XXIX. El viaje

Puestos de acuerdo Relumbrón y Lamparilla, se encontraron en la casa de diligencias el miércoles de la semana siguiente a la en que tuvieron la conferencia de que hemos dado cuenta en el capítulo anterior. Lamparilla llevaba los papeles necesarios para enterarse, aunque fuese a vista de pájaro, de los linderos, y Relumbrón quiso instalar personalmente a la familia alemana en la venta de Río Frío, y para que de pronto le fuese útil en el viaje, en la covacha del carruaje venían dos cajones que encerraban los útiles, víveres, vinos y conservas más indispensables para un almuerzo improvisado.

Como de costumbre, la diligencia de Veracruz partió a las cuatro de la mañana y caminó sin tropiezo ni accidente hasta que comenzó a encumbrar la montaña. Allí se apareció la escolta. El examen que hizo Relumbrón al sacar la cabeza por la portezuela, y encontrarse con caras siniestras y patibularias, le confirmó en la idea que tenía por las narraciones de diversas personas que habían hecho el viaje, de que la tal escolta era más bien una temible cuadrilla de bandidos que no de honrados militares, guardianes de la ley, como les llamaba el licenciado Bedolla cuando solía escribir parrafillos en los periódicos que protegía en los tiempos felices de su privanza en Palacio.

Preguntó a uno de los soldados que galopaban cerca de la portezuela dónde se encontraba el comandante, y le respondió que creía lo encontraría más arriba.

La diligencia continuó lentamente el difícil camino que tenía que hacer hasta el descenso a Río Frío.

—El licenciado —dijo Relumbrón a Lamparilla— ¿conoce usted personalmente al jefe de la escolta?

—Nunca me he encontrado con él, pues en el camino de México a Chalco, que es el que a causa de mis negocios suelo transitar, no hay escolta ninguna y está muy seguro; pero he oído decir maravillas del arrojo de ese oficial, que es el terror de los bandidos de Río Frío, bien que dicen también que los soldados que tiene a sus órdenes se hacen pagar caro el servicio y exigen a los viajeros gratificaciones que pasan de lo ordinario. A uno de mis clientes, que fue a Jalapa hace algunas semanas, le costó diez pesos, es decir, todo lo que llevaba en la bolsa, pero sea como fuere, más vale eso que no estar expuesto a los insultos y violencias de la canalla, y sufrir la humillación de tenderse boca abajo en el suelo. Yo no he sufrido, gracias a Dios, semejante ultraje, pues cuando he hecho viajes a Puebla, precisamente en compañía de ese desgraciado Bedolla del que le hablaré después, ha sido con escuadrones de caballería, en diligencia extraordinaria y con las ínfulas de todo un comisionado.

—Pues yo sí conozco a ese comandante que usted cree que es muy famoso y terrible, porque lo he visto varias veces en Palacio; se ha interesado conmigo para que el Presidente lo reciba, y no he podido conseguirlo, porque le tiene aversión lo mismo que yo. Me parece que no es más que lo que llamamos baladrón y no otra cosa; pero en fin, mejor es tener amigos que enemigos, y ya verá usted cuántas consideraciones me va a dispensar luego que sepa que voy en la diligencia.

Relumbrón dio a los soldados que iban cerca de la portezuela unos cuantos pesos, y el coche siguió encumbrando trabajosamente la montaña, Lamparilla y el coronel platicando de una y de otra cosa, y la familia alemana tranquilamente dormida como si estuviese en su cama.

Al acabar de subir la cuesta, se divisó un grupo de hombres a caballo. A su cabeza estaba el comandante, que se adelantó a galope a recibir la diligencia e hizo seña al cochero para que se detuviese. Acercóse a la portezuela y reconoció inmediatamente a Relumbrón que estaba asomado a la ventanilla, lo saludó respetuosamente y se quitó el sombrero; en los demás pasajeros no hizo alto, pero Lamparilla reconoció en el acto, en el comandante de las escoltas del camino de Veracruz, al pasajero a quien había dado hospitalidad Cecilia en su canoa la noche del naufragio.

Es necesario recordar que Cecilia, por no despertar celos y dudas en el corazón de Lamparilla, no sólo le había ocultado todo lo relativo a Evaristo, sino procurado que lo olvidase enteramente. Cuando aquél supo en la calle, como todo el mundo, que Baninelli había organizado compañías de rurales y nombrado un capitán que los mandase, estuvo muy lejos de figurarse que ese capitán fuese el pasajero de la canoa, y, por otra parte, no teniendo necesidad de hacer viajes más que a Chalco y a Ameca cuando fuese necesario para los asuntos de Moctezuma III, le importaba poco que nombrasen a éste o al otro para que mandase las escoltas. Lamparilla, temiendo ser a su vez reconocido por Evaristo, volvió la cara a otro lado, se puso a tararear una canción popular y sacó la cabeza por la portezuela del lado opuesto. La diligencia descendió rápidamente la cuesta, y toda la escolta la siguió a carrera abierta hasta que se detuvo en la puerta de la venta, donde descendieron los pasajeros. Abandonada hacia dos semanas por el fondista, se habían instalado provisionalmente y sin avisarlo a nadie, unas figoneras, que hacían un mal almuerzo que pocos pasajeros aceptaban, prefiriendo aguantar el hambre o comer alguna cosa dentro del coche.

La familia alemana tomó posesión inmediatamente, bajáronse de la covacha los cajones de provisiones, y con el auxilio del fuego y de lo que era más pasable de los guisos de las figoneras, improvisaron el almuerzo para Relumbrón, su compañero y el comandante de la escolta. Los pasajeros del segundo coche tomaron asiento en otra mesa, y fueron servidos por las figoneras que, a su modo y con escasos recursos, todo lo tenían preparado.

Durante el almuerzo, el comandante y Lamparilla no atravesaron palabra, y se miraban a hurtadillas. Ni a uno ni a otro les quedó duda de que se habían reconocido. No podía Lamparilla reponerse del asombro que le causó tan inesperado encuentro, y apenas picaba los platos y contestaba a la conversación sin término de Relumbrón, que estaba muy contento, pues a él semejante ocasión venía que ni de molde para sus propósitos.

—¿Cómo —se decía Lamparilla para sus adentros— no he podido por los lances pasados, por las pláticas de Cecilia y por mil otras circunstancias, reconocer en este personaje al bribón de Chalco, ni reflexionar que de maldad en maldad había podido sorprender a las autoridades, figurar como un labrador honrado y después conquistar fama de hombre valiente y decidido?

Todas estas cosas las reunía rápidamente en su imaginación, y le ministraban pruebas evidentes de que el comandante que tenía a su lado era el capitán de los bandoleros y sus soldados los antiguos bandidos de Río Frío, que por mucho tiempo estuvieron despojando a los pasajeros. Esta convicción, por lo demás, la tenían los pueblos cercanos y en la misma capital muchas de las personas que hacían viajes o tenían negocios en la extensa provincia que realmente mandaba y dominaba Evaristo. Sólo el gobierno no sabía nada y le dispensaba toda su confianza. Como las diligencias estaban ya listas y los cocheros urgían a los viajeros, no hubo tiempo de hablar. Lamparilla apenas saludó al comandante, y Relumbrón le dijo:

—Si usted insiste en que el Presidente lo reciba, espéreme en la venta, precisamente dentro de ocho días regresaré a México. Hablaremos despacio y le prometo que lo serviré en cuanto puedo y valgo en Palacio.

Evaristo no sólo prometió concurrir a la cita, sino acompañarlo con su valiente escolta hasta la garita de la capital.

—¿Pero cómo es posible —dijo Lamparilla a Relumbrón, luego que estuvieron solos en el carruaje y que el comandante que los siguió a galope una media legua, saludó respetuosamente y se retiró con sus soldados— que este hombre, que para mí es un temible bandido, goce de tanta fama y haya merecido las consideraciones de las autoridades superiores?

—El mismo juicio formé yo cuando lo examiné un día con detención en el Ministerio de la Guerra. Venía con la cabeza envuelta en un pañuelo y herido en una mano dizque por una cuadrilla de ladrones que batió y derrotó en el camino. Trabajo me costó reconocerlo hoy, y aun creí que era un nuevo jefe de las fuerzas rurales de este rumbo. He tenido tantos asuntos encima en estos días, que no me he ocupado de estas cosas que llaman la atención solamente a las personas a quienes por sus asuntos interesan; pero es el mismo, no me cabe duda; pero ¿qué quiere usted? Juan Baninelli lo nombró y lo sostiene con su influjo, y no hay remedio. A no ser eso, ya lo habría echado a la calle el Presidente, pues no le cayó en gracia cuando se lo presentó el Ministro de la Guerra.

—Si el coronel Baninelli supiese el pájaro que es, no sólo dejaría de protegerlo, sino que acaso lo fusilaría bajo su responsabilidad. Va usted a oír lo que yo sé de él.

Lamparilla refirió a Relumbrón cuanto sabía acerca de Evaristo, cuanto pensaba de él y cuanto pudo inventar, pues quería aprovechar la ocasión para vengarse y que el gobierno, informado por una persona tan caracterizada como Relumbrón, no sólo le quitase el mando, sino le formase un consejo de guerra y lo fusilase. Concluyó su larga narración, diciendo que él apostaría un ojo de la cara a que Evaristo y la escolta eran los mismos bandidos que mucho tiempo estuvieron en posesión de Río Frío.

Relumbrón escuchó con una grande atención cuanto le quiso decir el licenciado, conviniendo en sus apreciaciones, y en esto llegaron a Puebla y se alojaron en la casa de Diligencias.

A la mañana siguiente, muy temprano, montaron a caballo y, seguidos de unos mozos, la emprendieron para la hacienda de Arroyo Prieto. Estaba situada en el extenso y hermoso valle de San Martín. Desde el camino real se veía en el horizonte, que limitaba una serranía poco elevada y de color azul oscuro y una torrecita. La distancia la hacía parecer diminuta y como si fuese de baraja para divertir a los niños o figurar en un nacimiento; pero acercándose se reconocía un extenso y sólido edificio fabricado por los jesuitas, a quienes perteneció la finca, con su habitación compuesta de salones y amplias alcobas, sus trojes y oficinas, y una capilla que podía pasar por un templo de segundo orden en cualquier ciudad. Aislada en medio de la extensa llanura, su acceso no era, sin embargo, fácil, pues el límite de sus tierras lo marcaban grietas profundas, hechas por la naturaleza, o zanjas cavadas a mano, y tenía una sola entrada por un puente de vigas. En este lugar estaban esparcidas las casas de adobe, techadas con pencas de maguey, donde habitaban los peones, de modo que, levantando el puente, el paso era muy difícil para hombres de a caballo. Detrás de la casa había un arroyo poco profundo sembrado de peñascos enormes que no se sabía cómo habían sido colocados allí, a no ser por las terribles erupciones de los dos volcanes. La mayor parte del año ese arroyo estaba seco; pero en cierta estación se llenaba de unas aguas sucias y turbias hasta parecer negras, sin duda por ciertas plantas y raíces que se encontraban en el curso que seguían antes de llegar a la hacienda; pero que, contenidas por presas, se derramaban por las tierras y eran muy provechosas, por el mucho limo que contenían. Era una finca muy triguera y, además, producía excelente maíz y algún pulque de un magueyal sembrado en la falda de la serranía. El licenciado Olañeta formó una combinación provechosa para descargar a los bienes del marqués de Valle Alegre, quitándoles las hipotecas y pasándolas a la hacienda vendida ya a Relumbrón en alto precio, resultando una utilidad en dinero que sería pagada a largos plazos. Como Relumbrón quedó no sólo satisfecho, sino entusiasmado con la vista de ojos, porque convenía a sus proyectos, no se paró ya en el precio y ratificó el borrador de escritura que Lamparilla había formado. Regresaron, pues, a Puebla, muy contentos, y dos días después se pusieron en camino a caballo para visitar el Molino de Perote.

Esta finca era enteramente distinta. Del triste pueblo de Perote se tomaba el camino real de Veracruz, y a cosa de una legua se descubría una ancha vereda que iba gradualmente encumbrando hasta entrar en el bosque. El aspecto de desolación de un país que parece quemado, y lo que fue en efecto en alguna época remota con las erupciones del Cofre, cambiaba enteramente. Veíanse calzadas de pinos pequeños alineados como si hubiesen sido plantados a mano; después, lo que los campesinos llaman motas, o grupos de árboles frondosos al estilo de los parque ingleses, y luego una selva con los árboles, juncos y enredaderas, y este bosque tenía una o dos salidas para calzadas regulares y anchas, como la que hemos descrito al principio, y por todas partes el suelo verde y húmedo, surcado de arroyuelos de agua cristalina, que en las depresiones del terreno formaban pequeñas cascadas. Estas aguas, después de mil rodeos, se juntaban y formando una especie de riachuelo cuyo lecho ellas mismas habían cavado, se derrumbaban en un pequeño valle, donde estaba edificada la casa, que aprovechaba la caída del agua para mover las piedras y lavar los trigos.

En litigio muchos años, estaba abandonada. Las puertas y muebles de la casa, desbaratándose de puro podridos; las paredes húmedas; la maquinaria descompuesta; las aguas cayendo indolentemente sobre las piedras inmóviles, arrastraban día por día los fragmentos del edificio, y turbias y sucias descendían y, desparramadas por los declives, volvían a reunirse, ya purificadas, para formar otra ruidosa cascada que caía en una barranca profunda, casi a nivel de la inculta llanura de Perote.

Relumbrón quedó encantado no sólo de la belleza salvaje y primitiva de la montaña, sino del lugar delicioso que ocupaba el molino, de lo difícil que era su acceso y de lo apartado y escondido que estaba, lejos de toda población e inaccesible a las miradas e indagaciones de los curiosos, de modo que si no hubiesen llevado un guía que estuvo al servicio del dueño durante años, no habrían podido encontrarlo y se hubiesen extraviado hasta el grado de perecer en lo intrincado de la selva.

Regresaron al anochecer a Perote, muy satisfechos de su excursión, y al día siguiente a Puebla, donde sin grandes dificultades dieron la última mano a los contratos, que cuadraban bien a la oportuna e ingeniosa combinación del licenciado Olañeta para dejar libres los bienes que quedaban al marqués de Valle Alegre y, si era posible, sacar la hacienda de las manos de Rodríguez de San Gabriel.

Lamparilla rehusó decididamente regresar por la diligencia a México, por no encontrarse con el bandido Evaristo, que (aunque lo disimulaba), le causaba terror, y pensaba que un día u otro tendría que habérselas con él. Alquiló caballos y mozos y tomó el camino por entre los dos volcanes para San Nicolás; de los ranchos descendió a Ameca con el más estricto incógnito, se alojó en el mesón bajo un nombre supuesto y dio sus paseos por las haciendas de Moctezuma III, que ostentaban sus logradas milpas de maíz, sus extensas tablas de cebada y sus gordos ganados en los potreros. Decididamente la suerte favorecía a los Melquiades, y la cosecha de ese año los iba a hacer más ricos de lo que ya eran. ¿Qué hacer? ¿Cómo arrancar de manos de esos detentadores, que ya formaban una aristocracia temible en el valle de Ameca, unas fincas tan productivas? ¿Qué importaban a él los ciento o doscientos pesos que de vez en cuando arrancaba con mil penas a la Tesorería General, comparada tal miseria con la posesión en propiedad de una de esas fincas, administrada y cuidada por la inteligente Cecilia? Se le volvieron a calentar los cascos, y le vino una idea luminosa, que fue la de interesar a Relumbrón en el negocio y obtener, por medio del influjo que ejercía en Palacio, la suspirada orden que declarase a Moctezuma III heredero directo del gran Moctezuma II, mandándolo poner en posesión de sus inmensos terrenos, que llegaban hasta el cráter mismo del volcán.

Alegrísimo, creyendo haber encontrado la solución de tan dilatado enigma, se dirigió a Chalco, donde tuvo la fortuna de encontrar a Cecilia que, ya más tranquila y sabiendo que Evaristo no se despegaba del camino real de Veracruz, había ido a dar un vistazo a sus intereses, abandonados durante muchos meses. Abrazó Lamparilla, con exagerada emoción de cariño, a la frutera, y no retiró sus brazos, que la estrechaban, hasta que no sintió contra su pecho el seno abultado, blando y oloroso de Cecilia. Moderado su entusiasmo por la calma, la compostura y la naturalidad de Cecilia, que sin rechazarlo no dejaba pasar las cosas de un cierto punto, entráronse en el memorable comedor donde tantas veces, desde la época del venturoso naufragio (como él decía) habían saboreado juntos la excitante comida nacional. Lamparilla refirió minuciosamente lo que le había pasado desde su salida de México, el asunto que había ocasionado este improvisado viaje y las esperanzas que tenía de triunfar, por medio del valimiento de Relumbrón, de los Melquiades, arrojándolos de las haciendas, cuya hermosura y valor exageró para que esta perspectiva de riquezas y felicidad ya próximas, hiciese impresión en el ánimo de la Dulcinea de sus pensamientos.

Cecilia, nada; ni una palabra le confió de lo que había pasado con Evaristo; pero sí fijó su atención en la gravedad del encuentro con el bandido.

—Lo de las haciendas es muy alegre y muy seductor, señor licenciado —le dijo Cecilia— pero sabe Dios cuándo será. Llevamos años de esto; me voy haciendo vieja y gorda y cuando usted sea dueño de alguna de estas fincas, ya seré más fea de lo que soy, y usted no me querrá, pero lo que sí me puede mucho, es que se haya encontrado con ese demonio de hombre. De seguro que cuando el coronel hable con él, y ya habrá hablado a estas horas, le dirá que usted le ha contado su vida y milagros, y querrá deshacerse del que es dueño de sus secretos. Lo mismo pasa conmigo, y el día menos pensado, quién sabe qué daños nos hará.

Lamparilla que delante de Cecilia la echaba de valiente y era un león, la tranquilizó; le prometió que ya pensaría el modo de quitar a Evaristo de en medio, le dio otro abrazo y siguió su camino, teniendo necesidad de ver inmediatamente al licenciado Olañeta y terminar el negocio, pues así se lo había recomendado Relumbrón.

Cecilia, con las noticias que le había comunicado, quiso salir lo más pronto posible de Chalco, y a la madrugada del día siguiente ya navegaba en pleno canal.

Lamparilla, a las once del mismo día, tocaba la puerta del despacho del licenciado don Pedro Martín de Olañeta.

Todo lo hecho por Lamparilla (que nada le dijo con relación a Evaristo) pareció muy bien al viejo licenciado, el que le dio sus últimas instrucciones para tirar las escrituras y recibir el dinero y valores que debería entregar Relumbrón. Al despedirse dijo Olañeta:

—¡Qué idea me ocurre en este momento! Nada tiene que ver con el negocio, que debemos dar por concluido; pero no puedo dejar de aprovechar lo que se llama una oportunidad, y usted me va a servir en esto.

—En cuanto usted ordene —se apresuró a responder Lamparilla.

—Tengo en el convento una muchacha de quien soy tutor, le cuido los pocos bienes que tiene —don Pedro Martín mentía, quizá por la primera vez en su vida, y se puso encarnado, lo que por fortuna no advirtió Lamparilla—. Desea salir del convento —continuó diciendo y tragando saliva— y en ninguna parte estará mejor que con doña Severa. El coronel me parece un poco ligero y aturdido, pero su señora es un modelo, en todos sentidos, de la mujer honrada y de la madre de familia, y mi recomendada les servirá al pensamiento de criada y aun de maestra y de compañera de Amparo. Tengo una estrecha amistad con doña Severa, lo mismo que mis hermanas, nos visitamos de cuando en cuando, y Clara concurre a las tertulias de los jueves… Vaya, no se puede pedir más; pero con todo y esto, mi carácter no es para molestar a nadie, aun en esas cosas pequeñas; así, usted será el que haga la insinuación, y si agrada, me lo dirá, y entonces, yo veré a doña Severa… ¿Usted me entiende? No me agradan éstas que se pueden llamar intrigas, sino ir derecho a un objeto y no decir más que la verdad desnuda; pero en un asunto sencillo, liso y llano, acaso puede ser permitido llegar al objeto por un medio indirecto.

—Pierda usted cuidado, señor licenciado —le dijo Lamparilla— bien sencillo es, por cierto, el asunto. Yo hablaré sin pérdida de tiempo a doña Severa, y creo que en vez de poner algún obstáculo, tendrá una verdadera satisfacción en recibir a personas que tengan su respetable recomendación.

Vamos a explicar por qué don Pedro Martín, que no había pedido un favor a nadie en los años que llevaba de vida, y que, por no molestar ni aun en su misma casa, en vez de pedir un vaso de agua, él mismo lo llenaba en la destiladera, se resolvió a ocupar a Lamparilla y a doña Severa, como reclamando una insignificante compensación a Relumbrón por el servicio que había prestado en la venta de las haciendas.

La religiosa a cuyo cargo estaba Casilda, era poco más o menos de la misma edad que ella; de un carácter dulce y de habilidad sorprendente para costuras, bordados y toda clase de obras curiosas de mano. Sin duda, algo de íntimo y de tristes recuerdos había pasado en su vida, que en su semblante, al parecer tranquilo, daba a conocer, sin que se pudiese dudar, que no era feliz, sino más bien humilde y resignada, que todo lo sufría y lo ofrecía a Dios, y en el sentido místico podía llamarse verdadera esposa de Jesucristo. Aislada y sola en medio de las religiosas, era afable con todas; pero nunca distinguió a ninguna. Recibió a Casilda con repugnancia, sólo por la recomendación de don Pedro y orden de la superiora. Las primeras semanas la trató con frialdad; pero no pasaron dos meses sin que hubiese entre ellos una intimidad tal, como si fuesen dos hermanas. El carácter y las maneras cariñosas, y sumisas de Casilda la cautivaron, y se dedicó a enseñarle cuanto sabía, y a aprender de ella la rara habilidad que tenía para la cocina. Desde ese momento, la religiosa fue feliz y desapareció el velo de tristeza que cubría su rostro. Ocupadas con utilidad las horas que les dejaban libres las reglas del convento, pasaban la vida sin sentir su peso y sin desear otra cosa más que vivir juntas todo el resto de su vida.

No duró mucho la felicidad de que gozaban, porque es ley terrible de la vida que la dicha sea pasajera y fugaz. La religiosa perdió la salud, se puso pálida, se apagó el brillo de sus ojos, una pesadez en el cuerpo y un tedio profundo le impedían hasta el cumplimiento de sus deberes religiosos, de modo que se quedaba algunos días en su celda, melancólica e inerte, y sin más consuelo que la compañía de Casilda, que en vano se esforzaba en alentarla para que volviese a su vida habitual de trabajo y de devoción. Un mal interior desarrollábase con rapidez. Acaso provenía de la vida sedentaria y, por pudor, no quiso revelarlo al médico, sino cuando no tenía remedio y terminó con su existencia. Casilda la lloró como si hubiese perdido a su madre, y a su vez fue presa de una melancolía tal, que el convento le parecía un sepulcro, y no encontraba alivio ni en el trabajo ni en la devoción. No pudiendo ya sobreponerse, como trató de hacerlo, escribió a su protector para que la sacase del claustro.

El primer movimiento de don Pedro Martín, al enterarse de la causa (que él creyó justa) porque Casilda quería abandonar el monasterio, fue llevársela a su casa; pero madurando su idea en los paseos que habitualmente daba en el salón de su biblioteca, cambió de modo de pensar. Una noche prolongó su paseo una hora más, presa de la más molesta indecisión. Tan pronto pensaba que guardando cierta reserva y compostura podría habitar Casilda en la casa, sin que sus hermanas concibiesen ninguna sospecha, como desechaba esa idea como inmoral, y dando en el extremo contrario, resolvía enviarla muy lejos, quizá a la hacienda el Sauz, donde suponía que fijarían su residencia por largo tiempo la condesita Mariana y el marqués de Valle Alegre. Acostóse sin resolver nada y ya se supone que no pudo pegar los ojos y fue presa de peligrosas pesadillas y de fatales insomnios. La presencia de Lamparilla para darle cuenta del resultado de la visita a las haciendas, resolvió la cuestión. Pensó en la excelente doña Severa, donde Casilda estaría lejos y cerca de él; se atrevió a costa de una inocente mentira, semejante a las que autorizaba San Francisco, a decir su pensamiento a Lamparilla, y le salió tan a su gusto, que dos días después Casilda salía del convento y el mismo don Pedro la presentaba a doña Severa, que le hizo la más amable acogida, diciendo que precisamente necesitaba de una bordadora en oro para que acabase de perfeccionar a su hija Amparo.

Lamparilla no cabía en sus pantalones. El arreglo del negocio le proporcionaba a la vez unos regulares honorarios y un influjo decisivo con don Pedro Martín, por el servicio que le había prestado colocando a Casilda al lado de una persona tan respetable, y con Relumbrón, por el arreglo pronto y fácil de la compra de las haciendas, estaba decidido a no desperdiciar la ocasión para obtener la orden de toma de las hermosas posesiones de Moctezuma III. Apenas se acordaba de su íntimo amigo el licenciado Crisanto de Bedolla y Rangel, y lo dejaba podrir en el castillo de Acapulco, donde había sido trasladado por un movimiento de piedad del Presidente, al acabar de leer una carta llena de bajas adulaciones que le escribió y en la cual, si no acusaba formalmente a Lamparilla, sí daba a entender que había tenido no poca parte en que estallase el motín de San Pedro. ¡Así son los amigos, y así las cosas de este mundo!

—La parte que debía tocar a Bedolla en el negocio de los bienes de Moctezuma III, se la cederé al coronel Relumbrón y separaré una cantidad para hacer un obsequio a don Pedro Martín, que lo rehusará, y entonces me lo aplicaré yo como parte de honorarios. Doña Pascuala morirá pronto. Moctezuma se considerará muy feliz con una hacienda, un rancho para Espiridión y una magueyera para ese muchacho Juan, recomendado del licenciado Olañeta, y lo demás para mí, en cuenta de honorarios. Bedolla estará perfectamente en el castillo de Acapulco, bien comido y asistido, y si no es así, ¿quién le manda ser animal y escribir cartas que por poco causan mi ruina, y poner sus aspiraciones tan altas hasta el punto de creer que podía derrocar un Ministerio y encargarse de formar otro? ¡Qué imbécil, qué presuntuoso!

Haciendo Lamparilla estas y otras reflexiones, y sin dejar de consagrar a Cecilia todos sus momentos desocupados, esperaba con impaciencia el regreso de Relumbrón; pero éste dilató tres o cuatro días en Puebla, ocupado en asuntos que tenían relación con el gran plan que iba a desarrollar en pocas semanas. Púsose, en fin, en camino, citando a Evaristo y a su escolta para el pueblo de San Martín.

Quizá importe al lector saber algo de lo que pasó entre el coronel y el comandante en la memorable conferencia de San Martín. Diremos lo que dijeron en voz alta, aunque en medio de la soledad y debajo de un grupo de árboles, cercano a la casa donde se come el buen pan y la fresca leche, que lo que se confiaron a la oreja sólo Dios lo supo; pero el lector que tenga paciencia de seguir leyendo, lo adivinará por sólo la simple narración de los sucesos.

Después del saludo muy respetuoso de Evaristo, pues inclinó la cabeza y su ancho sombrero tropezó con las raíces de los fresnos que sobresalían a flor de tierra, fue el primero que habló.

—Mi coronel —dijo— tengo miedo de que le haya a usted hecho mala sangre ese licenciado (que tengo que matar un día u otro) que acompañaba a usted, y que sin duda por miedo no ha vuelto en la diligencia.

—Si la conversación ha de comenzar con amenazas y baladronadas, vale más no tenerla —le contestó Relumbrón con mal humor—. Mandaré poner mi carretela y regresaré a Puebla; para nada necesito la escolta; con mis pistolas basta y sobra. Solamente que el Presidente quedará bien informado de lo que pasa en el camino.

—Perdone, mi coronel —le contestó Evaristo asustado y dominado por el tono decisivo y altanero de Relumbrón— pero he hablado de un negocio particular que nada tiene que ver con el servicio. Este licenciado y yo tenemos cuentas pendientes. Hace tiempo él y yo solicitábamos una muchacha rica y bonita de Chalco. La muchacha se decidió por mí, y de esto viene el pique, y sé bien que me anda desacreditando por todas partes, y ha de haberle dicho mil cosas feas de mí; pero no crea usted nada son mentiras; yo soy un hombre que, con mi trabajo, he logrado tener un ranchito, sirvo bien al gobierno y expongo mi vida peleando con tanto ladrón como hay por los caminos.

Relumbrón cambió de humor y se puso a reír.

—No andemos con hipocresías —le dijo—. Ese licenciado que vino conmigo de México nada me ha dicho; pero yo todo lo sabía, todo lo sé; el Presidente sabe ya algo, y la primera vez que te vio (Relumbrón tuteaba a Evaristo y le hablaba como si fuera su criado), concibió muy mala idea de ti, y sólo confirmó tu nombramiento de capitán de rurales por no desairar al coronel Baninelli; pero, te repito, todo lo sé.

—¿Todo? —exclamó maquinalmente Evaristo atolondrado y confundido con el tono decisivo con que le hablaba el coronel.

—Sí. todo, todo —le contestó con intención el coronel, aunque no sabía más que una parte—. Todo —volvió a repetirle—. Y como tenía el propósito de hablarte muy claro, tomé mis medidas con mucha anticipación. Mira, mira con cuidado.

Evaristo, que volvió la cara hacía el camino de Puebla, vio un cuerpo de caballería, interpuesto ya entre el grueso de la escolta que mandaba, mientras que a su lado no tenía más que a los cuatro hombres y un cabo que lo seguían constantemente. Consideróse perdido, creyendo que había caído en una celada, y pálido e inmóvil, esperaba su sentencia.

—Puedes escoger —le dijo Relumbrón— y te dejo en plena libertad. Piénsalo dos o tres minutos, mientras enciendo un habano, entre ser fusilado dentro de ocho días, pues te mandaré preso a México con esa tropa de caballería, que se apoderará también de tu escolta, que está compuesta de bandidos, o ser, no mi amigo, yo no puedo tener amigos de tu clase; pero sí mi subordinado, mi dependiente; no sé el nombre con que te clasificaré; pero, en una palabra, obedecerme en todo y por todo, lo mismo que tu gente y tu segundo.

El alma volvió al cuerpo de Evaristo y, cayendo de rodillas, exclamó quitándose el sombrero y tendiendo la mano al coronel:

—Aquí me tiene usted en cuerpo y alma, mi coronel. Soy suyo hasta la muerte.

Relumbrón retiró la mano y dijo con voz imperiosa:

—Levántate, la caballería se acerca y no está bien que te vean así.

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