Durante algún tiempo. Relumbrón fue uno de tantos oficiales del ejército que no llamó la atención del público, y su círculo estaba reducido a tres o cuatro de sus compañeros de colegio, a las relaciones superficiales que le proporcionaba el platero, que era conocido por su habilidad y por las exquisitas piedras y diamantes con las que deslumbraba a sus marchantes. El género de industria que ejercía y lo acreditado del taller de la Alcaicería, que contaba años de existencia, lo ponían en contacto tan pronto con Cecilia, que le compraba sartas de corales, como con el marqués de Valle Alegre, que le mandaba hacer un aderezo de zafiros, o con el prior de Santo Domingo, que exigía para el día solemne de la función de iglesia un juego de candelabros de plata. El influjo que ejercía y las relaciones que en el transcurso del tiempo adquirió con personajes muy elevados, lo empleaba todo en favor de su hijo y se complacía, lo mismo que la moreliana, en guardar el secreto y en ver cómo el fruto de un amor que pasó como fuego fatuo, se desarrollaba, progresaba con asombro y envidia de la mayor parte de los militares, e iba tomando un buen lugar en la sociedad mexicana. Cuando lograron por estos manejos en que no entraba por algo, sino por mucho, el dinero, que no escaseaba la propietaria de los ranchos de Los Laureles, que fuese admitido como Ayudante del Presidente, cambió mucho su posición, y lo que se llama público en mayor o menor número, comenzó con más seriedad a ocuparse de él. Decían unos que era hijo natural del marqués de R…, que a su muerte había dejado una cantidad muy fuerte de dinero en poder de don Santos. Otros, aseguraban que era uno de los noventa o cien hijos del conde de J…, y que como ese hijo lo había tenido en una señora muy ilustre y rica de Saltillo, había sido entregado al platero para que le diese una educación muy esmerada que lo hiciese lo que podía llamarse un hombre de importancia, para lo cual daba cuanto dinero era necesario. Por este estilo se formaban cuentos y novelas a cual más interesantes respecto al origen de Relumbrón, sin que ninguno, hubiese llegado a penetrar el misterio que sólo sabían la moreliana, el platero y la familia en cuya casa nació, de la que sólo existía ya el viejecito enfermo y sordo como una tapia. La madre había muerto y las dos muchachas, bien casadas con la dote que les dio la moreliana, habían seguido a sus maridos, establecidos en el interior de la República.
A esta protección decidida, como se ha dicho en el capítulo anterior, se añadió el carácter fácil y la viveza natural de Relumbrón y su casamiento con una persona rica de la mejor reputación. Con tales elementos, el círculo de sus relaciones se ensanchó; concluyó por conocer y tratar a las personas más notables del comercio del foro y de la Iglesia. El Presidente lo distinguió, lo elevó a un grado superior y le dispensó su confianza, con lo que pudo proporcionarse negocios de esta y de la otra naturaleza. Entonces el platero, con el consentimiento de la moreliana, celebró con él una compañía con la más grande reserva y únicamente con la fe de la palabra, para entrar en otra clase de negocios en que él tendría una tercera parte, Relumbrón otra tercera, y la restante para una persona que ministraría cuanto dinero fuese necesario, pero que quería ocultar su nombre. No hay que decir que esa persona era la moreliana, que, sin necesidad de pedir dinero al albacea de su difunto marido, dedicaba el crecido producto de los ranchos de Los Laureles al fomento de las empresas de su hijo, que no sabía cuáles eran, ni le importaba ganar o perder, y ni siquiera trataba de indagar, las veces que venía a México.
En tal estado estaban las cosas, cuando hemos presentado a nuestros lectores estos nuevos personajes, dejando olvidados a otros que ya han figurado y aparecerán cuando sean mezclados, más o menos, a nuevos acontecimientos.
Mas para dar una idea de las relaciones sociales de Relumbrón y espiar, aunque sea un momento, la vida íntima de este singular personaje, bueno será que le consagremos algunas horas más. Relumbrón tenía en arrendamiento en la calle de… una casa habitación alta con dos salas, ocho o diez recámaras y gabinetes, azotehuela, una amplia cocina y, en los bajos, local bastante para los coches y caballos; en el fondo todavía un corral y un jardín; en resumen, un verdadero palacio a la antigua, con mamparas de lienzo, puertas irregulares, pesadas mochetas, ventanas altas y bajas en todas las piezas, con rejas de fierro, pero en el conjunto, aunque no brillante y bien decorado, era muy cómodo y podían vivir dos o tres familias.
Doña Severa, la esposa de Relumbrón, era mayor que él, su figura y sus costumbres guardaban perfecta analogía con su nombre. Era delgada, derecha, muy blanca, con una nariz afilada y grande, boca pequeña y seria, cuyos labios más bien se recogían que no se desplegaban para sonreír. Risa franca y abierta jamás la tuvieron, pues siendo el carácter adusto y triste, las carcajadas alegres y francas nunca se oyeron, ni aun cuando era joven, en las habitaciones de doña Severa.
La mirada de sus ojos, de azul oscuro, no era soberbia, ni altanera; pero si severa como su nombre, y cualquier desmán en el hablar o en las acciones de los que tenían trato con ella, lo contenía su mirada, en la que se reflejaba el desagrado. Cuando no había nada que chocara con sus costumbres y modo de pensar, esa mirada era benévola y un tanto insinuante para las personas a quienes estimaba y dispensaba su confianza y amistad.
Cada sábado, doña Severa y su hija se ponían su saya y su mantilla trapeada, y a las ocho de la mañana se iban a la iglesia de la Encarnación, donde las esperaba su confesor; las seguían sucesivamente las criadas de la casa, y todas juntas el domingo muy temprano iban a comulgar al Sagrario. En las noches se rezaba el rosario en coro y se concluía con la estación cuando sonaba en la iglesia cercana la plegaria de las ocho. Con los cocheros y demás criados era un poco indulgente; pero no dejaba de exigirles en Cuaresma su cédula de confesión, y si no la entregaban en la semana de Dolores, eran invariablemente despedidos. Poco después de las ocho comenzaban a entrar las visitas de confianza, tomando el chocolate en el comedor y después pasaban al gran salón que describiremos a su tiempo.
El casamiento de doña Severa y de Relumbrón fue obra exclusiva del platero y de la moreliana; no precedieron ni citas, ni cartas perfumadas, ni apretones de manos, ni besos furtivos y ardientes. Relumbrón visitó la casa de doña Severa un par de meses, lo que era bastante para tratarse, nunca pasó de darle la mano al despedirse y menos le habló de amores; la conversación era más bien de funciones religiosas que de otra cosa, pues los dos estaban entendidos que, si después de tratarse confrontaban, se casarían.
Confrontaron y doña Severa se casó, porque desde que le presentaron a Relumbrón concibió, como si fuera una Julieta de diez y seis años, un violento amor por él; pero se guardó muy bien de confesarlo, ni siquiera de demostrarlo, y tuvo la fuerza de voluntad bastante para aparecer ante él más severa de lo que era.
Relumbrón se casó porque le gustó la novia y, en efecto, la compostura y severidad de Severa con su fino cabello negro, su dentadura completa y sus carnes todavía frescas y blancas, tenía quizá más atractivo para los hombres que los labios pintados, las muecas y risas forzadas de una coqueta. En efecto, era solicitada no sólo de Relumbrón, sino de tres o cuatro pretendientes más, con quienes se hubiera podido casar, pero no le simpatizaban. Además, Severa tenía dinero, una reputación sin tacha, ningún pariente: era una ganga. Para establecerse sólidamente en la sociedad, necesitaba Relumbrón una familia. ¿Qué mejor medio podía escoger que casarse con una persona que no tenía más defecto que su modesto y regular modo de vivir, observando su religión y cumpliendo con sus deberes de mujer de casa y de excelente madre? Porque, a poco más de un año de casada nació su hija que llevó a bautizar el platero a la parroquia del Sagrario, y a la que se puso el nombre de María Amparo. He aquí por qué Santitos era padre y compadre de Relumbrón.
Desde los tiempos en que la moreliana rica hacía sus visitas a la capital, hasta los acontecimientos que referimos, habían pasado algunos años. El maestro platero no era ni sombra del guapo oficial que escuchó en la glorieta de la Alameda la intempestiva declaración de amor de la señora de Los Laureles. Rayando en los setenta, aunque representando poco más de cincuenta, el continuo trabajo agachado en su mesa, cincelando custodias y cálices, lo habían encorvado; sus ojos nada tenían de seductores y hasta habían, en su revestimiento, cambiado de figura a fuerza de aplicarlos al lente para reconocer las piedras preciosas, y su modo de hablar y sus maneras, más bien parecían de una persona educada en un convento de frailes. Su carácter moral había sufrido también notables modificaciones. Se había vuelto devoto con exageración, así como hipócrita, misterioso y reservado, aun para las cosas más insignificantes, a la vez que se había desarrollado en él una avaricia y un deseo de acumular oro y piedras preciosas, que no podía resistir. Tenía en éstas y en oro más de cien mil pesos, sin contar con lo que le producía su trabajo diario y los negocios de Relumbrón; de modo que aunque éste perdiese la camisa, nada le importaba, y sin embargo, quería tener y guardar más y más. Por esta tonta pasión, había prescindido de sus escrúpulos cristianos y formádose una moral especial, comprando piedras y alhajas robadas.
Los años no habían pasado para la moreliana. Con todos sus dientes, sin una cana, un poco más gruesa, pero fresca, amable, simpática como el primer día que vino a la platería de la Alcaicería a comprar los milagros y las sartas de perlas.
Cuando venía a México, ya sin sobresalto y sin tener que ocultarse de los presuntos herederos, tratando al platero como a un amigo viejo, los dos se complacían en ver cómo, ayudándoles la fortuna, habían hecho de Relumbrón un personaje notable; cómo lo que habían logrado militares cubiertos de heridas, como Baninelli, había alcanzado su hijo; cómo habitaba una gran casa; cómo se había casado con una señora rica y principal, y cómo de ese matrimonio, que ellos habían hecho, resultó una adorable criatura graciosa, bella, amable y buena, como lo eran la madre y la abuela. Era Amparo el encanto de la madre, que había puesto sus cinco sentidos en educarla, y también el encanto de Relumbrón, que nunca se había ocupado de ella, pero que la quería entrañablemente; y ese amor era el único punto luminoso en el corazón oscuro de este hombre, absorbido en el juego, en los negocios, en la sed insaciable de guardar dinero, mucho dinero, pues nunca le bastaba.
Lo espacioso y cómodo de la casa le permitía tener una habitación independiente y separada de la de su mujer, y en ella recibía sus visitas, trataba sus negocios y obraba con tanta libertad como si fuese un soltero. Su mujer hacia otro tanto, y ella y su hija, viviendo en su habitación como si no tuvieran ni marido la una ni padre la otra, recibían también visitas de amigas, de clérigos, de priores y padres graves de conventos, y seguían el método de vida que mejor les acomodaba. Pocas veces se reunían a las horas de comer, pues el jefe de la casa, por el servicio en Palacio, por sus negocios o porque siempre tenía invitaciones aquí y allá, raras veces asistía al comedor a las horas de costumbre.
El gran salón era el que reunía invariablemente los jueves a la familia y a los amigos. Era la pieza más grande y también la más curiosa de la casa. Dos grandes balcones a la calle, dos puertas a los costados que comunicaban a las recámaras y dos enfrente de los balcones, que conducían al interior de la habitación, y esas seis puertas con grandes cortinas de damasco franjeadas de galón amarillo, del corte y hechura de las cortinas de iglesia. Efectivamente el damasco de china de ese rojo morado que ha vuelto a entrar en moda, provenía de uno de los conventos de frailes, que lo había regalado a doña Severa en cambio o como gratitud por las largas limosnas que acostumbraba hacer a las iglesias.
En el frente del salón había un nicho de ébano y cristales con un Señor atado a la columna, casi del tamaño natural, y el nicho bajo un dosel, también de damasco rojo con colores amarillos. Delante del nicho, dos magníficos jarrones de China, de la más remota antigüedad, y de cada lado, dos sillones dorados con vestidura de terciopelo. Esa parte del salón tenía el aspecto de una lujosa sacristía. Entre los dos balcones, un piano o forte piano, como se le llamaba entonces; es decir, un instrumento tan bueno como podía encontrarse en México y en Europa. En medio del salón, una mesa de bálsamo con su tapa de tecali de Puebla, y en el centro de la mesa una gran jarra de plata, que nunca dejaba de tener un ramo de olorosas flores naturales. El macizo que quedaba entre las dos puertas que comunicaban al interior, estaba dedicado al estrado, compuesto de un canapé, sillas y sillones distribuidos contra la pared en líneas rectas y simétricas, donde se sentaba el ama de la casa y recibía a los concurrentes a medida que iban llegando. El conjunto presentaba un aspecto singular, pues entre los adornos y objetos que podrían llamarse místicos, se mezclaban muebles exquisitos que Relumbrón había hecho venir a gran costo de París. En los días ordinarios, el salón estaba alumbrado por dos velones de cera, colocados en unos pequeños blandones de plata delante del Señor de la Columna, y una gruesa vela de sebo en un candelabro, también de plata, con su platito de despabiladeras que iba de la mesa de tecali a una y otra rinconera. Cuando acudían más visitas, se traían dos o tres velas más. Delante del nicho era donde doña Severa, con su hija y sus criadas, rezaba todas las noches su rosario y demás devociones, y no pocas veces las visitas de confianza que entraban más temprano eran invitadas a participar de estos piadosos ejercicios.
Pero los jueves era otra cosa. Una lámpara de plata con doce arbotantes y seis pantallas de Venecia distribuidas en las paredes iluminaban con velas de esperma este salón de aspecto tan variado y extraño, que a veces creían los concurrentes estar en una iglesia el día de Jueves Santo; y la ilusión era más completa cuando sonaba en el piano alguna de esas piezas religiosas de la música clásica alemana. Las recámaras se arreglaban y abrían, y toda la casa, en especial el comedor, estaba a disposición de las visitas. El servicio de los bajos de la casa se hacía por hombres: el portero, los cocheros, los lacayos, los mozos de caballeriza y demás; el de los altos, por mujeres muy limpias y afables, con sus armadores blancos, su cabello muy alisado, su calzado de cordobán nuevo, como criadas de un convento. Y en efecto, doña Severa acudía a las monjas cada vez que necesitaba una sirvienta.
Concluidas las devociones a las ocho y cuarto, la casa se encendía, quedaba perfectamente arreglada y dispuesta para la tertulia, y doña Severa y Amparo se sentaban en el estrado; pero no estaban mucho tiempo solas, porque las visitas iban entrando.
La familia de la casa de enfrente era la más puntual. La señora y dos niñas de diez y seis y veinte años, y el esposo de más de cincuenta, ejerciendo con provecho su profesión de abogado. Acostumbraban tomar los jueves chocolate, y doña Severa o Amparo, después de los cariñosos saludos de costumbre, los conducían al comedor, donde todo estaba dispuesto. En seguida, otra familia de San Cosme, compuesta de tres señoras ya de cierta edad, propietarias y doncellas viejas; después esta y la otra persona, de modo que antes de las nueve, el salón estaba lleno, y parte de las recámaras y el comedor con la concurrencia más rara y más heterogénea que pueda imaginarse.
Doña Severa, por su parte, convidaba a sus amigas y conocidas, y Relumbrón, por la suya, a personas de tan diverso carácter y categoría, que resultaba una mezcla rara que representaba las distintas escalas de la sociedad mexicana, sin descender muy bajo. Eran, por ejemplo, un escribano, un capitán o teniente, un senador, un diputado o un director de rentas, un magistrado, un médico, un minero, un comerciante y un usurero. Relumbrón conocía a todo México y todo México le conocía a él; así, cada jueves, además de los tertulianos antiguos, se solían ver caras nuevas en el salón, y no era esto por llenar su casa sino porque en la serie de negocios que emprendía en la vida que llevaba, un día u otro podría necesitar un servicio, y nunca estaba por demás el atender sus relaciones para desarrollar el grande plan que durante tres años turbaba su cabeza y era una obsesión constante que lo molestaba y lo tenía inquieto y pensativo. Clara, la hermana de don Pedro Martín de Olañeta, y su marido el licenciado, no faltaban los jueves, a no ser que alguno estuviese enfermo; las otras dos hermanas visitaban a doña Severa de día, porque su vida metódica no les permitía estar fuera de su casa pasadas las nueve de la noche; don Pedro Martín, a quien no se cansó de invitar Relumbrón, fue una o dos noches, jugó dos manos de tresillo y no volvió. La esposa y la hija le merecían mucha estimación; tenía conocimiento y sabía los buenos antecedentes de doña Severa, y le elogiaba el cuidado con que había educado a Amparo; pero Relumbrón le parecía más ligero de cascos, finchado como un portugués; no tenía la mejor idea de su moralidad y no quería tener intimidad con personas de ese carácter. Bedolla y Lamparilla no faltaban, y el primero se daba una importancia tal, que le huían los jóvenes en cuanto lo veían; y si alguno caía en sus manos, ya tenía para toda la noche, pues gustaba mucho a nuestro licenciado contar anécdotas de su tierra, referir las riquezas que tenía su familia, que fue arruinada por los insurgentes, y la influencia que había adquirido él, quizá por este motivo, la cual no dejaba de poner a disposición de los tertulianos con quienes entraba en conversación. La aristocracia no escaseaba en este extraño salón, y más de una vez se vio allí al hijo del marqués de Aguayo, al primo del conde Santiago y al marqués de Valle Alegre, que estimaba mucho a doña Severa y platicaba con ella y con Amparo lo más de la noche, cuando concurría, y era lo menos una vez al mes, a no ser que estuviese en sus haciendas, Baninelli, por más que Relumbrón lo invitó, no consiguió que fuese su tertuliano. Consintió en ir una noche, pero apenas vio el salón pareciéndose a una capilla y la clase de la concurrencia, cuando se marchó y juró no volver más.
Una de las recámaras, que eran bien amplias, se convertía en sala de tresillo, y se ponían dos o tres mesas con las barajas, patoles o frijolitos encarnados, fichas de concha y lo demás necesario. Algunos de los tertulianos concertaban de antemano sus partidas de tresillo, y a medida que llegaban se apoderaban de una mesa y, sin muchos cumplimientos ni hacer caso de las señoras ni de las muchachas bastante bonitas, que no faltaban, permanecían absorbidos en sus codillos, puestas y bolas hasta las doce de la noche. Relumbrón solía hacer terno y como era fuerte en el juego, les ganaba algunos pesos. Bedolla, a quien enseñó Lamparilla a jugar el tresillo, sin que nunca lo pudiese aprender bien, para consolarse, decía: desgraciado en el juego, afortunado en amores, y echaba una mirada a Amparo, lo que desagradaba mucho a doña Severa.
La otra recámara estaba reservada para las visitas que no podían o no querían asistir al salón, y sin embargo, gozar de la tertulia y ver sin ser vistos. Servín de la Mora, fraile de talento y muy relacionado en la buena sociedad de México, era grande amigo de Relumbrón, y por lo menos una vez al mes entraba a eso de las ocho y media, tomaba posesión de una butaca de vaqueta, se desembarazaba de sus hábitos y, colocado cómodamente en un lugar oscuro de la recámara, no perdía nada de lo que pasaba en el salón. Solía estar acompañado de algún otro fraile grave de San Agustín, o de alguno de los capellanes de los regimientos y dos o tres tertulianas entradas en edad, que en traje de casa, preferían permanecer en la sombra por no dejar ver su toilette y sus canas a la luz de la esperma; pero en ese departamento a media luz gozaban mucho platicando de lo divino y de lo humano, dejando a las muchachas que se divirtieran en libertad. Don Lorenzo Elízaga, no sólo pianista famoso sino compositor distinguido que, exagerando por un espíritu de patriotismo, le llamaban el Rossini mexicano, no faltaba nunca. Era el maestro de Amparo, la que había hecho progresos tales que, con justo motivo, pasaba por una celebridad. A las diez de la noche el salón estaba completamente lleno, los grupos se habían ya formado, según las edades y las relaciones más o menos estrechas de los concurrentes. Los del tresillo, gente formal y de edad, absorbidos con los mates y las puestas; los jóvenes, paseando en la sala y agrupándose en los balcones para tomar el fresco y hacer desde allí señas insignificantes a las que estaban sentadas en las sillas; las señoras de mayor edad, en sabrosa plática, y doña Severa, a pesar de su seriedad habitual, multiplicándose para complacer y tener contentos a todos, y platicando tan pronto con los dominicos retraídos en la recámara, como con los oficiales y jefes que no dejaban nunca de aceptar las invitaciones del rico coronel; para todos tenía una palabra amable, y regresaba al estrado a seguir la conversación con las personas que la rodeaban. Era una mujer a la vez seria, amable y digna, para quien todos no tenían más que elogios y alabanzas, que escuchaba con modestia, y sin orgullo ni vanidad. Amparo, graciosa, dulce por su carácter y con la ingenuidad y sencillez de los diez y seis años, era el encanto de la concurrencia. Ninguno de los jóvenes oficiales que frecuentaban la casa se había atrevido a hacerle la menor insinuación ni a decir delante de ella palabras que no fuesen enteramente correctas y delicadas.
La entrada del maestro Elízaga era cada jueves un acontecimiento; hombres y señoras se ponían en pie, le estrechaban la mano, le saludaban y le decían tantas y tan afectuosas palabras, como si en años no le hubiesen visto. Era el maestro agradable, de buena figura, hombre de mundo, y correspondía a tanto agasajo con desembarazo y amabilidad, dejando contentos a todos sus amigos. Platicaba y reposaba un rato, y después, sin que nadie le rogase y sin dar a conocer cuanto le agradaban los aplausos de aquella reunión, se ponía al piano y encantaba a los que lo oían, pues poseía una destreza, una dulzura y una propiedad para manejar el diapasón, que aun hoy, que tantos y tan insignes pianistas hay en Europa y en América, sería una notabilidad. Generalmente, en lugar de tocar las piezas de música que se usaban en ese tiempo, improvisaba y producía melodías que eran completamente desconocidas.
En seguida invitaba a Amparo y le acompañaba un arja o una canción, y Amparo, a su vez, recibía aplausos como su maestro, especialmente de los misteriosos o, mejor dicho, de los religiosos tertulianos reunidos en las sombras de la recámara. Otras muchachas cantaban canciones y dúos y, para variar y a instancias de los jóvenes, se arrimaba a un lado la mesa de tecali y se organizaban unas cuadrillas, rara vez valses, que no gustaba a doña Severa, y que jamás permitió a Amparo que lo bailase.
Las criadas, limpias, listas, con sus armadores blancos y su andar menudito, no cesaban de entrar y salir con charolas de plata llenas de copas de buenos vinos, soletas, rebanadas de queso, rodeos y puchas. Relumbrón había querido, y cada miércoles insistía, en que se sirvieran el jueves helados de Veroli, champaña, carnes frías y pasteles franceses, y que en vez de doncellas de servicio fuesen criados de casaca y corbata blanca los que sacasen las charolas al salón; pero doña Severa no quería salir de la moda antigua, y decía en su apoyo.
—En cuanto nuestra tertulia se vuelva de tono, no durará un mes, y además, los padres dominicos y agustinos que nos hacen favor no vendrán más. Si queremos que la tertulia dure y que no haya críticas, dejemos las cosas como están.
Relumbrón por nada de esta vida dejaba de presidir la tertulia de los jueves; el resto de la semana lo dedicaba a sus negocios, al teatro, al café, a Luisa, a Rafaela, a mil cosas más que, por supuesto, no sabía doña Severa.
Hacía los honores del salón con tanto o más despejo y tacto que su mujer, y afable y chancero, era el primero en aplaudir al maestro Elízaga, llenar de elogios y regalar ramitos de flores y cajitas del Templo de las Dulzuras, de la famosa doña Enriqueta la Francesa. Se acercaba a las mesas de tresillo y, entre mano y mano, tomaba la baraja, sacaba de las bolsas del chaleco un puñado de oro menudo y echaba sus chilitos (albures), dejándose ganar, menos de Bedolla, a quien tenía entre ojos y no le hada ninguna concesión. De la sala de tresillo pasaba a la recámara donde estaban, a la sombra, los reverendos, platicaba con ellos sobre misas, iglesias y sermones, y no pocas veces les dejaba cuatro o cinco duros para que mandasen decir misas por el alma de su padre (que aún estaba muy entero y fuerte en la platería), y por su madre (que habitaba muy contenta, gruesa y bien conservada en el rancho de Los Laureles), y los religiosos no podían menos de alabar al buen hijo que, en medio de la alegría, recordaba a los que le habían dado el ser; y así por estas atenciones, por la afabilidad de doña Severa, que dominaba su carácter triste, y por la belleza, gracia y talento de Amparo, quedaban todos muy complacidos, las horas se pasaban sin sentir y cuando los relojes de las cien iglesias de México tocaban doce campanadas, los amigos de la casa iban con pena y sentimiento a buscar sus sombreros y abrigos, para retirarse a sus casas, estrechando la mano a Relumbrón y besando en los carrillos (las señoras y niñas, se entiende) a doña Severa y a la primorosa Amparo, sin poder evitar al salir una mirada respetuosa al Señor atado a la columna, que con sus espaldas desgarradas por los azotes de sus verdugos, su cuerpo manando sangre y sus ojos dulces, humildes y resignados, presenciaba cada jueves la tertulia.