El compadre platero había tenido sus veinte años, ¿quién que ha llegado a cuarenta o cincuenta no los ha tenido? Lo que quiero dar a entender con esto, es que a los diez y nueve, a los veinte y aun a los treinta años, Santos Aguirre era derecho, bien conformado, con ojos insinuantes y lascivos, con una abundante cabellera negra, la que con sólo lavarse con agua natural se le rizaba, y metiéndose la mano en lugar de peine, se formaban aquí y allá rizos graciosos que le caían bien por la frente y hacían a su fisonomía muy simpática. A los veinte años era ya un oficial, y un hábil oficial que su maestro distinguía mucho, le confiaba las obras más delicadas y las comisiones en que se trataba de enseñar piedras preciosas, de cobrar cuentas de valor, de comprar plata y oro en la casa de moneda, de acompañar a las señoras a otras platerías o almacenes cuando no encontraban en la del patrón las alhajas o efectos que deseaban.
Al taller de la Alcaicería venía, de tiempo en tiempo, una señora rica del Estado de Michoacán, que poseía una serie de ranchos productivos y hermosos en las cercanías del lago de Pátzcuaro, que se llamaban Los Laureles, sin duda por el mucho laurel que crecía por dondequiera, hasta el punto que tenían que arrancarlo para que no perjudicase a las siembras o a otras plantas del jardín. La señora habitaba indistintamente en uno u otro de los ranchos, pues cada uno de ellos tenía una cómoda y bonita casa.
Por lo menos dos veces en el año venía a México, y su primera visita era a la platería de la Alcaicería. Gustaba de alhajas curiosas, pero de poco valor. Raras veces compraba un diamante o un zafiro. En cambio, hacía un consumo exagerado de milagritos de plata, de sartas de coral y de perlitas, sin duda para regalar a la gente de sus ranchos. Como en los primeros viajes no era muy práctica en las calles de la ciudad, rogaba al patrón que alguno la acompañara, y Santos, como oficial de más confianza, era escogido, y así pasaba largas horas en la calle y en los almacenes, y si por casualidad se quedaba la señora el domingo, iban por la tarde al Teatro Principal. El maestro sabía que era una viuda rica, y no tenía inconveniente en fiarle quinientos y mil pesos y aun darle dinero cuando le faltaba para otras compras.
El aspecto de esta señora, que no tendría treinta años de edad, era, sin ser bonita, de los más agradables. Una boca fresca y con luz, pues cuando se habría para reír, y reía frecuentemente, enseñaba la garganta, iluminando no sólo las encías, sino todo el aparato húmedo, de esa carne fofa y rosada por donde pasa el espumoso champaña y las tiernas pechugas de gallina, y que absorbe también los besos ardientes del amor. Sus ojos grandes y color de aceituna tenían una expresión tranquila, y el conjunto de su semblante revelaba un alma buena y sencilla. El gracioso acento moreliano o el dejo, como se le llama en la capital al hablar de los provincianos, añadía mucho a la gracia de su boca y al sonido de su voz. Vestida con propiedad, pero sencillamente, con su cabello dividido en dos bandas, retenida su gruesa trenza por una peineta de carey y embozada en un tápalo de color modesto, era una de tantas personas que transitaban por las calles, sin nada notable en el traje ni el modo de andar y de mirar que fuese digno de llamar la atención. Ni el maestro de la platería, ni Santos, ni nadie sabía dónde se alojaba; tal vez sería en casa de una amiga íntima o de una parienta; permanecía cuatro, seis y hasta quince días en México, y el día menos pensado desaparecería sin despedirse del maestro ni del oficial, y no volvía sino a los tres o cuatro meses, trayendo el dinero suficiente en oro para pagar lo que le había fiado en la platería y en algunas otras tiendas.
No había dejado de llamar la atención de Santos la naturalidad, la gracia y la sencillez de esta mujer, pero no se había atrevido a decirle, salvo algunos cumplimientos, nada de formal; en primer lugar, por no disgustar a su patrón si lo llegaba a saber, y, en segundo, porque su humilde posición de oficial de una platería, lo alejaba de una mujer seguramente rica y de familia distinguida de Pátzcuaro; así es que pasaron meses y meses sin que las relaciones avanzaran del punto que hemos indicado; es decir, un compañero atento que guiaba en la capital a la señora rica en las compras y asuntos que se le ofrecían, en guardarle a ocasiones dinero, efectos y alhajas, empaquetarlos y llevárselos hasta el mesón de Balvanera, de donde salía cada semana un coche para Morelia.
En uno de los viajes, la señora de Los Laureles, como la llamaban en la platería, tuvo gana de pasear por la Alameda, entre tanto regresaba a su casa una costurera que vivía en Corpus Christi y a la que mandaba hacer sus trajes cada vez que venía a México. Sentáronse en una de las bancas de piedra que cercan las fuentes, platicaron del fresco delicioso de aquel sitio, y se divertían mirando bajar y subir un limón colocado en el chorro de la fuente. De repente, y con la mayor naturalidad y sencillez dijo la señora de Los Laureles a Santos Aguirre:
—Vea usted qué idea tan rara. Me casaría con usted de buena gana.
Santos no se sorprendió y creyó que era una broma.
La señora se lo conoció en el semblante.
—De veras —continuó diciéndole— no es chanza. Usted es un buen muchacho, muy hábil en su oficio, y las alhajas de plata y oro que usted hace no tienen igual en México. Además, lo creo muy hombre de bien, pues su maestro le confía alhajas que valen miles de pesos, y aunque diga usted que no tengo vergüenza, me parece usted muy guapo, y sus ojos y su cabello me encantan.
Santos se rio a carcajada tendida.
—Hace usted bien en burlarse de mí, por haber sido franca y haberle dicho lo que sentía, pero todo es inútil; soy viuda y libre, completamente libre; no quiero a nadie, ni me gustan los hombres, pero no me puedo casar.
—No me he reído por hacer burla a una señora que tanto favorece a mi maestro y a mí, sino porque me he figurado que me quiere usted volver loco, y vale más reír que no tomar a lo serio estas cosas. Que, ¿no sabe usted que es bonita y graciosa sin pretenderlo, y así como usted cree que soy hombre de bien, yo estoy seguro de que usted es muy buena? Con razón dice usted que no se puede casar, ¿ni cómo usted, tan rica, se había de casar con un oficial de platería que no gana más que un par de pesos diarios? Tendré reunidos unos trescientos pesos, y eso es todo mi capital.
—¡Rica! —interrumpió la moreliana—. Sí, muy rica en verdad, y por eso precisamente no me puedo casar, ya se lo explicaré otra vez.
La moreliana se levantó, y ambos se dirigieron al Montepío hablando de cosas indiferentes y como si nada hubiese pasado.
El resultado de conversaciones como la que acabamos de referir vino a ponerse de manifiesto tiempo después, en que volvió, como de costumbre, a hacer sus compras. Su talle había engrosado visiblemente y su fisonomía era más abierta y luminosa. Estaba verdaderamente bonita y llamaba la atención de los que pasaban junto a ella. Caminaron por las calles más solas y llegaron a la misma glorieta de la Alameda.
—Es la ocasión —dijo la moreliana— de que te explique ahora por qué no me puedo casar contigo. Desde la primera conversación que tuvimos hace años, en este mismo sitio y sentados en esta misma banca, concebí, no un capricho, sino un cariño tan grande por ti, que no podía olvidarte por más que quería. Los días se me hacían muy largos, las semanas años, y con gran gusto de tu maestro, mis viajes eran más frecuentes. Mañana desapareceré por dos meses, y nadie sabrá dónde los pasaré. Vas a saber por qué. Mis padres me casaron muy joven, casi niña, con un señor riquísimo que tenía muy bien sus setenta años. Yo no supe lo que hice, ni mi marido tampoco; pero como yo era una inocente y no conocía más que los ranchos de Los Laureles que mi padre tenía en arrendamiento, vivía contenta, sin deseos, sin ambición, sin tener siquiera idea de cómo era una ciudad, pues no conocía más que el pueblo a donde me llevaba mi padre los domingos a la misa. Al cabo de cuatro años de casada murió mi padre, y fue tan grande la pesadumbre de mi madre, que a los tres meses lo siguió, seguramente al cielo, pues los dos eran cristianos. Cuando esto sucedió, sentí el peso del matrimonio, y mi marido, que había sido, si no bueno, así, así, se volvió imprudente, regañón y además enfermo, ya de un brazo, ya de una pierna, ya de la cabeza, de modo que me pasaba los días y las noches curándolo y vendándolo. Cada semana venía el médico de Pátzcuaro y le ordenaba tanta medicina, que el criado iba en seguida a la botica, volvía con una canasta llena de ungüentos, de botellas de todos tamaños y con cajitas de píldoras de todos colores. Duró dos años esta fatiga, y estaba yo lo que se llama aburrida; pero lo disimulaba, tanto porque mi carácter es tolerante, como porque pensaba que no podía hacer otra cosa. Cuando mi pobre marido se vio ya muy grave de una enfermedad que ni él ni el médico conocieron, me llamó a su cabecera, me rodeó el cuello con el único brazo que podía mover, se puso a llorar como un niño, me pidió perdón y me dijo: «Te dejo mis ranchos de Los Laureles y mis demás bienes, pues no tengo herederos forzosos; pero con una condición que tú sabrás a su tiempo. Tengo hecho en toda forma mi testamento en Pátzcuaro, y te lo vendrán a notificar nueve días después de mi muerte». A los pocos días de esta confidencia murió y, según su voluntad, fue enterrado pobremente en el cementerio del curato del pueblo. A los nueve días justos vinieron de Pátzcuaro un escribano y un licenciado a notificarme. Ni puedes imaginarte lo rica que soy, y un día te daré una lista de todo lo que tengo. El albacea que dejó mi esposo es don Cayetano Gómez, la persona más rica y más honrada de Morelia. Yo manejo los ranchos de Los Laureles, y don Cayetano, por medio de sus dependientes, los otros ranchos, haciendas y casas. Me da cuanto le pido; en nada de mis asuntos se mezcla; yo entro y salgo y hago mi santa voluntad, sin tener que darle a él cuentas ningunas, y antes bien él me las da a mí cada seis meses; pero por costumbre y porque así me conviene, le doy cuenta de todas mis acciones y no doy un paso sin su aprobación.
—Aún no me has dicho todavía la causa por qué no te puedes casar —dijo el oficial de platero, no pudiendo recobrarse del asombro que le causaba el extraño carácter de esta mujer, a la que cada día iba queriendo más, habiendo comenzado por amores pasajeros que, desgraciada o afortunadamente, tuvieron consecuencias más serias.
—Es verdad, no te he dicho la causa por qué nunca podré ser tu mujer, y por eso debí haber comenzado. La cláusula del testamento que me leyó el escribano, parece que la tengo impresa en el cerebro y no le falta ni un punto ni una coma. Te la voy a decir: «Hago mi testamento en mi sano y entero juicio, y como hasta este momento mi esposa doña… ha sido muy fiel y, además atenta y cuidadosa conmigo, como si hubiese sido mi hija, la instituyo heredera de los ranchos de Los Laureles, donde deseo que viva retirada el resto de su vida, y no teniendo herederos forzosos, la instituyo también heredera de mis demás bienes, cuyo inventario está en poder de mi albacea, pero con la condición de que no se volverá a casar. Si alguna vez se casare, no importa el marido que escoja, aunque fuese un rey, o si tuviese sin casarse un hijo, o hiciere mala vida en el rancho o en otra parte cualquiera, perderá el derecho a todos mis bienes, que pasarán a los que pretenden ser mis herederos, cuya lista está igualmente en poder de mi albacea. Llegado ese caso, conservará únicamente en Los Laureles el rancho donde nació, y una pensión de cincuenta pesos mensuales, que le será ministrada por mi albacea». Ya ves que larga como es esta cláusula, la sé de memoria. El resto del testamento no tiene importancia. Misas por su alma, limosnas para los pobres, un legado para el cura del pueblo y una cantidad para la función anual de la parroquia. Los herederos no forzosos, son más de cuarenta, y desde que supieron, no sé cómo, el contenido de la cláusula que acabo de referir, se han constituido en otros tantos espías para cogerme en un renuncio y poder reclamar y repartirse los bienes; pero hasta ahora no han podido agarrarse de lo más mínimo, pues vivo sola con mis criadas en el mejor de los ranchos, y mis cortos viajes a México los hago con conocimiento y previa licencia de don Cayetano Gómez, el que me conoció muy niña, me tiene cariño y mucha confianza en mi conducta. Las chucherías que compro en la platería son para hacer regalos a mis criados y criadas, y también a varias personas que detestan a los supuestos herederos y me sirven para destruir las redes que no han dejado de tenderme, concluyendo por cansarse y tomar cada uno por su rumbo. Aquí en México existe una familia que fue muy amiga de mis padres. Vive cómodamente con una pensión que le doy cada mes, y primero les arrancan la vida, que vender cualquiera de mis secretos. Las criadas me conocen con un nombre supuesto y paso por ser vecina de Toluca. Es en esa casa donde he habitado las cortas temporadas de mis viajes, y es en esa casa también donde daré a luz el fruto del único amor que he tenido en mi vida. Las criadas serán despedidas antes del acontecimiento, y no habrá más que la familia para asistirme cuando el lance llegue. Ya comprenderás la importancia del secreto. En el momento que se descubriese, vendrán veinte o treinta pleitos encima, y por mucha que fuese la influencia de don Cayetano, como la cláusula es terminante, me quedaré de la noche a la mañana en la miseria, y este hijo, que es la recompensa de un amor sincero, será, cuando crezca, un pordiosero.
—Eso no —dijo el oficial de platería—. Lo que yo gane y lo que yo ahorre será para él; pero reconozco, sin embargo, la importancia del secreto y lo guardaré como si estuviese depositado en un sepulcro. Tengo en ello tanto interés como tú.
—Bien, perfectamente bien y no esperaba menos de ti. Voy delante —dijo la moreliana levantándose— sígueme tú, procurando no llamar la atención, y la casa en que yo entre, en la Calle de la Estampa de Santa Teresa la Nueva, es donde vendrás a verme cuando recibas una carta mía. Di a tu maestro que partí para el rancho de Los Laureles, y que a mi regreso, dentro de dos meses, le pagaré los doscientos pesos que le resto, según su cuenta con la que estoy conforme.
La moreliana y Santos, después de esta conversación no se volvieron a ver, en efecto, sino a los dos meses y ocho días, en que recibió la carta prometida y ocurrió a la cita en la casa de que se ha hablado. Allí encontró un niño sano y robusto que prometía, cuando se desarrollara y acabase de respirar bien el aire del mundo, ser un primor de gracia y de hermosura. La madre había partido a su rancho, visitando de paso en Morelia a su protector don Cayetano Gómez, el cual se manifestaba cada vez más satisfecho de la conducta hasta ejemplar que observaba la que él decía que era como una de sus hijas.
Las relaciones entre Santos y la Moreliana cesaron con el nacimiento del niño. Continuó haciendo sus apariciones en México de cuando en cuando, comprando siempre objetos en la platería, sin necesitar ya (ni le convenía) de la compañía de Santos. La última vez que habló con él a solas, y evitando las caricias que trataba de hacerle, le dijo:
—Nada, nada de palabras ni menos de caricias; yo no soy como todas las mujeres. Te quiero como el primer día; pero si el cariño y la naturaleza (porque nunca fui de veras casada) me precipitaron a cometer una falta, no caeré en la segunda, que pondría en peligro el porvenir de nuestro hijo.
Como Santos quería hablar, ella le tapó la boca con la mano, y continuó diciéndole:
—Nada, nada… desde hoy, tú no eres más que el oficial de la platería que acompañaba a la señora de Morelia cuando venía a surtirse de alhajas en casa de tu maestro.
Santos no insistió, las cosas quedaron en el mismo estado que la primera vez que vino a México la misteriosa moreliana, y los presuntos herederos no tuvieron ni aun la menor sospecha de la estupenda droga que les hizo. ¡Lo que son las mujeres! El diablo les tiene miedo; con llorar cinco minutos, son perdonadas de sus flaquezas, como la Magdalena, y todas se van al cielo. El infierno debe estar doblemente triste con la falta absoluta de la bella mitad del género humano.
El afortunado niño se crió sano y guapo entre esa familia, que se componía de una viuda y dos niñas casaderas, abrigado este personal con las canas de un tío que dormía catorce horas, empleando el resto en comer y rezar en la iglesia de Santa Teresa. El secreto fue fielmente guardado, como se supone, pues en caso de descubrirse por alguno, perdía la amplia mesada que con la mayor exactitud les ministraba la moreliana.
El maestro de Santos murió y le dejó en herencia su taller y su clientela. La moreliana compró la casa de la Alcaicería y se la regaló a Santos, con lo que quedó bien establecido y ganando el dinero que quería con su habilidad en el noble arte de la platería.
Cuando el niño tuvo la edad conveniente se le puso en una escuela y después en el seminario. Consultándole sobre la carrera que quería seguir, respondió que la militar, en consecuencia, se le trasladó del seminario al Colegio de Ingenieros, que justamente se acababa de establecer en el antiguo edificio de los Betlemitas.
Pasaba por ser huérfano de padre y madre. Su padre, al morir, le había dejado un regular capital y al cuidado de la familia donde se crió y de don Santos Aguirre, en cuyo poder estaba su dinero. En esta creencia y sin hacer muchas averiguaciones, había crecido este ser misterioso que conocemos en esta verídica historia, con el nombre de Relumbrón, porque así le llamaban muchos amigos y por no confundirlo con don Santos Aguirre, cuyo apellido llevaba.