Evaristo no hizo el camino descuidadamente como en la vez primera. En ésta iba poniendo mucha atención en el rumbo, fijándose en los grupos de árboles, en las rocas, en las veredas que se cruzaban, y no cesó de hacer preguntas al mozo que lo guiaba, de marcar con un cuchillo algunos árboles y de amontonar piedras de trecho en trecho, para que todo le sirviera a fin de no extraviarse si tenía necesidad de bajar a la hacienda La Blanca o a las ciudades de Texcoco y Chalco. La cuadrilla de indios le ayudaba, y caminaba con tanta seguridad como si fuesen sus propios terrenos. El indio y la montaña se conocen, son amigos viejos. La montaña mantiene al indio, le da sombra, abrigo y seguridad. El indio ama a la montaña, entra sin miedo en sus profundas soledades, y jamás se extravía. Como si tuviese un imán oculto en su pecho, encuentra su rumbo con seguridad, y si la noche le sorprende, ni se asusta ni se altera. Las fieras, como si creyeran que es como ellas, el habitante natural del bosque, nada le hacen, fraternizan con él y van pacíficamente a sentarse junto a la hoguera y a cuidar el sueño tranquilo del indio. En la mañana fácilmente encuentran un manantial de agua cristalina y frutillas de los madroños, encinas y yerbas tiernas y alimenticias que ellos conocen, y en las cenizas de la hoguera de la noche anterior calientan sus tortillas o un pedazo de cecina, que algún caritativo tendero del pueblo les dio en pago de algún servicio.
Evaristo, mixtura malsana del indio humilde y sagaz y del español altivo y ambicioso, había sacado únicamente las malas cualidades de las dos razas. No tenía miedo a tres o cuatro hombres que se le vinieran encima con puñales o armas de fuego; no vacilaba en recorrer las calles de cualquiera ciudad en las altas horas de la noche; para él no era gran cosa escalar la casa de Cecilia ni atropellar a una mujer; pero tenía miedo a la montaña y a su imponente soledad; tenía miedo a espantadizos aunque hambrientos coyotes, que podía ahuyentar con un tizón ardiendo. Los alacranes y el sonido del cascabel de una víbora lo habían hecho temblar y derramar lágrimas como a un niño que sale de mantillas; pero entre sus pocas buenas cualidades tenía la de la energía y se proponía conquistar la montaña, internarse en sus vericuetos, espantar a las fieras y aún hacerse temer de ellas; acabar por medio del fuego con los alacranes, culebras y bichos dañinos; hacerse el señor de aquella soledad con su vieja casa, que se le había casi regalado, y desarrollar, con el tiempo, sus grandes planes de dominio sobre la vecina y temible montaña del Río Frío. Cecilia era en el fondo la que le inspiraba estos pensamientos. Si se proponía conquistar la montaña, era para que Cecilia fuese reina de ella. En sus locos delirios consideraba a Cecilia audaz, ambiciosa y pervertida como él, y que llegaría con el tiempo a asociarla a sus audaces empresas de bandido.
Evaristo llegó a buena hora, no obstante el lento y trabajoso paso de los asnos que, cargados con más peso del que podían soportar, sufrían resignados y agachando sus largas orejas los palos y piquetes con varas agudas que por la cara, la cabeza y los ijares les daba el arriero, instigado por Evaristo, que temía le cogiese la noche en el camino.
Mandó limpiar y barrer un pedazo de terreno lejos de la casa, y allí descargó su complicado equipaje, escogió dos árboles para amarrar una hamaca de Yucatán que le había prestado el administrador, y juntando con su cuadrilla ramas y palos secos, los fue distribuyendo en las piezas de la casa y les dio fuego, habiendo sacado antes los pocos muebles y cosas de uso que existían. En efecto, al sentir el calor fuerte, comenzaron a salir de sus agujeros y a huir en todas direcciones, ratones, culebras, hormigas, cochinitas y toda clase de bichos que habían hecho durante años sus nidos y residencia en el antiguo edificio. Evaristo y sus indios los perseguían, matando a los que podían, y en esta faena pasaron horas, cuidando a la vez que la lumbre de los suelos no se comunicara a las puertas y techos. En seguida limpió y arregló la pieza que había servido de comedor y que era amplia, y allí encerró a las bestias para que no fuesen atacadas por los lobos. Quién sabe a qué horas de la noche, los indios, sentados alrededor de una lumbre, calentaban su ración de gordas y de cecina, cenaban y hablaban entre sí un idioma gutural e ininteligible, bebían grandes jarros de agua cristalina que habían encontrado en un manantial no muy distante, y se iban gradualmente acostando, abrigándose con sus capotes de palma y frazadas. Evaristo, junto a su hamaca, devoró una de las gallinas asadas que había traído entre sus provisiones, se bebió una botella entera de vino Jerez, y medio beodo, sin cuidarse ya de alacranes, trepó a la hamaca y se quedó profundamente dormido.
Al día siguiente, lo primero que hizo fue pasar revista a su cuadrilla y mandó formar fila a los hombres, que eran diez. Los encontró del mismo tamaño, perfectamente parecidos e iguales como si los hubiesen fundido en un mismo molde. Todos se llamaban José; sólo el que hacía de jefe o capataz se llamaba Hilario, y era un poco más grueso y alto que los demás. De las mujeres, los chicos de pecho y muchachuelos, no hizo caso. En la dificultad de entenderse con ellos, supuesto que todos tenían el mismo nombre, imaginó volverlos a bautizar, los llevó al lugar donde habían encontrado el manantial de agua, hizo que se lavaran los pies y la cabeza, abundante de pelos gordos, negros y lisos, y les fue poniendo nombres de animales que venían bien con el que tenía el rancho. A uno le nombró Grillo; al más oscuro de cara, el Pinacate; al que consideró que podía correr más, el Venado; al que tenía una fisonomía astuta, la Zorra, y así a los demás; pero la verdad era que todos, humildes, buenos y hasta inocentes en el fondo, eran completamente estúpidos. Hablaban del español las palabras más precisas y lo entendían poco. Parecían de la raza otomí; pero su idioma era más áspero. Evaristo, por más preguntas que les hizo, no pudo sacar otra cosa sino que eran de muy lejos, de más allá de los montes de Chalma, que no tenían pueblo y que andaban errantes, buscando siempre trabajo, que cuando regresaban a sus montañas, oían misa el domingo en el santuario y le dejaban al Señor sus velas y sus flores de papel que entraban a comprar a México cuando podían hacerlo.
Evaristo quedó enteramente contento de la cuadrilla. Mientras más estúpidos, mejor; así le convenían para sus planes.
—Bueno —le dijo a Gato Montés, que era el nombre que había puesto al capataz— me conviene la cuadrilla, y si quieren se quedarán conmigo formando un pueblo, y tú serás el alcalde. Les he puesto diversos nombres, porque como todos se llaman José no era posible entenderse; a ti, si quieres, te llamaré Hilario y no Gato Montés.
—Como su mercé quiera —le contestó Hilario, que parecía más listo que los demás y hablaba mejor el español— sólo que nos ajustaremos para ver si quieren quedarse y les conviene.
—Les pagaré como en las haciendas: dos reales y medio a ti, dos reales a los peones y un real a los muchachos; tú tendrás dos cuartillos de maíz cada semana, y los demás comprarán el que quieran, a cinco pesos carga; el mismo precio a que se los venden en La Blanca. Harán sus jacales con ramas y piedra a inmediaciones de la casa.
Hilario se quedó reflexionando un momento, después habló en su idioma a la cuadrilla, que escuchó con atención, y luego contestó a Evaristo:
—Dicen que se quedarán con su mercé; pero que quieren tener su nombre cristiano y no de animales, porque todos están bautizados; que en lo demás, servirán a su mercé; que gritando José, no tiene más que hacer, y cualquiera de ellos que venga será el mismo.
—Es verdad —respondió Evaristo— y lo mismo me da que se llamen José que culebras o sapos; lo que importa es que obedezcan y trabajen fuerte. Arreglados y al avío. Cinco de los indios entrarán en el monte a cortar palos y a juntar piedras para comenzar a construir las casas, y los otros cinco limpiarán la casa principal. Los muchachos trabajarán de balde hasta tanto que comiencen las siembras. ¿Todos sabrán las labores y lo que tienen que hacer para sembrar maíz y cebada?
—¡Pero si no hacemos otra cosa en la vida! —respondió Hilario quitándose su sombrero de petate y rascándose la cabeza.
—Entonces, a trabajar —dijo Evaristo.
Cinco peones, como se ha dicho, entraron al monte, guiados por Hilario, y los otros cinco, mandados por Evaristo, se dirigieron a las desmanteladas piezas de la casa. Las mujeres hicieron su rancho aparte debajo de los árboles, y ayudadas de los muchachos comenzaron a preparar el maíz para el atole y las tortillas. Los instrumentos viejos y los nuevos que había traído Evaristo bastaban de pronto para la instalación de la colonia. El administrador de La Blanca había previsto las necesidades y se había portado bien, prestando o regalando a Evaristo muchas cosas indispensables.
Antes de dos semanas la casa estaba perfectamente limpia, las culebras y alacranes habían perecido en la quemazón, y el pueblecillo, compuesto de más de veinte chozas regularmente construidas, estaba a la espalda de la casa; con su calle principal y su plaza, donde ya se revolcaban juntos muchachos y perros salvajes, que habían venido al husmo de tortillas duras y de las caricias de las indias, que parecía los habían criado desde que nacieron.
Evaristo había ya ido y vuelto diversas ocasiones a La Blanca, trayendo en sus burros ya una cosa, ya otra para su servicio y comodidades, y había cortado, como se dice, de tal manera el ombligo del administrador, que consiguió prestadas dos yuntas de bueyes y dinero, pues las onzas de oro que formaban su capital tocaban a su fin.
Con estos nuevos elementos que se proporcionó, sembró un par de milpas en la parte más plana y unos campos de cebada en las laderas, y esperó una buena cosecha; pero mientras crecían y maduraban las semillas, dedicó su tiempo y su atención a explorar y a conocer la montaña. No hubo barranca a que no bajara, ni grupo cerrado de árboles que no reconociera, ni vereda de ganado que no siguiera. Varias semanas empleó en examinar las vertientes del Telapón, en la dirección de Texcoco y La Blanca, hasta que ya no le cupo duda de los caminos y de la dirección de las veredas, sobre todo de una que, serpenteando y perdiéndose unas veces entre las yerbas altas y las flores, conducía al fondo de una sombría y profunda barranca, poblada de gruesos cedros, que no había podido tocar el hacha destructora de los indios, ni la desenfrenada y estúpida codicia de los dueños de Zoquiapan que, por obtener el mezquino producto del carbón, destruían magníficos árboles y menguaban día a día la infinita riqueza de esa hacienda. Si en tiempos calamitosos y revueltos se habían aprovechado los revolucionarios o bandas de ladrones de esta posición para ocultarse y hacer su cuartel general, Evaristo no lo sabía; pero desde luego le vino la idea de que no podía encontrarse lugar más a propósito. La barranca no sólo estaba oculta por una serie interminable de árboles, que terminaba en su orilla para reaparecer otros más frondosos que cubrían el descenso, sino que en el fondo estaban de tal manera cerrados y espesos que a treinta pasos ya no podía descubrirse no sólo una persona, ni diez que quisiesen escapar. Además, había en el fondo corrientes de agua clara y cuevas a diversas alturas, con las condiciones necesarias para abrigarse de la lluvia, del aire y del frío, y poder internarse en sus oscuros laberintos y quedar al abrigo de toda persecución. Pájaros, conejos, liebres, plantas silvestres alimenticias, todo abundaba allí; con una escopeta y algo que llevase de alimento, se podían pasar cuatro o seis semanas. Todas estas reflexiones hacía Evaristo a medida que caminaba y examinaba tan importante posición, sin sorprenderle la magnificencia de aquellos cedros de más de cuarenta varas de alto, ni los tejidos de juncos, de palmitos, de orquídeas, de enredaderas y de flores silvestres de diversos colores, ni el cantar de los pájaros, ni las nubes espesas de colores que formaban las mariposas que hacían su paseo y buscaban su alimento en los grupos de los exuberantes ramajes de la Borraga.
Estas excursiones las hacía Evaristo, unas veces a pie, acompañado y guiado por algunos de los indios de la cuadrilla, pues casi todos ellos habían trabajado en esos rumbos como leñadores y carboneros o como pastores de ganado, y otras montaba a caballo y se echaba a andar con precaución, no desviándose mucho de la línea recta hasta no estar seguro de volver a encontrar el camino de su regreso, o por señal alguna que dejaba. Su objeto principal era ligar, por decirlo así, el camino al través del monte entre su rancho y el albergue de Río Frío, donde paraba la diligencia a las horas del almuerzo, y donde concurrían forzosamente todos los viajeros y traficantes que hacían el camino de México a la costa; pero esa continuación de una especie de camino militar, debería ser por senderos y barrancas no conocidas ni aún de los muchachos pastores que vagan y se internan con sus carneros y cabras, y viven tres o cuatro semanas en el monte sin volver a ver poblado ni alma viviente. Este trabajo era difícil y arduo, pero Evaristo lo proseguía con tenacidad.
En una de estas excursiones, al examinar una mota muy cerrada de árboles para que le sirviese de guía, pues parece que allí se abrigaba del calor del sol y del granizo algún ganado vacuno, lo que podía reconocerse por las huellas, por la boñiga seca y porque de allí partían tres o cuatro veredas, escuchó el relincho de un caballo. Sacó su pistola, la preparó y se fue acercando con tiento, hasta que descubrió detrás de la mota un caballo ensillado y sin jinete. Aproximóse más, con ánimo de disparar al menor movimiento que sintiese, y vio un hombre tendido en el suelo. Se apeó y reconoció que estaba muerto; una poca de sangre salía de un pequeño agujero de su cotona de gamuza amarilla. El sombrero, galoneado de plata, estaba a poca distancia; la espada colgada en la cabeza de la silla y las pistolas en las tapafundas de la anquera. El caballo permanecía inmóvil junto al muerto. Evaristo observó que en el ojo claro e inteligente de la bestia se habían formado lagañas y que resbalaban por su cara lustrosa algunas gotas de lágrimas. El animal sintió sin duda que se aproximaba gente, y el relincho había sido para pedir socorro. Evaristo, que ya había tenido experiencia de las cosas extrañas de los animales del campo durante su residencia en la hacienda del Conde, montó de nuevo a caballo, pues se había apeado para examinar al muerto, y se lanzó con pistola en mano y el sable flojo a reconocer aquellos sombríos contornos; pero nada encontró. Soledad completa y silencio turbado de vez en cuando por el ruido del viento que arrancaba de los árboles las hojas secas. El muerto parecía ser ranchero de esos que habitan El Mezquital y Tierra Fría. Bien vestido, de gamuza amarilla oscura, de fisonomía varonil, blanco, y de una edad que no excedía mucho de cuarenta años. Aunque el cadáver estaba frío, parecía que no llevaba muchas horas de estar allí, pues la poca sangre que salía por la herida no estaba bien cuajada; y sobre todo, si hubiese sido matado el día anterior, los animales del monte se lo habrían comido y cenado y ahuyentado al caballo. ¿Cómo fue muerto ese hombre y por quién, y cómo desde El Mezquital vino a dar al centro de montañas desiertas del otro lado del valle? Todo esto era imposible de saberse; ni aun se prestaba campo para hacer conjeturas. ¡Misterios de que son testigos los añosos árboles, y que no los revelan a nadie!
En cuanto al caballo, era un alazán quemado, de menos de siete cuartas, cenceño con cañas de venado, anca redonda, abundante y dorada cola y crines finas, cabeza pequeña y bien hecha, y grandes ojos claros para el color de su piel. Evaristo se alarmó con este inesperado encuentro; no sabía que pensar, y un gran rato estuvo perplejo mirando aquel ranchero muerto y con los ojos abiertos y amenazantes. Por fin, resolvió despojarlo de lo mejor que tuviera y apropiarse el caballo con los regulares arneses guarnecidos de plata. En su registro, ganó un reloj antiguo de plata, seis onzas de oro y algunos reales, las espuelas y un paquete de cartas. El alazán no despegaba los ojos del cadáver y seguía los movimientos de Evaristo. ¿Pensaba que su amo recibía alivio y auxilios del hombre que había llamado con su relincho? Es de creer que sí. Cuando Evaristo acabó su tarea y dejó el cuerpo a poco más o menos desnudo y propio para que lo cenaran en la noche los lobos y los coyotes, arregló las riendas y silla del alazán y quiso montarlo. ¡Imposible! El caballo miraba por un lado a su amo, volvía la cabeza al estribo que quería tomar Evaristo, como espantado se encabritaba y volvía a tomar su posición como no queriéndose separar de aquel sitio, y reconociendo que el recién venido nada había hecho en favor del que estaba tendido. ¡Trabajo inútil! El caballo concluyó por asustarse, hinchar las narices, bufar y tirar de coces, y Evaristo reconoció los nobles sentimientos de la bestia; le echó con tiento un lazo al cuello, y por medio de la dulzura, de la maña, y con no poco trabajo, logró que lo siguiera, y así, con su sorpresa y hallazgo casual, tomó el camino de su rancho. Contó a Hilario la aventura y preocupado con ella, los dos mañosamente hicieron en los pueblos y en la misma hacienda La Blanca cuantas indagaciones pudieron, sin lograr ningún resultado.
Olvidado esto, y como las siembras iban creciendo bien y la casa estaba ya habitable, la atención de Evaristo se dirigió al rumbo de Chalco, y se propuso hacer una expedición de varios días hasta lograr ver y hablar a Cecilia y hacerle serias proposiciones de matrimonio.
En la visita que había hecho a la casa de ésta había encontrado algunas alhajas y monedas, pero pensó, naturalmente, que no era eso lo único que tenía la trajinera. Debía ser no sólo rica, sino muy rica, porque ganaba mucho en el flete de las canoas, y más aún en el puesto de fruta. En vano buscó un mueble o lugar donde pudiese tener el dinero; y en el examen de las piezas del caserón nada encontró que pudiese darle ni el más remoto indicio del lugar donde podía estar oculto el tesoro. Reflexionó entonces que lo que la frutera economizaba, debía estar en su casa de México o en poder de persona de su confianza; pero de cualquier manera, era rica; y si ella consentía en ser su mujer, cambiaba de todo punto sus propósitos: podría labrar todas las tierras que tenía el rancho, emprender en grande escala un corte de leña en su propio monte y en los ajenos, establecer un comercio de carbón; en fin, ser los dos muy ricos y felices. Ambos estaban en buena edad y tenían aptitud y fuerzas para trabajar.
La respuesta de Cecilia decidiría a Evaristo. O agricultor honrado o ladrón de camino real.