Los asuntos del gran Bedolla y Rangel iban de mal en peor. La sorpresa que le causó la providencia que suspendía la ejecución de los reos que él había condenado a muerte, fue tal, que se retiró a su casa con basca y desvanecimientos, y en tres días no pudo asistir al juzgado; tuvo que llamar al médico, que lo puso peor, y de vergüenza y de rabia no se dejó ver más que de su condiscípulo Lamparilla.
Restablecido y sacando fuerzas de flaqueza, se decidió, buscando siempre un pretexto, a ir a Palacio a continuar sus visitas y adulaciones. Con su aire de superioridad, entre afable y orgulloso, sus grandes pasos majestuosos y estudiados, penetró en los salones de la presidencia, bajó la cabeza para hacer un saludo protector a los que esperaban la audiencia, y tendió una amistosa mano al ayudante de guardia, que era su antiguo conocido y el que, de preferencia, le facilitaba el acceso hasta la alta persona del Primer Magistrado de la República. El ayudante, con cierta seriedad, en vez de estrecharle la mano, le presentó dos dedos tiesos y fríos, que Bedolla oprimió con susto y cólera. Entróse el ayudante a anunciarlo, y salió al momento, diciéndole con voz que pudieran oír los que estaban cerca:
—El señor Presidente dice que no puede recibir a usted por las urgentes ocupaciones que tiene en este momento; pero que si algo se le ofrece, puede usted dirigirse por escrito al ministerio respectivo.
Bedolla se puso como un muerto, dejó caer los brazos, y con la boca sin saliva se le pegaron los labios y no pudo hablar.
El ayudante lo dejó plantado y pasó a revisar a los muchos que esperaban, ya sentados en los sillones y sofás, ya de pie platicando en los rincones de las ventanas.
—¿El señor licenciado Rodríguez de San Gabriel?
—Aquí presente —contestó éste, saliendo de entre un grupo de diputados.
El ayudante y Rodríguez de San Gabriel desaparecieron detrás de la puerta del salón presidencial, y Bedolla y Rangel, con la muerte en el alma, tomó un corredor y la puerta excusada que ya conocía, para no pasar una triste revista ni saludar a las personas que habían sido testigos del clásico desaire del Presidente.
Al descender las escaleras recobró un poco el ánimo y se decidió a visitar a los ministros. Quizá podría aclarar el misterio y recobrar por medio de alguno de ellos la amistad y la influencia perdida. Comenzó por el de Justicia. El portero se puso enfrente de la puerta-vidriera con el picaporte en la mano.
—El señor ministro ha dado orden de que nadie entre.
—¿Ni yo? —le dijo Bedolla con cierto tono de despecho.
—Nadie, más que los ayudantes de la Presidencia.
En ese momento llegó don Pedro Martín de Olañeta, que pasó sin apercibirse de que su compañero Bedolla estaba allí.
—Pase usted esta tarjeta al señor ministro —dijo Pedro Martín.
El portero entró con la tarjeta y salió al mismo momento diciendo:
—El señor licenciado puede entrar —y, en efecto, la vidriera se cerró detrás del viejo abogado.
Bedolla estaba a punto de volverse loco; ya no le cabía duda de su completa desgracia. Sin embargo, no se dio por vencido y pasó a ver al Ministro de la Guerra, con el que creía tener estrecha amistad. La casualidad quiso que al mismo tiempo que él llegaba, el ministro salía un poco aprisa. No hubo remedio, tuvieron que hablar.
—El presidente no está muy contento que digamos de usted, amigo licenciado —le dijo el ministro, continuando su camino y sin darle la mano.
—No sé en qué he podido desagradarlo, señor ministro, y precisamente venía yo…
—Ya ve usted, en tres días hemos limpiado el camino de Río Frío, mientras usted dilató meses y meses en una causa de uno de tantos asesinatos que se cometen por borracheras y por celos, y resultó que el capitán de los bandidos de Río Frío era nada menos el asesino que no pudo usted encontrar y, para quedar bien, condenó usted a muerte a unos pobres diablos que ya están en libertad. Dispense la franqueza, licenciado; pero los militares somos así; estamos acostumbrados a hablar claro; ya verá que cosas como éstas no deben de ser muy del agrado del Presidente… Cuídese usted mucho, y lo que se le ofrezca, ya sabe que soy su amigo.
Diciendo esto bajó las escaleras, y dejó a Bedolla en el corredor con un palmo de narices.
El gran Bedolla quiso apurar hasta la última gota del amargo cáliz, y bajó al ministerio de Relaciones, decidido a tener una explicación, a amenazar con la prensa si era necesario; a suplicar y a humillarse si no había otro remedio; pero esta enérgica resolución no tuvo efecto. Bedolla, gracias a que el portero estaba descuidado, pudo penetrar hasta la antesala, y desde allí oyó la voz del ministro, que reía y platicaba con el Oficial Mayor o con alguna otra persona. Al cabo de un cuarto de hora apareció el portero con la caja de correspondencia.
—Si le avisa usted al señor ministro me haría un gran favor —le dijo al portero con la voz más amable que pudo—. Ya me conoce usted, soy Bedolla, el amigo del señor ministro; no quise entrar, porque creo está en el acuerdo.
El portero entró con la caja de caoba llena de cartas y dio el recado.
—Dígale usted a ese licenciado —respondió en voz tan alta que Bedolla no perdió una palabra— que no estoy ni en mi casa, que salí fuera de México y que no se sabe cuándo regresaré. Es un compromiso —continuó dirigiéndose al Oficial Mayor, con quien acordaba en efecto—, pero el Presidente ha dado orden de que no se le reciba en los ministerios.
Bedolla no esperó a que saliese el portero y le diese el recado. Era el colmo. Bajó la escalera, no sólo con basca y desvanecimientos, sino mirando ruedas verdes, rojas y de todos colores; tomó un coche de sitio, porque ya se caía, que lo condujo a su casa, y en tres días no pudo concurrir al juzgado. Su médico le dijo que lo que tenía era recargo de bilis.
La desgracia de Bedolla no dejó de traslucirse en el público al cabo de pocos días, y se le veía en el despacho del juzgado tristón y pensativo. Durante su privanza había vivido como un gran señor, comprando buenas alhajas y plata labrada en casa de Soriano, muebles forrados de brocatel, y, como le regalaron un par de mulas, muestras de gratitud por haber librado de la cárcel a un chalán que había vendido cuatro caballos mañosos y lacrados a doña Dominga de Arratia, tuvo que echar coche, pero todo esto al fiado o en abonos y tapando agujeros; con los recursos extraordinarios que por un motivo o por otro sacaba de la Tesorería, la iba pasando bien. Repentinamente cesaron las comisiones, las subvenciones para periódicos, los gastos para las elecciones y hasta el pago de su sueldo, pues recibía de tarde en tarde prorrateos de diez a quince pesos. La alarma se propagó, el propietario de la casa en que vivía le notificó que se mudase, y las cuentas llovían desde que amanecía Dios hasta las cinco de la tarde, y cuatro o seis acreedores lo esperaban en la puerta cuando regresaba del juzgado.
Pero no era esto lo peor, sino que el negocio capital de la restitución de sus bienes a Moctezuma III, en el que habían trabajado sin descanso él y Lamparilla y que estaba a punto de resolverse en su favor, vino completamente abajo. El ministro declaró que, en efecto, las haciendas pertenecieron al poderoso emperador de los aztecas, Moctezuma I, y que los Melquiades eran unos detentadores y además revoltosos incorregibles; pero que, en virtud de nuevos documentos, esos cuantiosos bienes, con la adición de los volcanes, pertenecían a un duque poderoso que residía en Madrid, descendiente directo de Moctezuma, y no faltaba para ponerlo en posesión más que una fe de bautismo, que su apoderado en México había ofrecido presentar de un momento a otro.
Lamparilla no tenía coche ni el lujo de Bedolla, y se sostenía regularmente con las migajas de su condiscípulo y con los negocitos que le daba don Pedro Martín de Olañeta, esperando siempre, con una paciencia y constancia ejemplares, que terminase el ruidoso negocio de los Melquiades para entrar en posesión de las hermosas fincas de la falda del volcán y fijar de un solo golpe su fortuna, casarse con Cecilia y raparse una vida de ranchero rico, abandonando los chismes y los disgustos del foro. En cuanto a Bedolla, otras eran sus ideas para cuando fuese rico. El dinero le facilitaría el camino para llegar a la silla ministerial; pero de pronto renunciaría el juzgado, gastaría cuando dinero fuese necesario para que, ayudado y protegido por el gobernador de Puebla, saliese de diputado; tomaría una casa de primera orden en el Empedradillo o en la Calle de Plateros; en vez de un coche tendría dos; daría cada semana una comida a los periodistas y hombres políticos, y buscaría, por último, una muchacha rica y de la aristocracia con quien casarse. Ya le había echado el ojo a la más joven de las hermanas del marqués de Valle Alegre, y la seguía a la iglesia, al paseo, al teatro, a todas partes. Trató de indagar qué fortuna tendría la que llamaba ya su futura mujer, y no obstante el embargo de las haciendas, que naturalmente supo, lo tranquilizó Lamparilla diciéndole que la casa de los Valle Alegre era muy rica y poderosa; que cada una de las hermanas tenía su capital separado, que pasaría de cien mil pesos y que, además, el marqués de Valle Alegre había marchado a casarse con la condesa del Sauz, que tenía más de dos millones de duros.
Crisanto Lamparilla y Crisanto Bedolla y Rangel (pues ya se había añadido este segundo apellido) almorzaban juntos los domingos; platicaban largas horas; bebían champaña y se forjaban ilusiones a cual más doradas y halagüeñas; contaba con ganar cada uno lo menos trescientos mil pesos. Allá como cosa extraña y olvidada hablaban del pobre Moctezuma III de doña Pascuala y de su hijo, que era nada menos que ahijado de Lamparilla. A toda esa gente la contentarían con un rancho. Las mejores haciendas serían para ellos.
Pero todo este magnifico castillo de naipes vino a tierra en el momento menos pensado.
Sin dañada intención, sin animosidad personal, guiado únicamente por un sentimiento de caridad y de justicia, el licenciado don Pedro Martín de Olañeta había logrado coger en un buen cuarto de hora al jefe Supremo de la Nación y había derribado el débil pedestal en que había logrado encaramarse el ya engreído y orgulloso Bedolla, que en su caída arrastró a su satélite y amigo el licenciado Lamparilla.
Los dos Crisantos tuvieron un día una conferencia muy seria sobre la situación financiera que guardaban, que no podía ser peor, atendidos los crecidos gastos que tenían que hacer para sostener su rango ante el público, y que su desgracia en Palacio no se hiciera popular y cayesen en el más completo desprecio.
—No nos queda más remedio ni podemos encontrar nuestro modo de vivir más que en la revolución —dijo Bedolla.
—¿Pero cómo diablos quieres que hagamos una revolución que pueda echar abajo al gobierno? —le contestó Lamparilla—. Somos demasiado insignificantes; estamos completamente aislados; y si nos metemos a valientes, te expones a perder tu juzgado, que por aquí y por allá, te da siquiera para comer, y yo la amistad del licenciado Olañeta, que me proporciona negocios, y gracias a eso vamos viviendo.
—Ya se deja entender que nosotros no podemos hacer nada; pero otros lo harán. El tirano de Palacio me ha tirado el guante y es menester recogerlo; no hay enemigo chico, y ten presente que mientras este ministro esté en el poder, no tenemos ni la más remota esperanza de ganar el pleito de los Melquiades y ponernos nosotros en posesión de los bienes de Moctezuma III.
Por este estilo siguieron platicando y formando diversos proyectos, que a poco abandonaban por absurdos o difíciles; por fin, resolvieron de cualquier manera el comenzar a trabajar, y de pronto comenzaron, en efecto, por los anónimos. Lamparilla tenía una maravillosa facilidad para imitar toda clase de escrituras, hasta el grado que la misma persona cuya letra falsificaba afirmaba que era suya.
Convinieron, en vez de ir al teatro, encerrarse en la noche en casa de Lamparilla y despachar su correo.
Anónimos a dos o tres Gobernadores, imitando la letra del Ministro de Gobernación, diciéndoles que la revolución se falseaba; que se pretendía entronizar la dictadura; que dos de los ministros estaban en favor y dos en contra, e iban a renunciar sus carteras. Este anónimo recibía su confirmación en un suelto de algún periódico, que sugerían por diversos caminos a alguno de los diarios de oposición.
Anónimo a un coronel de un cuerpo, imitando la letra del Ministro de la Guerra, diciéndole que el Presidente desconfiaba de él y lo iba a separar del mando.
Anónimo al Gobernador de Puebla, imitando la letra del comerciante su amigo, asegurándole que se formaba secretamente una fuerza, para caerle el día menos pensado y disolverle sus granaderos.
Por este estilo discurrían todas las noches las más atroces mentiras que tenían visos de verdad, y se esmeraban en dirigir esta correspondencia a los Estados del interior, donde menos podía averiguarse la verdad. Al principio fue trabajo perdido, pues los que recibían los anónimos, o no hacían caso, o los rompían y no se volvían a acordar de ellos; pero poco a poco la desconfianza fue grande en Guadalajara, donde sobraban los motivos de descontento. El Comandante General escribió al Presidente que no veía muy clara la marcha de las autoridades del Estado; que amenazaba, sin saberse exactamente por qué, una revolución, y que estando los regimientos en cuadro por la deserción diaria, necesitaba reclutas y algún batallón de toda confianza para que, en caso ofrecido, se pudiera reprimir cualquier intentona.
Como de cajón, Baninelli, que estaba entonces por la costa de Veracruz, fue llamado para marchar a Jalisco con su batallón y conducir trescientos o cuatrocientos reclutas; y como de cajón también, fue el cabo Franco el comisionado por su coronel para coger leva y marchar a la vanguardia.
Ya que hemos hecho conocimiento con el cabo Franco en el monte de Río Frío y en las carboneras de los enmascarados, diremos algunas palabras más sobre él. Sus padres eran de humilde nacimiento. La madre costurera, el padre sacristán. Los dos de color oscuro y pelo negro. El hijo muy blanco, rubio y de ojos azules. El padre y la madre muy quietos, tímidos y devotos, y el hijo vivo, sagaz, turbulento y atrevido. Mientras estuvo en la escuela, donde aprendió a leer y escribir bien en la mitad del tiempo que cualquier otro muchacho, no había día que no riñese y golpease a alguno de sus condiscípulos; el mismo maestro le alzaba pelo, hasta que al fin se hizo el ánimo y lo despidió de la escuela. El día que los padres lo quisieron poner en un colegio, se largó de su casa, se fue a presentar a un regimiento y sentó plaza de pito.
¿Por qué se fue al regimiento y sentó plaza de pito? La explicación es muy fácil. Así como Lamparilla tenía particulares aptitudes para enredar los negocios e imitar cualquier letra, Francisco, que por abreviatura le llamaban Franco, la tenía para golpear y vencer a cualquiera que se le ponía delante, y para tocar cualquier instrumento de viento. Con un carrizo hacía una flauta y tocaba como cuentan que, allá en remotos tiempos, tocaba Apolo; con un pedazo de papel hacía una corneta, y como además era aficionado en extremo a los soldados, no desperdiciaba ocasión de seguir a los guardias que se relevaban en Palacio ni de asistir al ejercicio de fuego que hacía la tropa en los potreros, acompañando con los instrumentos de papel y madera que él mismo fabricaba, los toques de ordenanza. Concluyó por conocer y trabar amistad con los muchachos de las bandas, y entraba y salía a los cuarteles como si fuera su casa. Todo esto lo ignoraba el inofensivo sacristán, y no se enteró de ello sino cuando fue a reclamar a su hijo al cuartel. Ya estaba filiado, rapado y con su uniforme, y no hubo remedio; el coronel fue inflexible y el muchacho, que tocaba admirablemente el pito, se quedó de soldado. No tardó en tener una camorra con los otros pitos. Tuvo miedo a la vara del cabo, y se desertó, se refugió en su casa, y su padre el sacristán lo escondió en la iglesia, donde estuvo más de dos meses durmiendo en los confesionarios y en las tarimas de los altares. El día menos pensado se escapó y se fue a presentar a otro regimiento y lo perdonaron, en atención a su edad y a lo bien que tocaba los instrumentos de bronce.
En el curso de dos o tres años se desertó como veinte veces, y otras tantas se volvió a presentar; hasta que fue a dar al regimiento de Baninelli, que había oído hablar mucho de él a los jefes y oficiales de los otros regimientos.
—Yo sé la casta de pájaro que eres —le dijo Banineli tirándole las orejas—. Te voy a admitir cerrando los ojos sobre tus muchas deserciones; pero conmigo no juegas; a la primera vez que faltes del cuartel, te mando dar veinticinco palos, y si consumas deserción, te busco aunque te ocultes en los profundos infiernos, y de allí te saco y te fusilo. Piénsalo bien; ya no eres un muchacho, sino un hombre. Si no te agrada, vete, nada te sucederá, te lo aseguro y procuraré tu licencia absoluta para que ninguno te pueda perseguir.
Franco se quedó pensativo unos cinco minutos y después respondió:
—Mi coronel me gusta su genio de usted; me quedo y convenido; el día que me deserte, hará usía bien de fusilarme. No diré ni esta boca es mía.
Desde ese momento Franco ganó la confianza y el cariño del coronel, y no pasó mucho tiempo sin que lo ascendiese a cabo y le dispensase toda su confianza. Lo más difícil, lo más peligroso y lo más atrevido se encomendaba a Franco, y ya hemos visto cómo se portó en la expedición contra los bandidos de Río Frío.
Baninelli le cumplió la palabra que tan ligeramente le dio en la montaña. No era fácil que de un salto pasase de cabo a capitán, y no le costó poco trabajo.
Cuando Baninelli dio el parte oficial de su campaña y platicó largamente de ella al Presidente, éste le dijo:
—Ha hecho usted más de lo que yo esperaba; la ciudad está contenta y el prestigio del gobierno ha subido un ciento por ciento. Los ministros extranjeros me han hecho una visita, y las narices de la inglesa, que ya está casi buena, nos han costado una friolera. Crea usted que llegué a temer un rompimiento formal con las potencias extranjeras. Usted, pues, ha prestado un servicio distinguido a su patria, y voy a ordenar al Ministro de la Guerra que extienda a usted su despacho de general de brigada, le mandaré bordar una banda verde y se la regalaré.
—Mi general —le respondió Baninelli— admito la banda, la guardaré como una reliquia y me la ceñiré el día que la gane, como gané mis estrellas de coronel, peleando en Tampico contra los españoles, pero una campaña de una semana, contra unos miserables indios, no vale la pena. Lo que pido a mi general y no me lo negará, son las presillas de capitán para Franco. Él lo ha hecho todo. Si no lo llevo a la expedición, me vuelvo como fui; mejor dicho, no vuelvo; me habría pegado un tiro.
El Presidente insistió en que Baninelli fuese general de Brigada, y Baninelli en que fuese Franco capitán, asegurándole que los oficiales de su regimiento no se darían por ofendidos, porque él les explicaría las circunstancias particulares del caso.
Baninelli ganó, y Franco, que había comenzado pito de la banda, a pesar de sus calaveradas y deserciones se plantó el uniforme que le regaló Baninelli y las presillas de capitán.
Terminada esta precisa digresión, pues que Franco volverá a figurar en esta famosa e histórica novela, volvamos a ocuparnos de nuestros amigos los licenciados.
El que al cielo escupe, a la cara le cae, y no hay refrán más cierto. Ni Lamparilla, ni Bedolla y Rangel, por más que escribían, que intrigaban, que chismeaban y que mañosamente hacían deslizar parrafillos subversivos en los periódicos, veían el resultado práctico de sus trabajos revolucionarios; las cosas políticas seguían en el mismo estado y el gobierno, con el golpe que dio Baninelli a los ladrones de Río Frío, y el acertado nombramiento de Evaristo para capitán de rurales, parecía más firme y seguro que nunca; pero lo que se hallaba en un estado pésimo eran los bolsillos de los dos condiscípulos y amigos. El propietario de la casa que habitaba Bedolla (muy cara de renta), y Soriano, a quien le había comprado muchas alhajas, habían ya visto a don Pedro Martín de Olañeta para que se encargara de esos negocios y demandara a Bedolla. Por compañerismo y consideración, había llamado Olañeta a Lamparilla, para advertirle y aconsejarle que procurase que Bedolla se compusiese amigablemente con sus acreedores, y que él no procedería a la demanda, sino cuando ya no hubiese otro remedio.
Platicaron sobre esto los dos Crisantos, y agotando expedientes y recursos, no encontraron otro sino recurrir a doña Pascuala, sin sospechar siquiera que por causa de sus intrigas, maquinaciones y anónimos, habían preparado una formidable tempestad sobre la persona misma de quien esperaban sacar recursos.
Lamparilla, lleno de esperanza, mejor dicho, persuadido que obtendría de su comadre los recursos necesarios para salir de la situación extrema en que se encontraban él y su amigo, ensilló su caballo una mañana muy temprano, y a todo galope se dirigió al rancho de Santa María de la Ladrillera.
La mañana, con el sol radiando en un cielo despejado y azul, más bien estaba tibia que fresca. Al acercarse Lamparilla al rancho que hacía mucho tiempo no visitaba, hirieron sus ojos los bien cultivados campos, donde a impulsos de un viento suave se balanceaban las airosas y verdes cañas de maíz, que se doblaban y parecían quebrarse con el peso de los grandes elotes, que ya dejaban ver sus tornasolados cabellos; las tablas de cebada con las espigas cuajadas de granos, los asnos gordos y los caballos lustrosos y bien cuidados que pastaban en el cerro. Se acercó más, y la casa pintada de nuevo de colores vivos, con su pequeño y florido jardín delante de las ventanas y los perros y corderillos blancos corriendo y saltando por allí cerca, presentaban un aspecto tan apacible y tan encantador que parecía otro rancho distinto del que tuvo ocasión de conocer el lector con motivo de la enfermedad de doña Pascuala y de las visitas que le hicieran las brujas. Todo esto era el resultado visible del trabajo de los que habitaban el rancho. Doña Pascuala engordaba cochinos y hacía morcillas y chicharrones; esto, su manteca blanca y limpia y su carne salada y conservada, le daban un producto muy regular, sin contar con que hacían quesos, requesones y mantequilla. Juan se dedicaba a llevar las cuentas, a medir la cebada, a formar las barcinas de paja, y Moctezuma III y Pascual, enseñados por doña Pascuala, eran unos buenos agricultores que labraban bien la tierra, muchas veces guiando personalmente sus yuntas de bueyes. Uno u otro iban los más días a la ciudad a comprar instrumentos de labranza, ropa para los peones y lo demás que necesitaban para el servicio de la finca.
Lamparilla moderó el paso para dar resuello a su caballo, y habría llegado sin ser sentido hasta la sala de la casa si no hubiera sido por los perros, que en grupo salieron a encontrarlo, a ladrar y hacerle fiestas, pues ya lo conocían desde que nacieron y eran sus amigos.
Doña Pascuala salió de su cocina, donde preparaba una gran vasija de leche para convertirla en quesos y requesones. Los muchachos aún no venían del campo, y don Espiridión, más gordo, con el bigote más cerdoso y más parado, y el labio inferior más grueso y más morado, se levantaba en ese momento. Estaba más aliviado y con el habla más expedita.
El licenciado se apeó, entregó las riendas de su caballo a un peón, y su comadre, más fresca y más robusta, como si no hubiesen pasado días, meses y años sobre ella, le tendió los brazos con sincero cariño y lo introdujo en la sala.
—Cómo se da usted a desear, compadre —le dijo—. Ni por la enfermedad de Espiridión, ni siquiera por venir de cuando en cuando a almorzar unas quesadillas con su comadre, se le ve a usted la cara. Me las tiene usted que pagar; el Cardillo me ha dicho que no se ocupa usted más que de Cecilia y que semanas enteras se está usted en Chalco.
—Verdad es, comadre, que suelo ir a Chalco; pero más que por los asuntos que tengo entre manos de Cecilia, hago el viaje por los de usted, porque allí adquiero noticias de cómo manejan las haciendas los Melquiades, del maíz y trigo que venden y, lo que es más importante, de los manejos que ponen en planta contra nosotros. Le aseguro a usted que nos están robando como quien dice, año por año, unos veinte o treinta mil pesos.
—¡Dios que nos valga, compadre! ¿Tanto así?
—Tanto así, comadre, y precisamente eso me trae aquí. Hemos sufrido un pequeño trastorno. El ministro me iba a dar la orden para tomar posesión de las fincas y arrojar a los Melquiades de ellas y hasta del pueblo de Ameca, y contaba yo con que el Comandante General me diese la fuerza armada necesaria; pero le digo a usted que hemos sufrido un pequeño trastorno. El ministro ha tenido un disgustillo con mi amigo el Juez Bedolla, por causa de unas cuentas que no se han podido pagar. ¿Qué quiere usted? ¡Cosas de la política, misterios de Palacio que no puedo revelar a usted y que acaso no entendería, porque sólo los que andamos en negocios los entendemos!… Para no cansar a usted, necesitamos unos tres o cuatro mil pesos. Ya sabe usted que cuando tengo dinero, lejos de cobrarle honorarios le suplo a usted cuanto necesita ¿no es verdad?
—Y como que así es, compadre, y si no fuese por el arreglo que usted me hizo con el licenciado Olañeta, ya el pobre de Espiridión y yo con mi hijo y con Moctezuma III estaríamos en la calle pidiendo limosna. Dios nos ha favorecido. Ya ve usted como está este rancho, que ya es hacienda, y hacienda grande y buena que produce plata harta. Ya pagué a Jipila lo que tomamos prestado, y con eso le he comprado del otro lado del cerro un tierrita y unas casas donde vive muy contenta. Ya tiene siembras y magueyes, y es, como quien dice, rica; pero no abandona su oficio de herbolaria y ella es la que me cuenta las cosas de usted y de doña Cecilia. No deja usted de ser un buen bribón, compadrito.
La buena de doña Pascuala pasó suave y afectuosamente la mano por debajo de la barba de Lamparilla, el que por esta demostración consideró que su negocio estaba ganado y que no dilataría mucho en sacar de doña Pascuala más dinero del que necesitaba.
Poca cosa hay en el baúl que usted conoce, compadre, porque, como le acabo de decir, pagué ya a Jipila; pero hemos hecho una troje nueva, pintado la casa que estaba muy triste, la cocina tiene brasero, las caballerizas pesebre, y de cuenta del rancho se ha compuesto una parte de la calzada. Ya notaría usted la diferencia: carretones y coches pueden venir hasta la puerta; pero ya veremos qué se hace, no ha de faltar; y si en eso consiste que ganemos el pleito de Moctezuma III, se hará un sacrificio… Me ocurre…
A ese tiempo, y antes de que doña Pascuala le dijera a Lamparilla lo que le ocurría, hicieron una repentina irrupción en la sala los tres muchachos; es decir, Juan, Moctezuma III y Espiridión. Venían del campo y del cerro, donde cada uno trabajaba, y siendo hora del almuerzo y teniendo mucha hambre, venían a urgir a doña Pascuala, que a los tres los quería como hijos.
Lamparilla los encontró muy guapos, los abrazó, les hizo muchos elogios por lo bien que se portaban y el buen estado en que tenían la finca, y mientras ellos salieron a ver los caballos y jugar con los perros, Lamparilla continuó su conferencia que era lo que más le importaba.
Doña Pascuala, al fin, con la buena voluntad con que se prestaba a cuanto quería Lamparilla, al que consideraba como el único hombre sabio que había en el mundo, le prometió que en el momento que vendiera su cosecha de maíz podría disponer de dos o tres mil pesos, que, entre tanto, registraría el baúl y le daría lo que pudiera, quedándose sólo con lo muy preciso para sus rayas y gasto.
Lamparilla vio el cielo abierto, pues con esa suma él y su amigo Bedolla cubrirían de pronto sus compromisos, y después Dios diría. La revolución podría estallar de un momento a otro, el ministerio caer y reanudarse el negocio de los bienes de Moctezuma III. Tampoco sería difícil una reconciliación con el Presidente, y ya discurrían el modo de adularlo, de prestarle un nuevo servicio y de volver a su gracia. Lleno de alegría y de ilusiones con esos nuevos castillos en el aire, que reemplazaban hasta cierto punto el edificio de naipes recientemente demolido, salió a recorrer las milpas y se cercioró de que en efecto, la cosecha debería ser abundantísima. La mayor parte de las cañas tenían dos elotes y algunas tres y cuatro. El grano había cuajado y las heladas no podían hacerle ya daño. Volvió a la casa, donde doña Pascuala, también muy contenta con la visita de su compadre, había preparado el almuerzo. Iban a sentarse todos a la mesa cuando escucharon un concierto lejano de pitos y tambores. Lamparilla subió a la azotea, y entre una nube de polvo pudo descubrir una tropa de infantería que avanzaba a paso redoblado en la dirección del rancho. Al batallón seguía una cuerda de doscientos hombres custodiados por caballería, y después una recua cargada con parque, vestuario y el depósito del regimiento. Lamparilla se figuró que pasarían de largo, tomarían cuando más una poca de agua, y bajó a decirle a doña Pascuala que mandase preparar unos cántaros de agua fresca. Por precaución y para no tener que ofrecerles de almorzar a los oficiales, entre todos quitaron la mesa, escondieron el pan, el pulque y el vino, y volvieron a la cocina los guisados que estaban ya servidos.
No terminaba este rápido movimiento cuando entró hasta en medio de la sala un sargento seguido de cuatro soldados. Descansaron con estrépito sus fusiles, rajando los ladrillos con las culatas.
—Alojamiento y raciones de carne y maíz para mi capitán, su tropa y oficiales, doscientos reclutas, los arrieros y su recua —dijo bruscamente el sargento poniéndose más bien por costumbre que por respeto los dedos de la mano derecha en la frente.
—¡Santo Dios! —dijo doña Pascuala—. ¿Cómo hemos de alojar a tanta gente en este rancho, que es tan chico como una cáscara de nuez?
—Imposible, sargento —dijo Lamparilla con cierto tono de autoridad—. ¿Dónde está el comandante de la fuerza? Voy a hablar con él.
El sargento, sin responder, mandó echar armas al hombro y salió; pero casi inmediatamente y mientras Lamparilla buscaba su sombrero, el comandante de la fuerza se presentó. Era el cabo Franco, a quien continuaremos llamando así, aunque ya, como hemos dicho, vestía su uniforme nuevo, todo empolvado, y estaba guapo, gallardo y simpático, con su pelo rubio, sus colores frescos en los carrillos y sus grandes ojos de un azul claro.
—No hay remedio; como se pueda tienen que darnos alojamiento —dijo al entrar y dirigiéndose a doña Pascuala y a Lamparilla que, asustados de esta repentina irrupción, no sabían qué hacer—. Ya tengo mucha experiencia; en los pueblos —continuó Franco— nada se encuentra y tiene uno que andar a vueltas con los alcaldes, mientras en los ranchos nunca falta una res o un carnero que matar, y en cuanto a maíz y cebada, siempre sobran.
Al decir esto se sentó sin ceremonia en el canapé, se limpió el sudor y dijo al sargento que con sus cuatro soldados había vuelto a entrar:
—Que lleven mi caballo, los de los oficiales y los del piquete de caballería a la caballeriza y les echen cuatro cuartillos de cebada a cada uno; que la tropa se aloje en las trojes; que los reclutas vayan al corral, y las mulas de carga échenlas a las milpas para que coman caña, que está muy verde y muy fresca. Y usted, patrona, porque supongo que usted es la dueña de este rancho, disponga que nos den de almorzar bien; somos cinco oficiales; que maten una res para la tropa y los reclutas y que entreguen a los arrieros una carga de maíz para que hagan sus tortillas. Si tiene usted, que sí tendrá, un poco de chile colorado, tanto mejor; ya sabe usted que dándoles a nuestra gente tortillas y chile están de lo más contentos.
—Está bien, mi capitán —dijo el sargento, y salió con sus cuatro soldados a cumplir las órdenes que acababa de escuchar.
—Pero capitán —dijo Lamparilla— eso es arruinar completamente esta finca. No puede ser, se dará maíz y cebada; res no tenemos, nada más las yuntas y algunas vacas de ordeña.
—Tanto mejor —dijo Franco— con un par de vacas de ordeña me basta. La carne será mejor. Pero a todo esto, ¿quién es usted y qué papel representa?
—Soy el licenciado Crisanto Lamparilla.
—¿Es usted el dueño de este rancho?
—No, señor, sino…
—Pues entonces en nada tiene usted que meterse. ¿La señora es la dueña?
—Si, señor capitán —contestó doña Pascuala.
—Pues entonces con usted me entiendo y ese licenciado puede irse a su casa, pues nada tiene que ver aquí. Conque vaya usted a dar órdenes. ¡Eh! El maíz, una vaca, pastura para los caballos y el almuerzo para nosotros; pronto, que apenas nos hemos desayunado. Estaremos aquí dos o tres días, porque aguardamos al coronel con el resto de la fuerza.
Doña Pascuala, dominada por el tono decisivo del cabo Franco, fue a la cocina a disponer que volvieran a la mesa los sabrosos guisos que había preparado para su compadre, para que almorzaran los oficiales; los muchachos se dirigieron a las trojes para entregar el maíz, y al corral para que instalasen la cuerda de reclutas, y Lamparilla, azorado, quedó en la sala, a donde salió don Espiridión, revolviendo sus saltonas pupilas, con el labio inferior colgándole y dando evidentes señales de un terror profundo. Lamparilla pudo sostenerlo para que no se cayese al suelo y lo instaló en el canapé.
—Licen… cen… ciado… me han echa… echa… echado de mi recá… cá… cámara.
Era la verdad. El cabo Franco tomó de los hombros al pobre don Espiridión, que al ruido de los tambores se había levantado con mucho trabajo de su cama y trataba de saber lo que pasaba. En un abrir y cerrar de ojos la tropa se había apoderado enteramente del rancho, sin pedir permiso y sin miramiento de ninguna clase.
Los arrieros hicieron su hato en un costado de la casa, y las mulas, viéndose libres, se dirigieron sin que nadie se lo dijera, a las milpas, dando respingos, tirando patadas de alegría, revolcándose y arrancando con sus fuertes y blancos dientes las mazorcas de maíz y quebrando cañas a diestro y siniestro. A las mulas siguieron los caballos, conducidos por los asistentes; cuatro o seis dragones, a pretexto de espantar las mulas, se metieron a caballo por los surcos a recoger elotes y calabacitas. En menos de quince minutos, tan hermosas tablas de maíz quedaron aniquiladas.
Por el corral y las caballerizas las escenas eran no menos lastimosas. La vaca más bonita y más lechera, que era todo el querer de doña Pascuala y que se llamaba La Consentida, estaba en tierra amarrada de pies y manos y con una profunda herida en el cuello, de donde manaba un chorro de sangre, y así, medio viva, le cortaban la piel los soldados cocineros y le sacaban los mejores trozos de carne.
Dos borregos y un chivo que gritaba dolorosamente, estaban también amarrados y heridos. A los caballos de la hacienda los habían echado a la calzada, y puesto en el pesebre los del cabo Franco y sus oficiales. Los asistentes metieron en la recámara de doña Pascuala el baúl, la montura, las armas del capitán y oficiales; la sala fue declarada cuartel, se nombró y montó la guardia, y realmente de las piezas de la casa no quedaron expeditas más que el comedor y la cocina, que el mismo cabo Franco había reservado para poder almorzar con descanso él y los suyos.
Los reclutas, amarrados en mancuernas, fueron instalados a varazos en el corral, pues los cabos, para no dejar descansar a su vara, hacían uso de ella sin motivo, descargándola sobre los traseros y espaldas del montón que iba entrando. En seguida se encendieron unas lumbradas con la leña que doña Pascuala tenía en su cocina, y se les arrojaron a los reclutas unos trozos de carne como a fieras, y se les distribuyeron los cántaros de agua que Lamparilla había mandado preparar, creyendo que era lo único que tenía que dar el rancho.
Como todo esto sucedía en momentos y eran los destrozos simultáneos, los tres muchachos corrían aquí y acullá, uno espantando las mulas y haciéndoles salir de las milpas; otro acudiendo a la troje para que no desperdiciaran y derramasen el maíz; el otro recogiendo las vacas y encerrándolas en una caballeriza para evitar que corrieran la suerte de La Consentida, y Moctezuma III, con cierta energía, conteniendo y peleándose con los arrieros y soldados, sin lograr que le hicieran el menor caso, pues decían que no reconocían más autoridad que la de su capitán.
Ya el cabo Franco, dos tenientes y dos subtenientes estaban sentados en la mesa y comenzaban a saborear los guisados servidos, cuando doña Pascuala supo que su vaca Consentida había sido matada y repartida su carne a los soldados y reclutas. Soltó la cazuela de frijoles que tenía en la mano y dando gritos se dirigió al comedor, diciendo sin miedo ni miramiento las palabras más duras contra el capitán; salió afuera de la casa, enterándose con una sola ojeada de los destrozos que había hecho la tropa, con lo que su cólera no tuvo límites. El cabo Franco se rio al principio a carcajadas; pero continuando doña Pascuala llamándole ladrón y asesino y saqueador y maldito, se formalizó y la amenazó con mandarla amarrar y taparle la boca con un pañuelo para que no siguiese hablando. Los muchachos, que entraban en ese momento a quejarse con el capitán de los desmanes de los arrieros y de los soldados, tomaron la defensa de doña Pascuala y quisieron echarla de valientes.
—Qué buena ocasión y qué buenos reclutas —dijo el cabo Franco—. Valen más estos tres que los doscientos que están en el corral; ya dentro de cinco minutos no hablarán tan gordo. Les voy a mandar cortar el pelo a peine conforme a ordenanza, a ponerles una gorra de cuartel y a pasarlos por cajas.
Y dicho y hecho. Hizo sentar sucesivamente a Espiridión, a Juan y a Moctezuma III, amenazándoles con que los mandaba fusilar si se movían. Los raparon, les pusieron su gorra de cuartel, y amarrados codo con codo, fueron conducidos al corral a formar parte de la cuerda.
—Es una precaución para que no se me escapen; que si se portan bien y saben escribir, llegarán pronto a ser cabos, como yo he sido muchos años, y ya me ven ustedes: ahora soy todo un capitán.
Del furor pasó doña Pascuala a las lágrimas. Sollozaba que daba lástima. Quería abrazar las rodillas del cabo Franco y le prometía darle todo el rancho con tal de que le dejase a los muchachos.
Lamparilla intervino también; suplicó al capitán, trató de convencerlo con mil argumentos de que debían dejar libres a los muchachos, y en compensación no se quejarían ni reclamarían los daños que su tropa había hecho a la finca; pero notando que el cabo Franco era inflexible y se sonreía como única contestación a sus discursos, tuvo la tontería de amenazarlo y decirle que el Ministro de la Guerra y el Comandante General eran sus amigos y que se quejaría, y contaría, y comprobaría con testigos los daños que había hecho y los desmanes que había cometido, hasta el grado de llevarse presos a los dueños del rancho.
—Vea usted lo que son las cosas —le contestó el cabo Franco con la mayor calma y acabándose de beber un vaso de pulque—. Las lágrimas de la patrona me habían hecho impresión; al fin le hemos matado su vaca y esos brutos arrieros dejaron ir la mulada a la milpa; quería darle un susto por las injurias que me dijo y soltarle a esos muchachos; pero ya que me amenaza usted, ahora me los llevo de veras y quiero ver lo que sucede. Tengo orden de reclutar el batallón y no han de ser únicamente los indios los que hagan el servicio. Yo mandaré un oficial a mi coronel dándole parte y diciéndole que ya los pasé por las cajas y usted quéjese a quien quiera. Ustedes los licenciados han sido siempre enemigos del ejército. Con razón el Presidente no los puede ver ni pintados. En cuanto a usted, monte a caballo y váyase a hacer el chisme, porque si está usted dos horas aquí, lo mando pelar y pasar por las cajas, y trabajo le costará salir del cuartel.
Lamparilla, indignado, pero lleno de miedo al mismo tiempo, reconoció su imprudencia, montó a caballo y salió del rancho a escape, asegurándole a doña Pascuala que iba a mover cielo y tierra y que al día siguiente volvería con la orden para poner en libertad a los muchachos.
—Ya lo ve usted, compadre —le dijo doña Pascuala, enjugándose los ojos— arruinada en un momento; imposible de auxiliar a usted; del maíz que ha quedado en pie no se sacarán ni 500 pesos; pero haga lo que pueda, empeñe el rancho, con tal que me consiga la libertad de estas criaturas.
El cabo Franco, cuando acabó de almorzar, tomó su café, que doña Pascuala le sirvió para tenerlo grato y ver si conseguía ablandarlo; puso algún orden en su tropa, pero ya sin resultado. El daño estaba hecho. En la noche dejó el comedor libre y allí se acomodaron doña Pascuala y don Espiridión, que con los ojos saltones y como imbécil había presenciado toda la tragedia, queriendo pronunciar alguna palabra, quedándose con la boca abierta sin poderlo conseguir. Los muchachos, a ruegos de doña Pascuala, fueron desatados y vinieron a dormir a la troje con centinela de vista.
Lamparilla, por interés propio y por hacer un nuevo servicio a su comadre y tener motivos para cobrarle honorarios, luego que llegó a México se puso en campaña. Con mil trabajos logró ver al Ministro de la Guerra, al que contó las escenas casi salvajes que habían pasado cerca de la capital.
—La tropa es así ¿qué quiere usted? —le contestó fríamente el Ministro de la Guerra—. En resumen, yo no veo nada grave: una vaca matada para alimento de los soldados y reclutas y unas cuantas cañas de maíz quebradas, cosa de cuarenta o cincuenta pesos. Daré orden para que de gastos extraordinarios se le paguen a la dueña del rancho; pero en cuanto a los muchachos cogidos de leva, es cosa de la Comandancia General y del coronel del cuerpo. Véalos usted; pero si están pasados por las cajas, no hay remedio. Cuando el batallón llegue a Guadalajara, véame usted para ver lo que se puede hacer.
Lamparilla logró al día siguiente hablar con el Comandante General.
—Ya sé lo que me va usted a decir. Imposible. Ya el coronel me dio parte. Todos los reclutas que tiene están pasados por las cajas.
Al coronel Baninelli no lo pudo encontrar, porque en la mañana había salido con dirección a Querétaro con el resto del batallón.
Montó Lamparilla a caballo y se dirigió al rancho.
El cabo Franco con sus soldados, sus arrieros y su cuerda, habían salido a la media noche para Cuautitlán, llevándose como reclutas, ya vestidos de soldados, con sus fusiles al hombro, al hijo de doña Pascuala, a Juan Robreño y a Moctezuma III.
Lamparilla, desde que se aproximó y tomó la calzada que conducía a la casa, notó no sólo los desastres que había causado la invasión del día anterior, sino la más completa soledad. Los mozos y peones habían huido en la misma noche por temor de ser cogidos de leva; los caballos, burros y vacas, dentro de las milpas, acabándolas de destrozar; los perros, moribundos a causa de los palos y pedradas que les habían dado los arrieros.
Desolación y soledad. Las puertas de la casa abiertas y las rejas de las ventanas torcidas. Penetró hasta la sala.
Don Espiridión, tirado en el suelo, muerto, con los ojos saltados y la boca abierta como amenazando al cabo Franco.
Doña Pascuala desmayada en el canapé, y Jipila en un rincón exhalando dolorosos gemidos.