La última noche de la feria fue más que toledana, y se puede afirmar que ninguno durmió. Antes de las ocho de la mañana, ya los puntos que perdieron sus onzas de oro la noche anterior, habían pagado con toda puntualidad, como de costumbre, sus cajas en oro o en buenas libranzas sobre Guadalajara y México. Don Moisés, envuelto en una capa redonda con un gran cuello de nutria, daba sus órdenes en el portal de la casa para que se cargasen con cuidado todos los triques que había traído de la capital; el coche con ocho mulas estaba listo, y a poco, dejando abierta y completamente vacía la casa, él sus satélites colocaban con mucho cuidado el arca de la alianza (que pesaba arrobas) envuelta en un jorongo del Saltillo, en el centro del coche. Los cocheros tomaron el látigo, las mulas se encabritaron, y el carruaje bajó como un rayo la pequeña colina que conducía al camino real, seguido de diez mocetones bien montados y armados, que eran los de más confianza de la banda de nuestros conocidos de Tepetlaxtoc.
Relumbrón no quitó su casa sino dos días después, y apenas le bastaron para los diversos negocios que tenía que dejar arreglados antes de regresar a México.
Juan fue el primero que habló con él, y ya que hemos vuelto a encontrarnos con nuestro huérfano, se nos permitirá una corta digresión. Recordaremos que cuando estaba de escucha en la desesperada campaña que hacía bajo las órdenes de Baninelli y del cabo Franco (capitán), fue sorprendido y conducido al interior de un bosque o, más bien, de los matorrales y barrancos del escabroso camino. Los que lo aprehendieron eran unos dispersos de las fuerzas de Valentín Cruz, pero estos dispersos no eran bandoleros, sino muchachos de buenas familias de la clase media que, por calaverada o entusiasmo por la vida libre y aventurera, habían tomado parte en el pronunciamiento. El uno era dependiente de un almacén de abarrotes en Guadalajara; dos, estudiantes perdularios y reprobados en los exámenes del Instituto Jaliscience, y los tres últimos, hijos de rancheros ricos, que no habían querido dedicarse a cuidar sus propios intereses ni a ninguna otra carrera; pero no eran criminales ni habían cometido faltas graves; eran, en una palabra, calaveras de pueblo, que conocían más o menos a Valentín Cruz y se reunieron con él, sin idea de sostener ningún plan político y sólo para hacer algo, saliendo de San Pedro bien montados y armados de su propia cuenta y con algún dinero en el bolsillo. Uno de los estudiantes fue hecho prisionero en una escaramuza, y entonces se propusieron, aunque les costase la vida, espiar la ocasión de coger a su vez al cabo Franco, a Moctezuma III, a Espiridión o a Juan, que siempre (más bien como espías que no como combatientes) habían observado que iban delante y a gran distancia del grupo de la tropa de Baninelli. Tocó a Juan el servicio de escucha, le cayeron encima y se lo llevaron con la intención de guardarlo en rehenes hasta que pudiesen canjearlo.
—No temas nada —le dijeron quitándole la venda que tenía en los ojos, cuando se creyeron seguros en su matorral— no te haremos mal, sino te guardaremos para cambiarte por nuestro amigo Vicencio, que cayó prisionero. Si nos lo entrega el coronel Baninelli, te entregaremos también nosotros; pero si lo manda fusilar o sabemos que lo ha fusilado, hacemos lo mismo contigo. Somos muchachos que por calaverada hemos salido de nuestras casas, y nos importan un pito tanto Baninelli como Valentín Cruz, y si el diablo se los lleva a los dos, tanto mejor. Si nos das tu palabra de hombre que no te escapas, te soltamos y caminarás con nosotros como amigo, y comerás lo que nosotros comamos; pero si te niegas, te traeremos amarrado día y noche, y al menor intento para escaparte te damos un balazo.
Juan se negó rotundamente a empeñar su palabra en ningún sentido, y en consecuencia caminó con ellos varios días por veredas y montañas que ninguno de ellos conocía. Su intención era, ya que no habían podido lograr el rescate en el curso de la campaña, llegar a una población pacífica, tomar lenguas y obrar según las cosas se presentasen. De volver a sus casas, ni pensarlo. Tenían doble miedo a sus familias y a la autoridad militar. En resumen, eran hombres al agua. El dinero se les había acabado y era necesario vivir. En esto se acercaron a Tepic y descansaron dos días en un rancho inmediato.
Juan persistía en su negativa, caminaba siempre amarrado, y cualquiera de ellos iba siempre a su lado con la pistola en la cintura; pero el modo de portarse de Juan era tan natural, su carácter tan franco y su valor tan tranquilo cuando en sus caminatas había algún peligro, o cuando lo amenazaban, que había logrado no sólo hacerse querer, sino hasta ejercer cierta influencia en los muchachos que eran poco más o menos, de su misma edad.
En los días de camino tuvo Juan tiempo de reflexionar, y reflexionó, en efecto, que era necesario, de una manera o de otra, poner un término a esa peregrinación indefinida.
Cuando estaba ocupado en algún trabajo, no se acordaba de su vida pasada; pero en los momentos en que se hallaba en completa ociosidad, venía a su vista, como si estuviese delante de un panorama, la serie de cuadros a cual más tristes de su vida desde que podía acordarse de ella. El entierro de la viejecita; la pobre perra enferma y coja que la seguía; la casa del tornero; la bellísima Tules, que quería como a su madre; la fresca y robusta Cecilia; el patio triste y los fresnos del hospicio; el negro ataúd de donde salió la figura lívida de Carrascosa; el rancho tranquilo y silencioso de Santa María de la Ladrillera; el cuartel y después el asalto de San Pedro; el cansancio de las marchas, la guerra, la peste, el hambre, el incendio, la muerte y la miseria por todas partes; pero sobre todo, lo que nunca se le quitaba de la imaginación, era el sauce seco y torcido, los jacales arruinados y escuetos y la mañana fría en que un hombre, en la plenitud de la vida, había caído mortalmente herido por las balas y la pólvora, y él mismo había sido uno de los forzosos verdugos. Nada más llano ni más fácil que se enderezara al centro del país en busca de Baninelli, presentar a los muchachos que le tenían prisionero, procurar el rescate del estudiante y el indulto de los demás. Juan quedaría de nuevo en el servicio de las armas, que le agradaba, y los calaveras perdonados regresarían a su casa. Viose tentado de proponerles ese plan, y más de tres noches, a pesar del cansancio, le quitó el sueño esta idea; pero tuvo miedo. Conocía el carácter terrible de Baninelli, que lo consideraría como desertor frente al enemigo, lo que confirmaría precisamente llegando unido a unos cuantos revoltosos. Tal resolución no daría otro resultado que conducirlo a la muerte, a una muerte segura e ignominiosa al pie de otro sauce seco y torcido, fusilado tal vez por Espiridión y Moctezuma III, que nada podrían hacer para salvarlo. Quedaba también por saber si los muchachos calaveras tendrían suficiente confianza en él y querrían exponerse a ser cuando menos filiados como soldados. Dio vueltas en su cabeza a éste y otros pensamientos, y no encontró al fin de sus meditaciones ninguna salida.
—No hay más —concluyó diciendo para sí— que dejarse arrastrar por la fatalidad que ha marcado mi vida. Apenas he encontrado un modo de vivir tranquilo, cuando ha venido un suceso inesperado a cambiar mi posición sin que yo haya podido remediarlo. Yo no he aspirado a nada, no he buscado nada, no he podido tener voluntad propia, y desde que fui colocado de aprendiz en la casa de ese maldito tornero, he sido como arrebatado por una fuerza superior a mí. Bien, ni lucho ni lucharé más, porque sería inútil; así, soldado, arriero, pronunciado, mozo de una hacienda, ladrón, todo me es igual. Esta última aventura me ha dejado sin salida, y no tengo ya que pensar sino en dejarme llevar por la corriente. El mundo ha sido bien triste y bien ingrato para mí, y no vale la pena que me fije en ciertos movimientos de mi alma que se pueden llamar piedad, honradez, trabajo, bondad, vergüenza, posición social, nada; todo esto no es para mí, ni hay que pensar en ello… A vivir como se pueda y a morir como Dios quiera.
Con un hondo suspiro que le hizo venir las lágrimas a los ojos, con un recuerdo de Tules, de Cecilia, de Casilda, sobre todo, del buen licenciado don Pedro Martín, de la excelente doña Pascuala y de sus alegres compañeros Espiridión y Moctezuma III, terminó sus reflexiones.
—¡Buenas gentes! —dijo limpiándose los ojos—. ¡Ya no los volveré a ver en la vida!
La lágrima se secó y una mala levadura envolvió el corazón del huérfano.
Las amargas reflexiones de que apenas ha sido posible dar una idea, martirizaron, trituraron, por decirlo sí, el cuerpo y el alma del muchacho, y el mismo dolor y la fatiga le produjeron un sueño pesado y letárgico, de modo que era de día cuando entró Romualdo, el dependiente de la casa de abarrotes y le removió con el pie.
—Amigo Juan, no le diré que se le han pegado las sábanas, porque hasta el nombre se nos ha olvidado, sino que se le han pegado los ojos. Levántese y ensille su caballo, que es hora de ponernos en camino.
Los cinco muchachos que habían hecho prisionero a Juan, se puede decir que le querían y que ya eran amigos; pero ese Romualdo que lo despertó lo distinguía más. Se prestaba a vigilarlo para dejarlo más en libertad en el camino, y ya habían prescindido de amarrarlo en la silla o quitar el freno al caballo y conducirlo persogado con una reata.
—¡Ah, es verdad! No sé qué diablo de pesadilla he tenido en la noche —le contestó Juan levantándose, pues dormía vestido en un petate o en un cuero como los demás—. El cuerpo me duele como si me hubiesen dado cien palos. Tengo alguna cosa que decir; pero desearía que estuviesen todos juntos.
—Aquí están y nos vienen a buscar —dijo Romualdo; y en efecto, entraron ya con sus espuelas y sus cuartas colgadas de un botón de las calzoneras, dispuestos a montar a caballo.
—Amigos —les dijo Juan en cuanto los vio—. Anoche he pensado mucho y he tomado mi resolución. Soy todo de ustedes; lo que hagan, haré yo; lo que coman, será mi alimento; en los riesgos, si los hay, seré el primero; si algo se gana, me darán la parte que quieran; todo a fe de hombre, y si no me creen, un balazo lo hace bueno porque ya me cansé yo, y ustedes más, de cuidar y mantener un gandul que sirve de estorbo. Suyo hasta la muerte.
Juan se descubrió el pecho, y se les puso enfrente, erguido y con su fisonomía franca, donde se veía que lo que decía era espontáneo y sincero.
Romualdo se quitó el sombrero y lo tiró por lo alto, gritando:
—¡Viva Juan!
Los demás hicieron lo mismo.
—Que nuestro prisionero sea nuestro capitán. ¿Les parece?
Aclamaron todos a Juan, lo abrazaron y se pusieron locos de contento, como si se hubiesen sacado una lotería. Pasado este primer momento, comenzaron a deliberar. Entre todos, apenas tenían para pagar la hospitalidad que les había dado un vecino del pueblo, y la cena y el desayuno en una fondita cercana. Dos días más, y no tendrían ni para la pastura de sus caballos.
—Yo conozco al principal de una casa de Tepic, que es la que surte de todo a mi patrón de Guadalajara. Tepic, a donde he venido muchas veces, no dista de aquí más de dos leguas. Déjenme ir a verlo, él nos puede ocupar en algo y, en último caso, no me negará algunos pesos con que podamos vivir un par de semanas. Tepic es país de comercio muy socorrido y donde hay mucho dinero, y no nos faltará. Parto en el acto, y al caer la tarde estaré de vuelta.
Aprobaron todos las idea, y Romualdo partió a galope y los demás, muy contentos y de tú por tú con Juan, quedaron esperando en el alojamiento, se pasearon en el pueblo y almorzaron en el figón.
Al caer la tarde Romualdo regresó con buenas noticias. Se trataba de una expedición larga y peligrosa que interesaba a la casa, y precisamente necesitaba de algunos hombres resueltos. Todos, pues, y con esperanza de buena recompensa, tenían colocación.
A la mañana siguiente, la pequeña y animosa cuadrilla estaba en Tepic, instalada en un buen alojamiento; Juan y Romualdo arreglaron en la tarde con el gerente de las casa de comercio, las condiciones de la expedición.
Dos días después, guiados por un dependiente de la casa al que acompañaban dos mozos con una mula de carga, se pusieron en camino, tomando el rumbo de San Blas, siguieron por la costa, teniendo que vadear en la baja marea diversos bayucos, retirándose un poco al interior, para encender con matorrales y ramas una lumbrada, comer los víveres secos o conservados que llevaba el dependiente, y pasar así la noche. A los cuatro días de esta marcha misteriosa por un país desierto y salvaje, que por primera vez quizá era hollado por una planta humana, se encontraron en un lugar delicioso. El dilatado mar Pacífico había penetrado un poco en la costa y formado una concha extensa, o mejor dicho, una bahía que, en miniatura, remedaba la de Acapulco, pues estaba abrigada a derecha e izquierda por dos cerros tapizados de un verde claro y salpicados de graciosas palmeras. Las olas azules y mansas iban a terminar dulcemente a esa playa, dejando al retirarse un mosaico de Conchitas y de esmaltados caracoles. Los aventureros, muchachos que no conocían el mar, quedaron pasmados al contemplar esta grandiosa escena, y se alegraron de haberse fugado de su casa y de gozar de la vida libre y fantástica con que ellos habían soñado. Juan fue feliz en ese momento, y los cuadros siniestros de sus desventuras desaparecieron de su imaginación. En la tarde, que era luminosa y espléndida, registraron el horizonte y vieron salir de sus lejanos límites, que se confundían con el cielo azul, ligeramente veteado de rojo y oro, un pequeño palo, como el grueso de un taco de billar; después otro y otro, hasta que brotó de las ondas una fragata de tres palos, con su velamen blanco, hinchado, como, si fuese un gran alción fabuloso. Poco a poco fue acercándose a la costa con mucha precaución, hasta que fondeó a cierta distancia, arrió sus velas y quedó balanceándose majestuosamente en las azules aguas. Una ballenera se desprendió de su costado, con el capitán y cuatro remeros vigorosos, y a la media hora desembarcaron en la tranquila bahía, entregaron al dependiente dos baúles y un rollo de papeles, y se volvieron a bordo.
El campamento con toldos de lona, que en unión de los víveres venía en las cajas que cargaba la mula, se estableció en las orillas de la concha, y al día siguiente comenzó la descarga. En la tarde de ese día llegó un hatajo de mulas de lazo y reata, en la mañana del siguiente otro, y así sucesivamente hasta que se completó el número necesario para levantar la carga que iba saliendo del vientre de la fragata y que dos lanchones traían sucesivamente a tierra. A poca distancia y al terminar el arenal, había un bosque espeso, sin que se conocieran los límites, de maderas de tinte, y un corte en forma estaba situado en el interior de la arboleda y precisamente enfrente de la hermosa concha que se ha descrito. De los muchachos corteños se tomaron los hombres necesarios para ayudar a la descarga, y en las dos semanas que duró la operación, pues no siempre se podía trabajar a causa del viento, esa pequeña porción de la ignorada y solitaria costa del sur de México presentó un aspecto de animación y de vida como si fuese una ciudad recién fundada por activos y laboriosos colonos. Al fin los arrieros cargaron, la fragata levó anclas y los hatajos lentamente se internaron por una vereda del monte para llegar por caminos de travesía, conocidos únicamente de los contrabandistas, a la feria de San Juan de los Lagos, sin haber tocado ni en la capital de Jalisco ni en ninguna otra ciudad de importancia. Juan y sus compañeros fueron ampliamente recompensados, con lo que tuvieron para pasearse en la feria, y aún les quedaba bastante dinero en los bolsillos.
La residencia de Relumbrón en la feria y las observaciones que había hecho, le hicieron modificar el primer plan que había adoptado antes de su salida de México. Le faltaban algunas personas a quienes mandar directamente y confiar hasta cierto punto en ellos, y ninguno le pareció mejor que Juan, a quien juzgó muy favorablemente, sin darse razón de la causa. Le simpatizó, y esto bastaba. Convino que él y sus compañeros serían sus inmediatos dependientes.
—Tengo haciendas, molinos, talleres, hatajos de mulas; cuanto hay, porque comercio en todo, y ustedes me pueden ser muy útiles. Les pagaré un par de pesos diarios y el caballo mantenido; pero, a fe de hombres, me jurarán obedecerme sin replicar. El día que no estén a gusto, me lo dirán con franqueza, y se retirarán llevando un pequeño capital que les entregaré para que puedan trabajar y vivir por su cuenta.
Juan y sus compañeros convinieron con el mayor gusto, entusiasmándose con la perspectiva de viajes como el que acababan de hacer, y aventuras más peligrosas que las que tuvieron siguiendo a Valentín Cruz. En cuanto a Juan, estaba resuelto a dejarse llevar por la corriente, y nada más.
Al difunto Juan Robreño lo confirmó en su nombramiento de árbitro y señor de la Tierra Caliente, pudiendo disponer a su antojo de ingenios de azúcar y de las fábricas de aguardiente.
José Gordillo, el cochero, indicó que deseaba expedicionar por el rumbo de Sombrerete, donde esperaba recoger un día u otro algunos tejos de plata, y que a la hora que se ofreciera tendría caballos orejanos de la hacienda del Sauz para remontar las partidas. Gordillo quería regresar a los terrenos de la hacienda para indagar si todos los diablos se habían llevado a los dos nobles caballeros que dejó encerrados nadando en su sangre, habilitarse de ciertos caballos magníficos que él conocía, y poder hacer frente a don Remigio en caso de que saliese a perseguirlo con mozos armados. Se le dio gusto, formándosele una cuadrilla de quince hombres, racionados y pagados por un mes. Pasado ese plazo, ellos buscarían el modo de pasar la vida, con la obligación de dar la mitad de todo lo que ganaran a Evaristo Lecuona, o mejor dicho, a don Pedro Sánchez, capitán de rurales de la provincia de Chalco.
Cecilio Rascón quedó nombrado, bajo el mando de Evaristo y de Hilario, para ocupar Río Frío; pero, de pronto, recibió una comisión muy importante.
La canalla compuesta del tuerto Cirilo y conclapaches marcharía a la capital a ocupar sus guaridas provisionalmente, y ya se les organizaría más adelante y se les darían órdenes.
Entre los secretos que sorprendió Relumbrón durante el día que dio el gran banquete a los comerciantes, figuró el siguiente:
Mientras con la copa en la mano gritaba ¡Bomba, bomba! y pronunciaba brindis elocuentes por la prosperidad del comercio, dos comerciantes de Tepic, dependientes precisamente de la casa que había hecho alijar la fragata en la costa del Pacífico, hablaban de negocios en voz no tan baja que no se les pudiese escuchar.
—Ya he encontrado el modo —le dijo uno al que tenía a su lado, y que parecía preocupado.
—Pues me alegro, porque yo me he devanado los sesos y nada de lo que discurría me agradaba. Di ¿qué has pensado tú?
—Cargamos un hatajo con el aguardiente y el azúcar que hemos comprado. Apartamos cinco mulas que llevarán cascos vacíos, y dentro del aparejo, perfectamente envueltas en papeles, bien aseguradas y cosidas, colocamos 500 onzas; así el oro irá muy seguro, y sin pagar derechos lo embarcaremos en el primer barco de guerra inglés que se presente en la costa.
—¿Pero no temes que los arrieros?…
—¡Oh! Tú no sabes que a los arrieros se les puede fiar oro molido. Sin embargo, no hay necesidad de que lo sepan todos. Cipriano y Tomás harán con nosotros la operación y descargarán el chinchorro, y no hay que pedir escolta ni mozos, porque vamos más seguros sin ese aparato. Para cualquier cosa, nosotros y los mozos iremos bien armados. Escogeremos las cinco mulas cambujas que tienen las atarrias encarnadas con el nombre de Rivera, irán juntas, y en caso de accidente, lo que es muy remoto, las podemos cortar, y si registran, no encontrarán más que barriles vacíos.
Relumbrón, fingiéndose muy distraído, platicando, brindando y sirviendo champaña a los amigos que tenía enfrente en la mesa, pudo enterarse de lo más sustancial de la conversación, aun cuando perdió mucho de los detalles y observaciones que hacía uno de los comerciantes, quedando al fin convencido de que habían convenido en que el oro sería conducido de la manera indicada. Siguió chanceando y al parecer muy entusiasmado en una discusión con el convidado que estaba a la izquierda, sobre si las tapatías eran más garbosas y más buenas que las poblanas, y después se volvió a los comerciantes.
—Van ustedes a ser jueces —les dijo, contándoles el motivo de la discusión.
Los comerciantes, que no tenían idea de las chinas poblanas, pues eran de la costa del sur y nunca habían estado en Puebla, se decidieron por las tapatías.
—Pues lo mismo da —contestó Relumbrón— tratándose de muchachas bonitas. Brindemos por las tapatías —y llenó las copas de champaña, y todos bebieron alegremente.
Los comerciantes se despidieron en seguida, diciendo que tenían negocios urgentes que terminar, y, en efecto, se fueron a la casa amplia que habitaban y se encerraron a acomodar ellos mismos y los dos arrieros de confianza el oro, en los aparejos de las cinco mulas cambujas.