V. El milagro

El día 12 de diciembre es el más solemne en México de todos los días del año. Es el día de la Virgen de Guadalupe, Patrona de Anáhuac.

El Gobierno entero asistió a la función religiosa. El Presidente de la República, precedido de los maceros, abría la marcha vestido con su uniforme encarnado bordado de oro, su pantalón de casimir blanco con una franja de oro, su sombrero de tres picos con plumas blancas, medio recostado en su gran coche tirado por cuatro caballos y rodeado de ayudantes ataviados de muchos colores y en briosos caballos, galopando a los costados del carruaje. Detrás los ministros de Estado y el Ayuntamiento en coches nuevos y lustrosos, y después todos los coches de alquiler con formas las más extrañas, pintados de colores chillantes, descascarados unos y sucios otros, y con mulas tan flacas y llenas de mataduras en el pecho y lomos, que daba compasión verlas, y al último, a los lados y por todas partes, un mundo de gente a pie y a caballo, atropellándose, empujándose, dejando a veces tirada a alguna pobre vieja que se descuidaba y pasando sobre ella sin hacer caso de sus lamentos. Esta comitiva se formó en la Plaza Mayor, siguió por las calles de Santo Domingo, Santa Catarina y Santa Ana, hasta la garita. Allí el Presidente con su séquito y la gente de a caballo, enfilaron la calzada de tierra, sombreada de uno y otro lado con tristes álamos, mientras la gente de a pie se apoderaba de la calzada de piedra, sin ningún arbolado, y cuyas piedras calcinadas por el sol despedían fuego. Se puede asegurar que en la época en que pasan los acontecimientos que referimos, no había familia pobre ni rica que dejase de ir el día 12 a la Villa. Los que tenían algunas proporciones hacían la peregrinación en coche, en el cual precisamente había de caber toda la familia, aunque se compusiese de catorce personas. Luego que salían de la garita, comenzaban a rezar el rosario y calculaban que terminase al entrar al santuario. La gente de menos proporciones y aún los que tenían por cumplir alguna manda, hacían el camino a pie por la calzada de piedra, algunas descalzas y otras de rodillas, lo que importaba un verdadero martirio. Las que tenían la energía de llegar hasta la puerta de la iglesia, caían allí medio muertas y chorreando sangre.

Pero sigamos todavía por un momento a la brillante comitiva oficial. Levantando una nube de polvo, envuelta la estufa no pocas veces en un violento remolino que se llevaba el sombrero de tres picos de los cocheros, llegaba lentamente, por la multitud de gente que impedía el paso, a la puerta de la Colegiata. Allí el abad con su capa de tela de oro, seguido del coro de canónigos con sus trajes talares de seda negra y sus roquetes de encaje y filigrana, recibió al Primer Magistrado de la nación y a sus ministros, dándole el agua bendita, y así en cuerpo, precedido de la cruz de los ciriales y de más de veinte coloraditos, siguieron en procesión hasta el altar mayor, a cuya derecha estaba levantado un dosel de terciopelo carmesí. En unos grandes sillones se sentaron el Presidente y sus ministros. Enfrente, y debajo de otro dosel de brocado blanco y oro, se colocaron el abad y los canónigos que oficiaban. Acabó de entrar al fin la comitiva teniendo que hacer materialmente una brecha por entre la multitud compacta, que con mucho esfuerzo separaban y contenían los policías del Ayuntamiento dirigidos por el pértigo; ya están sentados debajo de sus doseles el Presidente y sus ministros, el abad y los canónigos revestidos de sus resplandecientes ornamentos, y ya la orquesta, a la señal de la batuta, ha reemplazado con sus religiosas armonías el susurro y ruidos diversos y extraños propios de toda aglomeración de gente. Veamos si es posible dar una idea de la novedad y grandeza de esta solemne función.

La colegiata de Guadalupe no es una pequeña iglesia, como algunas que en Europa tienen el pomposo nombre de basílicas, sino una catedral, que no se parece ni a las construcciones de la Edad Media ni a las del Renacimiento. Templo de tres altas naves con sus capillas, calado por grandes ventanas, está llena de luz y de alegría. En el extremo de la nave central está el tabernáculo o altar mayor, hecho de mármoles de diversos colores, y en el centro la imagen de la Virgen en un marco de oro macizo, pintada en tosco ayate carcomido y ennegrecido por los años. En los días de solemnidad, los candeleros, los blandones, el frontal del altar, la cruz, los ciriales, los pebeteros, todo es de plata que limpia, resplandeciente e iluminada por los rayos del sol que entran ya por una ventana, ya por otra, forman una especie de visión gloriosa que deslumbra la vista, hiere la imaginación y hace postrar y besar la tierra a los creyentes, que se figuran que ha descendido de los cielos la madre piadosa de los hombres.

Frente al altar mayor está el coro, como velado misteriosamente por una reja de filigrana de cedro y de metal chino, y en el fondo y a los costados los facistoles y la sillería antigua de maderas finas tallada curiosamente, engastando los bustos graves de los canónigos. El camino del altar mayor al coro está formado por una crujía de plata maciza, sobre cuyo balaustre hay varias fichas o ángeles de tamaño natural, también de plata maciza, que sirven de candelabros y sostienen unos gruesos hachones de cera. Las altas columnas vestidas de terciopelo rojo, la multitud de lámparas de plata y gallardetes de seda y tela de diversos colores que están colgados de las bóvedas y la multitud postrada y reverente, completan este cuadro grandioso, que no se repite sino en señaladas catedrales en Europa.

El sermón se encarga al eclesiástico de más fama, y generalmente recae en un canónigo de la catedral de México o de la misma Colegiata. El asunto obligado es la Aparición, que se refiere con todos sus pormenores, concluyendo el orador por asegurar a los habitantes de Anáhuac la protección de la Virgen. El eclesiástico que hizo el panegírico concluyó con estas palabras: Obedeced ciegamente a la Santa Virgen de Guadalupe. Su voluntad es Soberana y debe cumplirse. Matiana, que desde que abrieron la iglesia se introdujo y tomó lugar junto al púlpito, creyó firmemente que estas palabras eran precisamente dirigidas a ella, y se fortificó en su resolución. Mientras la dejamos meditar y discutir la manera de llevar a efecto el criminal intento, sigamos a los personajes que figuraban en esta festividad, de un carácter tan típico y tan nacional, y que de una manera o de otra se refiere al gran acontecimiento social de la Independencia de México.

Luego que terminó la misa, que se cubrió al Divinísimo y que el abad y canónigos dejaron en la sacristía sus espléndidas vestiduras, el Presidente y su comitiva fueron conducidos a un gran salón en el alto del edificio destinado a la Haceduría y que en ocasiones como ésta se habilitaba de comedor.

Una espléndida mesa estaba dispuesta. No espere el lector encontrar allí costillas a la Saint Menchould, ni filet de boeuf á la Jean Bart, ni saumon sauce riche. México ya había pedido dinero prestado en Inglaterra, ya había recibido buques y fusiles viejos, ya había enriquecido los puertos de Burdeos y Bayona con el dinero de los españoles expulsados, ya había mandado legaciones que llevaban médico y capellán, ya estaba segura de ocupar un lugar entre la familia de las grandes naciones civilizadas, pero todavía no renegaba del puchero de sus abuelos, ni consideraba ordinarios los manjares que se servían en los fabulosos palacios de los reyes aztecas. El menú, como se diría hoy, merece un lugar en esta narración, porque esto forma la historia doméstica de que no se ocupa el que aspira a grave historiador. Auguramos, sin embargo, que más de un lector se chupará los labios, por más parisiense que sea. Una sopa de pan espesa, adornada con rebanadas de huevo cocido, garbanzos y verde perejil, tornachiles de queso, lengua con aceitunas y alcaparras, asado de cabrito con menuda ensalada de lechuga, y para coronar la obra un plato de mole de guajolote por un lado y mole verde por el otro, y en el centro una fuente de frijoles gordos con sus rábanos, cabezas de cebolla ralladas, pedazos de chicharrón y aceitunas sevillanas. Pocas botellas de vino Carlón y de Jerez, pero unas jarras de cristal llenas de pulque de piña con canela y de sangre de conejo con guayaba, capaces de resucitar a un muerto. Los postres, incontables, pues los conventos de monjas cooperaban a este banquete. Cocada, ate de mamey, arequipa, gaznates y rosquetes rellenos, camote con piña, yemitas y la mesa adornada con ramilletes de flores en unas jarras, banderitas de papel picado, motas de seda y flores de género y de listón. El gobierno, en conjunto, comió como para tres días, y no obstante que algunos de sus miembros eran ya masones con sus puestos de librepensadores fraternizaron con los cándidos canónigos y no hubo más que elogios y alabanzas para la cocinera, que tan deliciosos manjares había presentado, y para la Virgen de Guadalupe, que había permitido que los comiesen en sana salud.

Como a las tres de la tarde la concurrencia, de regreso de la Villa, pasaba como un relámpago en una nube de polvo por las calles del Reloj; en el palacio batía la marcha la guardia de honor y el Presidente entraba a sus habitaciones a digerir la comida nacional.

Los indios y el pueblo quedaban dueños del campo en la Villa y comenzaban realmente sus fiestas y sus banquetes. Al templo entraban y salían romerías de indios con sus trajes primitivos, bailaban una danza delante de la Virgen, rezaban en voz alta oraciones en azteca y español, que ellos solos entendían, lloraban y cantaban al mismo tiempo y salían para dar lugar a otras tribus, haciendo antes en la puerta su provisión de medallas de cobre y de plata y de medidas de listón rojo. Los platones de los canónigos, colocados en una mesa con todas las reliquias cerca de las puertas, se llenaban a cada instante de monedas. Fuera del templo el movimiento era inmenso. El cerro y las calles, materialmente cubiertas de indios y de la gente de México, almorzando precisamente el chito con tortillas, salsa borracha y muy buen pulque; la mayor parte de las familias al aire libre, formando grupos alegres y con un apetito devorador, arrancando con los dientes los fragmentos sabrosos de una pierna asada de cabra; y los chicos brincando, con sus tacos de tortilla con aguacate en la mano. A las seis de la tarde esta increíble acumulación de gente comenzó a organizarse como una gran serpiente y a deslizarse por las dos calzadas. Ninguno regresa a México sin traer un cantarito con el agua sulfurosa del Pocito, una rama de álamo, un pañuelo lleno de tortillas y una pierna de chito. Es el regalo para los compadres y conocidos o la tornafiesta para el día siguiente.

Matiana y Jipila no gozaron en ese año de esta especie de orgía religiosa, en la cual de verdad no se han notado nunca grandes desórdenes. Uno que otro pleito entre los indígenas, bastante borrachos, y varios desgraciados que pierden o les roban su pañuelo o su reloj. La gente de razón volvía bien y contenta a su casa.

Jipila ninguna parte quiso tomar en el inconsciente atentado que se trataba de cometer. Pasó la mayor parte del día sentada junto a una amiga, ayudándole a hacer las quesadillas y tortillas, y a la tardecita enderezó con su trote acostumbrado a su casa de Zacoalco. En cuanto a Matiana, al parecer indiferente, dirigía sus ojo encarnados aquí y acullá en busca de una criatura; pero sin empeño, sin fatiga, sin ansia. Era la Virgen misma la que había de proporcionarle la criatura. Si no lo hacía, evidentemente no era su voluntad y en el fondo no le importaba mucho que se muriese doña Pascuala, ni tampoco perder los diez pesos precio de la curación, pues ni ella ni Jipila eran ambiciosas. Vagó así, entrando y saliendo al templo, rodeando un poco por el cerro y por la capilla del Pocito, sin encontrar nada a mano. Se decidía a tomar también su troce para Zacoalco, cuando al pasar por la fachada del convento de Recoletas Capuchinas hirió sus oídos el lloro de un niño. ¡Desgraciado! Volvió la cara; un muchachito de menos de dos años gateaba rozándose con la fachada y teniendo en una de sus manecitas un hueso de chito. Matiana se apoderó de él, y a pesar de su llanto lo acomodó en su ayate, lo cargó en las espaldas y echó a andar. Nadie la vio, nadie le reclamó, y la criatura misma, que no podía saber la suerte que le aguardaba, mecida por el trote de la india concluyó por dormirse tranquilamente, como quien dice, en el regazo mismo de la serpiente que la iba a devorar. Los escasos reflejos de las estrellas dejaban ver en la llanura solitaria y salitrosa la figura siniestra de la bruja, trotando siempre, con el inocente niño en sus espaldas.

El día 13 de diciembre en la madrugada, el peón que barría y regaba la fachada del rancho de Santa María, anunció a doña Pascuala, que estaba ya en cama y muy mala, que las dos herbolarias querían hablarle. El corazón le dio un vuelco, quiso mandarlas arrojar de su casa, pero la curiosidad fue más poderosa y las hizo entrar.

—Buenos días te dé Dios, madrecita Pascuala —le dijo Matiana.

—¿Qué has hecho, qué has hecho? —le preguntó doña Pascuala con agitación, sin contestarle su saludo.

—Encontré el piltoncle (muchachito); mi señora mía de Guadalupe Tonántzin me lo entregó. Ya yo me iba para Zacoalco, cuando salió del convento de las monjas capuchinas.

—Y qué, ¿lo has matado? —preguntó doña Pascuala acercándose a la bruja con una ansia mortal.

—No madrecita; le tuve lástima al pobrecito, que era como una plata.

—¡Gracias a Dios! Entonces ¿dónde está?

—Lo tiré en la viña, madrecita —contestó la bruja.

—¡Desgraciada, qué has hecho! Mejor lo hubieras matado. Lo van a devorar los perros; corre, corre, tráelo vivo aunque me muera yo, y que no sepa ni una palabra Espiridión ni nadie; seríamos llevados a la cárcel y ahorcados.

Una reacción se formó instantáneamente en las herbolarías. No obstante su ignorancia y la superstición que las cegaba, reconocieron que habían cometido un crimen y se soltaron dando gritos, llorando verdaderas lágrimas, y cayeron de rodillas, pidiendo a la Virgen de Guadalupe el perdón de sus pecados.

—¡Silencio, silencio! no hay que decir nada, ni que perder tiempo. Vayan en el carretón, busquen a la criatura y vuelvan con ella aquí. Será mi hijo, lo mismo que el hijo que tengo en las entrañas.

Las brujas partieron a escape en el carretón, llegaron a la viña. Nada encontraron.

Doña Pascuala, a la media noche, excitada con el susto y la emoción, dio a luz un robusto niño varón que don Espiridión, como buen marido campesino, recibió en sus brazos desde luego y, besándolo, no cesaba de repetir:

—Te lo decía yo, Pascuala; para tu enfermedad no había más que las brujas.

—Y la Virgen de Guadalupe —añadía doña Pascuala, procurando disimular—. Sin su intercesión me hubiera muerto, y tu hijo no habría venido al mundo.

En el curso de la semana se descolgó por el rancho el licenciado Lamparilla, al que refirieron el suceso, ocultando doña Pascuala la parte trágica e inconscientemente criminal. Lamparilla se ofreció a ser el compadre; y discurriendo y platicando, don Espiridión sostuvo que la curación de doña Pascuala se debía a las brujas. Lamparilla y doña Pascuala, que quería hacerse ruido y acallar su conciencia, convinieron en que su vida la debía a un milagro patente de la Virgen de Guadalupe. Quién sabe si, en el fondo, Lamparilla, que estaba ya contaminado con la masonería, creía o no en el milagro, y más bien se figuraba lo que el doctor en teología: que doña Pascuala había perdido la cuenta; pero el doctor Codorniú había olvidado pagarle sus honorarios por el negocio de la cuchara de plata y quería vengarse de una manera indirecta y sin responsabilidad personal. Convino con la familia, de buena o mala fe, en que el milagro era patente y absolutamente necesario dedicar un retablo a la Virgen.

El 12 de enero se colocó en una de las columnas cercanas al tabernáculo un cuadro pintado por uno de los más célebres pintores de la Academia de San Carlos. En una esquina del cuadro estaba la cama, y en ella doña Pascuala, moribunda y con las manos enclavijadas encomendándose a una Virgen de Guadalupe pintada en el otro extremo. Don Espiridión junto a la cama, con un pañuelo en los ojos, y las dos herbolarias hincadas delante de la estampa de la Virgen, en actitud de rogar. La fisonomía maliciosa del licenciado Lamparilla asomaba por una puerta entreabierta. Debajo del cuadro había este letrero:

El día 12 de marzo comenzó a estar gravemente enferma doña Pascuala, dueña del rancho de Santa María de la Ladrillera, y habiendo llamado al doctor Codorniú para que la asistiera, tanto él como los doctores de la Universidad le erraron la cura, y ya no teniendo remedio, invocó a la Santísima Virgen de Guadalupe, y de la noche a la mañana quedó sana y dio a luz un varón muy robusto.

En el marco del cuadro colgaba un cuerpecito de plata (milagrito), que representaba a doña Pascuala. Todo esto era obra de Lamparilla.

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