Comencé esta novela en las orillas del borrascoso mar Cantábrico, mirando desde mis ventanas salir las barcas de los pescadores en las noches serenas y apacibles, con el cielo limpio y las estrellas radiantes, y volver en días en que amenazantes nubes venían del horizonte como a sorber las pequeñas embarcaciones que desaparecían por momentos entre la verdosa espuma de las olas, y con el esfuerzo de vigorosos remeros, entraban en el puerto llenas del agua de la mar y de peces plateados, moviéndose todavía y queriendo saltar de los canastos y de volver al líquido elemento de donde habían sido sacados.
Así, saliendo como del fondo de las aguas, iban apareciendo y llegando las barcas y los pescadores acostumbrados a la mar, a los vientos y a las sorpresas espantosas del golfo turbulento de Gascuña, desembarcaban, mojados de la cabeza a los pies, rendidos de fatiga; pero como encontraban en la playa a sus mujeres, a sus madres y a sus hijos, reían, hablaban contentos, abrazaban a sus deudos y besaban y tomaban en sus brazos a sus chicos, robustos, fuertes y, como ellos, con los colores de la salud en las mejillas.
Echaban al muelle cientos y miles de sardinas, de merluzas de rayas y de pulpos… Era su riqueza, el fruto del trabajo de sus robustos brazos, el precio de sus noches de peligro y de espera en la soledad de las aguas procelosas y profundas… Nada… A ocasiones esa riqueza quedaba abandonada, no había compradores, unos cuantos cuartos más, que no les alcanzaban ni para comprar una manta de lana para cubrirse en el invierno.
Y a veces las mujeres y los chicos esperaban en la playa a la barca que faltaba, y pasaba el día con su sol radiante, llegaba la tarde con sus brisas frescas, cerraba la noche con sus estrellas brillantes, y esperaban todavía a la barca, y la barca no volvía.
Venía otro día y otro, y esperaban siempre a la barca, y la barca no volvió jamás.
Mirando estas cosas tristes, pensando en la vida tormentosa e infeliz de los pescadores, teniendo siempre delante de mis ojos esa inmensidad del cielo azul y de las aguas verdes y profundas de la mar, pensaba también en las cosas de otro tiempo, en mi patria lejana, y llenaba cuartillas de papel con mis recuerdos, sin saber a cuántas páginas llegaría esta labor que absorbía algunas horas diarias de mi vida aislada y la poblaba a veces de personajes fantásticos o reales que venían a acompañarme y a platicar conmigo cuando yo los evocaba, cualquiera que fuese el lugar en que se hallaran o el sepulcro en que estuviesen durmiendo el sueño final de los seres humanos.
No puse mi nombre al frente de la novela, entre otras cosas, porque no sabía si mi edad y mis pesares me permitirían acabarla…
De entonces a hoy ¡cuántas cosas tristes han pasado en mi vida, cuántos dolores, aún más agudos que los que he podido imaginar para mis personajes fantásticos! ¡Qué espanto tan terrible cuando he visto entrar y sentarse en mi pacífico y dichoso hogar a la negra melancolía y a la punzante amargura! La novela se interrumpió; los lectores se enfadaron.
Dios ha permitido que yo siga todavía el penoso viaje de la vida, y la obra ha terminado en la costa de Normandía, delante de una playa desierta, de un mar como un espejo y en un hotel donde no había más viajero que yo. Allí, en la quietud y soledad de mi cuarto, he pensado también en las «cosas de otro tiempo», completando más de dos mil páginas que habrán fatigado, más que a mí, al más sufrido y paciente de mis lectores.
En una de las épocas en que gobernó la República el general don Antonio López de Santa-Anna, se desarrolló el robo en la capital, en sus cercanías y en el camino de Veracruz de una manera tal, que llamó la atención de las autoridades; pero no eran robos comunes y vulgares, sino golpes premeditados y ejecutados con una precisión asombrosa, rodeados, siempre de circunstancias singulares y misteriosas.
Por medios también raros y casuales, se descubrió que un coronel Yáñez, ayudante del general Santa-Anna, Presidente de la República, era el jefe de una asociación, que tenía cogidas como en una red a la mayor parte de las familias de México. El aguador, la cocinera, el cochero, el portero, todos eran espías, cómplices y ladrones y, por más seguridades que se tomaran y los mejores papeles de conocimiento que se exigieran, nunca se llegaba a saber si se tenían sirvientes honrados o pertenecían a la banda de Yáñez.
He aquí los pocos recuerdos que conservo. Que ese Yáñez era muy sociable y simpático en su trato personal, que tenía, como se dice vulgarmente, muy buena presencia, que era lujoso y hasta exagerado en el vestir, pues siempre traía cadenas muy gruesas de oro enredadas en el chaleco, botones de hermosos brillantes en la camisa y anillos de piedras finas en los dedos; que el ciego Dueñas hablaba muy mal de él y le había puesto Relumbrón, a causa de las muchas alhajas que ostentaba; que el general Santa-Anna, aunque le distinguía mucho, al cerciorarse de los crímenes atribuidos a su ayudante, hizo una cólera que lo tendió en la cama; que lo entregó a la justicia ordinaria, y algunos añadían que le arrancó las presillas de los hombros y se las tiró a la cara antes de entregarlo al juez que personalmente fue a prenderlo al Palacio Nacional.
A la captura del coronel Yáñez siguieron otras, y más de ciento cincuenta personas de diversas categorías fueron encerradas en la cárcel, y otras, como unos bilbaínos de gran rumbo y apariencia, lograron fugarse y volver a España.
En el curso de la causa, un fiscal muy enérgico y terrible fue envenenado en el chocolate y murió como herido de un rayo al tomar la segunda sopa, y un escribano fue casi muerto a palos en una calle oscura. Esto infundió tal terror, que nadie quería ya encargarse de la causa, hasta que la tomó a su cargo un valiente fiscal, que creo que se llamaba Castro.
Por último, el coronel Yáñez y tres o cuatro compañeros fueron condenados a muerte y ejecutados, y cosa de cincuenta enviados a los presidios de Perote y San Juan de Ulúa.
El coronel Yáñez trató de suicidarse en la prisión con una navaja de barba; fiero no tuvo el valor suficiente y solamente se hizo una herida en la garganta. Los médicos le hicieron la primera curación y lo vendaron, y con todo y la herida, sostenido del brazo de dos personas, caminó a pies hasta la plaza de Mixcalco, donde le dieron garrote en unión de sus cómplices.
Recuerdo también que se dijo que la navaja de barba con que intentó degollarse se la llevó su mujer, que era de buena familia y de excelentes prendas.
Los autos de tan célebre causa los vi, y eran, no cuadernos, sino cuatro o cinco resmas de papel. Antes de que yo pudiera obtener permiso para registrarlos, habían desaparecido. Después o antes de la desaparición de los autos se imprimió un folleto que tenía por título: Extractos de la causa del coronel Yáñez y socios. Por más diligencias que he hecho, imposible me ha sido conseguir ese escrito, y he tenido que atenerme a los pocos recuerdos que llevo apuntados y de cuya exactitud no estoy bien seguro. El personaje, pues, que figura en la novela, ha existido realmente; pero por más que he hecho para inventar lances, robos y asesinatos, me he quedado muy atrás de la verdad, y el extracto de la causa habría sido más interesante que cuantas novelas se pueden escribir. Ajusticiado el coronel Yáñez, y sus socios, acabó a los pocos días la curiosidad pública; los robos cesaron también por mucho tiempo, y no se volvió a saber de la familia de este célebre criminal. Un abogado casado con una señora principal de México, complicado en la causa, se constituyó prisionero en su casa y no volvió a salir de ella sino cuando lo sacaron cuatro cargadores para enterrarlo.
Con este material escaso, con el título alarmante que me dio mi buen amigo don Juan de la Fuente Parres, y con algunos sucesos contemporáneos, formé la trama y he escrito esta novela, no de largo, sino de larguísimo aliento.
Cerraba yo mi carta para Bercelona remitiendo estas últimas cuartillas y muy contento de haber concluido, cuando entró el criado del hotel con un paquete de cartas, que me apresuré a abrir, y en una de ellas noté la palabra Bandidos escrita con letras muy claras. Con cierto enfado la puse en un extremo de la mesa, proponiéndome no leerla ni al día siguiente ni nunca, pues los bandidos, y particularmente los de Río Frío, me salen ya por los ojos.
La curiosidad por un lado y la firma con que terminaba la carta de tres pliegos de letra menuda, me determinaron a leerla. Era de un viejo y querido amigo.
No voy a imponer al lector el cruento y último sacrificio haciéndole tragar la carta entera. Me contentaré con extractos, y eso en razón a que completa, como quien dice, la novela, y modifica notablemente el carácter de algunos de los personajes:
No sé qué razones de gran peso tuviste —me escribe mi amigo— para no poner tu nombre al frente de la novela y convertirte en un Ingenio de la corte. ¿No recuerdas que los ingenios de la corte en tiempos pasados se han llamado Calderón, Lope, Tirso, Moreto y Ruiz de Alarcón, y en los presentes, Pereda, Selgas, Cánovas, Núñez de Arce y otros muchos? ¿Tendrías la pretensión de quererte introducir como de contrabando entre esas gentes y cuando se descorriese el velo del anónimo aparecer como un prodigio… de talento? No lo creo, porque nunca te he conocido ni orgulloso ni fatuo, y mal que bien, desde hace años has firmado tus artículos, sufriendo con paciencia la crítica y recibiendo con modestia las alabanzas. Por otra parte, es del todo imposible que quieras ocultarte cuando escribes. Todo en ti se reduce a plática, y lo mismo es un discurso en el Congreso, que una novela, o que una charla insustancial en un café. No te ofendas por esto, pero es la verdad, y de poco te ha servido leer a los clásicos franceses, a los clásicos italianos, a los clásicos españoles y a los clásicos de todo el mundo. Tú has quedado el mismo, sin aprender nada y sin corregirte de tus defectos; pero vamos a lo esencial.
He recibido con exactitud las entregas de Los Bandidos de Río Frío, que ha publicado nuestro amigo Parres. Buen papel, letra moderna, que llaman elzeviriana, tinta un poco negra, pues hoy, por moda o por economía, se imprime, particularmente en Barcelona, con tinta blanca. Los lectores de aquí a cien años encontrarán las hojas de los libros blancas como salieron de las fábricas de papel. A Parres, pues, no hay motivo para criticarlo; a ti tal vez, pero parapetado tras del Ingenio de la corte, estarás a salvo y no tendrás que tomar la pluma para contestar; pero, repito, no es esto lo esencial, y me desvío de mi camino.
Entre los personajes que figuran en tu novela, los hay evidentemente fantásticos, como ese Evaristo que a cada momento le daban goles y pedradas en la cabeza, y que en el curso de su vida criminal no tuvo un lance ni medianamente interesante que diera idea del arrojo, de la destreza en manejar el caballo, de la mezcla de generosidad, barbarie y elegancia salvaje que caracterizaba, hace años, a los bandidos de nuestro país.
En cuanto a Relumbrón, no me ha gustado nombre tan retumbante, pero así en efecto llamaba el ciego Dueñas al célebre coronel Yáñez, y has debido conformarte con la historia y la tradición. Mucho siento no haberte podido enviar el folleto que me encargaste, pues habrías, sujetándote solamente a los hechos, escrito un libro más interesante y menos voluminoso.
En otros personajes designados con nombres diversos, inventados al correr la pluma, he creído reconocer a individuos de carne y hueso que han existido, y a quienes hemos hablado y dado la mano, como, por ejemplo, a Cecilia. Los dos hemos comido sabrosas frutas durante largas temporadas en el puesto de Cecilia en la Plaza del Volador. Los dos hemos admirado, y a cual más, ese pecho apiñonado y turgente que se adivinaba debajo de una camisa fina y bordada; los dos hemos elogiado las sartas de perlas finas que ostentaba el cuello torneado de esa rica y hermosa frutera, que ganaba el dinero que quería; los dos hemos visto llenar de duraznos, de peras y de ricos zapotes el pañuelo paliacate de don Pedro Martín de Olañeta, y lo hemos visto salir contento de la plaza del mercado en compañía de don Andrés Quintana Roo: los dos, en fin, recordamos a ese don Diego de Noche, que en compañía de otros calaveras que llegaron después, como el general Arista, a ser grandes hombres, desbarataba bailes apagando con un sablazo la lámpara de maderas, de cristal y batiéndose después con el dueño de la casa o con cualquiera de los galanes que asistían a estas tertulias y bailes caseros que han desaparecido completamente.
No sé qué conclusión tendrás meditada para tan estupenda novela, pero por si pudieses hacer uso, te daré noticia de la suerte que han corrido algunos de tus personajes.
La moreliana, que se llamaba doña María Josefa Quintero y Rubio, salió al fin de la casa de locas.
Fue don Cayetano Gómez, de Morelia, que era su banquero y apoderado, el que la sacó de la horrenda prisión cuando estaba a punto de perder de veras el juicio. El doctor alienista no quiso reconocer su error, y afirmó que él la había curado con cierto método usado en los hospitales de París.
Algunos de los parientes de la moreliana habían muerto, y con los que quedaban celebró una transacción don Cayetano Gómez, y quedó expedita, sin perder su fortuna, para casarse con el doctor alienista, que era quince años menor; pero él y ella no tenían malos bigotes y llamaban la atención en el paseo de Bucareli, adonde no dejaban de ir todas las tardes aunque lloviera o tronara. Por supuesto, nadie sabía los deslices de la moreliana con el platero de la Alcaicería, que dieron por resultado que viniese Relumbrón a escandalizar el mundo. El ciego Dueñas únicamente olfateó algo de esta antigua y oscurísima historia y la contaba muy en secreto a pocas personas. Seguramente te la refirió a ti y la aprovechaste para tu novela, omitiendo el nombre de la moreliana, que ya no hay necesidad de ocultar. Murió de parto (era ya de la edad de Santa Isabel) y el alienista la siguió al sepulcro a los tres años, dejando un huérfano riquísimo, y que a su mayor edad probablemente no tendrá ni camisa limpia que ponerse, pues faltando don Cayetano Gómez, que también falleció, los licenciados y tutores se lo comerán todo.
La guapa Cecilia no cambió ni de maneras, ni de lenguaje, ni de honradez, pues ha sido fiel y buena mujer hasta lo último; pero Lamparilla no pudo darle (pues ya era tarde) ni las maneras, ni la instrucción, ni la dulzura de una señorita educada en los colegios de México, y al lado de una familia fina y de modales cortesanos.
Tarde reflexionó Lamparilla en esto: mientras pasó la luna de miel en la soledad y las comodidades del rancho, no notó estos defectos, pero pasados dos años, se arrepintió como de sus pecados de haberse casado con una frutera; peor todavía, con una trajinera que había tenido amores con un bandido que había acabado en la horca. A los dos años le ocurrió acordarse de ciertas escenas, de comentarlas a su modo, y de convertirse en un fingido Otelo. Se encelaba del mozo que servía la comida, de los peones que trabajaban en el campo, de su sombra misma, y todo esto para concluir en una reconciliación que daba por resultado el que Cecilia, llorando como una niña, le abandonase sus alhajas o una parte del dinero en oro que tenía escondido. Lamparilla había dado en beber y, lo que es peor, en jugar. En el curso del tiempo fue perdiendo, perdiendo; hipotecó el rancho quizá en más de lo que valía, para pagar las cajas y dio en seguida tras lo que Cecilia había llevado a su lado, que no era poco. Raras veces se le veía en el rancho y la mayor parte del tiempo lo pasaba en México, en casa de don Moisés, que logró burlar a la justicia, vivía de una manera misteriosa y tenía sus encierritos, donde concurría lo mejor de México y hacía prodigios con su baraja mágica. Lamparilla, sin embargo de ser corrido de mundo, era una de sus víctimas, y con todo y esto tenían la mayor intimidad y almorzaban juntos por el rumbo del Rastro en casa de los matanceros.
Doña Pascuala, que quería a Cecilia como si fuera su hermana, trataba de componer el matrimonio y ponerlo en paz; pero ¡quizá!… imposible. Lamparilla prometía enmendarse, y cada vez era peor. La verdad es que, desde que se hizo verdaderamente rico, sació sus deseos y se vio ligado para toda su vida con una trajinera, reflexionó que hubiera podido casarse con una hermana del marqués de Valle Alegre y ser un aristócrata (como hay muchos en México) y sentarse en un sillón del Congreso y heredar el acreditado bufete de don Pedro Martín; le entró en el corazón tal odio y tal desprecio por la pobre Cecilia que sólo lo disimulaba cuando quería sacarle dinero para saciar los dos feos vicios en que había dado, por despecho, como decía cuando algún amigo le solía ir a la mano o hacerle una observación. Dicen bien que Dios castiga sin palo ni cuarta, porque Lamparilla, por más que se diga, estuvo complicado en más de una de las muchas travesuras de Relumbrón, y se salvó por el ciego cariño que le tenía don Pedro Martín, que lo creía el más honrado de los abogados jóvenes que había tenido por discípulos.
El mal estado de los negocios de Cecilia y sus pesares domésticos afectaban mucho a doña Pascuala; pero más que todo esto, la postró enteramente la larga ausencia de Moctezuma III, que fue enviado con su regimiento a pacificar a los indios de las orillas del río Yaqui, y la prevaricación de su hijo Espiridión. Sí, señor; óyelo bien, la prevaricación de Espiridión, que empezó a estudiar la religión protestante. El arzobispo lo removió del curato de Ameca, quizá injustamente, y concibió tal encono y tal odio que no hallaba cómo desquitarse. Dio precisamente en esos momentos con un inglés, maquinista de la fábrica de Miraflores, que no era más que un propagandista disfrazado; trabaron amistad y ahí tienes a nuestro antiguo y cristiano cura negando quién sabe cuántos misterios de la religión católica, persuadiendo a doña Pascuala de que no debía confesarse a la hora de la muerte y tratando de que comulgara con vino y un pedazo de tortilla mojado en el cáliz. La infeliz madre no pudo ya resistir estos pesares y ellos y los muchos años que tenía, la llevaron a la eternidad. Un día Cecilia, que la fue a visitar y a quejarse de las groserías de Lamparilla, la encontró muerta en su cama.
Pero lo que debes sentir más es lo relativo a don Pedro Martín de Olañeta. Se te conoce de a legua que has tenido sincero afecto, y con razón, a ese magistrado tan santo y tan honrado. Pues vas a ver. Después de sus malogrados amores, pues no cabe duda que estaba profundamente enamorado de esa Casilda (que se convirtió de zalamera vendedora de fruta en el portal, en una monjita ejemplar), la única distracción que tenía era hacer de cuando en cuando un viajecito a Ameca y vivir una corta temporada, ya en el curato, ya en el rancho de Cecilia, ya en la hacienda cercana donde residía doña Pascuala. La conducta de Lamparilla, la apostasía de Espiridión y la muerte repentina de aquella buena mujer, lo alejaron de Ameca y no volvió más. Desde entonces su tristeza era tan profunda y tan amarga, que no se mató porque era buen cristiano. Se le veía en el Café de Manrique todas las tardes tomando café, pero echando en él tantas copas de refino, que al último resultaba que era una taza de aguardiente con unas gotas de café. Otro magistrado, igualmente sabio y respetable como él, lo acompañaba, y como él tomaba también su café compuesto de la misma manera. La tertulia era silenciosa, no hablaban más que una que otra palabra, y al oscurecer se retiraban a su casa cabizbajos, vacilando y teniéndose en las paredes y en los postes de las esquinas. Con todo y los agravios que le hicieron Prudencia y Coleta, fue tan bueno don Pedro, que las dejó de herederas. A Clara la desheredó.
Cuando se abrió el testamento delante de las tres en casa de doña Dominga de Arratia, los sollozos de dolor de Prudencia y de Coleta se oían hasta la calle, acompañados de las maldiciones e improperios de Clara, que salió furiosa de la casa, dirigiéndose a la de Lamparilla para que promoviera inmediatamente la nulidad del testamento.
Las honras en la Profesa por el alma de don Pedro Martín de Olañeta fueron solemnes, y asistieron los magistrados de la Suprema Corte, los jueces, el Colegio de Abogados todo entero y lo más granado de la sociedad de México.
Durante los nueve días lloraron de un hilo Prudencia y Coleta, sus ojos eran unos manantiales que podrían haber formado un río navegable; pero terminado el duelo oficial, sus ojos se secaron completamente y comenzaron a contar sus dineros y a tomar posesión de sus fincas. Habían quedado riquísimas. Mediante tres mil pesos que dieron a Lamparilla (que en el acto fue a perder al juego) lograron que Clara desistiera de su pretensión, y mientras ellas vivían en una gran casa en la calle principal de la ciudad, Clara se metía en las ajenas a pedir limosna, que no le escaseaba gracias a la memoria y al respeto que aún después de muerto tenían los que habían sido sus amigos y sus clientes a don Pedro Martín.
Coleta y Prudencia eran feas de encargo y viejas, pero ricas, y esto bastaba para que tuviesen pretendientes a montones. Jovencitos imberbes les hacían el oso, las seguían a las iglesias y rondaban la calle; pero ellas despreciaban a todos esos fifiriches mexicanos. Querían a toda costa un extranjero que las llevase a París.
Al fin sus deseos fueron colmados. Una se casó con un peluquero francés y otra con un italiano que vendía figuras de yeso. La vieja luna de miel la fueron a pasar a París y a los baños de moda. Me han contado que el francés ha llegado a ser Comendador de la Legión de Honor, se titula el marqués del Volcán y es recibido en los mejores círculos de la sociedad parisiense. Además, es miembro del Jockey Club de la Rue Royale. El italiano es príncipe de Rustipoli y habita una elegante quinta en las cercanías de Florencia. Coleta es marquesa del Volcán y Prudencia princesa de Rustipoli. Por supuesto, cuando un mexicano, por error de cuenta, va a visitar a estas nobles damas, ni la puerta le abren. Por la reja de la ventanilla del portal los despide el portero.
Clara volvió a sus amores con el alférez de infantería, y vinieron los dos a vivir en un cuarto del Mesón de San Dimas. Todo lo que juntaba Clara de limosnas, especialmente del marqués de Valle Alegre, que le pasaba una mesada, lo gastaba el alférez con unas mujeres asquerosas que vivían por el Puente Blanco, y cuando la que él llamaba su mujer se atrevía a encelarse o hacerle la más ligera observación, le daba una felpa de padre y muy señor mío, que a veces la tendía en cama por dos o tres días.
Ya que vino a la pluma el nombre del marqués de Valle Alegre, te daré algunas noticias del tipo verdadero y acabado de la antigua nobleza mexicana, muy distinto, por cierto, de los ridículos personajes que tú y yo conocemos, y que porque tienen unos montones de pesos ganados con la usura y el agio, se figuran grandes hombres, se titulan ellos mismos aristócratas, no tratan más que con ministros extranjeros y cónsules, y ven con el más alto desprecio al resto de la sociedad mexicana.
Se dijo aquí en la Lonja y en las reuniones de gran tono, que el marqués, triste y sin esperanzas ningunas de unirse con Amparo, se había remontado a las nieves de la Suiza y era monje en el convento de San Bernardo. Viajeros mexicanos lo habían visto con una barba blanca muy crecida, vestido con un grueso sayal pardo oscuro, precedido de cuatro o cinco perros, buscando y salvando a los turistas, a quienes cada año envuelven en sus sudarios de cristal las avalanchas del Monte Blanco. También han asegurado haber visto bailando muy contento por las cocottes, en los jardines de París, al pobre don Carlotto, que tú sabes muy bien que despareció misteriosamente de la noche a la mañana, y nadie ha vuelto a saber de él. Tú has inventado que Evaristo lo mató en el monte del Río Frío, y la dulcera de la Estampa de Regina lo reconoció; pero esto no se probó suficientemente en la causa que se siguió al coronel Yáñez y socios. La verdad, el único que conoce los secretos del marqués es don Manuel Campero, su apoderado y su amigo. Parece que el marqués regresó a México de incógnito e inmediatamente se dirigió a las haciendas del interior. Supo que doña Severa había fallecido, que Amparo estaba sola, aislada, consumiéndose de dolor y de fastidio y realmente muriendo en vida. Logró verla, le rogó tanto y le dio tantas pruebas de sincero cariño, que al fin la persuadió, se casaron en secreto y viven retirados en una hacienda, y tan felices como pueden serlo en esta tierra de lágrimas, donde no hay dicha completa.
El doctor Ojeda, que regresó de Europa con el marqués, contribuyó mucho a este desenlace inesperado y novelesco que la imaginación misma no preveía.
El doctor Ojeda, que es hoy un hombre muy rico, no cura más que a sus amigos o gentes escogidas, que le ruegan mucho y que le pagan con puñados de oro. Es un prodigio, especialmente para las enfermedades nerviosas, y se cuentan maravillas, pues aseguran que su ciencia llega hasta el grado de resucitar muertos. Si hubiera inquisición ya estaría el doctor en un calabazo.
¿Qué te parece que hizo Juan, el huérfano recogido del muladar por la buena vieja Nastasita? Ni lo creerás, pues estás acostumbrado a ver que los jóvenes de casas principales y a los que ningún trabajo ha costado ganar el dinero, se embarcan para Europa a tirarlo, a ser víctimas de los escrocs de levita, que se fingen condes y marqueses, y a encenegarse en los vicios parisienses.
Juan hizo todo lo contrario. Con el permiso de sus padres se marchó a París con su esposa, con la encantadora Lucecilla. Él se dedicó al estudio y se vivía en la Escuela de Artes y Oficios y en la de Agricultura, y Lucecilla era media pensionista en un convento de monjas del Sagrado Corazón de Jesús. A las seis de la tarde Juan iba por Lucecilla al convento de la calle de Rochechuard, comían en un gabinete de la Rotonda, en la esquina del boulevard Haussmann, daban en seguida un paseo o concurrían algunas noches al teatro, y antes de la medianoche se retiraban a un apartamento lujoso que tenían arrendado en la calle de Miromesnil. A los tres años de esta vida, Lucecilla hablaba francés como una parisiense, tocaba el piano, pintaba paisajes, escribía correctamente el español y el francés, y tenía nociones de historia natural, y, sobre todo, modales decentes y finos para brillar en la mejor sociedad. En cuanto a Juan, era ya un inteligente agricultor capaz de dirigir bien cualquier finca de campo e introducir en ella las mejoras que los adelantos de las ciencias aconsejan.
Cuando Juan y Lucecilla regresaron a la hacienda acompañados de vacas bretonas y suizas, de carneros merinos de Meklemburgo y de España, de perros de razas finísimas, de burros blancos de Egipto, de becerros de Veraguas, en fin, de un Arca de Noé, don Remigio, a punto de volverse loco de alegría, y la condesa y Robreño no cesaban de acariciar y de llenar de elogios a ese hermoso par resplandeciente y dichoso que parecía rodeado de una alegrísima y luminosa aureola.
La condesa y Robreño entregaron la dirección de la casa a Lucecilla y la de las haciendas a Juan, y resolvieron hacer un viaje a la capital, donde llegaron con un tren tanto o más lujoso que el que llevó el marqués de Valle Alegre cuando hizo el desgraciado viaje de novio.
Vendieron la funesta casa de la Calle de Don Juan Manuel y compraron otra en la Ribera de San Cosme, arreglaron sus negocios y regresaron a sus posesiones a vivir tranquilos y felices en compañía de sus hijos, teniendo sólo el pesar de no encontrar ya a Agustina, que había pasado a mejor vida, dejando de heredera a Mariana y encargándole que trasladase la milagrosa Virgen de las Angustias a la capilla de la hacienda.
Si en algo te sirven estas noticias para la conclusión de tu novela, aprovéchalas, y si no resérvalas para cuando te dediques seriamente a escribir las Cosas de otro tiempo.
Aproveché, pues, la carta de mi viejo amigo, y con los extractos que acaban de leerse, envié las pruebas a la imprenta de Barcelona. Terminó, a Dios gracias, la inacabable novela de Los Bandidos de Río Frío…
Hotel de Rin, Dieppe, julio de 1891.