IV. La diosa azteca y la Virgen de Guadalupe

A estas mujeres acudió don Espiridión para lograr la curación de su esposa, y a fe que no le costó poco trabajo dar con ellas. Fue a la villa de Guadalupe donde adquirió noticias que lo llenaron de esperanzas y le confirmaron en la idea de que nadie más que ellas podían hacer el milagro.

Matiana y Jipila eran muy conocidas en la Villa, y especialmente de los canónigos que, lejos de tenerlas por brujas, las consideraban como unas indias buenas y cristianas que no dejaban el día 12 de cada mes de llevar sus velas de cera a la Virgen y de comprar medidas y medallas.

Un día que el abad de la Colegiata, el doctor Conejares, persona de grandes relaciones entre la aristocracia, fue acometido de un cólico, el sacristán, que casualmente vio salir a Matiana de la catedral, la llamó y, llevándola a su casa, entre los dos hicieron un cocimiento de yerbas que bebió el abad sin saber ni lo que era, pero una hora después, como estaba completamente restablecido y se enteró de lo que había pasado, llamó a Matiana y le dio su bendición y un par de pesos nuevos. Ya puede figurarse el lector cuánta fue la fama que adquirieron las herbolarias.

Desde que salieron del pueblecillo de las salinas y mejoraron de condición por el estudio de las plantas y por las observaciones que nunca dejaban de hacer de los resultados que obtenían, se puede decir que subieron un escalón social y que se civilizaron. Hablaban el español bastante bien, aunque con el acento y palabras anticuadas del pueblo; se vestían con más propiedad y aseo y mejoraban cada día las condiciones de su casa. El carácter de Matiana era concentrado, hablaba poco y conservaba vivas las tradiciones de su raza. Jipila, por el contrario, era alegre y comunicativa, sabía ya algo de la doctrina, pues concurría a los sermones, conocía el alfabeto y estaba a punto de saber leer, pues una maestra de amiga municipal le daba lección en el silabario en la misma esquina de Tacuba, en cambio de raíces y yerbas con que se curaban ella y las discípulas.

Don Espiridión, perdiendo la esperanza de encontrarlas de día en su casa de Zacoalco, tuvo que emprenderla de noche, y les cayó cuando justamente acababan de cenar. Pronto logró que se resolviesen a pasar un día entero en Santa María de la Ladrillera, para que su esposa les explicase, con todos sus pormenores, la naturaleza de su enfermedad. El día convenido, Matiana y Jipila se presentaron muy temprano en el rancho. Doña Pascuala no había dormido de miedo la noche anterior, pero apenas las vio y les habló, cuando todos sus temores se disiparon y fue de la misma opinión que los canónigos, es decir, le parecieron en vez de brujas, excelentes mujeres, y con buena voluntad las invitó a que se quedasen por la noche en el rancho, mar dándoles poner una cama de paja y hojas de maíz en el rayador.

A la mañana siguiente Matiana y Jipila se encerraron con doña Pascuala en su recámara y le hicieron (al menos Matiana) todo género de preguntas, a cual más extrañas y difíciles de responder. Después reconocieron todas las partes del cuerpo de la paciente, aún las más lejanas del lugar donde debía hallarse el mal. Hecho esto se retiraron a su pueblo y quedaron de volver a los tres días.

Emplearon este tiempo en hacer una excursión al Pedregal para coger tres o cuatro culebras de cascabel, media docena de camaleones, dos o tres docenas de lagartijas y diversas plantas que sólo se encontraban en aquellas escabrosas breñas, donde difícilmente penetran los más intrépidos cazadores. Aprovecharon también la oportunidad para surtir de tarántulas, para confeccionar el jarabe para los lazarinos, de lombrices para el oleum supertorum, y de otras mil alimañas con que surtían el tenebroso laboratorio de la botica de la esquina del Portal y Cerca de Santo Domingo.

Expirado el plazo se presentaron en el rancho cargadas de medicinas y con sus avíos de cama para instalarse hasta que sanase o muriese la enferma.

Las ceremonias que precedieron a la primera medicina fueron, si se quiere, sencillas. Se mató un gallo después de las doce de la noche y con su sangre se untaron dos cazuelas pequeñas que deberían servir para confeccionar cataplasmas para el vientre. A las cinco de la mañana, la enferma y las dos curanderas se postraron y besaron siete veces el suelo, a las ocho se encendieron a la Virgen de Guadalupe siete velas de cera de a libra cada una, y a las nueve en punto la enferma bebió un vaso con un cocimiento preparado por Matiana, y se le aplicó al vientre una cataplasma regada con la sangre de lagartija. Las ventanas se cerraron, y el rancho quedó en silencio y en expectativa esperando el resultado.

Dos semanas transcurrieron. La enferma lo mismo. El vientre, naturalmente, más crecido. Las brujas se volvían locas, no sabían ya qué hacerse; habían aplicado a la enferma el izcapatli en un buen vaso de Jerez; la maztla de los frailes con cañafístola; le habían hecho comer, sin que ella se apercibiese, carne de víbora; le habían aplicado, en fin, cuantos remedios creían a propósito, y ninguno había surtido.

Un día Matiana, con los ojos más colorados que de costumbre, pues sin duda había llorado la noche anterior, entró en la recámara de doña Pascuala, y le dijo:

—Madrecita, sin duda la Santísima Virgen quiere llevarte a la gloría, y que no sanes de tu enfermedad y que el piltoncle (muchachito) se te haya muerto adentro.

—No, eso no, Matiana; no es posible, ni lo quiera Dios —respondió doña Pascuala alarmada por la sentencia de muerte que tan sencillamente había pronunciado la herbolaria—. Creo que no ha muerto, y antes bien, quiere salir de su prisión. ¿No tienes ya ninguna medicina que hacerme?

—Madrecita; Jipila ha ido a buscar el tlixóchitl (flor negra) y el caxúchitl y vendrá mañanita. Beberás en ayunas un cocimiento de esta yerba revuelta con el tlixóchitl, y espero en Dios y la Santísima Virgen que quedarás buena; pero madrecita, si no sanas es preciso que vaya yo al cerro y platique con la Virgen.

—Bueno, Matiana, beberé lo que quieras. ¿Cuándo volverá Jipila?

—En pasando mañana a la madrugada estará aquí.

En efecto, Jipila volvió antes de amanecer, y doña Pascuala tomó en ayunas el brebaje compuesto con las misteriosas yerbas, que eran las más enérgicas que conocían los médicos indios para librar del mal que padecía la dueña del rancho de Santa María; pero nada. Esa naturaleza rebelde y fuerte de ranchera, resistía a cuanto el doctor Codorniú y las brujas conocían como más eficaz. Sin embargo, su estado no era bueno; comenzaba a creer que su mal no tenía remedio y que se acercaba una muerte próxima, precedida de insufribles padecimientos. Doña Pascuala no era tierna ni llorona, pero ya era demasiado y las lágrimas se le venían a los ojos, ocultándolas de su marido que, confiado enteramente en la habilidad de las dos mujeres, seguía sin variación su método habitual de vida. El licenciado Lamparilla había dado sus vueltas por el rancho y no había dejado de alarmarse pensando que, si en pocos días no se resolvía el caso doña Pascuala tenía que morir infaliblemente. Por lo que pudiera suceder, hizo que le fírmase dos escritos reclamando el patrimonio de Moctezuma III y que le diese algún dinero a cuenta de honorarios. Doña Pascuala ni de lejos creía que Matiana pudiese conversar con la Virgen; pero su enfermedad y el miedo debilitaron su cerebro y se persuadió de que su vida dependía de esta interesante conferencia.

—No pierdas tiempo, Matiana —le dijo a la herbolaria después que observó que nada le aprovechaba la última infusión—, ve tú y Jipila, platiquen con la Virgen y vienen luego para ver si Dios hace por su intercesión que salga yo de este estado. No aguanto ya, Matiana, me voy a morir —y doña Pascuala llevó su rebozo a sus ojos.

Las dos herbolarías se enternecieron también y pidieron tres días para la milagrosa conferencia.

Don Espiridión nada supo de esto. Su mujer se lo ocultó temiendo que contara el caso a las gentes de Tlalnepantla y se burlaran, pues entre los funcionarios había ya masones que no creían más que en el Gran Arquitecto de la Naturaleza, y se avanzaban a negar la Aparición de la Virgen.

Las herbolarias abandonaron momentáneamente su buena casa de Zacoalco y se trasladaron a la villa, alojándose con una conocida que tenía su casa detrás de la capilla del Pocito y ganaba muy bien su vida en vender las tan celebradas y sabrosas tortillitas, que no se encuentran en ninguna otra parte del mundo más que en la Plaza del Santuario.

Cerrando la noche, Jipila y Matiana se dirigieron al cerro, subiendo por la rampa y dando vuelta a la capilla, colocándose en un ángulo saliente sobre una roca casi tajada a pico, a una profundidad de más de cuarenta varas. Es el sitio sagrado e importante para los indígenas que conservan en su memoria las antiguas tradiciones. Hoy dirán lo que quieran los anticuarios mexicanos y los charlatanes extranjeros que dizque han descubierto el origen de los indios; nosotros no hacemos más que referir lo que se decía en la época en que pasan estos acontecimientos, lo que confirmaba el erudito anticuario don Ignacio Cubas, jefe del Archivo General, que descubrió muchos e interesantes manuscritos.

Tepeyácac se llamó en tiempos de la conquista ese cerro y el lugar todo. Cerro de la Nariz porque no se sabe por qué los españoles mismos dieron y tomaron en que el cerro figuraba una gran nariz. Sin duda el peñasco que habían escogido las herbolarías era el remate o pico de esa colosal nariz, y ya de allí al abismo no había ni un paso. La capilla está construida en la parte más plana del cerro.

En esa roca había una divinidad azteca, la Diosa Tonántzin, una especie de Virgen gentílica, la cual venían a adorar en romería desde lejanas tierras multitud de indios. Hacían delante de la diosa, labrada en un gran trozo de granito, muchas ceremonias y bailes y, llegado cierto día del año, terminaban las fiestas religiosas con el sacrificio de cien niños, desde un mes hasta dos años, que eran degollados en una piedra de sacrificios, con navajas de pedernal y de obsidiana. La diosa no estaba contenta si no se le hacía el tributo de esta sangre inocente, y amenazaba con lluvias, con granizos, con truenos y con otras mil calamidades a los que se resistían a llevar a sus hijos. Las madres, no obstante sus lastimeros sollozos que algunos historiadores dicen que se oían hasta Texcoco, se apresuraban a llevar a sus hijos y los entregaban a los feroces sacerdotes de la diosa.

Un día menos pensado, después de algunos años de la conquista, la diosa Tonántzin desapareció del cerro de la nariz, y los sacerdotes, espantados, aullaron y dieron saltos feroces y llamaron en su auxilio a Tláloc y a Huitzilopóchtli; pero todo fue en vano. El poder de los españoles los contuvo y tuvieron que resignarse.

A pocos meses, en vez de la diosa Tonántzin, que exigía la sangre de los niños, apareció en el cerro una hermosa y modesta doncella vestida con el traje de las nobles indias, que prometió a los naturales su protección y exigía, en vez de sangre, las rosas y las flores silvestres de los campos. Finalmente, la Virgen de Guadalupe quedó como Patrona de los indios en vez de la diosa Tonántzin; pero una vez que otra, las autoridades españolas tuvieron que cerrar los ojos y los oídos y tolerar el sacrificio de algunas criaturas.

Esta tradición había llegado viva y palpable a Matiana, y su ignorancia confundía a la Virgen de Guadalupe con la diosa Tonántzin, o, mejor dicho, creía que eran una misma cosa dividida en dos protectoras distintas. Si contentaba a una, desagradaba a otra, y así quería adorarlas y contentarlas a las dos. Es necesario decir que Jipila no participaba de estas convicciones. Con el trato de tanta gente como concurría a la esquina de Tacuba y la Plaza del Volador, había olvidado sus tradiciones, no tenía ya ninguna manía antigua; pero se dejaba guiar en muchas cosas por Matiana y profesaba una profunda devoción a la Virgen de Guadalupe. Afligidas de que sus mejores medicinas no surtieran efecto ni pudiesen curar a doña Pascuala, resolvieron consultar a la diosa Tonántzin o, mejor dicho, a la Virgen de Guadalupe. Toda la noche permanecieron al borde del precipicio invocando a la diosa, pidiéndole consejo, llorando y sollozando a fuerza, y por último se quedaron dormidas, siendo un verdadero milagro que no rodaran y se hiciesen pedazos.

En cuanto amaneció se fueron a bañar con los derrames del Pocito, bebieron el agua sulfurosa y entraron con sus velas a la Colegiata tan luego como el sacristán abrió la grande puerta principal.

Siguió allí la meditación y los llantos, aunque en cierta manera silenciosos.

—Madre mía, Santa María de Guadalupe Tonántzin ¿qué hacemos con el cuidado de la Madrecita Pascuala? —decía Matiana.

—Mi señora Guadalupe Tonántzin —continuaba Jipila— te pedimos la salud para el rancho de Santa María.

—Padre nuestro que estás en los cielos, Santa María Tonántzin de Guadalupe —continuaba Matiana.

—¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, Santa María que estás en los cielos, Tonántzin, sana por tu misericordia a doña Pascuala!

Ni una ni otra sabían más oraciones que éstas y las repitieron más de dos horas sin dejar de suspirar, de sollozar y de gemir. Matiana se mostraba ferviente, la otra casi por imitación seguía a su tía.

Por la tarde, después que acabaron los canónigos su coro, las mismas oraciones repetidas y las mismas lágrimas forzadas de las dos herbolarias. En la noche volvieron a la misma y peligrosa orilla de la roca, a consultar y a inspirarse en la diosa azteca, como en la mañana se habían inspirado y rogado a la Virgen cristiana.

A los tres días estaban en el rancho. Doña Pascuala, que ya de veras se iba poniendo mala, las esperaba con impaciencia.

—Madrecita doña Pascuala —le dijo Matiana— ya hemos platicado con María Santísima de Guadalupe, y nos ha dicho que no sanará la madrecita del rancho si no se mata un niño.

—¡Pero eso es imposible, Matiana! ¿Cómo vamos a matar a un niño ni de dónde lo cogemos?, y eso, además, no puede ser un remedio.

—Nuestra Señora de Guadalupe Tonántzin lo ha dicho, y madrecita se morirá. Nosotras ya no tenemos yerbas, ni víboras, ni lagartijas que puedan sanar a mi ama.

—¡Calla, Matiana, ni Dios que lo permita! ¿Cómo había de consentir en que se matara un niño?

—El día 12 de diciembre me dijo la Virgen que viniera a la fiesta —contestó Matiana—. Si se encontraba un niño sin su chichihua, que lo cogiera y podría matarlo para que sanaras.

—¡No, no, jamás consentiré en eso, primero moriré, y la Virgen no es capaz de haberte dicho tal cosa!

—Mira madrecita —le dijo la india— si encuentro al niño el día 12, es porque la Virgen lo permite; si no lo encuentro, es que su majestad no quiere ya favorecerte, o no te conviene.

Doña Pascuala no dejó de considerar mucho ese razonamiento, porque en efecto, entre millares de gentes que concurren a esa festividad, era fácil que una nodriza descuidase a un niño; pero no era verosímil que la bruja estuviese precisamente en el mismo lugar para apoderarse de él, y en ese caso la voluntad de Dios era manifiesta y ni ella ni la india eran culpables. La una curaba con esa medicina, y la otra se dejaba sanar con ella. Sin embargo, rechazó decididamente los ofrecimientos de Matiana y la despidió, quedando resignada a la voluntad de Dios, sin tomar ya ni las gotas del doctor Codorniú, ni los brebajes de las dos brujas.

Así pasaron días. La enfermedad no cedía. Una noche despertó doña Pascuala a su marido.

—Espiridión —le dijo—. Haz que pongan el carretón que acaba de componer el carpintero, monta a caballo, ve a Zacoalco y me traes a Matiana y a Jipila.

—¿A estas horas? —preguntó el marido esperezándose.

—En el momento. Me sube una cosa del estómago que me quiere ahogar.

El marido, resignado, sin decir palabra, se levantó y antes de una hora, no obstante ser la noche oscura y tempestuosa, precedido del carretón que conducía el peón, caminaba rumbo a Zacoalco. En la madrugada las dos brujas estaban en la recámara de doña Pascuala.

—A todo estoy resuelta, Matiana. Dame de pronto una bebida que me calme esta ansia que tengo y después haz lo que quieras, pero no me lo digas. ¿Quieres dinero?

Era el día 11 de diciembre.

—Es la voluntad de la Virgen, la que nos dirá —respondió Matiana—. De dinero no necesito que me des, sino lo ajustado por la curación.

Lo ajustado por la curación eran diez pesos para Jipila por las drogas, lagartijas y serpientes, y diez pesos para Matiana por los viajes, la confección de los brebajes y el robo y sacrificio del niño. No era la ambición; obraban sencilla, buena y humildemente. Sus creencias mezcladas, la ignorancia y la fe al mismo tiempo, las guiaban. El dinero era nada, la vida de un niño para salvar a una mujer, tampoco. Ella no ponía gran cosa de su parte; la Virgen de Guadalupe era la encargada de decidirlo.

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