Meses hacía que Relumbrón no ponía los pies por la Alcaicería. Su compadre estaba muy inquieto, lo había buscado diversas veces en su casa, y ya se decidía a visitar a doña Severa y saber si alguna cosa grave le había pasado, cuando el mismo coronel en persona penetró hasta el saloncito que ya conoce el lector.
—De intento —dijo Relumbrón a su compadre tomándole la mano y estrechándosela con afecto— he escogido un domingo, y como quien dice de madrugada, para hablar detenidamente y que nadie nos interrumpa. Si pierde usted, tal vez, la misa de once, oirá dos, y quedará a mano con la Iglesia.
—Tanto tiempo hace que no viene usted a esta casa, me dio tanto gusto verle, que por primera vez en muchos años faltaré a la misa de once, pues que usted lo quiere así. Siéntese usted y platiquemos cuanto quiera, que estamos perfectamente solos, pues la cocinera se ha marchado al mercado.
—Tanto mejor —le respondió el coronel acomodándose en el canapé, y señalando el sillón a su compadre.
Después prosiguió:
—No quería ver a usted hasta que el plan de que varias veces le he hablado, estuviese a poco más o menos organizado; ya lo está en parte, y va usted a saberlo, precedido de una corta explicación a guisa de sermón o como usted quiera llamarle. No hay necesidad de andarse con rodeos, ni entre usted y yo hay necesidad de secretos, de misterios y de engaños. El plan es ganar dinero por todos los medios posibles robar en grande, ejercer, si usted quiere, el monopolio del robo.
—¡Compadre! —exclamó el platero levantándose de la silla.
—Lo que usted oye. Siéntese, óigame y no hay necesidad de alarmarse, que todas las medidas están tomadas y se adoptarán otras cuando vaya tomando crédito y vuelo la negociación.
—¡Pero compadre!…
—Siéntese usted y cálmese, no hay motivo de alarma. Creí que mis conversaciones le habían, por lo menos, dado alguna idea de mis planes, pero veo que usted o no me ha entendido o no me ha querido entender. Escuche mis creencias privadas, pues que tiempo es de decírselas. La mitad de todos los habitantes del mundo, ha nacido para robar a la otra mitad, y esa mitad robada, cuando abre los ojos y reflexiona, se dedica a robar a la mitad que la robó y le quita, no sólo lo robado, sino lo que poseía legalmente. Ésta es la lucha por la vida. Las excepciones se contarán en muy corto número. El tendero no sólo vende, sino que roba a los marchantes cuanto puede, dándoles efectos malos, disminuyendo la cantidad, usando balanzas falsas encajando moneda falsa, echando agua a la leche y a los licores, mezclando la mantequilla con sebo y el sebo con manteca, dando gallinas muertas de peste y carne dañada; en fin, alterando constantemente la cantidad y calidad de los efectos, y haciendo el contrabando para ahorrar gastos y arruinar al tendero de enfrente. Y esto se hace todos los días, a todas horas, y en escala tan grande, que todos los habitantes de la ciudad tenemos que pagar esa contribución forzosa para formar la fortuna de una gran parte de los abarroteros. Al cabo de un año esto importa millones. De los cocheros y cocineras, no digo nada, usted lo sabe mejor que yo, y la excepción será esa guapa cocinera, que quizá le sirva para algo más que guisarle los sabrosos platos que come usted en las soledad de su comedor.
—¡Compadre!
—Siéntese usted, compadre, le vuelvo a decir. Estamos hablando sin máscara, y la máscara de la honradez es la que usan de preferencia los que más roban. ¿Cree usted que no soy el primero que roba a la nación? Por una hora de asistencia diaria a Palacio, y una guardia cada quince días, trescientos y pico de pesos cada mes. Así son la mayor parte de los militares y empleados. Un oficio mal redactado y que no pasa de una cara de papel, suele costar a la Tesorería sesenta o setenta pesos, porque el escribiente no hace más que eso en un mes, o tal vez nada. Y de los que se llaman banqueros, y de los que el público señala con el apodo de agiotistas ¿qué me dice usted? ¿Cree usted que esas fortunas de millones se pueden hacer en ninguna parte del mundo con un trabajo diario y honesto como el de usted, que se ha pasado dando golpes con el martillo, y se ha enriquecido, pero se le han doblado las espaldas? ¿Qué le ha producido a usted más: las custodias y los cálices que ha hecho para las iglesias o el rescate de diamantes y de plata robada?
—¡Compadre, por Dios!
—Es la verdad compadre, y es tiempo de decirla. Tengo un amigo que es excepción en la regla. Tenía una tienda de sedería, que, con un diestro dependiente, le tocó en el reparto de los bienes que dejó a su muerte el padre a varias personas. Muy buen negocio. ¿Qué hacía el dependiente? Se aprovechaba de la ignorancia o del descuido de los marchantes. Al indio, en vez de darle las piezas de listón a dos y medio reales (valor legal del comercio), se las encajaba a cuatro reales. A las criadas, en vez de una libra de seda, les envolvía en un papel tres cuartos, gracias a la exactitud de sus balancitas, y así todo. Cuando mi amigo se enteró de este manejo, despidió al dependiente, y él mismo se puso a despachar en la tienda con tal legalidad, que al cabo de un año estaba a punto de quebrar. «En el comercio, para ganar, se necesita robar —me dijo un día al oído—. El único dinero que se gana legalmente, es el que da la tierra. Dios da buenas cosechas y el precio de ellas es el de plaza, ni más ni menos; vendiendo así, es una bendición y la conciencia queda tranquila.» Le proporcioné una pequeña hacienda, que pagó con lo que pudo salvar de la sedería, y se retiró a labrar la tierra y a vivir como ermitaño, separado de ese mundo de ladrones que se llama comercio. Antes de dos años volvió a mi casa. «Mi conciencia —me dijo— no me permite seguir con la hacienda. Con real y medio o dos reales de jornal, los indios apenas pueden alimentar a su familia con unas tortillas, y un poco de chile, y en los inviernos no tienen con qué comprar unas frazadas; de consiguiente, estoy robando impunemente a esos infelices, que obligo a trabajar de sol a sol; además, los que introducen su cebada sin pagar derechos, bajo el pretexto de que es para las mulas de la artillería, no pagan y la venden barata; si entro en competencia con ellos, pierdo dinero. Vendo, pues, la hacienda, en lo primero que me den por ella.» Logré que se la compraran en buen precio y hoy tiene usted a mi amigo viviendo a razón de doce reales diarios, y comiéndose peso a peso lo que le ha quedado, sin emprender ningún negocio, porque, examinados todos por él, con la conciencia de un buen cristiano, encuentra que no se puede ganar dinero sin robar. Éste es no sólo una excepción de la regla general, sino un hombre único en el mundo.
—Es una exageración de honradez —interrumpió el compadre— un maniático y nada más.
—Me alegro mucho, compadre —le contestó Relumbrón— que haya usted entrado en mis ideas, y ensanchado un poco su conciencia. Persuádase usted de que el que no roba es porque no puede o teme ser descubierto; pero desde que cualquiera está seguro, segurísimo de la impunidad, se apropia lo que le viene a la mano, y si no fuese así, no existirían en nuestro idioma ni quizá en otros, los refranes tan conocidos: La ocasión hace al ladrón; en arca abierta, el justo peca.
—En parte dice usted la verdad, compadre; pero no en general. No soy absolutamente de la opinión de usted; pero dejemos esa cuestión. ¿A qué conclusión quiere usted venir?
—Creo habérselo dicho a usted bien claro, compadre, sólo que hoy se ha empeñado usted en no entenderme. Se lo explicaré mejor. Usted conoce mi buena posición en la sociedad; las muchas relaciones que tengo con las personas más distinguidas de la ciudad y de los Estados; el respeto que inspira mi casa, gracias a la conducta irreprochable de mi mujer; tengo, además, dinero, aunque no siempre lo bastante para mis propensiones al lujo, al brillo y elevación que deseo; pero pase por ahora; con todas estas circunstancias ¿quién podrá creer en México ni en ninguna parte donde me conozcan que soy capaz de robarme un alfiler, como nadie creerá que usted, compadre, rescata por un pedazo de pan alhajas robadas de gran valor y estimación, y que usted mismo me ha vendido en lo que se le ha dado la gana? Conque ya ve usted que lo primero y esencial, que es la impunidad, está asegurada, y tampoco vaya usted a figurarse que voy a ensillar mi caballo y a lanzarme al camino real a detener las diligencias, ni a salir por las noches puñal en mano a quitar el reloj a los que salen del teatro y se retiran por los rumbos lejanos y mal alumbrados de la ciudad, nada de eso; el robo se hará en grande, con método, con ciencia, con un orden perfecto; si es posible, sin violencias ni atropellos. A los pobres no se les robará, en primer lugar, porque un pobre nada tiene que valga la pena de molestarse, y, en segundo, porque eso dará al negocio cierto carácter de popularidad, que destruirá las calumnias e injustas persecuciones de los ricos que sean sabia y regularmente desplumados. Yo seré, pues, el director; pero un director invisible, misterioso, y manos secundarias, que ni me conocerán ni sabrán quién soy, ni dónde vivo, darán aquí y allá los golpes según se les ordene y las circunstancias se presenten, y así marcharán las cosas en los diversos ramos que abraza este plan.
El compadre, descolorido y presa de un pánico nervioso, se levantaba, se volvía a sentar, abría la boca y sus miradas descarriadas erraban por las paredes del saloncito, experimentando una especie de fascinación al oír el aplomo y seguridad con que su compadre hablaba de la honradez de la raza humana.
Relumbrón, después de un momento de pausa, de encender un habano y de arrojar bocanadas de humo que nublaron el saloncito e hicieron toser al platero, cruzó las piernas, se acomodó bien en el canapé y continuó:
—Parece que la casualidad se ha puesto a mis órdenes, y me ha presentado, y, como quien dice, metido dentro de mi casa los principales elementos que necesitaba. Me faltan aún otros; pero va usted a juzgar de los que ya tengo. Me eran indispensables dos fincas situadas a poca distancia del camino real de México a Veracruz, y con ellas un licenciado activo, ambicioso y travieso que hará cuanto yo le diga y mucho más, si logro arreglarle un negocio que hace años trae entre manos dizque para devolver los bienes a un muchacho indígena que dice ser el heredero de Moctezuma II. Poco me importa que esto sea cierto o no. Aprovecharé un rato de buen humor que tenga el Presidente, le arrancaré la orden para la posesión de las fincas, y esto me valdrá un buena suma que me ha prometido. Lamparilla, que no es otro el licenciado de quien estoy hablando, lo tendré, como se dice, a rienda. Lo emplearé en la defensa de todos los rateros, pleitistas y borrachines que, con más o menos cartas de recomendación, se conseguirá que los pongan libres, y antes de seis meses Lamparilla será el hombre más popular y querido de esa gente viciosa; yo me serviré de ella por su conducto, sin que él ni sospeche el objeto ni esa gente sepa si existo en la tierra.
—Pero no alcanzo, compadre —le interrumpió el platero— qué relación tenga la compra de esas haciendas con los planes de que usted me está hablando.
—Se le ha ido a usted la cabeza, compadre. Usted que me entiende a las dos palabras ¡ni modo de que me comprenda en este momento después de una hora de conversación! Siéntese y no esté violento pues aún tenemos mucho que hablar antes que vuelva la cocinera del mercado y almorcemos, pues hoy almorzaré con usted y me dará a probar esos vinos añejos que he sabido que le regalaron las marquesas de Valle Alegre. Y de paso ¿sabe usted si el marqués ha regresado ya con su esposa?
—Nada sé, compadre, pues no lo he vuelto a ver desde el día en que vino por sus alhajas que le limpié y compuse, haciéndole otras nuevas por cierto joyas antiguas muy ricas, que con sesenta mil pesos no se conseguirían hoy.
—¡Bah! ¿Conque sesenta mil pesos? —dijo Relumbrón con cierto interés—. Pero esto por el momento importa poco; no nos desviemos del asunto, que la cocinera no dilatará, y estas cosas no se deben hablar delante de nadie, y aun en voz baja es peligroso, pues las paredes oyen. Compré las haciendas, compadre, porque son muy productivas y de un precio ínfimo, atendido lo poco que hay que exhibir al contado, el modo fácil de pagar el resto y la utilidad que por otro aspecto me van a proporcionar. Esas haciendas serán el cuartel general, y el servicio y las labores, si hasta allá se puede, serán hechas por gente especial y complicada en la negociación principal. En ningún punto de la República habrá más orden, más seguridad, más tranquilidad que en el valle de San Martín y en el distrito de Perote, lo que abonará en mi favor. Además, con esto he conseguido entrar en relaciones y mayor intimidad con ese viejo abogado testarudo de don Pedro Martín de Olañeta, que desde luego ha colocado en mi casa, como maestra de bordado, a una de esas criaditas santuchas de convento, que no tiene malos bigotes y que me gusta como un dulce; pero ya sabe usted que en mi casa soy un santo. La pupila de don Pedro Martín se ha ganado en pocos días el cariño de Severa y de Amparo, y esto basta. Es sagrada para mí. Por otra parte, el marqués de Valle Alegre me quedará agradecido; este noble calavera es extremadamente simpático y capaz de hacer cualquier servicio. Ya ve usted cuántas cosas he conseguido con comprar esas fincas, que al principio traté de adquirir por sólo hacer ruido y disimular la gran derrota de Panzacola, que nos puso a dos dedos de la ruina.
El platero, que había salido un poco de su estupor, pudo ya dirigir sus descarriadas miradas a su compadre, y aprobar con la cabeza la compra de tan excelentes fincas.
—Me faltaba gente propia para la dirección de las haciendas —continuó diciendo Relumbrón— y la casualidad me la proporcionó. Había visto en Palacio al capitán de rurales que manda la escolta del camino de Puebla, y aun le había prometido interesarme para que el Presidente lo recibiese; todo esto sin fijar la atención, porque nada me importaba la seguridad del camino ni la persona del capitán; pero no fue así cuando me encontré con él en el camino. Ya corrían muchas historias sobre este personaje; pero Lamparilla, que lo conocía, me contó su vida y milagros, con lo que tuve bastante para cerciorarme de que era un asesino y un bandido de profesión, con cierto talento y mañana para haberse impuesto a los vecinos de Chalco y de Texcoco y alucinando hasta cierto punto a Baninelli, que lo recomendó y logró que lo hiciesen capitán de rurales, facultándolo para que levantase una compañía en la que, como debe usted figurarse, los soldados son tan ladrones y asesinos como él. Pues bien: toda esa gente es ya mía, lo mismo que el comandante, que entiende también de agricultura, pues es dueño o arrendatario de un rancho de la Hacienda Blanca, y al hacerse cargo de las mías, las labrará bien y se ocupará, sin dar motivo a ninguna sospecha, de las diversas operaciones que yo le encomiende. Le tengo cogido; por su interés propio, guardará secreto y me servirá al pensamiento. Con media palabra mía, el Presidente lo mandaría entregar a Baninelli y no viviría dos horas. Para el licenciado Olañeta, y para lo que pueda ofrecerse en su juzgado, tengo también cogido medio a medio al marido de Clara su hermana. Este abogado de gran crédito, que pasa por el hombre más estricto y puntilloso de México, no es más que un falsificador. Enamorado perdidamente de Clara, que por carácter es altiva y gastadora como no hay otra, necesitaba echar polvo de oro a los ojos de su novia y de don Pedro Martín, el cual, aunque con repugnancia, consintió después de algunos meses en que se verificase el casamiento. La especie de locura que le ocasionó su pasión por Clara, que lo trataba, como dicen, a la baqueta, no tuvo límites. Clara, antes de darle el sí, le dijo terminantemente que ella estaba acostumbrada a las comodidades y al buen trato, que su hermano nada le negaba y la quería más que a Prudencia y a Coleta (y esto era verdad), que si casándose había de perder en vez de mejorar, preferiría quedarse doncella; que en consecuencia, había de tener casa grande en una de las principales calles de la ciudad, coche a la puerta, criados y buena mesa. Por todo pasó el licenciado Chupita, y sin pararse en precios tomó una magnífica casa frente a la Alameda, la amuebló con lo más exquisito que pudo encontrar, compró un coche inglés y dos troncos de mulas; y en cuanto a las donas, ni se diga; lo más costoso y rico que pudo comprar o mandar hacer. Clara, contentísima, entusiasmada, y el licenciado Olañeta, alucinado hasta cierto punto; pero el resultado de este aparato fue que acabó con el dinero que tenía y, no pudiendo retroceder, falsificó la firma de uno de sus clientes ricos y negoció así a seis meses de plazo unas libranzas por valor de quince mil pesos. No escaseaban los clientes y los negocios en su bufete, y el licenciado Olañeta, aunque no lo quería y tenía un triste concepto de su capacidad como abogado, no dejaba de encomendarle algunos negocios ni de recomendarlo a sus muchas relaciones; pero el tren que estaba obligado a sostener no le permitía hacer economía alguna. A medida que el tiempo pasaba, crecían las angustias del desgraciado. Si llegaba el plazo y él no había recogido las letras, el tenedor las cobraba al cliente rico, el delito forzosamente se descubría y él era hombre perdido para siempre. Perdió la salud y se enflaqueció de tal manera, y las mejillas se le chuparon hasta un grado tal, que sus pasantes, burlándose de él, le pusieron el sobrenombre de Chupado, que degeneró, como más adecuado, según ellos, en el de Chupita. Por una casualidad y entre los cambios y tratos que sabe usted que hago frecuentemente, se me ofrecieron esas letras que acepté en el acto, pues las firmas no podían ser mejor; pero cuál fue mi sorpresa al ver entrar muy temprano en mi casa al licenciado, desmejorado, inconocible, vacilando y sin poder articular palabra, echándose a mis pies y abrazando mis rodillas. Contóme todo el caso, me pintó lo desesperado de su situación y me suplicó con las lágrimas en los ojos, que lo matase o lo sacase del compromiso en que se hallaba. Por fortuna la noche anterior había yo ganado algunas onzas en la partida reservada de la calle de Tiburcio y estaba de buen humor, y sin muchos preámbulos me arreglé con él haciéndole firmar pagarés por treinta mil pesos, de los cuales me ha satisfecho cuatro, reservándome el derecho de hacer uso de las libranzas y de acusarlo ante los tribunales. Cada pagaré que se vence es una agonía para el licenciado, que tiene que pedirme prórrogas sobre prórrogas, al punto que creo que ni en cuatro ni en cinco años me complete los quince mil pesos. Ya ve usted, este hombre es mío, absolutamente mío, y quien es capaz de falsificar una firma y negociar por este medio un dinero que sabía que no le era posible pagar, es capaz también de cualquier cosa; será, pues, mi socio en los negocios que vamos a emprender, mi segundo, que me substituirá en caso de ausencia o enfermedad. Si no tiene gran capacidad como abogado, sí tiene talento para el mal. El capitán de rurales y el marido de Clara harán maravillas bajo mi dirección. Voy a dar a usted cuenta de otro negocio, absolutamente seguro e inagotable como una mina en bonanza, y es una baraja, no sólo maravillosa, sino milagrosa. Todos los suertistas que habrá visto en su vida, no han hecho con las cartas lo que yo he visto hacer con las que puedo decir que son mías. Se ganan cuantos albures se quieran, y en el momento que conviene se pierden los que sean necesarios para alucinar a los puntos y alejar toda sospecha. Si no lo hubiese experimentado, no lo creería. Para acabar con todos los ramos de industria, cuento con galleros que dan munición a los gallos y les hacen otras maniobras para que se haga a voluntad la chica o la grande; con chalanes que cambian y venden caballos mañosos y lacrados, por otros sanos y de alto precio; en fin, con cuanta canalla estudia el modo de pelear impunemente al prójimo. Mi personalidad no figura en todo esto sino para habilitarlos con un poco de dinero. Si son descubiertos, irán a la cárcel y yo me presentaré como acreedor, embargándoles lo que les quede; si no lo son, como no es posible que lo sean, tendré mi parte en las utilidades sin que para nada suene mi nombre. ¿Cree usted, compadre, por lo que llevo dicho, que arriesgamos ni lo negro de una uña?
El compadre movió la cabeza con un aire de duda; pero concluyó por convenir que, en cuanto es posible en lo humano, las precauciones estaban bien tomadas.
—Un negocio también importante —continuó Relumbrón— es la falsificación de moneda. Estableceremos nuestra fábrica en el molino de Perote y usted será el director. Bastante habilidad tiene usted para construir la maquinaria y abrir los troqueles aquí mismo, en la platería. Las piezas sueltas de fierro las mandará usted hacer, y los troqueles ninguno los hará con más perfección que usted. Se imitarán, mejor dicho, se igualarán aun en sus más insignificantes pormenores, los pesos nuevos de la casa de moneda de Guanajuato, de los cuales vienen muchos cada mes a México con motivo de la bonanza de las minas. Tendremos constantemente unas cuatro o seis talegas de pesos legítimos en el molino, y regresarán a México mezclados con 200 o 300 de los que nosotros fabriquemos y así se hará el cambio sucesivamente. Ya calculará usted que tengan ocho o diez por ciento de liga, de modo que no se altere el sonido ni se descubra que son falsos por las mordidas que suelen darle los indios, o los refregones contra la hojadelata de los mostradores; en una palabra, que no les salga el cobre, usted sabrá mejor que yo, compadre, hacer la manipulación.
—¡Oh! Respecto de eso no tenga usted cuidado —respondió maquinalmente el platero, entusiasmado de que se le encomendase una obra de arte que se prometía desempeñar con más perfección que si se tratase de una custodia o un cáliz cincelado para la capilla del Rosario, pero inmediatamente quiso reparar su ligereza y continuó diciendo—. Eso es grave y necesita pensarse… ya en otra conferencia diré a usted mi opinión.
—Nada, nada de excusas. No necesitamos otra conferencia; manos a la obra y desde mañana dése usted trazas de comenzar a construir la maquinaria. Voy a comprar nuevos aparatos para el molino, pues los que hay en él están inservibles, y todo irá junto, de modo que nadie adivine que allí se molerá harina y se fabricarán pesos.
—¿Y los operarios?
—Lo más fácil; los pillastres que saque de la cárcel Lamparilla nos servirán a pedir de boca, y él mismo no sabrá para quién trabaja. Yo arreglaré esto, la parte artística será de cuenta de usted, y al avío ¡ocho duros! no hay que vacilar. Se me olvidaba lo mejor: usted tiene que desempeñar un importante papel, y es el indagar la vida y milagros de todos los clientes que tiene su platería y de cuantas personas pueda, y lo puede hacer directamente y por medios indirectos. Ejemplo: viene como de costumbre la corredora y le dice a usted que vendió un anillo a doña Fulana. Es necesario saber si esa doña es casada o vive en un estado más fácil; si tiene hijos, hermanos, tíos, sobrinos o amigos; si es rica, si tiene alhajas y dinero guardado y en dónde; si deja olvidadas las llaves; si duerme sola; si deja las puertas abiertas; a qué hora sale o entra en una palabra, todo lo que trataría de indagar un marido celoso de su mujer para cogerla en un renuncio…
—Entiendo, entiendo, compadre —contestaba el platero maquinalmente inclinando la cabeza y no atreviéndose a dirigir la vista a Relumbrón, que ya se ponía en pie, ya se volvía a sentar, encendiendo con sus trastos de lumbre el puro que dejaba apagar a poco rato.
—Para esto se necesita tiempo, paciencia, maña; pero yo conozco a la corredora; es liebre corrida, está que ni mandada hacer para esto, además, ligada con usted con motivo del importante comercio de alhajas que hacen particularmente de dos años a esta parte. Más adelante estableceré, también por medios indirectos, una especie de agencia y llegaré a saber los interiores de las casas de medio México.
Relumbrón, cansado de hablar y con la garganta seca, tomó de una charola de plata que había en medio de la mesa, una botella de cristal llena de vino añejo regalado por el marqués de Valle Alegre, se sirvió una copa, la bebió hasta la última gota, tronó con placer los labios, se dejó caer en el canapé, como fatigado, no precisamente de hablar, sino de la grandeza del plan que había desarrollado ante su compadre.
Hubo como diez minutos de silencio.
El platero, sin poder discutir ni meter baza en la seguida, larga y decisiva conversación de Relumbrón, estaba aturdido y presa de enajenación mental. Tan pronto veía inconvenientes y peligros en cada uno de los proyectos, como admiraba la facilidad y la sencillez de las combinaciones para apropiarse por diversos caminos del bien ajeno. La influencia que ejercía Relumbrón en su ánimo lo dominaba, sin saber por qué, considerándose en el fondo satisfecho de ser el padre de un hijo que desplegaba en todos casos un talento y una fecundidad de ideas que lo dejaban absorto. El amor de padre y el temor de que un día u otro fuese a descubrirse el hilo de la maraña, lo inspiró, tuvo un buen movimiento y abrió la boca para revelar a Relumbrón el secreto de su nacimiento y conjurarlo a que abandonase todos sus peligrosos y diabólicos planes; que se redujese a una vida modesta, contentándose con su posición y con los goces legales y sencillos al lado de su bella Amparo y de su virtuosa mujer; que él, su padre, seguiría trabajando y pondría a su disposición las piedras valiosas que encerraba su estante y el dinero en oro y plata que tenía guardado en el Monte de Piedad. Este sano pensamiento pasó como un relámpago.
¿Entregar a Relumbrón los paquetitos de zafiros, de rubíes, de diamantes y de esmeraldas? ¿Sacar de la caja del Montepío sus onzas de oro españolas? Imposible. Para negocios era diferente. Su compadre era vivo y afortunado y le había dado buenas cuentas, excepto el día del desastre de Panzacola. Sus proyectos le sonreían, especialmente el de la moneda falsa, y ya había pensado visitar el molino y disponer las cosas de tal manera que, si se descubría la fábrica, con sólo quince minutos de tiempo no se encontrase más que harina y trigo. Por otra parte, descubrir el secreto equivaldría a deshonrar a la moreliana y reducirla a la miseria si Relumbrón concebía el deseo de conocerla y, locuaz como era, con una palabra que se le saliese bastaba para que alguno de tantos supuestos parientes pidiese la ejecución de la cláusula del testamento. Todo esto era remoto y no sucedería tal vez; pero el platero lo consideraba como un peligro inminente para contrariar y hacer imposible la ejecución de las ideas honradas que habían pasado por su mente como palomas descarriadas. En resumen, la ambición, más fuerte que la idea moral, triunfó; pero repentinamente se le vino una idea terrible que no había pasado por su mente en el curso de la conversación, y abandonando el cúmulo de pensamientos que se sucedían sin cesar en su cerebro, salió del mutismo en que se había encerrado y con una voz cavernosa exclamó:
—¿Y el infierno, compadre?
Relumbrón, estupefacto pues todo lo esperaba menos esta observación, se puso en pie de un salto como si lo hubiese empujado un resorte.
Él, que llevaba la vida alegre, nunca pensaba en la muerte, ni menos en el infierno; pero en el lance en que se hallaba, no dejó de llamar su atención la pregunta de su compadre y sin quererlo, se presentaron a su imaginación las calderas de azufre hirviendo y el plomo derretido que como arroyos de agua, bañaban los cuerpos descarnados de los réprobos, y una gran parte de éstos en su vida habían sido ladrones, asesinos, lujuriosos y jugadores; pero, reponiéndose de su pánico, se volvió a sentar y contestó con calma a su compadre:
—De verdad no había pensado en esto; pero me parece fácil arreglar estas cosas en la tierra. En primer lugar, no se trata de asesinar, ni de herir, ni de maltratar a nadie, ni de quitar el pan de la boca a los pobres, y por el contrario, en mi plan entra que todo se haga con método y orden, y ya ve usted que con esto casi ni hay pecado, y si lo hay, no pasará de venial; en cuanto al dinero de los ricos, es dudoso si es pecado mortal o una obra meritoria. La Biblia, que yo he leído casi entera dice: Que los ricos tienen obligación de dar a los pobres, y el hecho es que no les dan ni agua; pero dejando a un lado estos argumentos, me ocurre uno que le dejará a usted perfectamente tranquilo. ¿Es usted cristiano fervoroso?
—Y como que lo soy, compadre —respondió el platero—, de otra manera no me habría ocurrido la observación que acabo de hacerle.
—Pues bien, el pecador, por endurecido que esté y por horribles que sean sus crímenes, queda perdonado con sólo un acto verdadero de contrición a la hora de la muerte, porque la misericordia de Dios es infinita. ¿Qué cosa más fácil que un acto de contrición, especialmente para usted que es tan arreglado y tan bueno?
—Y si muero repentinamente de una apoplejía o me cae un rayo, que en la estación de las aguas son frecuentes en México ¿a dónde voy a dar?
—A donde iría usted a dar ahora mismo, pues el comercio que tiene usted con la corredora puede muy bien pasar de pecado venial; pero eso es muy contingente, sería una casualidad y siempre estamos en riesgo de morir en pecado mortal, pues que no somos unos santos. Por otra parte, cuando nuestros negocios estén en pleno desarrollo, no dejaremos de hacer limosnas; tal vez de construir una iglesia, como lo hacían los nobles de antaño para asegurarse el cielo; pero todo eso está muy lejos y por ver, debemos ocuparnos de lo presente.
Sobre este tema siguieron discutiendo; pero por más que Relumbrón se esforzó en sus argumentos, no pudo lograr que su compadre le diese una resolución definitiva, y le pidió el plazo de ocho días para resolverse.
—Convenido —le dijo Relumbrón— pero tiene usted que saber lo más esencial, y es que necesito dinero, mucho dinero. Para sacar oro de un tiro de una mina, es necesario antes echar mucha plata en el otro tiro, y si concedo a usted ocho días de plazo, es para que tome sus medidas y no me deje en las cuatro esquinas en ocasión tan solemne. La feria de San Juan de los Lagos está próxima, y allí hemos de comenzar nuestras operaciones y lograr una abundante cosecha.
Estas últimas palabras hicieron más impresión en el ánimo del platero que la larga conversación que había precedido. Desde el desastre de Panzacola desconfiaba mucho de la fortuna y de la habilidad que había demostrado su compadre meses antes en los negocios en que se atravesaban grandes cantidades. Sin embargo, ninguna observación especial le hizo y se limitó a repetirle: «Dentro de ocho días».
Ruido de pasos, de llaves y de cacerolas dieron fin a la conversación.
—La cocinera ha llegado ya y debemos terminar —dijo el platero.
—Y como que sí —contestó Relumbrón— no sería malo que usted la llamase para advertirla que hoy almuerzo con usted, y mientras da sus disposiciones para tratarme como a cuerpo de rey, no perderé el tiempo pues ya debe concebir cuánto tendré que trabajar. Antes de las doce estaré de vuelta.
Relumbrón salió, el compadre dio sus instrucciones a la cocinera, sacó el vino de Jerez añejo, se lavó y se vistió con más cuidado que el de costumbre, y muy tranquilo, al parecer, se dirigió a la Catedral, pues tenía tiempo sobrado para rezar sus devociones y oír misa.
Pero lo más importante de lo que pasó en esa mañana memorable, es que al salir la cocinera dejó la puerta abierta, pues habiendo hecho abundantes provisiones el sábado, no tenía necesidad de ir al mercado y le bastaba con lo que podía encontrar en los puestos y tiendas de la misma Calle de la Alcaicería, y se proponía regresar antes de cinco minutos, como en efecto lo hizo. Subió sin hacer ruido. Calzaba como Cecilia zapatos de seda, y se deslizaba más bien que andaba por las alfombras de la casa. Notó que, contra la costumbre, su amo no estaba en la recámara, a donde ella entraba diariamente antes o después de volver del mercado a tomar sus órdenes y preguntarle si deseaba algún antojito especial para el almuerzo o la comida; se dirigió al salón, lo encontró cerrado, oyó voces, espió por el agujero de la llave y vio al platero sentado en el sillón, con la cabeza entre sus manos, como si estuviese con una fuerte jaqueca (y la solía padecer) y a Relumbrón en pie frente a él, manoteando y perorando en alta voz, como el que dice un discurso el 16 de septiembre en la Alameda.
La cocinera contenía la respiración y aplicaba alternativamente el ojo y el oído al agujero de la llave. Vio lo que pasó y se enteró de la mayor parte de la conversación. Cuando concluyeron, se retiró de puntillas, dirigiéndose a la puerta de entrada, movió la llave como si acabase de entrar, pasó a la cocina e hizo todo el ruido posible con los platos, cubiertos y cacerolas.
Dijo muy bien Relumbrón, que en todo pensaba y todo lo preveía: «Las paredes oyen… y las cocineras mucho más».