XLII. Poesías del licenciado Lamparilla

Apenas tuvo tiempo Cecilia de echarse las enaguas de seda amarilla y castor rojo, que tenía cerca, y cubrirse el seno con su rebozo, cuando asomó la cabeza por la puerta de la recámara el licenciado Lamparilla.

Siempre que convenía a sus miras e intereses, buscaba y encontraba un pretexto para aparecerse en casa de sus clientes y conocidos el día que menos lo esperaban, ya fuese en casa de doña Pascuala, ya en la del licenciado Bedolla, ya en la de Cecilia; y procuraba caer a las horas de almorzar o de comer, seguro de que lo habían de tratar a cuerpo de rey; y así sucedía efectivamente. En esta vez el motivo de su visita era para él muy importante.

Luego que María Pantaleona le abrió la puerta, se precipitó materialmente al patio, se quitó las espuelas y una blusa de dril trigueño, que usaba para no empolvar su chaqueta y sus calzoneras de camino.

—¿Está tu ama en casa, María? —le dijo, haciéndole un cariño en la mejilla.

—Se acaba de bañar, y está…

Sin esperar más y pensando que encontraría a Cecilia a medio vestir, no escuchó lo que seguía diciendo Pantaleona, y como sabía las entradas y salidas se coló de rondón hasta la misma recámara.

Cecilia salía ya a encontrar la visita, y le latió que no podía ser más que el licenciado, pues los arrieros de la Tierra Caliente no debían llegar sino a mediados de la semana.

—¡Cecilia!… ¡Qué guapa estás! Dios te bendiga, salvadora de mi vida, dame esa mano.

—Con mucho gusto, señor licenciado; pase usted a sentarse, que vendrá cansado del camino. Anoche precisamente pensaba yo en usted.

—¿Pensar tú en mi, y de noche? Buena señal.

—Pero no como usted piensa… Los hombres todo lo llevan al mal, y de veras, particularmente las pobres como yo, no saben ni cómo hablar delante de los señores.

—Déjate de pobres y de señores, que siempre andas con esa cantinela; ya quisieran muchas de las copetonas de México ser tan ricas y, sobre todo, tan hermosas como tú… Te acabas de bañar… qué olor… ¿Dónde compras tus perfumes?… Vamos, es cosa de trastornarse y perder el juicio… ¡Qué limpieza, qué cama…! Vaya, esto no estaba así cuando me trajiste después del naufragio, ni había visto esa ropa con que tropezó mi sombrero… Tienes el equipaje de una marquesa. Las de Valle Alegre no tendrán tanta ropa blanca como tú.

El licenciado tiró el sombrero en la cama, se dejó caer en el sillón que Cecilia acababa de ofrecerle y se quedó mudo y embriagado con el aroma y el vapor que aún despedía el cuarto, y como fascinado por Cecilia, que se sentó enfrente de él, dejando, sin pretensión, medio descubiertos sus pequeños y gorditos pies.

—Algo le ha sucedido a usted —le dijo Cecilia, después de un rato de silencio—, porque ni habla y tiene los ojos fijos en el suelo. Dígame usted el asunto, que las mujeres somos muy curiosas —y al mismo tiempo la maliciosa frutera se acomodó bien en su asiento y escondió entre los blancos encajes de sus enaguas sus desnudos pies, que no tuvo tiempo ni de calzar bien.

—¡Qué coquetas y qué malas son todas las mujeres! Bien sabías que lo que yo miraba eran tus pies y no el suelo —pensó Lamparilla, y luego dirigiéndose a Cecilia concluyó su pensamiento—. Cualquiera cosa apostaría —le dijo— a que tú sabes bien que nada tengo, y que lo que miraba no era el suelo.

—De veras que no creo que pudiera usted mirar otra cosa, pues no hay nada nuevo aquí y todo está lo mismo que cuando vino usted; solamente que he sacudido y hay más limpieza, y mi ropa en su lugar. El cuarto lo cerré cuando tuvimos la desgracia, porque no quería que mirase el pasajero lo que yo tenía o dejaba de tener, que a nadie le importa.

—Y a propósito, y ya que mientas al pasajero. ¿Qué ha sucedido con ese pájaro, que me parece un solapado pícaro? ¿No lo has vuelto a ver?

—Ni a su sombra —respondió Cecilia.

—¿De veras?

—¿Tengo cara de embustera? —le contestó sonriendo.

—Basta, y vamos a platicar de lo que nos interesa.

Cecilia se acomodó en su asiento, sacó la punta del pie, y apenas con el dedo gordo sostenía su calzado.

—En primer lugar, te he quitado una molestia de encima —continuó Lamparilla.

—Es usted tan buen amigo, señor licenciado, que no hallo con qué pagarle; con haberme libertado del yugo de ese maldito San Justo me ha dado usted diez años más de vida, y en eso pensaba yo anoche…

—Ya verás, hasta en verso he puesto el terrible lance, y ése es el segundo asunto; pero vamos a lo primero. Antuñano, el de la fábrica de hilados, pretendía que tú le pagaras los tercios de manta que se sumieron en el agua con nosotros.

—Ésa era una sinrazón —contestó Cecilia sacando ya naturalmente todo el pie, con lo que bailaron de gusto los ojos del licenciado—. ¿Fui yo quien tuvo la culpa? ¿Quién nos hubiera pagado a usted y a mí si nos hubiéramos ahogado?

—Eso es verdad, Cecilia; pero con todo, no se te hubiera quitado de encima el cocijo, como ustedes dicen, de que anduviese tras de ti el dependiente y de que te citaran a conciliación delante del juez si no pagabas; en fin… yo compuse el negocio manifestando al encargado de la casa que a tu canoa le hicieron un boquete debajo de la proa, y que íbamos a ser víctimas, y en vez de cobrarte, me ha dado la comisión de que me encargue a su costa de que saquen si se puede, los tercios de debajo del agua, y se regalen a los niños de la cuna.

—Vaya, mejor así —contestó Cecilia cambiando de postura, cruzando una pierna sobre la otra, y dejando ver sus dos pies y algo de la caña de las piernas, como le nombran a las pantorrillas los que la echan de conocedores y veteranos.

—Todo lo mereces, y yo soy el que no tengo modo de pagarte el favor tan grande que te debo… Ya verás… Tú que entiendes de estas cosas, te encargarás de que saquen del canal los tercios de manta, y mojados y todo los mandas a la cuna, a la Calle de la Merced, que te den un recibo y punto concluido; de paso podrás quizá sacar la canoa y las mujeres que se ahogaron seguramente. ¡Qué cabeza! ¿Creerás que hasta este momento me acuerdo de las pobres vendedoras de pájaros?

—En cuanto a la canoa, ni pensarlo —le respondió Cecilia—. Mas me costaría sacarla de donde está, que una nueva que he contratado con don Antero, el de la hacienda de Zoquiapan; y de las mujeres, las he encomendado a Dios, pero ni chistar de esto, señor licenciado; nadie sabe si iban gentes en la canoa o no; el cuerpo del remero que por borracho se ahogó ya se habrá deshecho o quién sabe donde estará; no sea que el Gobernador de México o el prefecto de aquí nos metan en averiguaciones.

—Dices bien, y vale más no platicar de estas cosas, que son siempre tristes. ¡Qué quieres que te diga! Estaba yo tan contento junto a ti dentro del agua, que si no hubiera tenido frío y miedo de ahogarme, semanas y meses me habrían parecido un instante.

—¡Qué gustos tan raros, señor licenciado! Ni de chanza diga usted tales cosas —le interrumpió Cecilia.

Y Lamparilla, sin hacerle caso, continuó:

—Desde esa noche de luna, que recordaré toda mi vida y que no sé si llamar feliz o desgraciada, no pienso más que en ti, Cecilia, y nada más que en ti.

Cecilia soltó una franca carcajada de risa.

—Puedes reírte y hacerme burla hasta que te canses; pero es la verdad.

—Ni lo imagine usted, señor licenciado. ¿Hacer yo burla de una persona a quien debo tantos beneficios? Ni lo he pensado —le interrumpió Cecilia—. Lo que sucede es que no creo que usted, con tanto quehacer y tantas muchachas bonitas y decentes que hay en México, pueda estar pensando en una pobre frutera.

—Te empeñas tú en rebajarte y en estarte llamando pobre, frutera y trajinera; se conoce que no te has visto en un espejo de cuerpo entero.

—Ni Dios que lo permita. ¿Y para qué había yo de verme? Una tarasca gorda y prieta; para medio peinarme, tengo bastante con mi espejito… Los pies es lo único que Dios me ha dado regular, y ¡qué quiere usted!, las mujeres de México, aunque seamos así… de la clase que soy yo, tenemos vanidad en nuestros pies; yo conozco una señora que quién sabe de dónde es, pues habla español peor que yo, y que dice que es de una tierra que se nombra Alimaña, y que me compra y me paga muy bien la fruta…

—Alemania será, que alimañas son animales ponzoñosos.

—Eso es, y que está muy lejos y se necesita pasar un charco más grande que la laguna, y ¡qué pies, señor licenciado! ¡Si sus zapatos de cuero muy gordo y de dos suelas parecen chalupas, y por Dios que no le miento a usted!

—Lo creo como si la viese, pero no me barajes la conversación, y pues que tú misma dices que tus pies son bonitos, no tienes por qué esconderlos.

—Limpios y nada más; menos los días en que llueve y hay lodo en la plaza, porque siempre ando con zapato de raso. Me quedaría sin comer con tal de comprar un buen par de color; desde chica he tenido esa maña, y mi madre hasta me pegaba, pero nunca consiguió, desde que salí de la amiga, que me pusiera, como quería, zapatos de gamuza negra.

Cecilia sacó sus dos pies, y en el mismo momento los cubrió con su ropa y arregló bien su rebozo.

El licenciado Lamparilla vio una especie de relámpago, una visión deslumbradora, más que si hubiese contemplado a Venus saliendo de las ondas, y sin saber lo que hacía quiso levantar un poco la ropa de Cecilia.

—Así no seremos buenos amigos —le dijo Cecilia con seriedad y desviando su silla. No sé qué cosa tan mala siento, sin saber por qué, cuando el señor licenciado quiere estas cosas… ¡Quién sabe!… Se me figura que me trata como a las que andan de noche en la calle… y como soy una tonta, no puedo ni decir por qué lo quiero de otro modo.

—Dices bien, Cecilia, dices bien; y tú, pobre y frutera, como dices a cada momento, me enseñas cómo se debe tratar a las mujeres que se quieren bien, como yo te quiero a ti… Ven, acércate como estabas, pues me da mucho sentimiento el que tuvieses desconfianza de mí. Ya todo pasó, ¿qué quieres? Tú misma reconoces que tus pies… vaya… somos de carne y hueso y hay ocasiones en que es imposible contenerse… Continuemos nuestra conversación y déjame contarte que es tan cierto que nada más pienso en ti, que hasta te he hecho unos versos.

—¿Seguidillas, peteneras o de jarabe, señor licenciado? —le preguntó Cecilia con ingenuidad.

—Nada de eso; versos para ti, de lo que nos pasó a los dos, y de la traición de ese lépero de San Justo.

—Eso sí que estará bueno —dijo Cecilia con mucha alegría, arrimando su silla y acercando su cara junto a Lamparilla que sacaba de su bolsillo un papel.

—Figúrate que en mi vida he podido hacer un verso, ni de muchacho cuando estaba en el colegio; casi todos los muchachos hacen versos y se vuelven poetas en vez de médicos o de abogados; pero yo ni por ese ejemplo; sólo un condiscípulo mío, el juez Bedolla, era más bruto que yo. Como te iba diciendo, quería hacerte un verso; pero como no podía, me fui a ver a un amigo, que es un poeta que se llama Rodríguez, para que me hiciera un verso dándole el asunto; pero, además de que su tío Galván, que no tiene más gracia que publicar el calendario que le hacen cada año, me recibió con una cara de herrero mal pagado, estaba ocupado con su comedia de Muñoz.

—¿De Muñoz? —dijo Cecilia—. Seguramente ha de ser don Rito, el de la tienda, que le pediría versos para mí, pues el año pasado me mandó uno que lo buscaré y lo enseñaré a usted.

—No, mujer; ese Muñoz era un Visitador que hace muchos años vino a México, y no don Rito; así que esté la comedia acabada e impresa la compraré y te la leeré.

—Como que me muero por el teatro. Cuando tengo lugar los domingos en la tarde, me voy a la cazuela.

—Pues como te decía, Rodríguez no me quiso hacer el verso, entonces busqué a Guillermo; ya lo conoces tú; te suele comprar fruta y te ha de haber echado tus requiebros, pues es zalamero y muy enamorado hasta no más. Si entrara en la pieza donde tienes colgada tu ropa, de seguro que se volvía loco y le hacía versos a cada una de tus enaguas, figurándose que estabas dentro de ellas. Ya te lo traeré de visita uno de estos días, y ya verás que te saca, como tres y dos son cinco, en su Musa callejera.

—¿Musa qué?

—Sí, mujer; así llaman a los versos chulísimos en que describen bailecitos de los barrios y chinas, y muchachonas guapas como tú; pero sigo con mi cuento, porque nunca acabaremos.

—Y el almuerzo debe estar ya hecho, y usted tendría hambre con el ejercicio del camino, y yo la tengo por el baño.

—Santa palabra, Cecilia; tú eres mujer que adivinas los pensamientos: eres una presea. De verdad que voy a devorar tu almuerzo.

—Para todos hay, bendito sea Dios, señor licenciado, y para eso trabajan estos brazos.

Al decir esto, Cecilia mostró a Lamparilla sus dos brazos robustos, con un par de primorosos hoyitos en los codos.

—Sí, antes de almorzar quiero leerte mis versos; pero te acabaré por contar. Guillermo, que es como mi hermano y nos tratamos de hermanos, es el más guapo muchacho que yo conozco, y cuando es amigo lo es completo. Ya sabía algo del naufragio, pero se lo acabé de contar; lo oyó con mucha atención y me dijo que iba a hacer un romance y que, sin decir nuestros nombres verdaderos, nos sacaría a ti y a mi. Ya verás… ha de ser chistoso o terrible, quién sabe cómo tomará el lance; pero al asunto. En cuanto le dije que quería un verso para ti, encendió su cigarro, se metió a su escritorio y no habían pasado quince minutos cuando salió con un papel con un verso escrito. Me lo dio y me dijo: «Vete, hermano, y sé muy feliz con tu trajinera, que me has pintado más hermosa que la Malinche; que yo, pobre de mí, no tengo esas fortunas de naufragar en agua dulce abrazado de una muchacha. Agachado sobre los libros, estudiando economía política, ya me salen canas verdes». ¡Qué Guillermo tan guapo! Corrí a mi casa, abrí el papel y leí:


Yo la vi, yo la vi a mi adorada
la vi hecha presa de letal tormento.
Pero ¿cómo expresar mi sentimiento
hermosura inocente y desgraciada?
 

—¡Caramba! —dije—, esto no comienza mal; pero luego seguí y eran unos versos para una muchacha a quien le daba un horroroso mal de nervios. Guillermo se equivocó, y como tiene tan revuelta su mesa, me dio esos versos en lugar de los que le rogué que me hiciera. Volví a buscarlo; anda vete, ni su luz; se fue a encerrar en el Molino del Rey y no le volví a dar palmada. No tuvo remedio; me resolví yo mismo a hacerte los versos; me he desvelado dos noches enteras y aquí los tienes; tendrán más mérito hechos por mí y me lo agradecerás más.

—Léalos, léalos usted, señor licenciado, que me muero de ganas de oírlos, y de veras se los agradezco más que si los hubiera hecho el que trabaja en la comedia de don Rito Muñoz.

—Ya te he dicho que ese Muñoz es otro y no don Rito el tendero. Ese Muñoz fue Visitador de México, y murió hace años.

—Pues Dios lo haya perdonado, y lo que importa es que lea usted los versos, que quizá se podrán acomodar a alguna canción y cantarlos con la guitarra.

—¡Qué idea! —contestó Lamparilla muy contento—. Si te gustan, veré a un amigo, a Ocadis, que les componga una música, y la canción se llamará La Cecilia. Escucha:


El negro y torpe engaño
hicieron que tu nave
en agua mansa y suave
viniese a naufragar.

Y en la serena noche
de luna refulgente
nos vimos de repente
cercanos a morir.

¡Qué susto, Dios Eterno!
Hundidos hasta el cuello,
yo no tenía resuello,
¡ay!… infeliz de mí.

Mas tú, valiente reina,
la ninfa de los lagos,
gocé de tus halagos…
Yo no quería morir.

Y el agua ya me ahogaba,
visiones mil veía,
ya pronto me sumía…
¡y sin poder salir!…

Mas tus amantes brazos,
Cecilia muy querida,
salváronme la vida
cuando debí morir.

Mujer encantadora,
pudiste tú escaparte,
mas preferiste ahogarte
unida junto a mí.

Tu muerte preparaba
un pícaro malvado,
su crimen ya ha pagado.
¿Estas contenta? Di.

Mi corazón es tuyo,
mi dinero, mi vida.
Cecilia mía, querida,
¿estás contenta? Di.
 

—Muy bonitos señor licenciado —dijo Cecilia cuando Lamparilla acabó de leer su poesía y muy satisfecho doblaba el papel para guardarlo en su bolsillo.

—¿Conque de veras te han gustado? —le dijo mirándola fijamente, para cerciorarse por la expresión de su fisonomía.

—Son preciosos; y sería bueno dárselos al cieguito Cayetano para que los cantara con el bandolón; voy a decirle también alguna cosa si me los lee usted otra vez.

—¿Y por qué no? Veinte veces si te agrada, te los volveré a leer; allá va:


El negro y torpe engaño,
hicieron que tu nave
 

—Vea usted, señor licenciado —le interrumpió Cecilia—, mi canoa, no como usted dice.

—Es lo mismo, mujer, y se puede decir nave a cualquier mueble que sirve para andar en el agua, y trajinera era difícil para mí el colocarla en un verso.

—Bien; sabe usted más que yo.

Lamparilla siguió con la segunda estrofa.

—Eso sí es verdad —dijo Cecilia— y nadita faltó para que nos quedásemos allí.

Lamparilla leyó la tercera estrofa.

—Y mucho que sí —dijo Cecilia—. ¡Qué susto! Ya me figuro el que tendría usted cuando yo, que sé nadar y estoy acostumbrada a vivir en el agua, no hacía más que encomendarme al Señor del Sacro Monte y me iba faltando también el resuello, lo mismo que a usted. Este verso está muy bonito y dice la pura verdad.

Lamparilla siguió con la lectura de la cuarta estrofa.

—Ésta también está bonita, señor licenciado; pero no se puede cantar, porque, los que me conozcan dirán que estando ya casi ahogándome me entretenía yo en hacerle cariños, y por eso no se quería morir. Lo que trataba yo era de soliviarlo cuando notaba que iba sumergiéndose; además, soy un poco más alta que usted y tenía más esperanzas de que el agua no me cubriera la cabeza, y en último caso habría nadado para el tular y lo habría cogido de los cabellos para que escapara. Eso pensaba, pero hasta ahora que se ofrece no se lo digo a usted.

Lamparilla concluyó la lectura de las siguientes estrofas, y no hizo Cecilia observación sino a la última.

—Sí, estoy contenta, y muy contenta, señor licenciado, pues al fin usted me favorece mucho y se interesa por mí. En cuanto a dinero, lo vamos pasando con el trabajo; y ya verá usted cómo, ya que San Justo no está de administrador de la plaza, pongo mi puesto de fruta mejor que antes, comienza mi nueva trajinera a hacer sus viajes y en poco tiempo se gana más de lo que se ha perdido. Yo estaría enteramente contenta si encontrara a un pobre muchacho que me servía, porque al pensamiento cuidaba todas mis cosas como si fueran suyas, y lo quería como si fuese mi hijo.

—¿Cómo se llama?

—Marcos…

—¡Ah! Entonces no es ése; pero trataremos de encontrarlo —dijo entre dientes.

Lamparilla no quedó muy contento con el éxito de sus versos ni con las observaciones que le hizo Cecilia; pero mucho menos con que se fijara para completar su felicidad en buscar al muchacho que le sirvió de mozo; así es que no tomó empeño ninguno y trató de reanudar la conversación y saber la impresión que había hecho en Cecilia la última estrofa; pero María Pantaleona los interrumpió diciendo que el almuerzo estaba en la mesa y si las quesadillas con rajas de chile se enfriaban, se pondrían tiesas.

Con esto, Cecilia se atrevió a tomar del brazo a Lamparilla y lo condujo al amplio comedor donde había una sencilla pero limpia mesa, y las lustrosas sartenes de barro despidiendo el aromático vapor de los sabrosos guisos.

—Hemos venido al comedor, señor licenciado, del brazo, como dizque lo hacen las personas decentes. Yo sé de todo, y mentira le parecerá a usted lo que se aprende en la plaza. Por los mozos y criadas se sabe la vida de todo México.

Sentóse Lamparilla en la cabecera de la mesa y Cecilia a su derecha. Estaba tan fresca con el baño de aromas, tan contenta del buen estado de sus negocios, tan limpia con su traje nacional que dejaba traslucir por la finura de la tela el color rosado de su piel, tan animada y amable, que Lamparilla se hallaba materialmente absorto y recorría con una mirada ávida los cabellos lustrosos, el cuello bien hecho y redondo, los encantos que a cada momento, por la ausencia del rebozo, se descubrían para ocultarse en seguida. No obstante que era goloso y que los manjares ya servidos en la mesa, por sus adornos y olor podían despertar el apetito de un muerto, en lo menos que pensaba era en comer, hasta que Cecilia llamó su atención.

—Algo tiene el señor licenciado que está tan distraído, y aunque las muchachas se han esmerado en la cocina, parece que nada de lo que está en la mesa le gusta. Vamos, deje usted los cuidados para otro día y comencemos por este guiso, que me figuro le agradará.

Cecilia sirvió al licenciado un buen plato de huevos con longaniza fresca de Toluca, rajas de chile verde, chícharos tiernos, tomate y rebanadas de aguacate. La molendera envió unas tortillas pequeñas y delgadas, humeando y despidiendo el incitante olor del buen maíz de Chalco.

Lamparilla desvió por un momento los ojos de Cecilia y los llevó al plato, cuyo vapor lo dejó sin vista.

—Vaya, Cecilia, te has portado como lo sabes hacer. Este plato, que un francés llamaría horrible revoltijo de salvajes, es de lo mejor que se puede pedir, y si tienes pulque curado, no hay ni qué desear. Tengo apetito y mucho, y aun cuando no lo tuviese, sólo el aroma que esto exhala resucitaría a un muerto. Por lo demás, te haces desentendida; bien sabes que ni estoy distraído ni tengo más asunto, ni otra preocupación que recrearme con tu hermosura. Porque te ha hecho Dios tan… así, así… como Su Majestad no ha querido hacer a otras mujeres. Parece que se esmeró y dijo: «Allá va el tipo mejor que el árabe, y que el georgiano, y que el italiano, y que el inglés, para que no se diga que en México sólo hay indias feas y sucias, apestando a sudor y a mugre». Que venga cualquiera de Europa y que te vea, y si no se le cae la baba como a mí, quiero que me ahorquen.

—Favor que usted me hace, señor licenciado, y aunque me tome la mano en decirlo, no me cambio por las francesas que van a la plaza a comprar ellas mismas su fruta y su recaudo. Es verdad que tienen su gorro, sus zapatos de dos suelas y que están más limpias que nosotras, pero eso no le hace.

—Lo que yo no puedo comprender —le interrumpió Lamparilla tronando la lengua y saboreando el guisado de huevos y un buen trago de pulque de piña, espumoso, con su polvo de canela— es cómo no te has casado, cómo no te has enamorado de alguno, cómo no han intentado robarte, no el dinero, sino a ti misma, que vales más que todas las canoas trajineras que navegan en el canal de Chalco; cómo, en fin, estás libre, quieta y dedicada a ganar la vida con tu trabajo.

—Ya verá usted; así es la suerte de las pobres, y no me han faltado proporciones, pero no me he inclinado al casamiento. Así que acabemos de almorzar le enseñaré las cartas que tengo, y que guardo para atestiguar con ellas cuando alguna mala lengua quiera hablar de mí; pero por ahora déjese de amores y almuerce a su satisfacción.

El segundo plato que presentó Pantaleona fue un extraño guisado de huesos.

Huesos de manitas de carnero, de manitas de toro, de manitas de puerco, de pies y de alones de pollo; pero cada hueso tenía adherida una porción de carne. Estaba condimentado con cilantro, habas verdes, aguacate y tornachiles. El aroma bastaba para alimentar, y los pedacitos de carne que contenía cada huesito eran lo más tierno y sabroso.

—Este guisote, lo usan mucho los pulqueros de México que saben comer bien; pero para nada sirven el tenedor ni el cuchillo, y es necesario echarse a pie. Conque fuera cumplimientos, y comencemos.

Cecilia tomó con sus dedos afilados y limpios un huesito, una pequeña rebanada de aguacate, y lo depositó en la boca de Lamparilla. Fue tal su sorpresa y su placer, que poco faltó para que se le atorase el hueso y concluyese su historia.

—Es la primera vez que como este guisado —le dijo—, y servido de la manera que tú lo has hecho, ni en las cocinas del cielo hacen otro mejor.

Lamparilla, animado con este rasgo de confianza, arrimó su pie y su rodilla contra la rodilla de Cecilia; pero ésta retiró al momento y con disimulo su silla.

—Déjeme hacerle finezas a mi modo y sin malicia, señor licenciado, y estaremos mejor.

Lamparilla retiró algo mortificado sus piernas y continuó el almuerzo, sirviendo las cocineras plato tras plato, todos tan sabrosos, tan bien dispuestos, que era imposible dejar de comerlos; Cecilia, fina a su modo, como ella decía, ya daba sopitas en la boca al licenciado, ya le servía pulque, ya le daba la mitad del taco de sus calientes tortillas. En el momento que Lamparilla buscaba más intimidad, Cecilia se retiraba y lo miraba con un aire entre enojado y burlón, y concluía por reír francamente y comer con apetito, como si no estuviera Lamparilla junto a ella.

Lamparilla estaba enfrente de una ventana y tan entusiasmado, que nada había podido llamar su atención. Sin embargo, al soslayo creyó ver una cabeza hirsuta que por momentos se levantaba al filo del bastidor y desaparecía después.

—La ventana de enfrente da a la calle ¿no es verdad, Cecilia?

—Da al callejón que se ha formado hace poco con la cerca del corral de enfrente, que estaba caída y ha reedificado hace un mes don Antero para guardar sus zontles de leña.

—Pues alguno nos espía.

—¿Quién se ha de acordar de nosotros?

—Te digo que nos están espiando.

Lamparilla se levantó de la mesa, abrió la vidriera con tiento y se asomó a la reja. Un hombre, en efecto, daba vuelta en ese momento por la esquina opuesta del callejón de don Antero, que así le habían puesto en el pueblo.

—Te decía bien, nos habían espiado.

Lamparilla salió precipitadamente a la calle, dio vuelta al callejón y siguió la dirección del espía; nada encontró: todo aquel rumbo estaba desierto, y aun a mucha distancia no se veía ni un alma, pues ya se ha dicho que la casa guardaba una posición aislada.

—Es imposible que haya sido una ilusión —dijo Lamparilla volviéndose a sentar a la mesa—. Juraría que hasta los ojos vi mover al que estaba al borde de la ventana; pero nada, ni rastro; una indita allá a lo lejos, y nada más.

—Yo nada vi —dijo Cecilia. Pero si alguno estaba y usted no lo encontró, debe haberse ocultado en el corral de don Antero, pues como no hay todavía nada que se puedan robar, la puerta, en ocasiones, la deja abierta el peón cuando va a buscar su comida.

—¿Quieres que demos una mirada al corral? —le contestó Lamparilla.

—¿Y para qué dejar nuestro almuerzo por esta friolera? Si alguno nos espiaba, nada malo vio, porque no es ningún delito el almorzar.

—Es verdad, pero la curiosidad; y luego se me pasa por la cabeza que ese hombre que vino con nosotros en la canoa se ha propuesto perseguirte.

—No deja de echar sus tiempos —le contestó Cecilia—. Ya sabe usted, señor licenciado, que las mujeres tenemos mucho de aquello para conocer luego quién nos enamora; pero aun así, no puede ser él, pues me han dicho en el pueblo que tiene un ranchito arrendado que pertenece a la Hacienda Blanca y linda con el monte de Río Frío, y apenas se le ve por aquí. Baja a comprar lo que necesita en un mal caballo flaco, se sube después al monte, y nadie lo vuelve a ver.

—En fin —la interrumpió Lamparilla—, si era él u otro, debe haberse marchado del corral mientras nosotros hemos perdido el tiempo platicando. Acabaremos de almorzar tranquilamente y después iremos por ese mentado corral de don Antero.

A los platos que ya se han mencionado, siguieron otros igualmente apetitosos y excitantes, concluyendo con una ensalada de calabacitas con granos rojos de granada, y unos frijoles y chicharrón, realzados por encima con su polvo de queso añejo, sus rabanitos y las hojas frescas y amarillentas del centro de la lechuga.

Cecilia se levantó y ella misma quiso servir el café, que por cierto no era muy bueno. El té y el café los usaban únicamente como remedio para el dolor flatoso.

—Mientras usted fuma su puro, voy a dar una vuelta a la cocina, y me dispensará —le dijo Cecilia echándole en un pozuelo de China el líquido, más claro que lo que se acostumbra.

—Vé, hija mía, vé, y haz tus quehaceres como si yo no estuviese aquí.

Cecilia tomó el jarrito de Cuautitlán en que había hecho el café, echó una mirada cariñosa al licenciado, dejando ver, al dar una airosa vuelta, sus rosadas piernas desnudas y sus pies pequeños rebosando sobre el calzado de seda.

—Este café no está de lo mejor —dijo en voz muy baja Lamparilla dando un sorbo y fumando en seguida un buen tabaco—, pero tengo que tomármelo todo, porque sería un desaire a Cecilia. No es de su cuerda el café ni los misteses y rosbises, como le dicen a la carne condimentada a la moda inglesa; pero en cambio ¡qué comida, qué guisos tan sabrosos! Yo creo que si San Pablo tiene gustos, no comerá en el cielo más que a la mexicana.

Lamparilla acabó su jícara de café y continuó discurriendo:

—¡La sociedad! ¡La sociedad! ¿Qué es la sociedad? ¿Las gentes con quienes tenemos negocios, el Gobierno o la ciudad entera? Todo junto es la sociedad, efectivamente, y ésta nos impone deberes a los que por fuerza tenemos que sujetarnos.

»La sociedad dice que el chile, las tortillas, los chiles rellenos, las quesadillas son una comida ordinaria, y nos obliga a comer un pedazo de toro duro, porque tiene un nombre inglés.

»La sociedad califica de ordinaria también a la que no se pone medias, ni viste traje con un corpiño hasta el cogote, cuando mejor es un pecho opulento que se trasluce por entre la camisa de lino, y unas piernas desnudas, de piel más fina que la mejor media francesa. No hay más que ver a Cecilia, y que venga Dios y lo diga.

»La sociedad quiere que los casamientos sean iguales. ¿Iguales en qué? ¿Cómo nací yo; cómo me educaron; en qué cuna de oro y de marfil pasé los primeros días de mi vida? ¿Dónde está mi tío el conde, o mi primo el marqués? Nada: pobreza y miseria; y sin embargo, yo no soy igual a Cecilia, no me puedo casar con ella, porque al día siguiente mis condiscípulos del Colegio, que ya son jueces, que ya tienen su bufete acreditado, viven en casa sola y mantienen su coche, se burlarían de mí; y Cecilia, aunque la vistiese yo de reina, no sería recibida por esas viejas pretenciosas que los nobles tienen por tías, por madres y por esposas. Si me casara, acabarían mis relaciones, mis amigos, mi carrera, mi fortuna y tendría yo que renunciar a ser regidor, diputado, juez de lo civil, magistrado, senador, y todo. Si me casara, me perdería para siempre ante la sociedad. ¡Ira de Dios! Pues aunque la sociedad no quiera, me casaré y tres más con Cecilia, con esta Cecilia que no tiene igual en México. Por otra parte, ganando, como creo ganar, el negocio de Moctezuma III, ¿qué me importan los demás clientes, ni para qué diablo quiero ser diputado ni senador? Tendré bastante dinero para tapar la enorme boca de la sociedad entera. Sí, me casaré, aunque el infierno entero se oponga. Me casaré y tres más».

Y tan entusiasmado estaba Lamparilla al recitar este admirable monólogo contra la sociedad, que ya hablaba en voz alta, y dio una tan fuerte palmada en la mesa, que hizo estremecer los restos de la vajilla que había quedado.

Cecilia salió alarmada.

—Creí —le dijo al licenciado— que alguna persona estaba aquí y se estaba peleando y amenazando a usted.

—Nada, hija mía, nada; discursos que tengo la manía de estudiar en voz alta y me suelo entusiasmar; en este momento tú eres la causa de ese entusiasmo, a solas hablaba yo de ti y hacía el propósito de casarme contigo aunque me llevase una legión de demonios.

Y Lamparilla se acercó con la intención visible de abrazar a la frutera; pero ésta levantó el brazo como para impedirlo, y sonriendo cariñosamente, le dijo:

—¡Qué cosas tiene el señor licenciado! Voy ya creyendo que se puede volver loco, y que va a parar a San Hipólito. Deje para otra esas ideas y, si gusta, iremos a dar una vuelta por el corral.

—Cabal; dices bien, y te lo iba yo a recordar.

Lamparilla, como todos los hombres cuando tienen una idea, piensan que cualquier incidente, por insignificante que sea, es favorable a sus designios.

—Tal vez —dijo entre sí—, Cecilia rehúsa mis caricias dentro de la casa por miedo que la vean sus sirvientas y ha escogido el corral. Bien, en cuanto entremos, cerraré la puerta con disimulo, le pondré la tranca, y allí los dos solos, encerrados, muy valiente deberá ser si se resiste.

Cecilia salió por delante, con su rebozo a medio embozar y mirando siempre al licenciado con una expresión que él interpretaba como el primer acto de la deliciosa comedia que se iba a representar en el solitario corral de don Antero. El suculento almuerzo y el pulque de piña habían trastornado completamente el cerebro de nuestro buen amigo.

Cecilia, en una mirada sagaz de mujer, registró el semblante de Lamparilla y adivinó lo que pasaba en el fondo de su alma. Tomó la delantera, salió del patio de la casa, siguió el callejón y entró resueltamente al corral, cuya puerta estaba efectivamente entreabierta.

Lamparilla la siguió, entró detrás de ella y, como se había propuesto, cerró con disimulo la puerta. Cecilia fingió no advertirlo, continuó andando; pero repentinamente, se volvió, se dirigió a la puerta, la abrió de par en par, y comenzó a gritar con una voz aguda que podía oírse a cien varas de distancia:

—¡Pantaleona, Pantaleona, tráete una barreta y una pala para hacer un hoyo y enterrar al señor licenciado!

Lamparilla, al oír esto, se le paseó, como un relámpago, una idea: ¿Si esta mujer querrá cometer algún crimen?

—¿Qué dices mujer? —le preguntó, sin dejar traslucir su sospecha, que pasó rápidamente.

—Lo que oye usted, señor licenciado —le contestó Cecilia riendo—. Haremos el agujero para enterrar un cabrito, hacerlo en barbacoa y comerlo el domingo próximo; desde ahora está usted convidado; el almuerzo, se lo prometo, será mucho mejor que el de hoy.

Lamparilla, a pesar de su viveza, quedó como avergonzado y corrido. En dos minutos, Cecilia había destruido los perversos planes de su enamorado huésped.

No tardó, efectivamente, en venir Pantaleona con una barreta y una pala; y escogido el lugar, hizo en menos de diez minutos el agujero para la barbacoa del domingo siguiente.

—Este pedazo de tierra le dijo Cecilia es muy seco. Lo demás de este rumbo muy húmedo y la carne se echa a perder. Ya verá usted que no quedaré mal si usted da la vuelta por acá; pero vamos, antes de retirarnos, al corral, a registrar por dónde pudo escapar el espía que vio usted.

Las dos mujeres caminaron delante; Lamparilla detrás de ellas, examinaba el terreno y los adobes de la cerca.

—¿Ha descubierto usted algo? —le preguntó Cecilia.

—Nada, absolutamente nada.

—Pues yo sí, y está claro.

—¿Cómo?

—Vea usted las pisadas que vienen derechitas desde la puerta hasta la esquina opuesta. En algunos trechos están borradas adrede, pero vuelven a aparecer; y aquí tiene usted una piedra grande donde debió subir el espía, y al trepar rompió los ladrillos con que remata la cerca: vea usted los pedazos y el polvo de caliche en el suelo.

En efecto, las observaciones de Cecilia eran exactas, y concluyeron por convencerse todos de que por allí debía haberse escapado el misterioso personaje, añadiendo que no era la primera vez, pues a pocos pasos habían aglomerado un montón de tierra para poder alcanzar el bordo, y ladrillos y adobes destrozados. Añadió además Cecilia, que ese personaje, cualquiera que fuese, apoyado en la cerca debería haberla visto bañar, pues dominaba la ventana de su recámara.

Lamparilla se puso furioso con sólo la idea de que otro que no fuese él hubiese podido ver desnuda a Cecilia; pero ésta lo tranquilizó diciéndole que las más veces o entrecerraba la ventana o corría las cortinas:

—Además —añadió—, nada ha ganado ese bobo con mirar lo que nunca ha de ser suyo.

—No importa —contestó Lamparilla—. Te lo juro que yo he de espiar a ese hombre; que sabré quién es, y que pobre de él, porque le pondré una asechanza de que no escapará.

En estas conversaciones y paso a paso, salieron del corral, cuya puerta cerró Pantaleona, y entraron en la habitación.

—Me decías, Cecilia que no te han faltado ocasiones y has tenido tus pretendientes.

—Y de todos tamaños y edades, y aquí tengo las cartas que prueban que no soy mentirosa —y al mismo tiempo le entregó un paquete de papeles de diversos tamaños y con un perfume de tierra, de cominos y de tocinería.

—¡Qué horror! ¿Y qué clase de gente es esa con quien tú tratas?

—Yo con nadie trato; ellos son los que han querido tratar conmigo; pero se han quedado como el que chifló en la loma.

Lamparilla desdobló un papel, plegado en cuatro, y leyó: Tocinería del Enano, de la gran ciudad de Chalco. Bueno y barato. Manteca, tocino fresco, jamón para toda clase de personas. Este letrero o encabezamiento estaba impreso en un papel teñido de amarillo. Después estaba escrito con letra gorda y torcida:

Te vide ayer tan chula que me dieron ganas de escribirte para decirte que tengo ya tres pesos semanarios con el patrón y la mitad de lo que se gane en la manteca, que no sé lo que abordaré a fin del año quentra; pero me quisiera ya casar contigo y no te lo había dicho por vergüenza, pero ya ves que cuando mandas a Pantaleona por lo que se te ofrece se lo doy a la mitá de lo que lo vende el Patrón. Conque contéstame un papelito o dale un recado pamí a Pantaleona, y el domingo que matamos puerco te daré el chicharrón sin que me pagues nada. Adiós tú, no te olvides de tu marido Crispín.

—¡Qué bruto! —exclamó Lamparilla, tirando el papel—. ¿Y qué le contestaste?

—Pues nada. ¿Para qué le había de escribir? Le mandé decir con Pantaleona que para nada me servía su chicharrón, y que si me volvía a escribir o se desmandaba en algo que no se descuidara si le daba un manazo para que escarmentara y no fuera atrevido.

—Bien hecho, eso merecía ese animal —dijo el licenciado, y continuó el registro del paquete de cartas.

—Aquí encuentro otra que no está tan apestosa como la del tocinero.

—¡Ah! —contestó Cecilia—, ésa será la del Perfecto.

—Dirás del Prefecto.

—De ese mismo; afortunadamente se fue de general repentino, pues yo sabía que no era más que coronel; pero dizque hizo servicios en el pueblo persiguiendo a los ladrones de Río Frío y le dieron la banda. Léala usted, señor licenciado.

El licenciado desdobló una carta escrita en un papel satinado, que tenía en el extremo un horrible cupidito tirando furiosamente flechazos a un corazón muy gordo. Eran las primeras muestras del papel propio para correspondencias amorosas que venían de París, hasta a cuatro reales el plieguito con su sobre correspondiente.

—¡Qué cupido tan deforme; parece más bien un muchacho de la calle! —dijo Lamparilla—. Veamos qué dice este otro criminal:


Cecilia, te amo con furor, ni de día ni de noche descanso. En el día, los negocios y la persecución tenaz que hago a los ladrones; pero en la noche sólo pienso en ti: no duermo ni ceno bien, y cuando ceno de adrede mucho, me vienen pesadillas horrorosas en las que tú apareces como queriéndome matar. ¿Qué será esto? Desde que vine a este condenado pueblo y por casualidad te vi, ya no tuve sosiego.

Quería yo mucho a mi mujer, que es bonita, pero no más que tú; y ahora, te lo confesaré, ya no la quiero tanto, y tú tienes la culpa; y Dios te ha de castigar si no me correspondes, porque tú tendrás la culpa de que se descomponga mi matrimonio. Contéstame, pues ya sé que sabes escribir, y si no quieres espérame el domingo cuando salga de misa de la parroquia, y te vas a un rincón de por donde nadie pasa, y allí hablaremos. Guarda el mayor secreto, porque si dices algo y me desprecias te irá mal, pues ya conoces el poder que tienen en los pueblos los Prefectos, que pueden hacer diablura y media, y con estar bien con el gobernador nada les hacen. Cuento contigo y con tu reserva.

Quien tú sabes.
 

—¿Y qué contestaste a esta carta? —le preguntó Lamparilla.

—Pues nada respondí, sino que fui el domingo al rincón de la parroquia, donde me había citado el Perfecto.

—¡Eso no es posible! Tú me engañas y no te creo tan mala.

—Espere usted, señor licenciado, y no se anticipe de malos pensamientos.

—Habla, habla, que no me vuelve el alma al cuerpo hasta que no me des una explicación.

—«Señor Perfecto —le dije— usted es un hombre casado, y yo una pobre mujer aunque honrada, y no he de desbaratar un matrimonio ni dar qué sentir a una señora tan bonita, mejor que yo, que me parece lo quiere a usted, y me parece, también, por lo que se ve, que pronto le va a dar un hijo. Si me amenaza usted, mejor. Yo nada diré; pero si sigue usted persiguiéndome a todas partes, donde quiera que voy, y parece mi sombra, me resolveré a contar el caso al señor cura y a la señora, y después hará usted lo que quiera, que yo más vivo en México, cuidando mi puesto, que aquí. Conque adiós.» Y me desprendí, y lo dejé abriendo tamaños ojos y como quien ve visiones.

—Bien, muy bien, Cecilia; no esperaba otra cosa de ti —exclamó Lamparilla bailándole los ojos de gusto.

—¿Qué otra cosa había de hacer? Luego, si hubiera usted conocido al Perfecto, habría soltado una carcajada. La nariz torcida, arrugada, con una cicatriz muy fea en un cachete; calvo y pintado de negro el poco cabello que le quedaba; medio cojo y con voz ronca, que ríase usted de los becerros. ¡Y luego amenazarme: no faltaba más! No me volvió a escribir, ni a ver, y a poco se fue a México de general, como ya dije a usted.

Lamparilla respiró y tomó otra carta del paquete de la correspondencia amorosa.

—Esa carta —le dijo Cecilia antes de que Lamparilla la abriera— es ya otra cosa; es de don Muñoz, del mismo que me ha dicho usted que lo han sacado en comedias, o por lo menos será su primo o su tío.

—Ya te he dicho, mujer —le interrumpió Lamparilla—, que ese Muñoz Visitador de México, que tan bien ha caracterizado en su drama mi amigo Rodríguez Galván, vino hace como trescientos años a México, y era otra clase muy distinta de la de tu novio el tendero.

—Pues debe haber ese Muñoz dejado parientes, y yo insisto en que son de una misma familia —respondió Cecilia, echando una maliciosa mirada a Lamparilla, como para burlarse de su erudición.

—Ya no disputo, y supongamos que el tendero sea pariente del Visitador de México. ¿Qué tratos has tenido con él?

—Yo, ninguno. Lea usted y se convencerá.

El licenciado desdobló la carta y leyó:

Querida Cecilia: Desde la primera vez hace como cuatro años, que entraste a la tienda con Pantaleona a comprar tu menestra, me caíste muy en gracia por tu modo de hablar y tus maneras francas. Me pareciste una mujer honrada y he procurado indagar tu vida, y nada malo sé de ti. Yo era casado, como tú sabes, y como soy hombre muy sensible y honrado nada te quise decir de amor. ¡Dios me ampare! Pero cuando se murió mi mujer pensé en ti, y hoy que he cumplido el año de viudo he resuelto declararme, y creo que nadie del pueblo tendrá que decir nada de mí. Ya sabes que soy rico; mi tienda va cada vez mejor y me auxilio además con el contrabando del aguardiente. Me casaré contigo. Tú manejarás la tienda y yo me dedicaré al contrabando del aguardiente, para lo que cuento con tu trajinera, y arreglaríamos eso con los guardas de San Lázaro. Además, tú serás la madre de mis siete hijos que han quedado huérfanos los pobrecitos, y dispondrás de todo lo que yo tengo; reunido con lo que tú tienes, ya será un bonito capital, con lo que nos pasaremos buena vida. A los muchachos chicos los pondremos en la escuela, y a los grandes los iremos mandando a México, al colegio de San Gregorio, para lo que cuento con mi compadre Rodríguez Puebla. Conque es cosa formal. Si quieres casarte conmigo piénsalo bien y me lo dices. ¿Qué haces sola? Una mujer sola corre riesgo. El día menos pensado te enamorarás de un pillo, que acabe con lo que tienes. No seas tonta. Cuando quieras platicaremos de esto en la trastienda.

—¿Y qué le contestaste?

—Pues yo, nada por escrito, porque además de que mi letra no es muy clara se me ha olvidado la ortografía que me enseñaron en la amiga y no sé con qué letra poner algunas palabras; pero le confieso a usted, señor licenciado, que me dieron tentaciones de decir que sí a don Muñoz. Es muy rico, honrado y no feo, y no tan viejo. Creo que no tendrá todavía cincuenta años, pero representa treinta; mas los siete hijos me dieron miedo. Yo tengo mal carácter, y por los siete hijos, que son muy voluntariosos y malcriados, no hubiéramos dejado de tener muchos pleitos. Fui a la trastienda, platicamos largo, le dije que no me inclinaba todavía al casamiento, que me diera dos años para pensarlo; y él todavía tiene esperanzas, y no deja de recordarme el negocio siempre que voy a la tienda.

Lamparilla no quedó muy contento con esta explicación, y con cierto malhumor tiró el paquete de cartas sobre la mesa.

—No, no quiero leer más. Todas estas cartas son de unos verdaderos ordinarios y brutos que no te merecen. ¿Para qué mortificarme más? Además, se va haciendo tarde y el camino es largo.

Entre el paquete que en desorden cayó en la mesa, había una carta en papel fino y perfumado de almizcle.

—Esa carta es de don Pioquinto, el hijo del dueño de la hacienda de Nextlalpa, que está por Texcoco, y de otra que está a media legua de aquí.

Lamparilla abrió apresuradamente la carta de Pioquinto.

—Para qué lo he de negar. Yo no soy hipócrita y digo lo que siento. Ése sí me gustaba. ¡Si viera usted qué ojos, señor licenciado; qué fresco y encarnado de cara; qué bien hecho todo su cuerpo, y como de veinticuatro años! Ya ve usted, buena edad. Los hombres de esa edad, cuando no son enteramente feos y de buenas prendas, la verdad es que nos interesan a las mujeres, y no me extraña que haya muchachas que se vayan con ellos.

—Bueno —dijo Lamparilla con un visible despecho— puesto que te gustaba y lo querías ¿por qué no te casaste o te fuiste con él?

—Eso es diferente; de que me gustaba, sí; pero de irme con él, eso no. Lea usted la carta.

Lamparilla leyó:

Tengo ya mi plan muy combinado, Cecilia, y la última vez que te hablé te dije que iba a ser algo de bueno y de provecho.

—¿Conque platicabas con él? ¿Y dónde? —preguntó Lamparilla con despecho.

—Y mucho, y era todos los días, en el puesto de frutas y aquí en Chalco. Creo que don Pioquinto no hacía más que levantarse, persignarse, seguirme y hacerse encontradizo donde menos lo pensaba yo. Creo que, al fin y al cabo, me quería algo.

Lamparilla continuó:

Por ti, Cecilia resolví engañar a mi padre, y lo he conseguido. Me creía un perdido porque entraba a las dos y tres de la mañana a mi casa; los domingos me los pasaba en Chalco, como tú sabes, espiándote, aunque nunca logré que la cortina de tu recámara estuviese recogida, para verte en ese baño de yerbas olorosas que acostumbras darte. Picarona ¿y por qué no dejabas tantito descubierto? Pero vamos al asunto. A misa todos los días con mi madre. Los domingos al sermón de la Merced, y alumbrando siempre muy devoto en todas las procesiones; nada de teatros ni bailecitos. A las nueve en mi casa y a diez en la cama. Mi padre y mi madre, encantados, adorándome, y se resolvieron a echar al administrador de la hacienda, que jugaba lo suyo y lo nuestro, y me ha mandado para que me haga cargo de ella. Todo lo he hecho por ti. Créelo.

—Maldito Pioquinto —dijo el licenciado queriendo estrujar la carta—. Con razón estabas inclinada a él con semejantes hipocresías.

—La verdad es que si la carta hubiese acabado ahí o continúa de otro modo, quién sabe lo que hubiera hecho, porque el diablo pone las tentaciones y luego Dios no le da a uno fuerzas para quitárselas de encima; pero siga usted leyendo, y verá usted que él mismo se cortó la cabeza.

Lamparilla ya no quería leer. Estaba molesto; pero la curiosidad fue superior a su malhumor, y siguió leyendo.

El plan es éste, Cecilia: sé, porque te he visto almorzar algunas veces, que guisas muy bien. Te vendrás a la hacienda en clase de cocinera, para evitar el escándalo; me guisarás, me lavarás la ropa y me asistirás, y te daré seis pesos cada mes y cinco y medio reales de ración cada semana. Ya sabes que las cocineras por aquí no ganan más que tres pesos; pero eso no es todo, sino que tú podrás hacer tus ahorros y me haré el desentendido, y con eso te puede salir el mes por veinticinco o treinta pesos, sin que mi padre pueda decir nada, pues sabe que me gusta comer en grande. Convenido. La semana entrante estaré en la hacienda. Date una escapadita y arreglaremos lo que tú quieras, y viviremos juntos eternamente, y para mayor seguridad, haré que el capellán diga misa todos los días en la capilla, que asistan los peones y los criados, y la oiremos juntos de rodillas. Adiós, te espero sin falta.

—Éste sí que es más bruto y más ordinario que los otros —dijo Lamparilla muy alegre—. La primera parte de la carta no indicaba que sería tan miserable y tan ordinaria la segunda. O éste es un tonto o un loco orgulloso.

—Eso, señor licenciado. Estos niños ricos de casas que se dicen nobles porque tienen cuatro tlacos, se figuran que pueden disponer de los pobres con sólo guiñarles el ojo. No tiene usted idea de lo que sentí, señor licenciado, al leer la carta, y la verdad no me la esperaba, pues había sido fino conmigo como nadie. Toda la sangre se me subió a la cabeza, y si lo hubiera tenido delante, créame usted, le habría apretado el pescuezo.

—¿Qué hiciste al fin?

—A ese novio sí le contesté lo que verá usted copiado a la vuelta de la carta.

Lamparilla leyó la contestación:

Don Pioquintito: Si tiene usted hambre puede venirse de mozo a acarrear fruta a la plaza, y le daré a usted ocho pesos cada mes, un real diario de ración, y le pagaré, además, la comida en los Agachados.

—¿Te contestó algo?

—Ni una palabra; yo estaba decidida a armar un escándalo, y para ese caso me hubiera sido muy favorable San Justo, pues no lo podía ver. Un domingo tuvo el atrevimiento de tocar la puerta de la casa de Chalco, y Pantaleona le dio con el portón en el hocico. Jamás me ha vuelto a ver.

Lamparilla escuchó con interés y con júbilo el fin de estos amores; mas como se iba haciendo tarde y sus caballos estaban listos, dejó para otra vez la lectura de las otras muchas cartas y se despidió de Cecilia, dándole su palabra de que sin falta estaría el domingo siguiente, antes de las once, a comer la barbacoa.

Las puertas del viejo caserón de Cecilia se abrieron con rechinidos y trabajo, y el licenciado, hinchado como una lechuga y seguido de sus criados armados hasta los dientes, salió majestuosamente, echando una amorosa mirada a la bella y honrada Cecilia. Picó las espuelas al caballo, que dio un fuerte salto, demostrando así a su Dulcinea que era tan buen jinete como esforzado campeón, que desafiaba a todas las cuadrillas de bandidos de Río Frío aventurándose a regresar a México a una hora tan avanzada de la tarde.

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