XLIV. Evaristo se convierte en un honrado agricultor

El sol salió, como de costumbre, despertando a los pájaros cantores, pintando de esmalte verde las hojas de los árboles, húmedas con el rocío y de variados azules las lejanas montañas. Las fieras y alimañas, saciadas con su banquete nocturno, volvieron a sus madrigueras, y la culebra de cascabel entró a su agujero, esperando cazar un ratón u otro animalito, ya que no había tenido el acierto de morder un talón del réprobo que vino a turbar su reposo.

La luz hizo un bien a Evaristo, que fue recobrando no sólo su ánimo sino sus feroces instintos. Descendió sin embargo de la mesa, con mucha precaución, abrió la puerta de par en par, registró cuidadosamente su ropa y calzado para cerciorarse de que no quedaba pegado ningún alacrán, se vistió y salió a la caballeriza. El caballo y la mula, mal atados al pesebre, seguramente en los momentos en que fueron cercados por los lobos y tal vez por un tigre, queriendo huir o defenderse, se ahorcaron con el cabestro que tenían al cuello y fueron pasto de las fieras. Del caballo no quedó más que el esqueleto. De la mula había todavía una mitad, que serviría para la cena de los lobos en cuanto se hiciera de noche. ¡Lo que los pobres animales sufrieron al ser devorados lentamente a mordiscos, no se puede ni imaginar sin dolor y lástima! Pero a Evaristo no le pasó por la imaginación eso, sino que, echando un juramento contra los coyotes, contra los alacranes y sobre todo contra la culebra de cascabel, a la que se proponía buscar y matar, pensó en la pérdida de los veinticinco pesos que le había costado la mula y de los cuarenta que había dado al administrador de La Blanca por el caballo. ¿Qué hacer? ¿Pasar otra noche terrible como la que había precedido? ¡Imposible! Las culebras y los alacranes saldrían de sus agujeros y lo devorarían. Los lancetazos de los alacranes se le habían inflamado y sentía, no obstante lo fresco de la mañana, que tenía fiebre, y la lengua torpe, gruesa y seca. Lleno de miedo, recogió sus arneses y frazadas, las colocó sobre la vieja mesa que fue su tabla de salvación, y resolvió ponerse en camino. Cuando vino a tomar posesión del rancho con el administrador, andando a buen paso, dilató cosa de cinco a seis horas. A pie necesitaría doble tiempo. ¿Sabría el camino? ¿Se extraviaría y caería en una barranca? Quién sabe; todo lo prefería antes que pasar la noche en el cuarto de raya de la famosa finca de los Coyotes.

Echó a andar con sus pistolas ceñidas en la cintura y jorongo, dejando el resto de su equipaje lo mejor acondicionado que pudo, y una media hora después había descendido por una barranca poco profunda a la orilla opuesta, tomando la vereda de la izquierda, que iba gradualmente elevándose por entre los árboles que cada vez eran más espesos. A las doce del día estaba en los costados de Telapón; unos postes, colocados al parecer sin orden ni concierto, marcaban sin duda los límites de la hacienda de Zoquiapan con la de Coxtitlán o cualquiera otra; pero allí desaparecía la vereda y apenas se descubrían senderos hechos por el ganado, que partían en diversas direcciones y repentinamente desaparecían entre la espesura del pasto y ramajes. Evaristo perdió la cabeza, adolorida por la fiebre. El cansancio de la subida hacía imposible que continuara su marcha, y cayó sin fuerzas, creyendo que tendría que pasar la noche en el bosque, donde sin duda sería atacado por los tigres. Casi sentía no haberse quedado en el rancho. Habría podido limpiar el cuarto, improvisar una cama con tablas, tapar el agujero donde vivía la culebra de cascabel, y pasar, en resumen, una buena noche; pero de nada le servían estas reflexiones. Cayó en la yerba, y en una o dos horas no supo si sueño, sopor o desmayo le privaron de toda sensación. Despertó al fin; sacó, como quien dice, fuerzas de flaqueza, y se volvió a poner en camino retrocediendo hasta la orilla de la barranca. Allí tomó la vereda de la izquierda, que era el camino recto, y como de bajada, antes de oscurecer divisó la torre de una iglesia, que debería ser de Chalco, de Texcoco o de cualquier otro pueblecillo; poco le importaba; la misma torre le serviría de guía y llegaría, aunque fuese muy de noche, a un lugar poblado donde encontraría un mesón o un jacal en que pasar la noche; pero la torrecilla que había visto tan cerca que, como quien dice, podía alcanzar con la mano, se alejaba y a medida que andaba la perdía de vista en los tornos, subidas y bajadas, y la volvía a descubrir cuando se hallaba a alguna altura, hasta que por fin la perdió enteramente de vista cuando acabó de anochecer, bien que no estuviese oscuro ni lluvioso. No hubo más remedio; siguió caminando adelante, sin tomar ninguna vereda, y no supo ni cómo ni a qué horas se encontró en el pueblo de Tepetlaxtoc. Ni mesón, ni casa, ni choza abierta. Todo mudo y silencioso; hasta los perros, que velan y ladran en los pueblos la noche entera, dormían profundamente. Llegó casi a tientas hasta la plaza, y la fortuna le deparó el tejado de una pulquería. Se acomodó en un banco de ladrillo, y rendido y descoyuntado no tardó en dormirse profundamente.

A la mañana siguiente, cuando despertó con los primeros rayos de la luz, se encontró sin su jorongo y sin sus pistolas. El pacífico pueblo de Tepetlaxtoc, del que tendremos que hablar más adelante, comenzaba a crear fama y aspiraba a competir con el antiguo y bien sentado renombre de Río Frío.

Levantóse azorado, miró a todas partes y llevó sus dos manos a la cintura. ¿Le habrían robado la faja en que tenía sus onzas de oro? No; todo estaba intacto. Casi se alegró de que sólo le faltasen el jorongo y las pistolas. ¿Quién se las quitó? Imposible de saberlo. La pulquería estaba cerrada; el pueblo dormido todavía. Una serie de inditas trotando, cargadas con su quimil en las espaldas, atravesaban la plaza; los perros, desperezándose y olfateando el suelo se dirigían hacia el desconocido y plegaban la boca, enseñando a Evaristo sus colmillos amenazadores. ¿Qué hacer? ¿A quién reclamar? Gruñendo malas palabras contra el pueblo ladrón, esperó a que se hiciese más de un día, se levantaran las gentes y pudiese encontrar un caballo alquilado o siquiera un burro y un guía que lo condujese a la Hacienda Blanca.

Para no dejar en duda al lector y que le parezca inverosímil el daño que la mala gente hizo a nuestro benemérito tornero, le diremos que el robo lo cometió el mismo dueño de la pulquería. Evaristo, al acostarse en la banca de ladrillo, habló recio, maldiciendo a los coyotes, a la culebra, a la hora maldita en que le había ocurrido arrendar el desmantelado rancho; tosía, escupió el polvo que se había tragado en la mañana en el camino, sacó lumbre, fumó, rezó sus acostumbradas devociones, que se reducían a pedirle a Dios que permitiera que Cecilia cayese en su poder y le diese ocasión de encontrar a Lamparilla en un despoblado para hacerlo pedazos; y concluido esto le vino el sueño y se quedó como una piedra, con la boca abierta y roncando como un bienaventurado.

El pulquero, que dormía tranquilo, rodeado de su mujer, de sus hijos, de sus dos cuñadas y de dos criados, todos revueltos en los petates que les servían de cama en lo que podemos llamar el salón, oyó ruido, se levantó, puso el oído en las rendijas de la débil puerta que daba a la calle, escuchó cuanto dijo Evaristo, sin comprender gran cosa, y esperó. Se fijó únicamente en el nombre de Cecilia. Él conocía a Cecilia, que más de una vez había ido a comprar maíz y trigo a La Grande y a La Chica, y había hecho alto en la pulquería y aun almorzado con su familia; podría ser otra Cecilia o la misma; pero en uno y otro caso poco le importaba. En estas y otras reflexiones pasó más de un cuarto de hora; no oyendo ruido abrió con mucho tiento la puerta, salió y examinó al descarriado viajero, observó que dormía profundamente, que junto a él había dos pistolas y el jorongo que lo cubría estaba flojo y medio caído al suelo. Se apoderó de las pistolas, solivió el jorongo, y con el mismo tiento y precaución entró en su casa y volvió a cerrar la puerta.

—Si mañana le ocurre reclamar —se dijo el pulquero— no podrá pensar que yo he podido salir de mi casa para robarlo, y si quiere armar escandalito, lo llevaré al alcalde como mañoso, que se ha introducido en el pueblo.

Acostóse después de hecha esta reflexión y se durmió dando gracias a Dios de que le había proporcionado un ahorrito, pues así llamaba a los rabillos que cometía cada vez que se le presentaba ocasión.

Volvamos a Evaristo.

Ni por la imaginación le pasó que el dueño de la pulquería fuese el autor del robo; así que luego que abrió entró y lo encontró muy afanado limpiando sus tinas y su mostrador, y esperando un chinchorro de burros, que no tardaron en llegar, cargados del excelente licor de la hacienda de Manuel Campero.

Acabadas las ocupaciones, Evaristo trabó conversación y tomó lenguas, como quien dice, para lo que le importaba, sin decir ni una palabra de las prendas que le faltaban.

El pulquero, muy amable y campechano, satisfizo todas las cuestiones de Evaristo, y le indicó una casa del frente, donde había un vecino que podía alquilarle un caballo y guiarlo hasta La Blanca.

—Amigo —le dijo— caminará con toda seguridad y llegará temprano a La Blanca, porque ya se han descubierto por estos rumbos varios mañosos que no dejan de hacer su daño al pueblo; y le diré la verdad, si yo lo hubiera sentido a usted anoche, quizá le habría ido mal y dormido en la cárcel, o lo hubiera lastimado. Esos fusiles que ve arrimados a la pared siempre están cargados por lo que pueda suceder, ¿quién quita?

Evaristo quedó muy agradecido al pulquero, y dirigiéndose al vecino, se arregló con él, y después de tomar una taza de atole y un pambazo, se puso en camino, acompañado de su guía para la Hacienda de La Blanca.

Cuando el administrador de La Blanca vio a Evaristo en tan lamentable pelaje y escuchó la narración de la horrorosa noche, se quedó admirado de que hubiese resistido a tanto contratiempo, consideró que no llevaría a cabo su contrato, y el Rancho de los Coyotes quedaría de nuevo abandonado.

—La verdad, amigo —le dijo—, es que no deja de haber sus alacranes y sus culebras en la casa y sus fieras en el monte; pero eso no es nada; todas las casas viejas y los montes viejos son así; la culpa de usted fue no dejar las bestias dentro de una de las piezas de la casa; así usted y ellas habrían pasado mejor noche.

—Los cincuenta o sesenta pesos que he perdido es lo que me pica —le respondió Evaristo—. Que por lo hablado, las bestias tienen la culpa y no yo: ¿por qué no se defendieron? Pero eso no hace al caso, sino lo del arrendamiento. Yo no puedo pagar por eso, que no es finca ni maldita la cosa, los 200 pesos cada año que hemos convenido. ¿De dónde voy a sacar 200 pesos, aunque me deje comer por los alacranes y culebras que hay en la maldita casa? Me prestará usted una mula y unos peones, saco lo que allí tengo y asunto acabado, que más cuenta me tiene seguir vendiendo mi maicito en Chalco y tener una vida quieta como un hombre de bien.

El administrador, que veía que iba a perder la única ocasión de arrendar el rancho, le hizo varias proposiciones rebajándole la renta de cinco en cinco pesos, pero Evaristo, inflexible, repitió su resolución de abandonar el negocio.

—Vaya, por último —le dijo el administrador—, por este año nada me dará de renta; el entrante pagará sólo cien pesos, y el tercer año, que ya tenga sus cosechas y en corriente el esquilmo del carbón, serán cuatrocientos pesos, por toda renta.

—Ya eso da en qué pensar, y si me convida a almorzar, que casi me muero de hambre, hablaremos después como hombres de bien.

—Si no es más que eso, debemos considerarnos como arreglados. En media hora que gastaré en dar una vuelta por las labores, estará la cocinera lista. Mientras, piense en qué pueda auxiliarle la hacienda, que con voluntad lo haré, seguro de que la ama nada dirá en contrario.

El administrador montó a caballo y se fue al campo; Evaristo pagó y despidió a su guía y quedó registrando el cuarto de rayas, examinando la posición del corral y de las trojes, la huerta y el camino real, las veredas, las torrecillas de los pueblos que se descubrían desde la azotea a donde subió, orientándose para no volverse a ver en apuros y pensando en todo el partido que podía sacar de la mala noche.

En esto volvió el administrador, y como en efecto estaba la mesa puesta, sentáronse los dos ya de buen humor y dispuestos a cerrar el trato. El almuerzo fue como todos los almuerzos de las haciendas de tierra fría. Un buen carnero en mole aguado, sus frijoles parados sin sal, rimeros de tortillas calientes y jarros de tlachique. Cuando hay mucho lujo o es domingo, suele añadirse como postres miel de maguey, queso de tuna y aun algunas gorditas con manteca.

Como el apetito no faltaba, los dos comieron y bebieron alegremente. Estaban acabando, cuando entró un mozo diciendo al administrador que acababa de llegar una cuadrilla que venía de Chalma, donde la gente es trabajadora y buena.

—Tenemos compromiso —dijo el administrador al mozo— de tomar a la cuadrilla que trabajó el año pasado en Tepetitlán, y ya la tenemos experimentada. Un poco flojos, pero escardan muy bien y vale más malo por conocido… Di que les den unas tortillas y un poco de chile, y que se vayan a buscar trabajo a otra parte.

El mozo salía con el recado, cuando el administrador lo detuvo.

—Diles que esperen un poco, y dales mientras de comer.

Es necesario para los que no conozcan la vida del campo en México explicarles lo que es una cuadrilla. Los trabajos agrícolas se hacen de dos maneras: o por gentes que viven avecindadas en las haciendas, en unas miserables chozas inmediatas a la casa principal, a las trojes y oficinas, o por los vecinos de los pueblecillos más o menos numerosos, inmediatos a los linderos, y que las más veces están en disputa con los propietarios por cuestiones de tierras o porque el hacendado los aleja e invade los terrenos o los pueblos, arriman sus zanjas y se toman cuando menos los potreros de las grandes fincas. ¿Quién tiene razón? Es de creerse que las más veces la tienen los indios, que en el último caso fueron los primeros propietarios de la tierra y que tradicionalmente poseen pequeñísimas porciones donde apenas cabe su jacal de palma y cuando más cuatro a seis cuartillos de maíz de siembra. Debemos recordar que negocios de esta clase ocuparon al insigne licenciado don Crisanto Bedolla. Hay otras haciendas que por falta de terreno, por economía o por cualquiera otra razón, no tienen real, como llaman en las haciendas de caña y azúcar, y reciben cuadrillas ambulantes de indios o las mandan buscar a grandes distancias. Recogida la cosecha, las cuadrillas se marchan a otra parte y la finca queda con unos sirvientes para la cocina, carros y cuidado del ganado.

Estas cuadrillas son bajo varios aspectos muy curiosas, y recuerdan las costumbres anteriores a la conquista de la clase que se llamaba macehuales, destinados, casi como antiguos ilotas, al servicio y trabajo de las tierras, sin que jamás pudiesen salir de esa condición y apenas mantenerse con el escaso sustento de maíz que ganaban con el sudor de su frente.

Hay una masa considerable, que pasa de miles de indios, que no tiene ni tierras, ni casas ni residencia fija. Caminan como peregrinos grandes distancias en busca de trabajo, sin más equipaje que un sombrero de petate, un calzón corto de lienzo ordinario de algodón y un capote erizado, hecho con hojas de palmas y que les da el aspecto singular que tendrían los primeros habitantes de la tierra. Llevan con ellos a sus mujeres y a sus hijos casi desnudos aun en la estación del invierno. Las mujeres, enredadas en unas tres varas de lienzo de lana azul, cargando en un ayate a sus hijos en las espaldas, que se duermen y van colgando y columpiando las cabezas de uno y otro lado. Callados, sobrios, humildes, resignados con su suerte, son al mismo tiempo muy hábiles y prácticos en todas las operaciones para la siembra del maíz, que se cultiva en México como en ninguna parte del mundo, y en este ramo nada tiene que aprenderse de Europa; sólo sería de desearse la mezcla y el cruzamiento de diversas semillas mexicanas con las extranjeras, para que cada año fuesen más lozanos y variados en clases los campos o milpas, como se les llamaba entre los aztecas. Hemos dado alguna idea al principio de esta revista de las costumbres nacionales, de la miserable vida de los indios que han quedado cerca y dentro de la misma capital, y ahora añadimos algunas otras relativas a los que viven o vagan en el campo.

Durante el tiempo de los trabajos agrícolas se alojan en chozas de ramas y zacatón, que nunca faltan en las fincas, o ellos las construyen, y cuando han acabado su contrata y percibido el fruto de su rudo trabajo, que comienza ordinariamente a las seis de la mañana y concluye a las seis de la tarde, se revisten con sus erizadas capas, las mujeres cargan a sus hijos en las espaldas, y las que no los tienen están obligadas a cargar el metate y algunos canastos y el itacate, que se compone de gordas de maíz martajado, que calientes y acabadas de hacer no son del todo malas; pero que frías, sólo pueden mascarse por los dientes blancos y fuertes comunes a toda la raza indígena. Si tienen algunas nociones de religión tradicionales o enseñadas por algún cura de un pueblo, cantan en coro El Alabado. Se despiden antes de salir la luz, besan la mano del administrador y, tomando un trote uniforme y acompasado, como una tropa al sonido del tambor, salen muy contentos de la hacienda prometiendo volver al año siguiente. Hay algunas cuadrillas hoscas y fieras que ejecutan su trabajo sin hablar una palabra, y desaparecen a la media noche sin cantar, sin despedirse de nadie y sin hacer promesa ninguna de volver.

¿A dónde van esas cuadrillas? Algunas a un pueblecillo ignorado y escondido que han dejado solo y abandonado y que vuelven a encontrar a veces desmantelado por el paso de algún ganado que se comió o desbarató parte de los techos de las chozas; otras con algunos perros y guajolotes salvajes que se han refugiado cuando el invierno es algo sensible; pero la mayor parte de estas tribus errantes, desde que reconocen su rumbo, ganan la parte montañosa y boscosa del país y se establecen en el lugar más escondido que juzgan favorable para satisfacer las poquísimas necesidades de su vida. Construyen jacales, amontonando y colocando con arte unas piedras con otras, como los antiguos etruscos, y techando un corto cuadrilongo con ramas y hojas de árboles. Donde hay magueyes silvestres, el techo es magnífico y mejor que el que se pudiese construir con la mejor teja de barro. En el camino compran con el dinero que ganaron, y que conservan intacto (pues en la hacienda donde trabajaron les bastó su ración de maíz), gallinas, guajolotes, algunas varas de manta, velas de cera, y el maíz que calculan bastante para la tribu en el tiempo que estarán sin trabajo. Cuando vuelve la época de la peregrinación, abandonan el pueblo improvisado, muchas veces lo queman, y si el viento sopla recio se comunica el fuego al monte y hay un incendio que destruye miles de árboles; pero esto no les importa y caminan días y días vendiendo por el tránsito huevos y manojos de pollos y gallinas, alimentándose con sus gordas secas y atole cuando lo encuentran, hasta que concluyen por llega a una hacienda donde les dan trabajo y los abrigan durante cuatro o seis meses.

Terminada esta digresión, que no deja de tener interés por lo que el lector verá más adelante, sigamos con nuestros dos agricultores.

—¿Sabe, amigo —le dijo el administrador— que he mandado detener a la cuadrilla para lo que pudiera convenirle? Y si después que hablemos no le gusta, fácil es que se vayan los indios, que al fin unas tortillas y un poco de chile no le duelen al ama, que siempre encarga que no se despache a ningún indio sin haberle dado algo. Lo mismo soy yo; y es raro, porque otros administradores lo que suelen dar a los indios son cuartazos y palos en vez de pan o tortillas. Por eso a la hora que necesitan gente, trabajo les cuesta encontrarla y tienen que pagarla hasta a cuatro y cinco reales; pero vamos a nuestro asunto. Si usted ajusta a esta cuadrilla baratita, yo le ayudaré; puede usted limpiar la casa, rozar un poco el monte y comenzar a hacer carbón; y si estos indios no saben, ya le prestaré dos carboneros de la hacienda que los enseñarán.

—No dice usted mal —contestó Evaristo— pues que firmaremos las condiciones que me ha hecho y que me convienen, fuerza es que no me esté con los brazos cruzados.

—Pues al avío, amigote —le contestó el administrador muy contento— y cuente en todo con la hacienda.

—Y bien que tengo que contar, pues que sin ella no podría hacer gran cosa, porque el capitalito que con años y años de trabajo he reunido es menester cuidarlo —y esto diciendo desató el cinturón que tenía debajo del chaleco y mostró algunas onzas de oro al administrador—. Me va usted a vender —continuó diciendo— un regular caballo, un par de burros, a prestar algunos fusiles e instrumentos de labranza, a mandarme dos cargas de maíz para racionar a la gente y a darme un guía para reconocer el camino y no extraviarme más. Por de pronto, me prestará un caballo y me marcharé a Texcoco para comprar algunas cosas necesarias. En el paraíso nuestro padre Adán se mantenía con fruta; pero en el tal rancho no hay ni cosa que se le parezca.

—Y como que hay —le respondió el administrador riendo—. Con los madroños sobra, y con esto y unas tortillas duras, viven los carboneros. Pero poniendo de lado esto, ya le he dicho que cuente conmigo y voy a mandar que le ensillen un caballo y que lo acompañe un mozo. Yéndose por la vereda, no está lejos Texcoco, y antes de que oscurezca estará de vuelta y lo esperaré a cenar.

Evaristo montó a caballo, hizo su excursión a Texcoco, donde compró lo más necesario para pasar unas semanas en el desierto que iba a habitar, volvió antes de oscurecer, cenó amigablemente con el administrador, y toda la plática, hasta que se acostaron, fue de los preparativos que había que hacer el día siguiente.

En efecto, amaneciendo Dios, Evaristo, montado en un arrogante caballo, con un mozo a la izquierda que le servía de guía, y seguido de seis burros cargados con las provisiones, instrumentos, fusiles y otra porción de cosas, y la cuadrilla compuesta de veinte personas entre peones, muchachos y mujeres, salía de la hacienda. Y este nuevo y audaz colono, ¡parece cosa increíble!, iba a ocupar un desierto, a luchar con víboras, alacranes y animales feroces, a abrirse paso por el espeso monte, a reedificar una finca, donde en otros siglos habitó quizás alguno de los afortunados y valientes conquistadores, a labrar una tierra fértil, donde durante muchos años no habían crecido más semillas que las de los grandes y soberbios cedros de la montaña.

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