LIII. Los cofrecitos

—Si es posible, más hermosa que la última vez que tuve la dicha de veros en la casa de la Calle de Don Juan Manuel —dijo el marqués, con voz insinuante, haciendo una reverencia, tendiendo su mano a la condesita, y adelantándose luego que la vio salir de entre los cortinajes que separaban su alcoba del salón.

Mariana, vestida sencillamente con un traje de seda oscuro, con sus dos bandas de cabello negro engastando su fisonomía y sus gruesas trenzas formándole un peinado a la vez gracioso, sin los caprichos, rizos y dibujos que entonces se usaban, bella y majestuosa a pesar de sus penas y sufrimientos, estrechó ligeramente la mano que el marqués le presentaba, le hizo seña de que se sentase en el canapé, y ella lo hizo en el sillón que estaba enfrente.

—¡Quién lo había de decir y cómo los acontecimientos vienen cuando menos se esperan! —dijo el marqués—. En este momento no lo creerá usted Mariana, pero no tendría razón para engañarla: mi único sueño dorado desde joven fue el casarme con usted; pero el conde era tan severo, tan raro aun con sus propios parientes, que no me atreví a insinuarlo… por temor de un desaire. Una negativa habría sido una herida profunda para el orgullo y dignidad de nuestra casa; pero usted, con el instinto de mujer, no dejaría de conocer que mis continuas visitas no eran sólo para pasar el rato… No hay que hablar de eso, que ya pasó, aunque para mí es un recuerdo muy agradable: ahora no hay ya obstáculo para nuestra felicidad.

Mariana bajó los ojos y guardó silencio.

—¿Ningunos recuerdos tiene usted de esa época feliz?

—Recuerdos… sí los tengo; pero la verdad, nada agradables. Mi madre era tan desgraciada, y yo, mirándola morir día a día y encerrada en aquella casa tan triste, esto es lo que puedo recordar, y ya ve usted que no era mucha felicidad la que yo gozaba. Recuerdo, sí, el cariño y los cuidados de Agustina, la cariñosa sumisión de la pobre Tules…

—Sí, sí —interrumpió el marqués—; oí decir algo de un bribón que asesinó a esa criada favorita de usted, con la complicidad de un muchacho perverso y de varias vecinas de una casa de mala fama. Es una causa que ha hecho mucho ruido en México y, según decían, cuando yo salí ya habían encontrado al muchacho y a una llamada Casilda, principales cómplices del asesino, e iban a ser ahorcados en compañía de dos hombres y una mujer que estaban convictos y confesos; pero no hablemos de esas cosas, que son demasiado tristes.

Cuando Mariana oyó esto, sin saber por qué, le dio un vuelco el corazón y quedó como distraída y pensativa.

El marqués se levantó de su asiento y se acercó a la mesa, donde había puesto al entrar los dos cofrecitos. Mariana pensó que la conversación debería seguir ya sobre un tono más serio y positivo, y pasó por su mente la idea de declararlo todo al marqués; de hacerle saber que tenía un hijo y que ella no podía ser su esposa sin cometer una maldad y una felonía; que además y aun cuando, lo que no era creíble, el marqués pudiera pasar por esa falta, ella no le tenía no sólo amor, pero ni siquiera esa simpatía o amistad que pudiese hacerle llevadera una vida común. Pasaron como un relámpago estos pensamientos, porque al mismo tiempo le ocurrieron otros enteramente contrarios. ¿Qué resultaría de aquella confesión en los momentos en que el casamiento estaba ya dispuesto por su padre y convidados el obispo, los curas, los marqueses, los mineros y los hacendados? El conde, con amenazas de muerte, la obligaría a casarse, y el marqués de Valle Alegre tendría que referir el motivo por qué no aceptaba la mano de su prima, resultando un grande escándalo que se sabría por toda la República; y ella, orgullosa, digna, desgraciada, casta y virtuosa, pues su debilidad fue obra no del vicio sino del amor y de la inevitable alucinación de un momento, quería morir honrada, y que el terrible secreto de su vida quedase ignorado de su padre y del común de las gentes. Un instante también tuvo, como en la casa del Chapitel de Santa Catarina, el ánimo de suicidarse, y se levantó y anduvo algunos pasos para entrar en su alcoba y buscar el puñal que había estado bajo la almohada de su madre y que ella había quitado de las panoplias del conde; morir en presencia del marqués y terminar de una vez una situación que no tenía otra salida. Mariana tuvo miedo como en la primera vez; no se consideró bastante fuerte para herirse, y por otra parte, el temor de las penas eternas le quitaba la poca energía que le quedaba. Se decidió en aquel momento a dejar correr los acontecimientos sin fijarse en ninguna resolución. Habría dado cualquier cosa por poder hablar diez minutos con don Remigio, pero imposible; el conde no lo dejaba ni un instante. Mariana, aparentemente tranquila, volvió de la recámara donde había ya penetrado, y se sentó.

—Le repito a usted, hermosa Mariana —le dijo el marqués de Valle Alegre— que no hay que pensar ya en esas cosas. Mucha razón ha tenido usted de sentir y de llorar a esa Tules, que era una criada fiel y adicta a usted; pero eso ya pasó y si era tan buena como todos dicen, estará ya en el cielo, y los asesinos quizá a estas horas habrán expiado su crimen. Vamos, acérquese usted, quizá la vista de estas frioleras distraerá a usted.

Mariana acercó el sillón a la mesa, el marqués hizo otro tanto y abrió los cofrecillos.

Las joyas y diamantes que Mefistófeles presentó a Margarita y que la sedujeron y condujeron a su perdición, eran cualquier cosa comparadas con lo que contenían las arcas maravillosas que el marqués tenía delante, como si las hubiera adquirido de las misteriosas cavernas de Alí Babá. En efecto, las familias ricas de los tiempos anteriores a la Independencia y que generalmente se designaban con el nombre de Títulos de Castilla, iban en el curso de los años reuniendo tales preciosidades y rarezas en materia de diamantes, perlas, piedras preciosas y esmaltes, que con el tiempo llegaron a formar una especie de museo de un valor crecido, que representaba un capital bastante para que una familia viviese con descanso. Zafiros, peinetas de carey incrustadas en oro, con labores y cifras de piedras, verdaderamente una colección maravillosa de adornos y de combinaciones distintas para la cabeza, para los brazos y para los vestidos.

Mariana veía con indiferencia esos tesoros, y sus labios, que querían sonreír para no desagradar del todo al marqués, no podían más que expresar el desdén más completo.

—Todo esto, mi adorada Mariana —se atrevió a decir el marqués— es antiguo. Se montan hoy con más gusto las alhajas de París, pero no he querido tocarlas, para que se conserven tales como las fue adquiriendo la casa; en resumen, no tienen nada de particular. Diamantes, rubíes, topacios y amatistas, como todos, montados en plata y oro sin gusto ni arte; pero lo que realmente es notable y no la hubiera ofrecido ni a la reina de España, es esta perla, que no tiene igual, y que os presento como testimonio de un amor eterno. Todo lo que había de más valor y de más gusto en mi casa, lo he reunido en estos cofrecitos para presentarlo como ofrenda de mi cariño a la que va a ser mi compañera para el resto de la vida.

El marqués sacaba de los cofrecitos sartas de perlas.

—Con éstas entretejía mi madre sus cabellos, y a su vez realzarán lo negro de esas trenzas sedosas y abundantes. Estos anillos —continuaba— también han estado en los dedos de mi madre, que tenía unas manos envidiables, y sólo las de la condesa del Sauz pueden ser más perfectas.

Mariana, con cierta sonrisa de desprecio, escondía sus manos debajo de un pañuelo chino con que se había abrigado el pecho resintiendo en su delicada naturaleza el frío que repentinamente se había experimentado la noche anterior.

El marqués sacó cuantas alhajas contenían los cofrecitos y las colocó con cierto orden en la mesa para dar el golpe final, deslumbrar los ojos de Mariana y excitar la codicia mujeril, que aun sin intención ni malicia se encanta con tan variadas riquezas. Aretes de gruesos diamantes negros, anillos de brillantes y rubíes, collares de esmeraldas, adornos de topacio quemado, aguas marinas y rosas.

El marqués sacó de su bolsillo una cajita de terciopelo azul que contenía un broche de una sola perla, ¡pero qué perla! Más grande que un garbanzo, perfectamente redonda y un oriente que, sin los cambiantes, era superior al de un ópalo.

—Esta perla —continuó el marqués presentando la cajita a Mariana— tiene su historia. Fue pescada en la Baja California, en el Golfo de Cortés. Al subir el buzo que la arrancó del banco de las ostras, fue acometido por un tiburón, que lo destrozó y lo devoró. Los demás buzos, tratando de vengar la muerte de su compañero, persiguieron al tiburón, lograron matarlo, lo arrastraron a la playa, le abrieron el vientre, y entre los brazos casi enteros y los pedazos de piernas de la desgraciada víctima, encontraron una concha y sacaron esta perla que mi abuelo, que estaba entonces viajando por las Californias, compró en cinco mil pesos.

—Por nada de esta vida tendría yo esta perla —dijo Mariana con el mayor desprecio y tirando sobre la mesa la cajita que le había dado el marqués— y no sé cómo le ha ocurrido a usted contarme un lance tan horroroso. Hablando en lo general, las alhajas no me seducen. Las mujeres feas y poco simpáticas, aunque se cubran de alhajas de los pies a la cabeza, se quedan lo mismo. No hay mejores alhajas que una fresca juventud de diez y ocho años, un corazón quieto y un alma tranquila; y yo, que no he tenido ni lo uno ni lo otro, para nada me sirven ni las perlas ni los diamantes; además, tratándose de perlas, la de usted, pienso vale poca cosa comparada con la que me dejó mi madre, y por mera curiosidad se la voy a mostrar a usted. Ha estado años guardada, y hasta mi padre la ha olvidado. Ya verá usted qué poca importancia tienen para mí las joyas.

Mariana entró a su recámara y a poco salió con una cajita de oro, de colores, con relieves exquisitos. Dentro estaba no una perla, sino una maravilla. Era poco más pequeña que una avellana, pero ¡qué oriente, qué redondez, qué aspecto tan apacible, y por decirlo así, amable! Era una perla que enamoraba no por su valor, sino por su belleza; parecía que tenía un alma y una inteligencia, y como que decía que se le colocase en el cuello turgente o entre el cabello negro de alguna belleza.

El marqués se quedó atónito con la vista de esta perla, y confundido, despechado por el marcado desdén con que su futura esposa había visto las riquísimas joyas con las cuales había creído seducirla y hacerla salir de la indiferencia glacial con que lo había tratado desde el principio de la visita. Todo el orgullo de los marqueses de Valle Alegre se le subió a la cabeza y ya iba a estallar, a decir quién sabe cuántas cosas a Mariana y a romper el casamiento, cuando el conde entró seguido de dos criados que de las argollas conducían una gran caja.

—Quizá no hice bien en interrumpirlos. Dos novios próximos a ir al altar tienen mucho que decirse; pero vengo a presentarles una obra exclusivamente mía, y en la que ni don Remigio ha tenido parte. Yo, se puede decir, dibujé el vestido, escogí la tela, di las más minuciosas instrucciones a Agustina y mandé expresamente un coche con el mozo más inteligente de la hacienda, para que luego que estuviese hecho me lo enviase, calculando los días de camino de ida y vuelta. Agustina lo ha hecho perfectamente, como, lo hace esa buena vieja, que gobierna la casa mejor que yo y que Mariana. Ha llegado a tiempo como yo esperaba, y vamos a verlo.

Los criados sacaron cuidadosamente de la caja un maravilloso traje de boda bordado de perlas, de la tela más rica que se pudo encontrar en los almacenes de México.

En efecto: el conde, desde que escribió al marqués la carta que ya conocemos y dio por sentado que el matrimonio se había de verificar, escribió también a Agustina que comprara la más rica tela de seda, que rematara en el Montepío cuantos hilos de perlas hubiera y que, tomando por modelo el mejor traje de Mariana, le mandase hacer bordar de perlas y oro, no parándose en gastos y vaciando, si era necesario, las cajas de cedro.

¡Con qué dolor, con qué repugnancia, con qué tristeza cumplió Agustina estas instrucciones! La desgracia de su querida Mariana iba a consumarse. Este traje rico de boda podía ser una mortaja. ¿Se casaría? ¿Obedecería a su padre? Seguramente que sí, pues que se mandaba ya hacer el vestido de boda.

Y Juan ¿dónde andaba, qué diría, qué haría una vez que supiese que Mariana estaba ya casada? ¿Y la infortunada criatura fruto de ese amor, muerta tal vez, o peor que eso, padeciendo hambres y miserias, de cargador, de mozo de mandados, soldado tal vez, sufriendo los varazos del cabo? Agustina se perdía en conjeturas; hacía tiempo que no sabía nada de cuanto le interesaba, y la carta en que le mandaba el conde hacer el traje cayó como si fuese una gruesa piedra que le hubiese lastimado la cabeza; pero no podía hacer otra cosa más que obedecer; así que compró las mejores perlas, la más rica tela y la llevó a las maestras de la Calle de Medirías, que eran las más afamadas bordadoras, y en el tiempo fijado por el conde estuvo listo cuanto se encargó, y dispuesto para ser enviado en el coche para que llegase oportunamente, como se ha visto que sucedió.

Agustina, cuando estuvo concluido el rico traje, lo hizo llevar a su casita de la Calle de Chapitel de Santa Catarina, y se postró ante la milagrosa imagen.

—Aquí tienes, madre y señora mía de las Angustias, este vestido de boda de la infeliz mujer a quién salvaste en una terrible noche de la muerte y de la deshonra; haz con tu gran poder que este oro, estas perlas y esta seda no se conviertan para la desdichada en una fúnebre mortaja. Tú dispondrás, madre mía, si debe o no casarse, pero de cualquier manera tú la salvarás, y esta humilde pecadora te lo pide por la sangre preciosa del hijo que tienes en los brazos.

Agustina levantó sus ojos húmedos y suplicantes, miró a la sagrada imagen como para obtener una respuesta, y en el semblante y en los ojos llenos de lágrimas de la Virgen no encontró ni la respuesta ni el consuelo que deseaba.

—Hágase la voluntad de Dios —dijo resignada y triste. Suspirando atizó la lamparilla que siempre ardía en el altar, y regresó a la casa de Don Juan Manuel, donde la esperaban los criados y cocheros.

Un cuarto de hora después salía del zaguán un coche con su camisa de lona, cerrado como si fuese un enfermo dentro, y que no contenía más que la caja con el rico traje que presentó el conde a su hija como su última y terrible voluntad.

Mariana sonrió tristemente al ver el traje, y miró a su padre de una manera significativa, como queriéndole decir con los ojos: «¿Cómo, sin consultar mi voluntad ni mi corazón, dispones de mí, y la primera noticia que tengo de mi suerte es el marqués, tratando de seducirme arrojándome un montón de alhajas y tú echándome encima unas galas de oro y perlas que caerán sobre mi cuerpo como un sudario?».

El conde no pudo menos que comprender cuanto le quiso decir Mariana, y respondió con una mirada fija, terrible y feroz.

Mariana bajó los ojos.

—¡Ah, yo creía… —dijo el conde—. Pero no… marqués!… Mariana será una buena esposa que os amará mucho, como la difunta condesa me amó a mí, y no desmentirá la traición de su familia. Dejémosla por el momento en sus quehaceres y vamos a visitar las diversas habitaciones de la casa.

Los dos potentados salieron, dejando el marqués las alhajas esparcidas en la mesa, y el conde el riquísimo traje en un canapé. Mariana se levantó de su sillón y les echó una mirada de odio y de enojo hasta que los perdió de vista; después, juntó las alhajas con movimientos nerviosos, las echó desordenadamente en los cofrecitos, tomó el vestido y, arrastrándolo por el suelo, lo arrojó sobre su cama.

—Yo estoy loca —dijo— no sé lo que va a suceder… ¡Virgen santa, señora mía de las Angustias, socórreme en este trance! —y llevando las manos en la cara se hincó junto a su lecho, apoyó su frente en las almohadas y derramó un torrente de lágrimas.

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