LXII. Ironías de la vida

Mientras Relumbrón, Evaristo, Hilario, el tuerto Cirilo y socios marchaban lentamente por las calles de México hasta llegar al lugar donde debían ser ejecutados, y la moreliana era conducida al hospital, una alegre caravana entraba en el pintoresco pueblo de Ameca.

Moctezuma III había sido nombrado jefe de una especie de zona militar, compuesta de Ameca, Chalco y Texcoco, y estaban también a su mando las escoltas del camino de Río Frío, formadas de valientes dragones bien montados, que hacían su servicio conforme a ordenanza y no recibían de los viajeros ninguna gratificación. El primer cuidado de Moctezuma, como se debe suponer, fue tomar posesión de sus fincas, autorizado por la orden del Ministerio de Hacienda, que Lamparilla le entregó. No se dejó, siendo un muchacho tan listo y entendido, engañar de su abogado. Le consiguió, en pago de sus servicios, el magnífico rancho de Tomacoco, y él, doña Pascuala y Espiridión, que consideraba como si fuesen de su familia, quedaron dueños y señores de los bienes.

Doña Pascuala, ya rica, quiso premiar el señalado y oportuno servicio que le hizo Jipila prestándole su dinero, y le hizo donación por escritura pública del rancho de Santa María de la Ladrillera.

Cecilia cedió el puesto de fruta a sus dos Marías y, cumpliendo su palabra, dio sus disposiciones para casarse con el licenciado Lamparilla, el que, demasiado vivo para complicarse en los malos negocios de Relumbrón (aunque algo le pasaba por las narices) no tuvo más que dar ciertas declaraciones que en nada le comprometieron y casi loco de gusto porque iba a llegar el suspirado día de unirse con la frutera, activó las diligencias matrimoniales y obtuvo la licencia para que lo pudiese casar el cura de Ameca.

Todas estas personas se pusieron de acuerdo para hacer juntos el viaje. Doña Pascuala, acompañada de Cecilia y de Jipila, en un buen coche; Lamparilla en su carretela, y Moctezuma III a caballo, con una escolta de dragones de su regimiento. A Juliana la había mandado el día antes en un carro cargado de vinos, conservas y provisiones para habilitar las haciendas y celebrar la boda.

Espiridión los esperaba ya con un buen refrigerio y alojamientos en su curato.

Cecilia, antes de entrar al curato, quiso cumplir su promesa y subir a la pequeña y pintoresca montaña en cuya cima está la capilla del Señor del Sacro Monte para darle las gracias de haberla salvado en el naufragio en el canal de Chalco y del puñal de Evaristo cuando acometió su casa. Llevaba sus retablos pintados y con marco dorado, y sus milagritos de plata preparados y añadió una trenza de sus cabellos. Doña Pascuala, a causa de su extremada gordura, no los acompañó; pero los demás sí, y por supuesto, Lamparilla, que había prometido hacer en unión de su idolatrada Cecilia esa piadosa peregrinación.

Acabados los rezos y colocados los milagros y retablos, descendieron todos al curato, donde encontraron ya en la mesa una sopera humeante y olorosa. Ese día, por lo menos, se consideraron enteramente felices y sólo extrañaron a Juan, que creían muerto, y brindaron de corazón por su memoria.

Al día siguiente el cura dio las manos a Cecilia y a Lamparilla, que quisieron fuera el casamiento muy modesto, y una semana después cada cual estaba en sus fértiles y hermosas posesiones, dándose una vida regalada. El reinado de la dinastía de los Melquiades había terminado, y se levantaba espléndido y brillante el de Moctezuma III.

Este cuadro de luz, de flores y de alegría formaba contraste con otro de sombras, de lágrimas y de tristeza.

Don Pedro Martín sentenció a su cuñado a ocho años de prisión, como monedero falso, y bien que el Presidente lo hubiese indultado (por consideración especial al íntegro juez) y reducido su pena a cuatro años de confinamiento absoluto en su propia casa, las recriminaciones de Clara fueron tan continuadas y violentas, que tuvo que echarla de su casa. Coleta y Prudencia, que habían sido cariñosas, considerando en conciencia que había sido excesivamente cruel y deshonrado a su familia, lo abandonaron, dejándole escrita una carta no muy lisonjera, pues lo llamaba hermano desnaturalizado.

El viejo magistrado, irritado contra la familia, solo en su biblioteca, fatigado con el trabajo y desengañado del mundo, se refugió en el secreto amor que profesaba a Casilda y aun pensó echar a un lado toda especie de consideraciones sociales, comprar cerca de México un rancho o hacienda, casarse con la muchacha y acabar sus días separado como con una muralla del resto del mundo; pero su posición y fama, que aumentó con el ruido que hizo la célebre causa, lo tenían en una constante duda y en un tormento que aumentaba a medida que reflexionaba en los inconvenientes y dificultades de tal determinación. Un incidente fatal lo sacó de esta violenta situación.

Un día que estaba reclinado en los pergaminos de su biblioteca, presa de un desaliento infinito, recibió un papel de Amparo, en que le decía que fuese inmediatamente, porque Casilda hacía seis días que estaba gravemente enferma.

El corazón le dio un vuelco, creyó que se ahogaba, y así y todo se vistió de prisa, tomó su sombrero y su bastón y marchó con presteza, como si tuviese veinte años, a la casa de doña Severa, donde no había puesto un pie desde que comenzó la causa, pensando, naturalmente, que serla mal recibido y que el dolor, el despecho, la situación espantosa en que habían quedado doña Severa y su hija después de la muerte de Relumbrón, originarla ya violentas, ya tristísimas escenas que creía debían evitarse.

Nada de eso sucedió. Amparo, cadavérica, con unos círculos morados alrededor de sus bellos ojos, pero humilde y resignada, recibió al magistrado con una triste sonrisa. Quiso disimular lo que sufría y no pudo, cogió la mano del juez, la quiso llevar a sus labios, y el viejo sintió caer en ella dos lágrimas que le quemaron como si hubiesen sido dos gotas de plomo derretido.

Don Pedro Martín tomó delicadamente la cabeza de Amparo y la reclinó en su seno.

—Eres una santa, hija mía —le dijo— y me das lecciones de generosidad, de paciencia y de conformidad con la voluntad de Dios.

—Por causa nuestra se ha enfermado Casilda —le contestó Amparo—. Ya debe usted pensar lo que hemos padecido y lo que tendremos que sufrir todavía. Mi mamá ha estado a la muerte, sin querer absolutamente que la viese el médico. Casilda la ha curado, la ha velado dos semanas sin quitarse la ropa ni descansar un momento; ha salido a deshoras de la noche lloviendo para traer de la botica las medicinas caseras que nos ha ocurrido podrían aliviarla. Los últimos días yo no pude soportar la fatiga y caí también en cama, y ella me atendió lo mismo que si fuera su hija o su hermana. La consecuencia ha sido una fiebre… la creo muy grave, y por eso me atreví a escribir a usted. Mi mamá no tendrá todavía fuerzas ni valor para hablar con usted… Pero ¿quiere usted ver a Casilda?

—¿Cómo no, Amparo? Sí que la veré —le contestó— guíame, y vamos…

La recámara era amplia, aseada y con muy buena ventilación. A pesar de esto, al abrir la puerta y penetrar en ella se sentía una atmósfera cálida, mezclada con extraños olores de botica y de cosas pútridas.

Don Pedro Martín y Amparo se acercaron resueltamente al lecho, sin asco y sin temor de un contagio.

Casilda estaba inmóvil como un tronco; sólo su pecho levantaba las sábanas con una respiración sorda y trabajosa de agonizante; su cara, entre roja y amoratada, ardía como si le acabasen de pasar por la frente y los carrillos una plancha ardiendo; sus cabellos en desorden, esparcidos y como arrojados en fracciones sobre las almohadas limpias y blancas; un brazo torneado y una pequeña mano floja y caliente salía de la sobrecama, y en el cuello descubierto se notaban unas manchas redondas y rojas. Casilda tenía una fiebre maligna que la quemaba viva y se la llevaba por momentos.

Don Pedro se retiró pensativo, melancólico y cabizbajo, pero resignado. Amparo le había dado el ejemplo, y no quería ser más débil que la huérfana a quien él había dejado sin padre.

Para él era asunto concluido. Pocos días, quizás pocas horas de vida quedaban a Casilda; con ésta, muerta, se enterraban también las esperanzas y las ilusiones del viejo abogado y sus últimos años de vida serían de sombra y de duelo.

Llegó a su casa, y fue entonces cuando se consideró algo feliz de estar solo y de que sus hermanas, que le servían de molestia, que espiaban sus acciones y que lo mortificaban por cualquier cosa, se hubiesen marchado. Formó entonces la resolución de darles una pensión, con tal de que no le volviesen a ver. Sentóse en su bufete y escribió a Amparo:

Desde este momento, buena y, diré mejor, santa niña, soy tu padre y tienes que obedecerme. Casilda no tardará en morir. Sal en el acto de esa casa maldita, y ve a habitar con tu madre mi casa de San Ángel. Te envío a mi dependiente y en mi carruaje conducirá a ustedes al campo. Yo cuidaré de todo lo demás.

Llamó a uno de sus pasantes de más confianza, le dio sus instrucciones, y no hay para qué decir que al mismo tiempo envió médicos y enfermeras, proponiéndose él ir diez, veinte veces, si era necesario, a visitar a la enferma, con la intención, quizá un poco criminal, de que se le pegase la fiebre y tal vez muriese y fuese enterrado en compañía de la mujer que silenciosamente había amado tantos años.

Tranquilo en la apariencia con estas disposiciones, se sentó en su poltrona.

—Dentro de dos horas, que ya habrán salido de la casa doña Severa y Amparo, iré a ver a Casilda y no lo abandonaré hasta que exhale el último aliento.

Así pensando y haciendo propósitos firmes de tener valor, fuerzas resignación y también esperanzas de morir pronto, se quedó como aletargado en el sillón, pero no le duró mucho tiempo este fatigoso sopor; la criada vino a avisarle que un señor deseaba verlo con urgencia, y casi al momento asomó la cabeza por la puerta de la biblioteca el doctor Ojeda. Acababa de llegar de la hacienda del Sauz, con poderes amplios de Mariana, de Robreño y de don Remigio, para arreglar los asuntos pendientes y que se cumpliese el testamento cuyo original tenía en el bolsillo.

Contó el doctor con precisión y minuciosidad la curación milagrosa de Mariana, por medio de la influencia magnética que ejercía en ella la muchachita aventurera con que se había encontrado Juan la noche del robo de don Pepe Carrascosa; la invasión de los salvajes; la muerte del conde y el casamiento de Robreño, y cómo el nieto había quedado heredero de los títulos de nobleza. Cuando terminó la narración, entregó el testamento a don Pedro y le dijo:

—Como una muestra del carácter singular del conde, se acordó de su primo, a quien quiso matar en un duelo terrible, y le dejó un legado de cien mil pesos, y otro de igual suma a usted, a quien hacía años que no veía; mientras para mí que lo desaté moribundo del árbol en que los indios le habían amarrado, que lo llevé en brazos, que le asistí y velé noches enteras, y que hice cuanto la ciencia me enseñaba para salvarlo, no tuvo ni memoria, ni siquiera una mirada de gratitud; pero no importa, he sido recompensado con grandeza, y Robreño y la condesa son como de mi familia.

—¡Qué crueles ironías tiene la vida! —dijo don Pedro con desaliento, tirando en la mesa el testamento que tenía en la mano—. ¿Para qué me sirven ahora cien mil pesos? Mis hermanas se han marchado a casa de doña Dominga de Arratia, y esa mujer, a quien he servido años sin cobrarle honorarios, me ha puesto una carta llena de insultos; la huérfana desvalida, que era un dechado de virtud y un prodigio de hermosura (y digo que era, porque quizá habrá muerto ya), y yo, en las puertas del sepulcro, ¿para qué quiero cien mil pesos? ¿Para qué los quiere el marqués del Valle Alegre, que tiene más penas y desgracias que caudal? Pero así es la vida, doctor, y yo repararé la falta de memoria del conde, abandonando a usted todo o parte de ese legado, si me salva usted a Casilda, pues no me cabe duda que es usted y no la muchacha aventurera la que ha salvado a la condesa. Vamos, vamos, se lo suplico, si no tiene usted inconveniente. Por mi parte haré el sacrificio de encargarme de la testamentaría, y contaré a usted cuanto ha pasado aquí en la célebre causa que ha abreviado los días de mi vida.

—Con mucho gusto, y sin interés ninguno, haré cuanto usted quiera. Veremos a la enferma, y la salvaré si es posible. Vamos.

El abogado y el doctor salieron platicando de sus asuntos por la calle, y antes de media hora estaban en la recámara de Casilda, donde se encontraban tres médicos reconociéndola y procurando refrescar con agua helada sus labios hinchados y ardientes por la fiebre.

El doctor Ojeda, presentado por don Pedro, los saludó, reconoció a Casilda con la más escrupulosa atención, meneó la cabeza de una manera significativa y los cuatro doctores se retiraron a conferenciar, cerrando la puerta tras ellos para que nadie pudiera escuchar.

Don Pedro salió al corredor y durante media hora, que le pareció un siglo, se paseó agitado pero con un resto de esperanza, pues la esperanza es la última que abandona al hombre, especialmente cuando es desgraciado. Por fin, el médico de cabecera hizo entrar a don Pedro.

—Amigo y señor licenciado —le dijo— usted es filósofo, hombre de mundo y además fuerte y enérgico. Ya se han visto todas estas cualidades en la célebre causa formada al dueño de esta casa y socios.

Don Pedro se vela tentado de dar un empellón al doctor y echarlo de la casa; pero el doctor continuaba impasible su preámbulo, hasta que soltó lo que le costaba trabajo decir.

—El caso es desesperado —continuó—, sin la fiebre, que es intensa, la debilidad se la llevaría. Estos casos tiene, por lo común, un desenlace fatal. Hemos hecho cuanto la ciencia aconseja, y nuestro distinguido doctor podrá decir si el tratamiento que hemos seguido ha sido el más acertado. Pero, repito, respetable amigo, el caso no tiene remedio, es inútil hacerle ya más medicinas y lo mejor es dejarla tranquila y que muera en paz.

Diciendo esto, tomaron sus sombreros, estrecharon afectuosamente la mano de don Pedro, que oía aterrado esta sentencia de muerte, y bajaron de prisa la escalera, deseosos de abandonar la funesta casa donde se había abrigado el crimen y donde se respiraba una atmósfera mortal.

El doctor Ojeda procuró consolar a Don Pedro, pero no pudo menos de declararle que quedaban a la pobre Casilda pocos momentos de vida.

Al fin, se marchó también; las enfermeras, soñolientas y fatigadas, se habían esquivado echándose en los sillones y canapés, y las criadas habían huido a las remotas piezas de la sala. Don Pedro quedó solo, miró a todos lados y se dirigió con miedo, como quien va a cometer un crimen, a la recámara de la enferma.

Por una ventana entreabierta entraba el último rayo del sol de la tarde e iluminaba el lecho. Casilda acababa de expirar. La sangre hirviente que había dado a sus mejillas y a su frente un color rojizo, se heló repentinamente con la muerte y cambió su fisonomía dándole el aspecto plácido y tranquilo que tiene el que duerme después de las fatigas de un largo viaje. Ella había hecho el viaje de la vida entre zozobras, penas, recogimiento y esperanzas, y entraba casi sin saberlo a las puertas de la eternidad, pues desde el segundo día perdió el conocimiento y quizá lo recobró un instante y mientras los médicos discutían y el único hombre que la había amado en el mundo se paseaba nervioso y agitado en los corredores de la casa.

Don Pedro quedó más de un cuarto de hora como petrificado, sin despegar los ojos de la muerta; después, como volviendo en sí de un letargo, salió de la recámara para observar si alguien venía, escuchó los ronquidos de las enfermeras, se cercioró de que estaba solo, y no pudiendo aguantar más, cayó de rodillas junto al lecho, derramó abundantes lágrimas y cubrió de besos la mano rígida de la pobre Casilda. Oyendo ruido, se levantó precipitadamente asustado y tembloroso, como si hubiese acabado de matar a la muchacha, se limpió los ojos con un pañuelo, trató de componer su fisonomía desencajada y cadavérica y se dirigió a la pieza inmediata.

Era una de las criadas que venía a ver si algo se ofrecía.

—Murió ya —dijo don Pedro tratando de dar a su voz un tono tranquilo, y sacó un puñado de pesos de la bolsa—. Que compren cera, que las enfermeras la vistan con la mejor ropa, y que la velen y recen toda la noche. Volveré.

Cuando entró en su casa era ya de noche, y se encontró que le esperaba el marqués de Valle Alegre, que no sabía nada de la enfermedad de Casilda ni de la traslación de la familia a San Ángel. Por más esfuerzos que había hecho, no lo habían querido recibir ni doña Severa ni Amparo y la consigna era tan rigurosa, que no había podido penetrar ni al patio de la casa. Desolado, sin saber qué partido tomar, ni qué hacer, ni cómo quedar bien con la familia desgraciada en su calidad de amante y de caballero, iba a platicar y a pedir consejo a don Pedro. Así, cuando supo la nueva catástrofe, se apresuró a decirle:

—Por mis sentimientos puedo adivinar los de usted. En cierta edad, las pasiones son más fuertes y más violentas. Los jóvenes fácilmente se consuelan, y si pierden por la muerte o por cualquier otro motivo (como me ha sucedido a mí) una muchacha, a la vuelta de una esquina encuentran otra; pero nosotros nos encaprichamos en querer a una sola mujer… y no hay remedio.

Don Pedro quiso negar y protestar; pero el marques no lo dejó.

—Nada… amigo mío —le dijo— a mí me toca servir a usted, y hago poco en ello comparado con lo que usted me ha servido reponiendo mi fortuna aumentada con el legado del conde. Aquí tengo la carta en que me da la noticia el doctor Ojeda. ¿De qué me sirve ahora? Antes poco habría sido para rodear a Amparo con el lujo de una reina… Pero ya hablaremos de eso. Por ahora quede usted en casa reposando, que bien lo necesita, y yo me encargaré de todo. Hasta la vista.

Y recobrando su actividad, distraído un momento de sus penas, salió, y en efecto dispuso lo necesario para el entierro de Casilda, que descansaba ya para siempre en su lecho con cuatro gruesos cirios de cera que goteaban y chisporroteaban en la oscuridad, iluminando siniestramente las cabelleras negras y enmarañadas de las veladoras, que dormitaban reclinadas en los rincones tenebrosos de la recámara.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, un ataúd revestido de terciopelo negro con galones de plata, conducido por cuatro cargadores y seguido de un solo coche en el que iban silenciosos y cabizbajos don Pedro y el marqués, caminaba despacio con dirección al cementerio de Santa Paula. Allí estaba preparada la capilla, donde se celebró una misa de cuerpo presente, se rezaron las oraciones de difuntos, y los dos personajes, vestidos de negro, sombríos, mudos, andando y moviéndose maquinalmente, vieron con aparente calma regar el ataúd con agua bendita, colocarlo en el nicho y cerrarlo con ladrillos y mezcla, interponiendo esta débil pared entre la vida del mundo y la eternidad, a donde había volado el alma de la buena y hermosa Casilda.

Don Pedro y el marqués, sin decir una palabra, entraron en el coche y regresaron a la ciudad.

Con la casi repentina muerte de Casilda, una cosa terrible de que aún no podía darse cuenta, había caído en la vida sedentaria y hasta cierto punto tranquila del magistrado. Le parecía que la tierra estaba oscura, que el sol no calentaba ni alumbraba, que el mundo estaba hueco y que él bajaba constantemente a un abismo sin fin. Un velo, más espeso, más fúnebre que el que había oscurecido la vida de Mariana por algunos años, le cubría los ojos, le envolvía en sus pliegues, no le dejaba respirar, y sólo de vez en cuando aparecía el busto desnudo y tentador de Casilda, engastado entre las cortinas de damasco rojo de los balcones de su recámara; pero se desvanecía y borraba enteramente y era sustituido por el ataúd negro que los sepultureros colocaban en el húmedo y estrecho nicho del panteón.

Durante los nueve días don Pedro cerró herméticamente las puertas de su casa y no se dejó ver de nadie; pero pasado este tiempo, los negocios, y especialmente el de la testamentaría del conde del Sauz, le obligaron a ser superior a sus pesares, aumentados con el vil comportamiento de sus hermanas.

Clara el día menos pensado recogió todas sus alhajas, ropa y dinero, llenó a su confiado marido de improperios, llamándole hipócrita, ladrón, monedero falso, presidiario, bandido y otros calificativos por ese estilo (y que en parte merecía) y se marchó, sin que de pronto se supiese a dónde, aunque malas lenguas dijeron que su rumbo era por San Luis, donde estaba de guarnición un alférez de artillería con el que hacía tiempo que tenía relaciones.

Doña Dominga de Arratia, medio chiflada desde el día que la robaron, formó una liga estrecha con Coleta y Prudencia, y las tres no se ocupaban día y noche más que de conspirar contra don Pedro y escribirle cartas urgiéndole que hiciera su testamento y que de pronto les diese dinero, inventando que estaban en la miseria, que no tenían ropa, que debían mucho, que estaban obligadas bajo promesa a costear ciertas funciones de iglesia y a dar limosnas como lo habían acostumbrado toda la vida, y que, puesto que la ley las constituía herederas, querían saber lo que cada una heredaría, para así echar sus cuentas. Todas las cartas concluían así: «Tus desgraciadas hermanas a quienes echaste de tu casa».

Pepe Carrascosa, o el muerto resucitado, como le decían, vino a dar también al estudio del licenciado Olañeta. Informado por el doctor Ojeda de lo ocurrido y del casamiento de Juan con la Lucecilla, quiso hacer la cesión prometida de la mitad de su caudal a los esposos como un regalo de boda, y marchar a la hacienda del Sauz a vivir algún tiempo con los que él llamaba sus hijos.

—Hasta que tuve familia —decía muy contento y restregándose las manos.

Don Pedro concluyó pronto este negocio, y Pepe Carrascosa, cargado de curiosidades de plata, oro y esmalte, que había comprado en las almonedas del montepío, marchó a la hacienda del Sauz acompañado de una fuerte escolta de caballería, cuyos haberes se comprometió a pagar.

Quedaba lo más difícil y más grave para don Pedro, que eran los asuntos del marqués del Valle Alegre; no los asuntos de dinero, que marchaban bien, sino los asuntos del corazón y en los cuales tomaba una parte muy directa para pagar así lo que el noble caballero había hecho por él. Era, más que un abogado, su verdadero amigo desde el día que lo acompañó al modesto y triste entierro de Casilda.

El marqués, después de pensar, de meditar mucho, de considerar bajo todos los aspectos la cuestión, había decidido firmemente echar a un lado todas las dificultades sociales y llevar adelante su casamiento con Amparo, suprimiendo sólo el lujo y el aparato que le acarrearía las murmuraciones y la crítica amarga del público.

Fuerte con esta resolución y tranquilo hasta cierto punto, como se encuentra cualquier persona que sale de un estado penoso de duda y de indecisión, se dirigió a la casa de don Pedro, le comunicó sus ideas y le suplicó que lo ayudase e interpusiese su influencia con doña Severa y con Amparo.

—¿Qué influencia podré tener —le dijo don Pedro— con personas a quienes he dejado sin esposo y sin padre?

—Ellas conocen bien —le contestó el marqués— que usted tuvo que cumplir con su deber, y cualquiera otro juez habría hecho lo mismo. Las pruebas no dejaban duda de la culpabilidad de ese hombre desgraciado o maniático, cuyo crimen mayor ha sido deshonrar a dos infelices mujeres que merecen el nombre de santas; pero no importa, yo tengo el valor y la voluntad suficientes para volverlas a la vida social. Mi nombre y mi nobleza, nunca manchada, serán un escudo que las defenderá y las pondrá a cubierto de la maledicencia. Estoy resulto, y si no salimos bien del intento, haré de cuenta que una fiebre arrebató a Amparo y que Dios dispuso que fuere a acompañar a la pobre Casilda. Tendré valor como usted, y me conformaré con la voluntad de Dios.

Por más que don Pedro procuró disuadirlo, y le hizo, hasta con cierta dureza, todo género de observaciones, no hubo modo de convencerlo, y convinieron en hacer el viaje a San Ángel y caer como de repente a la casa de las inconsolables y desoladas señoras que no se habían atrevido aún a abrir las ventanas que daban a la calzada, ni a salir siquiera a oír misa en la ermita cercana.

A don Pedro no podían cerrarle la puerta y, como iba acompañado del marqués, entraron juntos, y fue Amparo la que los recibió en la puerta.

La casa de campo de don Pedro estaba situada en la calzada o calle principal de Chimalistac. Sombría y húmeda, las recámaras tenían ventanillas que les daban poca luz y aire; los muebles, no antiguos, sino viejos, forrados de percales oscuros con dibujos negros medio borrados y sucios; los cielos rasos, mal pintados, no presentaban más que una aglomeración de manchas a causa de las goteras; los pisos de ladrillo, ya casi negros y mal colocados, contribuían a dar un aspecto más triste a las habitaciones. El licenciado, en vez de componer la finca, la había dejado arruinar. No gozaba de las delicias de la temporada, como otros muchos abogados, porque sus constantes ocupaciones no se lo permitían. Solía ir los sábados y regresar a México los lunes o martes. La sala era lo mejor de la casa, pues tenía grandes ventanas a la calle, una alfombra muy usada, unos canapés antiguos, una mesa con una gran plancha de tecali, cuatro sillones muy cómodos y un curioso candil de Venecia colgado en el centro y cubierto con una funda de gasa que se caía en pedazos.

En esa sala leía los periódicos, comía y dormía, y jamás pasaba a las otras piezas que permanecían cerradas. La mujer del jardinero le guisaba y lo asistía, pues sus hermanas detestaban la casa; decían que en el momento que entraban les dolía la cabeza, y añadían que se espantaban y tenían miedo a los ladrones y a los muertos.

La huerta sí era deliciosa, particularmente después de salir de las piezas tenebrosas. Un bosque de peras, melocotones, manzanas, castaños, aguacates y ciruelas, y aquí y allá, en desorden, los elevados fresnos, de copas inmensas como las cúpulas de las catedrales. En el suelo una profusión de flores de todos matices y en el aire y en las ramas abejas, colibríes y pájaros de colores que alegraban con su ligereza y sus cantos aquel pedazo de tierra fértil, un poco salvaje, donde el sol y las corrientes de agua suplían el descuido del jardinero. ¡Cuántas veces quizá Evaristo escaló la vieja y alta tapia, y Casilda lo esperó al pie de ella con su rebozo dispuesto a recibir las manzanas y las ciruelas de España que se robaban para irlas a vender los domingos al Portal, dejando ver a muchos marchantes sus pies pequeños y desnudos, calzados con el zapatito verde oscuro!

Al ver Amparo al marqués sintió una conmoción profunda. No lo esperaba ni lo había visto después de la memorable noche en que fijaron el día de la boda. Don Pedro lo advirtió y la tomó del brazo.

—Valor y resignación, hija mía —le dijo—. Casilda murió y ha sido enterrada cristianamente. El marqués y yo la hemos dejado en su última morada. No la veremos más. La casa de ustedes está cerrada. Cuando pase la infección de la fiebre, arreglaremos todas las cosas. Adivino tus deseos. Ya ves que yo necesito también valor y resignación; Casilda era como mi hija.

El marqués, conmovido, no pudo ni aun saludar a Amparo, y todos se dirigieron al abandonado salón que despedía un olor de vejez y de humedad.

Amparo entreabrió una ventana y un alegre rayo de sol penetró, y con él la brisa de la mañana, los olores del campo y los pequeños insectos, que se pusieron a revolverse y a vivir contentos en la ráfaga tibia de luz. Las tres personas miraron con ternura esta pequeña escena de alegría de la naturaleza, que formaba contraste con sus pensamientos fúnebres y con la amarga melancolía de sus corazones.

—Tenemos que correr un velo sobre el pasado, mejor dicho, interponer una espesa pared. No hay que acordarse de ello. Dios lo dispuso así, y ya que has sido tan piadosa, tan generosa y tan buena que has estrechado la mano del inflexible verdugo de tu padre, sé todavía mejor dándosela a quien te ama y que dedicará su vida entera a curar tu dolorido corazón. Vengo de nuevo a pedir tu mano para el marqués. ¿Qué dices? Serénate, piensa un poco, haz un esfuerzo, no hagas caso de la sociedad ni de ninguna persona, piensa solamente en ti y en él.

Hubo quizá media hora de silencio. Los insectos microscópicos seguían sus evoluciones en el rayo de sol; una golondrina entró por la reja, dio la vuelta por lo alto del salón para buscar en la casa un nido que había dejado en el invierno; el viento fresco disipó el olor de la humedad, y los personajes, sentados en los apolillados canapés, levantaron los ojos, vieron todo esto y ninguno se atrevía a hablar. Era el gran conflicto que iba a decidir la vida de los dos que tanto se habían amado.

—He tenido —dijo Amparo— como un siglo de agonía antes de poder responder, pero era necesario, y me lo temía, pasar por este trance, el más amargo, el más terrible, el más penoso de mi vida. Imposible de borrar los recuerdos ni curar los dolores del corazón. Quizá con el tiempo, y lo dudo, podrá pasar esta como tempestad horrorosa que descargó en nuestra casa. Dios ha juzgado a mi padre y confío en que lo habrá perdonado; a mí no me toca más que respetar su memoria y guardar en mi alma el cariño que le tuve en vida; pero la mía está condenada a la tristeza, a la oscuridad, al retiro de toda la sociedad humana, hasta que se olviden todas estas cosas increíbles y funestas. Casarme con el señor marqués —continuó Amparo con una voz que denotaba sus ansias y el esfuerzo que hacía— sería hacerlo infeliz para el resto de la vida, y mucho lo he amado y lo amo todavía para pagarle con una acción indigna, sí, indigna, pues sería hacerlo partícipe de la ignominia que pesa sobre nuestro nombre. ¡Qué dicha, qué alegría, qué paz doméstica podría yo proporcionarle, y cómo soportaría ya una mala mirada, un desprecio, cuando, pasado algún tiempo, reflexionase que tenía por esposa una mujer a quien era necesario ocultar de la sociedad, cambiarle el nombre, expatriarse a una tierra extranjera, sin esperanza de volver a la patria! No, no, de ninguna manera, no me pidáis cosas imposibles… No, no puedo, primero la muerte…

Y Amparo, no pudiendo más, se cubrió el rostro con sus manos, se levantó y con visible esfuerzo del canapé y entró en las solitarias y sombrías recámaras.

Don Pedro y el marqués se quedaron estupefactos y como clavados en los asientos.

—No hay esperanza, marqués, y no hay que insistir más. Amparo tiene razón. Este matrimonio no tendría ni aun la luna de miel, sería un duelo eterno. Vámonos y pensemos en aliviar siquiera la infausta suerte que ha tocado a estas dos desgraciadas.

Los dos amigos, más contristados y pensativos de lo que entraron, salieron de la abandonada y vetusta casa de campo.

Amparo y doña Severa no quisieron recibir nada de lo que pertenecía a Relumbrón, y dispusieron que los muebles, coches y alhajas que no habían sido secuestrados porque pertenecían a ellas o estaban en su nombre, se vendiesen, dedicándose sus productos a limosnas a familias pobres y a establecimientos de beneficencia. El marqués hizo un donativo a Amparo de cincuenta mil pesos, y con esto y con los bienes propios de doña Severa, don Pedro les formó una renta para que pudieran vivir. Se fijaron en Celaya con el nombre de viuda e hija de don Agustín Santelices, fallecido en España, y amigo y pariente cercano del marqués. Amparo no quiso entrar al convento ni salir fuera de la patria, y tuvo que conformarse con la precisa necesidad de cambiar de nombre y aceptar esta muerte civil, por no ser objeto del horror y del desprecio de las gentes que supiesen y recordasen el fin trágico de su padre. Allí, tristes, ignoradas y enfermas, ya de una cosa, ya de otra, esperaron con resignación el momento del espanto final, que es la muerte.

El marqués de Valle Alegre logró en su familia la paz y el cariño, fingido tal vez, en cuanto les hizo saber que había prescindido completamente de Amparo, y les regaló los cincuenta mil pesos restantes del legado del conde del Sauz.

El doctor Ojeda, que había cooperado a todos estos arreglos y concluido satisfactoriamente los negocios de la condesa y sus amigos, dispuso hacer un viaje a París para estudiar las enfermedades nerviosas. El marqués aprovechó la oportunidad de un tan buen compañero y se marchó con él, decidido a dar la vuelta al mundo, a sacudir su fastidio y desembarazarse de sus pesares con las emociones y peligros de los viajes.

Don Pedro Martín, muy triste, muy viejo y acabado, y muy rico, renunció la magistratura, cerró definitivamente su bufete, se negó a recibir a sus hermanas por más ruegos y súplicas que le hicieron por escrito ellas y doña Dominga de Arratia, y no tenía más distracción que hacer cada mes un viaje al pueblo de Ameca en compañía de Lamparilla, pasar un día en una hacienda y dos o tres en otra, complacido con el sincero afecto que le tenían Cecilia, doña Pascuala y Moctezuma III, que con su alegría, ocurrencias, buen humor y sabrosa cocina le hacían olvidar a ratos la letal tristeza que lo consumía.

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