remigio y el marqués acababa de calmar al conde, Mariana, en cinco minutos se puso el traje, arregló su peinado, se prendió las alhajas suyas y ni una sola de las que le había regalado el marqués; abrió la puerta de su sala y se presentó blanca, transparente como una muerta, con sus ojos descarriados y mirando a todas partes. El marqués le dio el brazo y, derecha, erguida, fue caminando como una aparición del otro mundo.

Entraron a la iglesia por entre una valla respetuosa que formó la multitud, admirando la belleza de Mariana, que parecía una reina de la Edad Media que iba a recibir el juramento de homenaje de sus vasallos. El aspecto severo y duro del conde, con su uniforme caprichoso de capitán del ejército español, les dio miedo; y el marqués de Valle Alegre, aunque ya de edad, tenía un aspecto agradable y juvenil que les simpatizó mucho.

—¡Qué hermoso par! —decían en voz baja las mujeres—. Tan ricos, en buena edad, con tanto dinero ¡qué felices van a ser!

Tomaron asiento los novios, los padrinos y el conde en los sillones de terciopelo que se les tenían reservados; los curas salieron revestidos de riquísimos ornamentos de tela de plata y oro, y la misa comenzó. Después del Evangelio, el obispo subió al púlpito y con voz dulce y persuasiva pronunció un discurso ensalzando el estado del matrimonio, no como el más perfecto, que para las mujeres era el de la virginidad, según San Jerónimo; pero sí el más acomodado a la vida y a las costumbres cristianas. Se fijó mucho en los deberes de la esposa, en la sumisión respetuosa que debe tener por el esposo, en los cuidados de madre, si Dios disponía que tuviesen sucesión, concluyendo con estas palabras: «Los seres, en la tierra, se unen por la voluntad de Dios. Se empeñarían en balde todas las potestades de la tierra, y no lograrían unir dos almas que no hayan nacido la una para la otra».

Esta oración, que cuadraba bien en la situación de Mariana, la hizo volver en sí, levantó los ojos hacia el santo obispo que bendecía a los fieles que estaban presentes, y los bajó llenos de lágrimas.

La misa fue larga y solemne. Cantores y músicos de pueblos, traídos por los curas, se esmeraron y no quedaron tan mal. Concluidas las ceremonias, retirados los padres a la sacristía, volvieron a poco con sus albas blancas de punto a ayudar al obispo que dispuso lo necesario para el enlace. El marqués de Valle Alegre y Mariana se levantaron de sus sillones y se arrodillaron en el altar. Doña Pomposa a la izquierda y el marqués del Apartado a la derecha. El conde de Sauz, con su uniforme de gala y cosa rara y que toda la asistencia murmuró en secreto, con su espada de cruz y taza ceñida en la cintura, como si fuese a entrar en una acción de guerra.

El obispo leyó en un libro esas páginas elocuentes, tiernas y a la vez terribles, escritas por el Apóstol san Pablo.

El marqués, inquieto, miraba a todas partes y aún volvía un poco la cabeza.

Mariana se inclinaba.

La multitud que llenaba la iglesia se apiñó tan cerca como pudo al altar para ver bien la ceremonia.

El momento crítico se acercaba.

Uno de los curas echó a los hombros de los novios y los cubrió con un paño de lama de plata, y el obispo les pasó una cadena de oro por el cuello.

Mariana en ese momento, y como queriendo inconscientemente quitarse la cadena fría que cayó en su espalda, alzó los ojos y miró al practicante, que, aterrorizado, fijaba en ella una mirada que expresaba su angustia. Una nube sangrienta pasó por la vista de Mariana. Creyó ver a Juan, o lo vio efectivamente detrás del doctor, blandiendo un puñal pronto a arrojarse sobre el marqués, sobre su padre y sobre ella misma, y hacer un sacrificio sobre el altar mismo; sin saber qué hacer y sintiendo que iba a caer postrada rompiendo su frente en las gradas, estrechó fuertemente la mano del marqués, y éste creyó que era la emoción, el amor, la decisión de Mariana en aquel acto, y que su orgullo y su dignidad, ofendida por la fuerza que le imponía su padre, le había inspirado el profundo desdén con que había recibido sus regalos de boda; pero volvió los ojos hacia ella y quedó aterrorizado del semblante cadavérico y del descarrío de sus ojos, que saltaban de sus órbitas.

El practicante no quitaba los ojos de Mariana, y ella también lo miraba a cada instante y volvía su vista al obispo; pero no podía quitarse la visión terrible de sangre y apretaba la mano del marqués.

El obispo, que no se había apercibido de esta escena, continuó la ceremonia.

—¿Recibís por esposa y compañera a doña Mariana de los Ángeles Cecilia, condesa del Sauz?

—Sí —respondió el marqués con una visible emoción que trataba de disimular.

—¿Recibís por esposo y compañero a don Pedro Agustín de Gallegos y Girón, marqués de Valle Alegre?

Mariana miró al practicante y respondió con voz nerviosa, pero firme que se oyó en toda la iglesia:

—¡No!

El conde quedó de pronto estupefacto, pero acertó a decirle al obispo:

—Mariana está conmovida, nerviosa, no sabe lo que ha dicho, ha querido decir que sí; volvedle a preguntar.

—Reflexionad bien, hija mía, en vuestra respuesta; estáis turbada, reponeos un poco —y la miró el obispo dulcemente, animándola y procurando calmarla.

Después de algunos instantes volvió a decir:

—¿Recibís por esposo y compañero a don Pedro Agustín Gallegos y Girón, marqués de Valle Alegre?

Mariana, soltando la mano del marqués, dijo con voz firme:

—¡No!

—¡No! —dijo el conde con acento terrible, poniendo la mano en el puño de la espada—. ¿Te atreverás a desobedecer a tu padre?

Mariana guardó silencio y éste fue general durante algunos minutos entre los espectadores; se podía oír el aleteo de una mosca. Al fin, como haciendo un supremo esfuerzo y mirando con los ojos descarriados alternativamente a su padre y al practicante, exclamó con acento tan doloroso, que debió llegar al corazón de la multitud que llenaba la iglesia:

—¡No! ¡No es posible! ¡No puede ser, no puede ser!…

El practicante, que veía que vacilaba, que en un momento podía escapársele el de sus descoloridos labios, la miraba fijamente, le hablaba con los ojos, le decía que un momento de debilidad sería la señal de la muerte y de la sangre.

Juan, disfrazado sin que lo hubiese notado ni reconocido don Remigio, estaba oculto detrás del practicante, apretándole el brazo con una mano y con la otra apretando también un largo puñal, pronto a herir, matar, a exterminar al marqués de Valle Alegre, al conde, al obispo, a Mariana, a él mismo, hundiéndose el puñal en el pecho después de haber satisfecho su venganza y acabado aun con la vida de aquella mujer mártir del orgullo, de las preocupaciones de la raza y sangre azul y de las tiranías de su padre.

Los cirios ardiendo y despidiendo con el incienso el aroma cristiano; las imágenes de las vírgenes y de los santos en los altares; los ornamentos relumbrantes del obispo y de los curas que decían la misa; los espectadores, las colgaduras de las columnas, todo lo vela al través de un velo rojo y sangriento, y en medio de todo este espanto y esta muerte que tenía en su acero con sólo moverse y alzar su brazo, aparecía la pálida figura de Mariana con su traje blanco y oro, entrelazados los azahares en sus trenzas negras, con sus grandes ojos saltándose de sus órbitas e implorando la ayuda de su brazo y el esfuerzo de su templado corazón. Una alucinación fatal, una pesadilla horrible de hombre despierto.

El practicante sufría con el apretón de los nerviosos dedos de Juan, como si le tuviesen asido el brazo con unas tenazas, y transmitía a Mariana las impresiones, los sufrimientos, las resoluciones supremas de Juan; y Mariana, en esos cinco minutos, lo adivinó todo, y los instantes lúcidos de su atormentado pensamiento le permitiera pasar las consecuencias de su negativa, y las más espantosas si en un momento de debilidad se entregaba para toda su vida al marqués de Valle Alegre.

El conde, temblándole todos su miembros, sacando maquinalmente cada vez más la espada, esperaba, con una cólera que se veía en su semblante lívido y cadavérico, la resolución final de su hija.

El marqués de Valle Alegre, que no obstante las escenas que pasaron entre él y Mariana al entregarle las donas, no pensaba ni remotamente que había de ocurrir tan extraño lance, permanecía de rodillas inmóvil, sin saber qué decir ni qué hacer, estrechando fuertemente la mano de su novia y unido a ella con la cadena de oro nupcial, y envueltas casi sus cabezas en un paño de lama de oro y plata.

El obispo pronunciaba algunas palabras que nadie oyó, y tan turbado estaba que no sabía a quién dirigirlas. Todo esto fue rápido, instantáneo; duró apenas unos cuantos minutos, y fue mucho, porque cada uno de los personajes, por distintas circunstancias, sufrían. Por fin, Mariana echó una mirada que dio miedo a los que estaban cerca de ella, se puso en pie, quitó de su cuello e hizo pedazos la cadena de oro; arrojó el paño de oro y lama a los pies del conde, y exclamó con la voz trémula y confusa de la desesperación:

—¡No! ¡Mil veces no!

Y cayó como muerta en las gradas del altar.

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