XLI. Dentro del baño

Un sábado muy temprano Cecilia metía una pesada llave en la cerradura de la puerta de la casa de Chalco que hemos dado a conocer, y entraba seguida de las dos Marías, que cargaban unos envoltorios y canastas con quesos, mantequillas, chorizos y cuantas otras cosas son necesarias para una buena cocina.

—¡Dios nos asista! —dijo Cecilia luego que cerró tras sí la maciza y pesada puerta—. ¡Qué polvo, qué basura!, y estas condenadas golondrinas que me tienen los corredores hechos un asco; en cada solera tienen un nido —continuó diciendo, levantando la vista y recorriendo los techos—. Estoy decidida a que vengan los remeros con unas escaleras y las echen de aquí a otra parte, que no hay escobeta que baste para tener limpia la casa.

Las golondrinas, como si hubiesen oído su sentencia de expulsión y tratasen de defender su causa, vinieron en bandadas del cielo azul cantando muy alegres y trayendo en el pico ya un grano, ya un gusanillo para sus hijos que, en efecto, sacaban las cabecitas calvas de los nidos; les daban de comer y regresaban al éter puro, y volvían y pasaban cerca de Cecilia como queriendo saludarla y darle la bienvenida, y luego se colocaban en fila en los lagartos y monstruos aztecas que servían de canales, hasta que se atrevieron al fin a pararse tres o cuatro en los hombros de Cecilia, la que se apoderó por sorpresa de una de ellas mientras las otras saltaron asustadas a la cornisa. La golondrina prisionera se defendía y trataba de escapar, hasta que al fin cerró el pico y miró con sus brillantes ojillos a su carcelera.

—Parece que me conocen —le dijo Cecilia— y que han venido a pedirme que no les mate a sus hijos. Al fin, lo mismo que nosotros, son hijas de Dios —dijo soltándola—. Y luego, dicen las gentes que la casa donde anidan las golondrinas es feliz; al menos a mí, desde que me mudé aquí, ni me han robado, ni me he enfermado, ni me ha sucedido nada. Mira, María Pantaleona, no sólo vas a quitar ese polvo y tanta basura, sino a echar unos cubos de agua donde han ensuciado las golondrinas; y si no estás muy cansada coge las escobetas y deja los corredores limpios como un plato de China.

—Lo que usted quiera; pero mañana estarán lo mismo mientras estén llenos de nidos los techos.

—Dices bien; aunque me pese, es necesario desterrar a estos animales, que son bien cocijosos, destruir los nidos y sahumar con pólvora y azufre para que no vuelvan; y si son tenaces tirarles unos balazos con esa escopeta vieja que está arrinconada en la sala y que para algo ha de servir.

Y entretanto, las gozosas golondrinas, cantando y formando un concierto que aturdía, iban y venían de los campos verdes y del cielo azul a revolotear las alas delante de sus polluelos y a dejarles en el pico los mosquitos y palomitas de San Juan que habían cazado en el aire.

Cecilia se dirigía a uno de los salones en busca de unos cartuchos y de la escopeta vieja, pero se detuvo a contemplar la alegría, la felicidad y la confianza de las aves, que pasaban junto a ella como queriendo otra vez posarse en su hombro.

—¡Qué animales! —dijo—. Parece que me han entendido y que ya consideran ésta como su casa. Lo dicho: que se queden, no he de ser yo quien sea su verdugo y el de sus hijos. ¡Pobrecitas golondrinas! ¡Tan vivas, tan alegres!… ¡Me echaría la sal encima!…

Y con esta resolución, en vez de entrar en el salón, se encaminó a sus piezas, que las muchachas habían abierto de par en par.

—¡Calle! —continuó—. Mi ropa, mis zapatos, todo tirado y revuelto en el suelo como si alguno hubiese entrado para hacer un quimil con ello y llevárselo.

Un ventarrón, que comenzaba a soplar en ese momento había entrado por las ventanas y tirado y revuelto el bien abastecido guardarropa.

Cecilia volvió a colocarlo en el mejor orden, aseó, sacudió su habitación y gritó a Pantaleona que, descalza y con las enaguas entre las piernas, echaba cubos de agua en los corredores y en el patio.

—Escucha, muchacha: mientras dispongo mi ropa y acabo la limpieza, me calientas agua para el baño; pero, espera, ya sabes lo que tienes que hacer, y voy a darte el canastillo.

Cecilia abrió su ropero y entregó a la criada un canasto lleno de raíces, de yerbas secas y de pedacitos de palo de diversos tamaños y colores. Todo ello provenía de Jipila y eran yerbas aromáticas y medicinales que servían para apretar la cintura, para suavizar el pelo, para dar lustre a la piel, para aromatizar el agua, para mantener la dureza de los pechos. La herbolaria tenía sus tratos con Cecilia; le escogía de lo mejor y se lo vendía a buen precio, recibiendo además sus regalos de fruta y de recaudo. Las dos se entendían muy bien, y Cecilia, por experiencia, sabía que eran mejores los remedios mágicos de Jipila que las drogas de las boticas y las pomadas y perfumes de la peluquería.

En un momento estuvieron en las hornillas del brasero cuatro o seis ollas grandes llenas de agua. A la una le echó puñados de flor de romero, a las otras los palillos, hojas secas y raíces que escogió de la canastilla, y en seguida, y vaciando con un cubo la tina de madera llena de agua, que estaba, como hemos dicho, en el guardarropa, con lo cual acabó de lavar los corredores, dispuso lo necesario para el baño. Entretanto María Pánfila molía el maíz y disponía el almuerzo, Cecilia sacudía uno a uno sus muchos pares de calzado de seda y acababa de poner orden en sus cosas.

El ventarrón cesó; el sol, que había estado en las primeras horas de la mañana velado a intervalos por nubes que se llevó el viento con dirección a la capital, entraba dorado y espléndido por las amplias ventanas; el ramo de rosas silvestres colocado delante del Señor del Sacro Monte despedía vivos olores, y la extremada limpieza de los muebles, y especialmente del lecho, daban a esta amplia recámara con su alto artesón, un aspecto no sólo de alegría, sino de algo que no se podría explicar; quizá también completaba el atractivo la presencia de la dueña y señora de ese castillo, entre rústico y grandioso y en la frontera de lo naturalista y de lo fantástico. Acababa de trafaquear, se había quitado su pañuelo de seda de cuadros rojos y azules que cubría su cuello; aflojada la jareta de su camisa, uno a uno desabrochaba los rosarios e hilos de corales y de perlas, los quitaba de su garganta y, lo mismo que las arracadas de oro de sus orejas, los depositaba en la mesa. Después dejó caer sus enaguas de encima, quedó con las interiores a media pierna, y se descubrieron sus pies calzados con unos zapatos de raso café, arreglados a manera de pantuflas, dejando descubierto un talón redondo color de rosa.

—¡Muchachas! —gritó—. Estoy lista: traigan ya las aguas.

Las dos muchachas entraron corriendo tan luego como oyeron a Cecilia.

—Van a empaparse —les dijo—. Cierren bien las puertas del corral y de la calle para que nadie entre y pónganse su vestido de indias para que no echen a perder su ropa más de lo que está, pues no les he de comprar otra hasta el Jueves Santo.

Las muchachas, saltando contentísimas como unas chicuelas, fueron a cerrar las puertas y volvieron descalzas y enredadas con unas mantas azules de lana con rayas encarnadas, que les cubrían medio cuerpo. Una de ellas con una olla grande de agua hirviendo con la flor de romero, y otra con un jarro más pequeño con diversa infusión de las plantas de Jipila, las vertieron en la tina y la recámara se nubló con un vapor delicioso y aromático. Cecilia con una mano sacó por la cabeza su camisa, con la otra aflojó la cinta de sus enaguas, que cayeron en el suelo; entró en la tina y se sumergió en el agua perfumada.

—¡Ah! —dijo sacando el cuello y limpiándose los ojos con las manos—. Jipila no me ha engañado, el olor de sus yerbas es más fuerte que el del romero, huelan —y sacó un brazo redondo que chorreaba gotitas de agua cristalina, y dio a oler a las muchachas un poco de la que había recogido en el hueco de su mano.

—Cabal —contestaron—, el olor del romero se perdió ya, y esto huele como a azucena, como a clavel, quién sabe a qué, pero para eso le pagó usted catorce reales por el manojito que ya se acabó.

—Y si vieran que también pone el agua como suave, como no sé qué tan bonito que no me dan ganas de salir del baño. No se les olvide, aun cuando no esté yo en la plaza, de pedirle media docena de manojitos; pero vamos a lo que importa más, que es limpiarme el cuerpo, pues con todo y el romero y las yerbas de Jipila, todavía huelo yo misma a los pescaditos y a los yerbajos de la acequia… Ya les he contado lo que nos pasó y ¿creerán que porque no se ahogara ese licenciado que temblaba… vaya, que daba lástima, ni se me ocurrió encomendarme a Dios? De seguro sin confesión me habría llevado el diablo.

Y diciendo se puso en pie, y en un momento la enjabonaron las dos muchachas y cubrieron su cuerpo de blanca espuma.

—¡Ah! Así, serio; no haya cuidado que no se me caerá el pellejo, con tal de que se me quite este mal olor… Qué preocupación… Huelan…

Las muchachas acercaron sus narices a las espaldas y a las piernas de Cecilia.

—Nada, doña Cecilia, nada, pura aprensión de usted; al contrario huele su carne a clavel y a azucenas que tanto le gustan al señor licenciado.

—Ahora el agua que Jipila dice que es buena para la cintura. Yo no estoy mala de la cintura, pero ella dice que echándose esa agua nunca me enfermaré, y vale más, pues para trabajar, y para ir y venir, y para ganar con qué comprarles ropas, y a mí también, que nunca me basta con la que tengo, lo primero que se necesita es estar buena y sana… Pero… aprisa, que ya comienzo a tener frío.

María Pánfila templó con agua fría la otra olla del cocimiento aromático de Jipila y la vertió suave y pausadamente sobre la cabeza de Cecilia. Corrientes pequeñas de un líquido color de vino jerez pálido resbalaban por el pecho, los brazos y el torso de Cecilia, y la despojaban del vestido espumoso de jabón; sus cabellos negros y abundantes cayeron sobre sus espaldas hasta más abajo de la cintura; su bello cuerpo apareció en aquella atmósfera luminosa de la recámara como una visión del paraíso; las gotitas de agua reposaban en los nidos de amor de sus brazos y de sus rodillas, y parecían diamantes de intento colocados para realzar la delicadeza de su piel suave y húmeda.

—Es bastante muchachas, y guarden un poco para ustedes, que se pueden bañar esta tarde y bien lo necesitan, aunque no se hayan caído como yo en la laguna.

Las muchachas la ayudaron a salir de la tina, la enjugaron con la sábana, la sentaron junto a su cama en uno de los viejos sillones y le acercaron un pequeño espejo, escobetas, peines y tijeras. En momentos vaciaron la tina, retiraron las esteras, limpiaron perfectamente el suelo, se quitaron sus trajes de india, revistieron sus ropas y se fueron a continuar sus ocupaciones.

Cecilia comenzó por secar y peinar su negro y largo cabello lustroso, delgado, fuerte, lleno de savia y de vida; casi se movía y se recogía en onditas envidiables, en la nuca y en la frente. Se hizo de pronto dos gruesas trenzas, las recogió con unos listones rojos en su cabeza formándose un voluptuoso peinado, y siguió con los pies, que era lo que más cuidaba y en lo que tenía y con razón verdadera vanidad. Si se quiere, era el pie de Cecilia defectuoso de puro pequeño, en relación con su cuerpo alto y opulentamente modelado. El dedo gordo, que por lo común tiene, aun en las mujeres más bien hechas, una forma arqueada que, entrando sobre los otros dedos, forma el feo defecto que se llama juanete, era de la más acabada perfección: redondo, con un color rosado encendido, describiendo una suave curva, se juntaba con los otros dedos, sin dejar tampoco ese espacio que se nota en algunas esculturas romanas; el dedo chiquito, también por lo común defectuoso en todas las gentes y como sumido o doblegado debajo de los otros, resaltaba por lo regular y bien proporcionado, por su natural colocación y por su encarnación, en armonía con el color de piñón del empeine alto y que subía suave y gradualmente a formar una torneada pantorrilla. Las uñas, lisas y transparentes; la planta rosada y blanda, y todo el pie sin la más pequeña imperfección.

Cuando acabó Cecilia, se calzó unos zapatos de seda color aceituna, que sin esfuerzo le venían bien y por la pala corta rebosaba la gordura del empeine; apenas se miró en el espejo, pero sí se puso en pie, y un momento se estuvo recreando con sus pies y sus pequeños zapatos de seda.

—Vaya —dijo, como si alguien la oyese— me vienen bien; no me lastiman y no me hacen feo pie. Le mandaré hacer al Santito otros dos pares.

Satisfecha con esta revista, dio dos suaves patadas en el suelo para cerciorarse de que no le lastimaban, y tirando la sábana se pasó por la cabeza una blanca y bordada camisa.

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