Los valentones de Tepetlaxtoc no quedaron muy contentos de la conducta de Evaristo en el ataque que sufrieron por las fuerzas del coronel Baninelli. Decían en la pulquería del pueblo que era un gallina, un collón, un sinvergüenza, que se había juído en cuanto vio las capas amarillas; que si él, como capitán que era de la cuadrilla, se hubiese puesto a la cabeza de ellos, se habrían zumbado redonda a la caballería de línea y hasta cogido preso al coronel.
De los indios enmascarados decían blasfemia y media. De cobardes y animales no les bajaban un punto, y se alegraban de que los hubieran colgado en los árboles, como se cuelga a los coyotes y a las zorras para que sirvan de espantajo en las milpas; y como tenían a deshonra que cuatro de los muchachos de Tepetlaxtoc estuvieran colgados en los árboles en compañía de tan miserables brutos, a la noche siguiente de la derrota montaron a caballo, llegaron a las tres de la mañana al camino de Río Frío, descolgaron a sus compañeros, hicieron una sepultura en el monte, los enterraron, después se hincaron de rodillas, les rezaron un padrenuestro y un avemaria por el descanso de sus almas; volvieron a montar a caballo y antes del mediodía iban entrando, uno a uno, en el pueblo; de modo que los pasajeros ya sólo miraban, balanceándose en el aire, las piernas prietas y desnudas de los enmascarados ya medio comidos por los gavilanes y aguiluchos.
Evaristo, añadían, no se había portado bien dejando abandonadas a esas gentes para que se las comieran los zopilotes; repetían que a la mejor se había rajado; y se proponían cuando viniese Evaristo al pueblo, convidarlo a tomar pulque y buscarle camorra, provocarlo y pelearse con él para saber si cara a cara y hombre a hombre era capaz de sostenerse y si no se iría para atrás como un gallina.
Evaristo, no obstante esta mala disposición de la gente de Tepetlaxtoc, que no ignoraba, porque Hilario, que los oyó, pocos días después se lo había contado, se presentó en el pueblo y los convidó, como tenía costumbre, a tomar un vaso del Tlamapa fino de la hacienda de don Manuel Campero.
—Ya saben —les dijo— que soy capitán de rurales, y don Juan Baninelli me ha dado facultad para levantar fuerzas y perseguir a los ladrones, no sólo en el monte, sino en los pueblos, sacarlos de noche y colgarlos en los árboles, como él nos hubiera colgado a todos si nos hubiera agarrado; pero quiero que seamos amigos y compas hasta la pared de enfrente; conque vénganse conmigo con sus armas y caballo, ya nos dará el gobierno nuestro sueldo y veremos después cómo arreglamos nuestro modo de vivir. Ya de los indios, que para maldita la cosa me servían, no me queda más que uno, y tengo ahora otros que no saben nada de lo que ha pasado, trabajan en el campo como cristianos, y san se acabó… Conque ¿qué tienen que contestar?
—Pues compas y nada más —respondieron los valentones y se estrecharon y sacudieron las manos sucias y callosas, bebieron hasta más no poder el pulque fino de don Manuel Campero, y la compañía de rurales para custodiar el camino de Veracruz quedó formada.
Evaristo tuvo la audacia de ir a México, y con el nombramiento provisional de Baninelli y las instrucciones que le había dado se presentó a la comandancia, y en menos de una semana arregló cuanto era necesario y volvió con su despacho de capitán y la orden para que le abonaran las aduanas de Texcoco y Chalco haberes para veinticinco hombres a un peso diario cada uno. El gobernador del Estado de México se había entendido con el gobierno general, estaba muy contento de que hubiese una fuerza que cuidase su Estado y fuese pagada por la Federación, y se adelantó hasta escribir una carta muy afectuosa a Evaristo, llamándole Estimado amigo y diciéndole que confiaba en su patriotismo y valor para que pronto se viese restablecida la seguridad personal en esa parte del Estado. Con todo y esto, los vecinos honrados de Texcoco, de Chalco y de Tepetlaxtoc, y aun el mismo administrador de La Blanca, que lo había recomendado, fueron atando cabos y casi no tuvieron duda de que Evaristo no era extraño a los acontecimientos de Río Frío, pues que resultaron pruebas contra los carboneros que trabajaban por su cuenta, y además la amistad que tenía con la mala gente de Tepetlaxtoc daba mucho que decir, aun cuando él había tenido cuidado de contar a todo el mundo que se llevaba con aquellas gentes porque, hallándose solo y casi aislado en el Rancho de los Coyotes, valía más tener amigos, que no verse robado y asesinado la noche menos pensada.
Pero sea lo que fuere, los que así sospechaban tenían tanto miedo, que ni a su sombra se atrevían a contar lo que pensaban. Evaristo, un cobardón vicioso pero afortunado, había logrado fama de valiente en la comarca que habitaba, y se había hecho temer, lo mismo que Bedolla, en su línea de político y de intrigante, se había captado la amistad y la consideración de los ministros, magistrados y gente principal de la capital. Un par de personajes insignificantes, aparecidos repentinamente en la sociedad, habían sido causa de singulares acontecimientos, hasta el grado de poner en peligro inminente las relaciones de México con las naciones poderosas de Europa. ¡Misterios humanos, que cuando se cuentan en la simple forma que van pasando, se parecen mucho a una novela!
La seguridad del camino de Veracruz se restableció en lo aparente; pero los pasajeros de la diligencia no dejaban de llevar sustos en la parte boscosa de la calzada ni de dar, aunque en otra forma, bastante dinero.
Cuando menos lo esperaban, ya en un pueblo, ya en otro, salían de la espesura de las yerbas y de los árboles diez o quince hombres montados en buenos caballos y armados hasta los dientes, que rodeaban la diligencia, y alguno de ellos que fungía de jefe se acercaba a la portezuela, se quitaba el sombrero y decía con voz hueca y frecuentemente aguardentosa:
—Buenos días, caballeros. Es la escolta del camino.
Pero las fisonomías de toda la escolta eran tan sospechosas y patibularias, que a los pasajeros, y especialmente a las pasajeras, les brincaba el corazón. Galopaba así la escolta una media hora junto al coche, haciendo sonar los sables y tercerolas y levantando una polvareda espesa, y cuando les daba la gana, el jefe volvía a saludar y decía:
—Se retira la escolta.
Y uno a uno de los que la formaban iba sucesivamente tendiendo su sombrero e introduciéndolo hasta dentro diciendo:
—Lo que gusten dar, caballeros.
Llovían pesos y pesetas en los sombreros hasta que no quedaba ni polvo en el bolsillo a los pasajeros. En seguida metían espuelas a los jacos, y como demonios desaparecían en el recodo de la montaña. El gobierno estaba muy satisfecho y contento, y los que tenían que hacer el viaje a Veracruz llevaban por lo común dos pesos para almorzar, dos pesos para lo que se pudiera ofrecer, y dos o tres pesos para las escoltas, pues a veces se repetía tres o cuatro veces la escena en Amozoc, en el Pinal y al llegar o salir de Perote.
Evaristo dejó el cuidado inmediato de las escoltas a Hilario; y él, con un par de valentones detrás, recorría los pueblos, indagando la vida y milagros de todo el mundo, tratando de trabar conocimiento y relaciones con las muchachas que le parecían más fáciles y bonitas, amenazando a todos los pueblos; y bajo pretexto de purgar al país de bandidos, imponiendo su autoridad aun a los alcaldes y regidores, de modo que unos porque algo tenían que les remordiera la conciencia y otros por miedo de ser calumniados y perseguidos, lo recibían con el sombrero en la mano, le daban de almorzar de balde, y ya le regalaban un manojo de gallinas, ya un guajolote, ya una burra lechera y hasta caballos de algún valor. De vez en cuando venía a la capital en busca del coronel Baninelli, a quien logró ver una vez, y de las autoridades civiles y militares, con las que estaba en relaciones por motivo del desempeño de su comisión, les contaba mil mentiras y exageraba su constante trabajo de vigilancia…
Una vez un barillero que llevaba su papelera de cristal con alfileres, bolitas de hilo, estampitas de santos y otras baratijas, fue robado y asesinado por el rumbo del Molino de Flores. Evaristo quiso imitar a Baninelli y se echó a buscar al autor del delito; pero imposible que lo encontrase. El lance había seguramente pasado en la noche; el barillero estaba tendido en medio del camino, en calzoncillos blancos, cubierto de sangre, con seis u ocho puñaladas y la papelera hecha pedazos a poca distancia. Esto era todo. Evaristo no se dio por vencido; espió al primer indio que pasase solo con sus burros. A los dos días de observación, un desgraciado que había conducido ladrillo a la fábrica de hilados, fue aprehendido por el mismo Evaristo y sin más ceremonia lo colgó en un pirú; despachó con uno de los valentones los burros al rancho, y él se fue en el acto, seguido de otros dos, a dar personalmente parte a México.
—Nos van a dar malos ratos los periodistas —le dijo el Mayor de Plaza— pero desgraciadamente no hay otro medio de acabar con los ladrones. Ya veremos; pero pierda cuidado, que se le sostendrá, pues basta que sea amigo del coronel Baninelli.
—Verdaderamente es un barbaján —dijo el Mayor.
Y desde ese día corrió la voz en México, de que ese barbaján de don Pedro Sánchez, que andaba por el monte, era que ni mandado hacer para acabar con los ladrones. En los pueblos donde se supo el caso, unos lo elogiaban y otros le cogieron más miedo. De cualquier manera, el prestigio de Evaristo aumentó considerablemente.
Un día, montado en un caballo soberbio que le habían regalado en la hacienda de Chapingo, y seguido de sus dos valentones, se presentó en Chalco y tocó en la puerta principal de la casa de Cecilia, la que salió a abrir, pues se hallaba en el patio en aquel momento ayudando a regar y barrer a María Pantaleona, entretenida con unas macetas que tenían flores, y encantada con sus queridas golondrinas, que hacían sus preparativos para marcharse y dejar sus nidos arreglados para la primavera siguiente. Como sucedía siempre que veía a Evaristo, se estremecía y se turbaba, pero se repuso inmediatamente y no pudo menos que saludarlo de buena voluntad y decirle que se apease, descansase un rato y tomase café, chocolate o un trago de mezcal.
Evaristo no esperó a que se lo dijera dos veces; se apeó, dejó su caballo en manos de sus satélites de fisonomías siniestras, y cinco minutos después estaba frente a frente de Cecilia en la consabida pieza donde comió y bebió tres días seguidos después del naufragio.
Cecilia estaba en ese momento como de dentro de casa. Unas enaguas comunes de indiana, fondo blanco y dibujos y flores rojos; un rebozo del Portal de las Flores; el pelo un poco alborotado; las trenzas a medio hacer, atadas con listones amarillos, y la cara con gotas pequeñísimas del sudor que brotaba de sus poros a causa de la fatiga de barrer, sacudir y pasar las macetas de un lado a otro; pero sus ojos tenían el brillo y expresión de siempre, y las gotitas de sudor, con el reflejo y los rayos del sol parecían pequeños diamantes incrustados en su piel rosada y sedosa. Este singular aspecto, nuevo para Evaristo, le produjo una exaltación más exigente y activa que en las diversas ocasiones que había platicado con la encantadora frutera. Se la quedó mirando con unos ojos de tempestad terrible que no presagiaban nada bueno. Cecilia sintió como si se le hubiese tocado la espalda con una varita de acero, o como si pasase una corriente de alfileres por su cuerpo. Singular fenómeno nervioso que cualquiera de los lectores habrá experimentado cuando ha tenido una sorpresa o una fuerte sensación de amor y de miedo.
Evaristo, con el carácter de capitán de rurales y con el mando absoluto y, podía decirse, el dominio entero de casi una provincia, se había hecho la ilusión de que ya era no sólo hombre de bien, sino un personaje importante en la milicia; y continuando así, quién sabe si con el tiempo iría a dar a coronel y hasta a general, con el mando de un Estado. Su carrera era más que equívoca, y sus aspiraciones muy semejantes a las de Bedolla. Cada uno, en su línea, quería clavar la rueda de la fortuna.
Bedolla, casándose con una rica heredera de la noble y antigua casa de Valle Alegre. Evaristo, enlazando su vida para siempre con la más rica y más guapa trajinera de Chalco, y de las fruteras del mercado mayor de México.
El destino y la carrera del hombre, cualquiera que sea su nacimiento y el lugar que ocupe en la sociedad, las más veces se decide por el influjo del amor o del desdén de una mujer; y Evaristo, aparte de sus instintos salvajes y su propensión al asesinato y al robo, desde que vio a Cecilia a bordo de la canoa acabó su pasión por Casilda y ya no tuvo más idea fija que apoderarse de Cecilia por cuantos medios le sugiriesen las circunstancias. Ningunas más favorables se le presentaban, desde el momento en que, en vez de haber sido ahorcado por el terrible Baninelli, había recibido de él mismo la investidura de capitán de rurales. Por otra parte, el rancho pocos años antes desierto e inculto, se había convertido en una finca productiva, y podía alegar a Cecilia que, si ella con sus canoas y su fruta ganaba buen dinero, él, con sus siembras, al fin del año utilizaba quizá más. No le cabía duda de que con tales condiciones sería aceptado por Cecilia, y ya una vez casado y establecido, se iría poco a poco deshaciendo de sus cómplices, exponiéndolos a un lance, sembrando la discordia entre ellos, emborrachándolos para que se peleasen y se matasen entre sí como fieras, reemplazándolos con rancheros y mozos honrados de las haciendas, concluyendo por organizar una fuerza disciplinada y buena que de veras persiguiese a los ladrones. Él robaría los fondos de su misma tropa, se haría regalar cada vez cosas más valiosas de los hacendados y vecinos ricos que tienen su dinero enterrado, y la vida no le costaría nada. Caballos, mulas, gallinas, verduras, carneros, todo lo tendría de balde, y lo más importante, el favor y el apoyo del coronel Baninelli. Era un cambio casi de frente, pero todo dependía de Cecilia; y en esta vez ella iba a decidir definitivamente del curso de su vida.
Con estas y otras ideas análogas, a cual más lisonjera, entabló Evaristo la conversación.
—Doña Cecilia —le dijo arrimando su silla hasta tocarle con la rodilla— ya sabrá usted que soy capitán de rurales; que mando en todos estos pueblos y que no hay quien me tosa ni se me quede mirando. ¿Quién le había de decir a usted que ese pobre desconocido a quien le dio pasaje en su trajinera, y que no tenía sino cuatro o seis onzas amarradas a la cintura, sería hoy un rico hacendado y además capitán del gobierno?
—Mucho me alegro —le contestó Cecilia retirando su silla, cambiando de postura y envolviéndose la cara con su rebozo azul.
—Siempre es usted conmigo despegada y desconfiada —continuó Evaristo aproximando más su silla—. Si le digo que soy capitán, y que si no soy rico al menos tengo cuatro reales, como quien dice, es porque todo es por usted y para usted.
—Se lo agradezco —respondió Cecilia volviendo a retirar su silla con cierta impaciencia— pero cada uno está dedicado a su trabajo y gana lo que Dios le da. Le repito que me alegro, y si continúa trabajando será coronel y más rico. ¿Qué más da?
—Para qué andarnos con rodeos, doña Cecilia; ya que se hace usted la desentendida como todas las mujeres, le hablaré clarito y sin que se me quede nada dentro. Me quiero casar con usted y de esto venía a hablar, y por eso le vuelvo a decir que usted será la capitana; usted será la dueña del Rancho de los Coyotes y usted hará de mí lo que quiera; no vaya a decir ahora que es por interés; para nada quiero ni sus canoas ni su fruta; lo que quiero es su persona y nada más.
Evaristo, orgulloso con su autoridad de capitán y creyendo que su elocuente peroración había producido efecto, tiró a un lado el sombrero que tenía puesto y se atrevió a echar el brazo al cuello de Cecilia. Ésta, con un movimiento de cabeza, se escapó y se puso en pie.
—Siempre ha de ser usted atrevido —le dijo con enojo—. Ya sabe que de nadie sufro llanezas. Siéntese y hablemos en razón.
—Tiene usted muchísima razón, doña Cecilia; no se me quita lo majadero por más que hago, ni a usted lo linda, que provocaría a un santo.
—Yo no provoco a nadie. Dios me hizo como soy y no tengo la culpa si los hombres son atrevidos. Siéntese.
Los dos volvieron a sentarse.
—Voy a contestarle sin rodeos, como usted dice, y vale más no engañar. Yo no me he de casar con usted ni con nadie. Me gusta mi trabajo, mi libertad; hacer mi voluntad y gastar mi dinero sin tener que darle cuenta a nadie.
—Si eso es nada más, será usted tan libre como ahora, doña Cecilia. Trabajará o no, como quiera; vivirá aquí o en el rancho; gastará su dinero, sin que yo le tome cuenta, que al cabo es suyo y no mío; hará lo que quiera de mí, menos…
—¿Por quién me toma entonces? —le contestó Cecilia con viveza—. Ya ve que empezamos aun antes de ser casados. Precisamente por eso no quiero perrito que me ladre. Si soy mala o buena, a nadie le importa; y si entro y salgo, tampoco. Ya le dije y para qué es hablar más; y pues será la última vez que nos veamos, tenga presente que no he de ser ni su querida ni su mujer. Si quiere que nos separemos amigos, mejor tome un trago y váyase, que precisamente por ser ya capitán es mayor el escándalo dejando el caballo en la puerta con los dos que trae de soldados o de mozos.
Cecilia fue al armario, sacó una botella de mezcal y unas copas, las llenó y presentó una a Evaristo.
—Crea, doña Cecilia, que en lo que llevo de vida nadie me ha tratado como usted, y otra que hubiera sido, habría ido a recoger los dientes al suelo.
—Y no habría usted ido por la respuesta a Roma. Si no lo sabe, es menester que lo sepa. De nadie me he dejado tocar en la vida desde que tenía seis años. Siéntese, beba y acabemos, que tengo que recibir unos arrieros y arreglar mi trajinera para que salga en la tarde para San Lázaro.
Evaristo, contrariado visiblemente, pues se figuraba que nadie podía oponerse a la voluntad de un capitán de rurales, tuvo, sin embargo, que obedecer; se sentó, y sin ser ya invitado comenzó a echarse en el vaso buenas raciones de mezcal. Cecilia apenas mojaba los labios.
—No se canse usted, doña Cecilia —le decía chupándose los labios y tronando la lengua— un día u otro ha de ser mía. No sé qué tiene para los hombres que una mujer se les resista, y mientras más se nos hace beata e hipócrita, más nos gusta y más nos empeñamos en tenerla; ya sabe usted también que quien porfía mata venado, y este venado lo he de matar —y al acabar su frase y apurar el vaso hasta la última gota, se acercaba más a Cecilia, le tomaba la barba redonda con sus dedos y quería hacerle cosquillas en el gracioso hoyito que un poeta había dicho que era el nido de amor.
Cecilia estaba ya violenta; se retiraba a medida que Evaristo se acercaba, y así fueron dando vuelta a la mesa.
—Oiga, Don —le dijo Cecilia, marcando con esa palabra su desprecio y sin quererle llamar don Pedro Sánchez— ya ha durado mucho la visita y crea que me va encamorrando. Déjeme en mi quehacer y usted váyase dizque a coger ladrones, que el ladrón que coja me lo clavan en la frente.
Evaristo tuvo un relámpago de cólera que salió por sus ojos, y Cecilia por un momento tuvo miedo y creyó haberle dicho demasiado.
—Doña Cecilia —gritó Evaristo cogiéndole el brazo y apretándoselo fuertemente hasta dejarle un cardenal morado— por lo que tiene de mujer y de cristiana, no me diga más si no quiere tener la suerte de…
Iba Evaristo a pronunciar el nombre de Tules, cuando pensó que se perdía, y con una aparente calma y soltando el brazo de Cecilia continuó:
—La suerte de un cobarde que se atrevió a medirse conmigo en cierta mañana, y todavía está en el hospital de San Andrés.
Cecilia, sorprendida por este brusco ataque, no pudo de pronto responder, y lo que hizo fue sacudir su brazo y rechazar a Evaristo con la otra mano.
María Pantaleona, desde que Evaristo entró a las habitaciones de Cecilia, había estado en observación y escuchando la conversación, fingiendo o tratando efectivamente de componer una losa grande del patio, y alternativamente usaba para levantarla y colocarla, de una barreta de fierro y de una pala. Cuando notó que la conversación iba convirtiéndose en un pleito y que Evaristo pasaba a las vías de hecho, se presentó en la puerta con su barreta en la mano.
Las dos Marías eran como los perros. Su único amor, su único pensamiento, su Dios, para decirlo de una vez, era Cecilia. Huérfanas, sin saber quién había sido su padre, y habiendo perdido a su madre cuando eran pequeñas, querían a su ama más que lo que hubiesen querido a su madre, y ambas, sin vacilar, se habrían arrojado a una hoguera por salvarle la vida; pero mientras la una era un poco tímida y excesivamente cariñosa, pues siempre estaba besando y acariciando a Cecilia, María Pantaleona era despegada en la apariencia, pero muy resuelta y capaz de cualquier cosa. Como la mayor parte de los de su raza, no conocía la sensación nerviosa que se llama miedo.
No hay loco que coma lumbre; Evaristo, a pesar de su soberbia humillada y de su lujuria vencida, recordó la tanda de escobazos que le propinaron las dos criadas, y se contuvo y cambió de tono, dijo algunas palabras incoherentes y se sentó en su silla con una aparente tranquilidad.
—¿Se le ofrecía algo a doña Cecilia? —dijo María Pantaleona mirando fijamente a Evaristo.
—Nada —respondió Cecilia—. Continúa tu trabajo; ya Don se va a marchar y se estaba despidiendo.
María Pantaleona se retiró, pero sin perder de vista desde el corredor el lugar donde pasaba la escena que se acaba de contar.
—Oiga, Don —continuó Cecilia, dirigiéndose a Evaristo— no he querido hacer un escándalo como el de meses pasados. Váyase en paz y prométame no volver ni mezclarse para nada conmigo, que yo haré lo mismo, y acabemos.
—Bueno, doña Cecilia, pues usted lo quiere, acabemos; pero acabemos como amigos, y eso le tendrá más cuenta. Devuélvame mis alhajas que le di a guardar, y así acabemos de una vez.
Cecilia se turbó, y en aquel momento se arrepintió de haberlas confiado a don Pedro Martín de Olañeta, de haberle contado ciertas historias secretas, recibiendo al mismo tiempo las confidencias del abogado, que no faltaba un solo día en acudir al mercado y recoger su fruta en su ancho paliacate.
—Las prendas que usted me dejó a fuerza a guardar, apenas las vi; pero como había perlas y diamantes viejos, las llevé a México para que estuvieran mas seguras, y las di a guardar. Se las tendré aquí dentro de tres días, y María Pantaleona se las entregará.
—No sé si tal cosa es mentira o verdad, pero no me importa; es igual. Siéntese cinco minutos, doña Cecilia, hablemos en razón, y le probaré que es imposible que se me escape, y que usted ha de ser mía por bien o por mal.
—Eso lo veremos; le vuelvo a repetir que no me conoce bien, y que lo que tiene que hacer es largarse, y pronto.
—Siéntese, le digo, y óigame dos palabras.
Cecilia, que ya no sabía qué hacer, compuso con cólera sus enaguas, se embozó bien en su rebozo y se sentó.
—Soy capitán de rurales.
—Ya lo sé.
—Soy capitán de rurales —continuó Evaristo— y el coronel Baninelli me ha dado facultad para perseguir a los ladrones.
—¿Y eso qué me importa a mí? —le contestó Cecilia.
—Y mucho que le importa, y se lo voy a decir. Ahorita mismo entran mis soldados, la amarran codo con codo, lo mismo que a esa c… de criada, que me he de vengar de ella, y las mando o las llevo a caballo o en canoa, o como pueda, y las meto en la cárcel, acusándolas como cómplices y encubridoras de los ladrones, y ya tendrá que entregar las alhajas y decir de dónde las cogió.
Apenas acabó de escuchar Cecilia estas palabras, cuando gritó a Pantaleona:
—Cierra la puerta con el cerrojo y ven con tu barra.
—Es usted Don —le dijo encarándose resueltamente con Evaristo— tan pícaro y tan desalmado como animal. ¡Acusarme a mí de ladrona y de cómplice! En ese caso, cómplice de usted, que me entregó las alhajas.
—La animal es usted, doña Cecilia. ¿Cómo le habían de creer semejante cuento? Yo soy capitán de rurales y usted una frutera ordinaria. Yo cuento con el coronel Baninelli, y usted con ese zaparrastroso y cobarde licenciado que ya he sabido que se llama Lamparilla, que de una bofetada lo tiendo muerto en el suelo; parece que usted no conoce ni sabe lo que pasa: mientras se averiguan las cosas, si cae usted en manos del juez Bedolla o de otro, que todos son lo mismo, se pudrirá en la cárcel, teniendo que condescender con cuantos quieran, y lo que es la honra, como usted dice, no se la vuelve ni Dios. Escoja ahora mismo entre eso y ser la mujer de un hacendado, de un capitán de rurales y de un hombre completo y valiente que la traerá en las palmas de las manos… No sea tonta, no sea cabezuda… En lugar de acabar… entendámonos. Déme siquiera una esperanza; me marcharé al momento y seré su amigo.
Cecilia, cuando escuchaba esto, no podía contener su rabia; la cólera la ahogaba, y se desbordó en injurias de tal manera, que estuvo a punto de perder la razón.
—Me quiere coger este grandísimo… por la fuerza, y eso no será —dijo Cecilia echando espuma por los extremos de su boca—. Usted no me conoce a mí, y yo lo conozco a usted y lo entregaré a la horca, que es lo que merece. Usted, Don, no se llama Pedro Sánchez, sino Evaristo, tornero de oficio y ladrón de profesión; usted es el asesino de su pobre mujer, que se llamaba doña Tules, y usted es capitán de los ladrones que han estado robando y matando en Río Frío. ¿Cree usted que no se saben las cosas? Pues en la plaza del mercado todo se sabe, hasta lo que sueñan las gentes cuando duermen en casa. Las alhajas están en poder del licenciado Olañeta, que ha averiguado que las robó usted a una señora de Puebla, hermana de un gobernador… Conque, ande, aquí estoy; amárreme codo con codo y lléveme a la cárcel si se atreve.
Cecilia, con los ojos echando rayos, las mejillas encendidas, el abundante cabello en desorden, que le caía por la frente y las espaldas; el rebozo terciado, que dejaba descubierto en parte un seno que se agitaba como si dentro hirvieran las lavas de un volcán, se encaró con Evaristo, poniendo sus manos en la cintura, como las andaluzas que van a pelear y a hundirse el puñal, y le repitió:
—Amárreme, cobarde. Atrévase, si es hombre, a acusarme de ladrona.
Evaristo se sintió perdido. Esa mujer sabía su nombre, su historia, su vida entera, lo mismo que si hubiese sido su mujer. Era Tules que, bajo otra forma de mujer robusta, hermosa, pero resuelta y terrible, se le aparecía de improviso para arrastrarlo a la cárcel y a la horca. Y no era la frutera pobre y aislada, sino que detrás de ella estaba un personaje poderoso de México que tenía las pruebas en su poder, y que había hecho ya sus pesquisas e indagaciones. Sí, Cecilia, parte por casualidad y parte porque en la plaza del mercado se sabe cuanto pasa en la ciudad; él, por su doble carácter de agricultor, forrado en un ladrón, había procurado imponerse de muchas cosas y conocer a muchas gentes, y conocía y sabía lo que pasaba en la ciudad: quién era Bedolla, quién era Lamparilla, y quién era don Pedro Martín de Olañeta; así Cecilia tenía gente que la sacaría de cualquier dificultad, y sus declaraciones serían creídas, y el juez Bedolla encontraría la oportunidad de acreditarse condenando al verdadero culpable.
Las reflexiones y pensamientos que hacen las gentes, parecen minuciosas y largas cuando se escriben, y sin embargo, pasan como un relámpago en esa admirable e incomprensible máquina que se llama cerebro; y así pasaron rápidas en el de Evaristo.
No tenía más remedio que matar a Cecilia para que su vida estuviese segura; además, el sentimiento de amor se había cambiado en el de venganza contra la mujer que lo había insultado y despreciado… No había otro camino. Ya sabría aprovechar el miedo que le tenían en los pueblos y el concepto que gozaba en el gobierno como capitán de rurales, para inventar un cuento, decir que Cecilia y su criada habían sido asesinadas por los ladrones para robarlas, y buscar uno o dos infelices inocentes a quienes colgar en los árboles, como había colgado a uno por el asesinato del barillero. Después de matar a Cecilia mataría a esa india pequeña y débil a quien, con una patada en el vientre, le reventaría las tripas. Ilusiones y proyectos de bandido caído en una red, que le vinieron también como relámpago.
Cuando Cecilia se le encaró y lo provocaba con los ojos y con enérgicas interpelaciones, Evaristo se quedó por el momento mudo, pero revolviendo los ojos centelleantes y pasando convulsivamente sus manos crispadas por su cuerpo para buscar un arma. Su espada la había dejado colgada en la silla del caballo. Cargaba siempre su puñal, pero en aquel momento se le figuró que lo había dejado olvidado y no lo encontraba… Lanzarse a la lucha cuerpo a cuerpo con Cecilia, no era fácil; la trajinera tenía un cuerpo admirable de diosa antigua, pero constituida como Hércules, y además vendría Pantaleona y sería vencido por las dos mujeres… Los instantes en que buscaba por su cuerpo el arma sin encontrarla, fueron una agonía rabiosa… Estaba perdido, y no le quedaba más que pedir perdón a Cecilia, implorarlo de rodillas y salir como un cobarde… no podía resolverse a este trance… Por fin encontró en el bolsillo izquierdo de su chaqueta el puñal, enredado con el pañuelo, los cigarros y los puros. Le costó un poco de trabajo; su mano convulsa no acertaba…
—¡Oh! ¡Oh! —gritó sonriendo de una manera siniestra—. Ya está aquí…
Lo sacó, levantó el brazo y saltó sobre Cecilia… Le habría entrado en el corazón, no sólo el puñal, sino el mango y hasta el puño de Evaristo.
María Pantaleona, desde que comenzó la escena, arrastrándose como una culebra y aprovechando el momento en que ni Evaristo ni Cecilia la veían, preocupados como estaban, entró al cuarto y se ocultó tras el respaldo de un sillón.
Con la misma rapidez con que habían pasado los pensamientos criminales por el cerebro del bandido, así pasaron también por el de Pantaleona. Salvar a su ama y matar a Evaristo. Salió como una aparición terrible de detrás del sillón, y con la barreta levantada con las dos manos, la dejó caer sobre la cabeza del bandido.
Dos líneas más, y la cabeza habría quedado hecha pedazos; pero el puñal que iba a traspasar el turgente seno de la frutera cayó al suelo, y Evaristo lanzó un grito de dolor: sus dedos y su puño seguramente estaban desquebrajados. Sin embargo, quiso lanzarse sobre Pantaleona para desarmarla, pero Cecilia recogió el puñal del suelo, se lanzó sobre Evaristo, lo arrinconó contra la pared, le apretó el cuello con la mano izquierda y levantó la derecha armada del puñal.
—¡Miserable asesino, alma negra y hedionda de sapo, vas a pagar lo que hiciste con tu mujer!
—¡Doña Cecilia! —gritó Pantaleona conteniéndole el brazo—. No lo mate usted; seremos perdidas entonces; déjelo que se vaya, ya escarmentará; Dios lo castigará. Al fin y al cabo nosotras no tenemos miedo a nadie.
Con esta reflexión dicha con calma, con una especie de simplicidad, como si hubiese pasado una escena insignificante, despertó a Cecilia de esa especie de paroxismo de rabia y de furor.
—Dices bien; sabandijas como ésta se les machuca con el pie. Lárguese pronto —le dijo Cecilia dándole un puntapié en el trasero—. Y ya me conoce; le repito que no le tengo miedo. Lo desafío donde quiera y como quiera.
Evaristo quería hablar, volverse, luchar; pero Pantaleona tenía su barreta y Cecilia el puñal.
Así que estuvo en la puerta principal, Pantaleona le abrió lo muy necesario para que pasase, y Cecilia le dio otro puntapié.
Las mujeres suelen hacer esfuerzos viriles; pero cuando llegan a cierto punto son vencidas por la naturaleza misma de su delicada organización. Pantaleona cerró la puerta, y Cecilia apenas tuvo tiempo para atravesar el patio, llegar a su recámara y caer sin sentido en su cama.
—¡El indino! —dijo Pantaleona con calma cuando vio a su ama en tal estado—. Puede ser que hubiera sido mejor haberlo matado.
Pantaleona con verdadero cariño de hijo atendió a Cecilia con friegas de yerbas aromáticas y otros remedios; pero no fue despertando de ese sopor repentino que congestionó su cerebro sino muy entrada la tarde.
La reacción femenina era completa. Del valor intrépido y de la cólera pasó a las aprensiones y al miedo.
—Nada, Pantaleona —le dijo— no te ocupes de despachar la canoa; que se quede como está, y ya le encargaré mis negocios a don Muñoz. Vámonos ahora mismo, aunque sea en la chalupa, porque ese hombre va a volver esta noche con sus bandidos y nos asesinará sin remedio.
A toda prisa arreglaron las cosas de la casa y se embarcaron en una chalupa donde apenas cabían las dos.
A la medianoche, casi a la misma hora del naufragio, y con la luna llena, se deslizaba entre ondas y rieles de plata, con la velocidad de un cisne, la pequeña embarcación que conducía a México a las dos mujeres que habían luchado y vencido al terrible bandido de Río Frío.