Como no sabemos si San Justo, con la cataplasma de lodo que le puso Evaristo en las narices y con lo fresco de la noche volvió en sí y pudo irse a su alojamiento a curarse, o si al contrario, falto de sangre pasó del desmayo a la muerte y quedó en el barranco donde lo tiraron el tuerto Cirilo y don Jesús el tinacalero, tenemos que hacer una digresión para que siquiera no se pierda en la historia el nombre de este distinguido patriota y entusiasta liberal.
Cuando San Justo fue despedido de la logia Yorkina, a la vez que separado de la administración del mercado, no quedó tan tirado a la calle. Además de las multas arbitrarias que recaudaba el dinero, contaba con las contribuciones forzosas en fruta, legumbre, chorizos y mantequillas, y con esto, no sólo abastecía su cocina, sino que se proporcionó una renta diaria, pues tenía contrata con la fonda de Las Calaveras, con la de Puesto Nuevo y con la cocinera del compadre platero, a quien surtía de quesos y mantequillas de Toluca. Con estos ahorritos tan legalmente ganados a costa de los pobres vendedores del mercado, se propuso trabajar, sin tener necesidad de los masones ni de Lamparilla, contra el cual concibió un odio profundo, proponiendo vengarse tan pronto como se le presentase la ocasión.
Tomó en arrendamiento un truco situado en la calle de las Moras, junto al mesón de San Dimas, y allí, haciendo él mismo de coime, desplumaba a los fuereños, no por medio real, que cobraba por tregua, sino por las drogas que les hacía cuando jugaba con ellos. Pronto se vio lleno el truco de los vagos del barrio de Santa Catarina, y no pasaba noche en que no hubiese un escándalo, hasta que el regidor del cuartel mandó cerrar el garito de parte de Dios, que puede más que nadie. San Justo gritó, protestó amenazó y dio cuantos pasos le sugirió su interés y su audacia; pero no hubo remedio, tuvo que darse por vencido; mas su capital se había aumentado de tal modo, que pudo arrendar un mesón en la calle de Santa Ana. En esa posición elevada y de la cual hay personas que han pasado a ocupar un ministerio importante, San Justo pensó en la política. «O me quito el nombre que tengo del gran revolucionario francés, o dentro de dos años he de ser regidor, y regidor de mercados, para ponerle el pie encima a Cecilia y burlarme de ese picapleitos y romperle media crisma a la primera que me vuelva a hacer.» La posición de arrendatario o más bien dueño (así lo hacía creer) de un mesón, lo ponía en contacto con la gente del pueblo, a quien no perdía ocasión de predicarle las más exageradas y absurdas ideas de libertad, que hoy se llamaría comunismo, prometiéndoles que en cuanto él fuese nombrado regidor, se empedrarían las calles, se traerían al barrio las aguas potables de la Villa de Guadalupe y se harían otras mil mejoras por estilo. A fuerza de tanto hablar y prometer a todo el mundo y hacer algunos préstamos con medio diario en cada peso, y de convidar a almorzar a los carniceros, a los vinateros y a los dueños de los principales tendejones, logró hacerse de amistades y de cierta popularidad, hasta el grado de que en las primeras elecciones de ayuntamiento ya San Justo era una entidad política. Se citó a juntas, se le consultó sobre las personas que debían salir electas, se le dieron listas blancas y coloradas, y cada partido de los que competían le hizo ofertas de dinero, que nunca le dieron; pero a él poco le importaba eso, ya estaba a punto de lograrse su objeto. Era jefe de barrio, y de jefe de barrio a Presidente del Ayuntamiento no hay más que un paso.
En el año siguiente el triunfo de San Justo fue casi completo. Salió electo por unanimidad octavo regidor suplente, y estuvo a punto de entrar al Municipio y formar parte de la comisión de hacienda, pero Lamparilla, que no lo perdía de vista, informó qué casta de pájaro era, y la corporación impidió su ingreso, haciendo que volviese el propietario que había renunciado.
No dejó de saber un día u otro que a su enemigo capital era a quien debía su derrota, y ya su odio no tuvo límites. No había noche que no pensase en la manera de asesinar a Lamparilla; pero tenía miedo a que lo cogieran, y dejaba el negocio para otro día. Su triunfo electoral, sin embargo, le voló la cabeza, y se la voló más el dinero que ganaba en el mesón. Era ya rico, es decir, tenía tres o cuatro mil pesos, y con esa suma su fatuidad y su orgullo subieron a tal punto, que a los dueños de las haciendas de Aragón y Ahuehuetes y a los Trujanos, a quienes compraba semillas, los trataba al tú por tú. Solía ir a la plaza del Volador muy bien vestido a comprar fruta a Cecilia, le botaba un par de pesos, le decía algún insulto y se marchaba sin querer recibir lo vuelto. Cecilia no se quedaba callada, y le tiraba a la cara o a la espalda las monedas que le sobraban, y se quejaba con Lamparilla, el cual prometía corregirlo a impedirle bajo pena de muerte que se acercase al puesto; pero la verdad era que consideraba que el tal San Justo era un desalmado y le tenía miedo.
Entretanto llegaba la época de las nuevas elecciones, en las cuales estaba seguro San Justo de salir electo Presidente del Ayuntamiento, y meter la mano hasta el codo, se propuso pasar buena vida, y no tan sabio como Salomón, pero tan enamorado como él, se entregó enteramente a las muchachas, y fue su perdición como la del gran rey. Tenía una en el mesón, que ante el público aparecía como la que dirigía la fonda; otra en el callejón de Tepechichilco; otra en la calle del Estanco de los Hombres; otra en el Chapitel de Santa Catarina, justamente junto a la modesta casita de Agustina; otra en la Puerta Falsa de Santo Domingo, y, por último, una india de Santa Anita, a donde solía ir los domingos.
Teniendo San Justo, como debe suponerse, mucho menos dinero que el rey Salomón, pronto dio al traste con los fondos, que él creía inagotables, y siguió con los productos diarios del mesón, sin que le alcanzasen para pagar las cuentas del carbón, leña y pasturas que tomaba al fiado.
Mientras tuvo para pagar las viviendas y cuartitos de las casas de vecindad que habitaban las que los veteranos modernos llaman gatas, para darles la asadura más o menos escasa, y habilitarlas con algunas pesetas para que fueran al Parián todo marchaba a las mil maravillas; pero cuando los caseros cobraban y en los braseros apenas había una ollita con agua y unos cuantos frijoles, y era menester mandar a la tienda el rebozo en cambio de unas tortas de pan, cada visita de San Justo era una campaña formal; las muchachas lo ponían como trapo de cocina y a veces no salía sin un buen tirón de cabellos. No un infierno, sino muchos infiernos eran las casas que ya hemos citado. Sin embargo, hacía esfuerzos prodigiosos, las elecciones se acercaban y en el momento que fuese, como él creía, nombrado Presidente del Ayuntamiento, toda la escena cambiaría como por encanto. Los fondos municipales daban para todo, y el eminente liberal, el hombre de principios fijos, no sólo se reconciliaría con los masones, sino que de un brinco, en vez de portero de la logia llegaría al grado 33.
Lamparilla, en ese caso, era hombre perdido. Ya procuraría que el hermano terrible lo matase por traidor.
Tres días más y el triunfo de San Justo era completo; contaba (según él) con todo el barrio y con dos o tres más, tenía amigos por todas partes, el triunfo de los patriotas contra los monarquistas era seguro, y él era el hombre más popular para ponerse a la cabeza de la antigua Tenoxtitlán. En la puerta del mesón predicaba a voz en cuello sus proyectos: odio a la monarquía, en primer lugar, y después quemar en la plaza pública la colección de retratos de los virreyes, echar por el balcón los archivos, reducir a pedazos el Caballito de Troya, y otras medidas de progreso tan útiles como ésas.
Era un viernes. El domingo tendrían lugar las elecciones; pero el sábado fueron viniendo, unas tras otras, las mujeres, y como no pudo satisfacerles sus antojos, una lo llenó de injurias y se largó; otra que llegó después, le arrebató el reloj y la cadena y le rompió el chaleco; la última se permitió coger piedras de la calle; la que tenía de mesonera, viendo lo mal que andaban las cosas, aprovechó la oportunidad y, mientras San Justo estaba encerrado en un cuarto para guarecerse de las pedradas, recogió cuanta ropa, alhajas y dinero había, y se marchó con su tía, que era lavandera del rumbo de Belén. En una palabra, concurso de acreedores, y de acreedores que gritaban, que amenazaban y que, aburridos y engañados, ya no escuchaban razones; pero lo que coronó la obra, fue la llegada de un barbaján seguido de seis carros. Era un dependiente de los Trujanos.
—El amo don Sabás —dijo— me ha mandado para que ahora mismo me entregue el dinero que le debe, o recoja las semillas.
San Justo, que había logrado que la furiosa mujer se fuese dándole cuanto tenía en el bolsillo, y salía de su escondite, respondió:
—Mañana tendrá su dinero.
—Mañana es domingo —respondió el barbaján.
—Entonces el lunes.
—Hoy mismo —insistió el barbaján, y acto continuo, se entró con sus carreros a la bodega, donde estaban apilados los tercios de cebada y de maíz, y comenzó a cargarlos en los carros.
San Justo suplicó, hizo proposiciones, amenazó; nada valió, el dependiente de los Trujanos no le hacía caso, se limitaba a empujarlo para quitárselo de encima y le decía:
—Si grita mucho, me lo llevo yo mismo a la cárcel, pues que estas semillas son robadas a mi amo don Sabás; o entrégueme orita el dinero, y así seremos amigos y quedaremos en paz.
En la noche no existía más que un montón de paja en el mesón, ni San Justo tenía una camisa que mudarse, ni quien le hiciera una taza de chocolate, pues criados y fregonas se habían largado también, llevándose cada cual lo que encontró a mano, hasta una burra que le daba su leche a San Justo, porque sus desórdenes habían quebrantado su salud y andaba enteco, con granos en las piernas y con las narices abultadas y rojas, lo que facilitó la operación instantánea de que hemos dado ya cuenta.
En cuanto a la esperanza única que lo sostenía de salir electo regidor, se desvaneció como el humo. La noticia de la catástrofe se propagó por todo el cuartel, y cuando fue a la casilla ya encontró instalados a los contrarios, que le rompieron la boleta y lo echaron, llamándolo borracho y comerciante quebrado, y poco faltó para que le diesen unas buenas bofetadas. ¡Qué injusticia! ¡Y a esto se llama voluntad del pueblo! La capital quedó privada de un magnífico Presidente del Ayuntamiento, que en un año hubiera hecho de ella la primera ciudad de la América.
San Justo abatido, pero no rendido, se fue a refugiar al Callejón de Tepechichilco. La querida era carbonera, mejor dicho y sea con verdad, dueña de una carbonería que le había arreglado, y un día con otro ganaba doce reales libres. Encontró de pronto un modesto refugio, se arregló con los Trujanos abandonándoles el mesón, y se echó a buscar su vida por ese México, abrigo y socorro de todos los afligidos.
Cuando acabó con la carbonería y dejó a la pobre carbonera hasta sin petate, adoptó el oficio de tercero, no en discordia, sino en una honrada casa de la Calle de Chiconautla, de donde sacó a la intrépida Judith que, si no le cortó la cabeza, sí le echó abajo las rojas y abultadas narices.
Al fin de su carrera encontró al compasivo tuerto Cirilo, que lo cargó a las espaldas y lo tiró como basura en el muladar de la feria de San Juan de los Lagos.
Lástima que la patria, ingrata con los hombres de verdadero mérito, desconociera los talentos y recomendables prendas del eminente liberal y distinguido portero de la logia yorkina, y no lo hubiese sacado de su mesón y sentado en el gran sillón de la Secretaría de Hacienda.
Olvidemos estas lastimosas historias, como la olvidó en cinco minutos el capitán de rurales, y continuemos nuestro paseo en el pueblo de San Juan y sus numerosas e improvisadas calles y plazas.
Mientras le cortaban las narices a San Justo, Relumbrón apuraba copas y copas de champaña. La feria estaba a punto de terminar, los negocios estaban aflojando; las familias, cansadas de dormir en el campo o en sus propios coches, se disponían a regresar, y los negociantes esperaban ya para el día siguiente los hatajos o las partidas de carros para cargar sus mercancías. Los que habían traído manadas de caballos, se llevaban tercios de manta. Los poblanos que habían traído tejidos de las fábricas de La Constancia, regresaban con botas de sebo y cueros de res; los de Chihuahua, que trajeron barras de plata, cargaban sus carros con un surtido de ropas y quincallería de Liverpool; los matanceros y hacendados de México encaminaban poco a poco sus miles de carneros y sus partidas de caballos, yeguas y mulas; las casas de madera de las improvisadas calles estaban vaciándose, y al mismo tiempo los carpinteros desclavando y recogiendo sus tablas. Mariano, la Monja y el Chino daban su última corrida, y don Chole había desbaratado su barraca de títeres y guardado cuidadosamente al negrito, al monigote y a la poblana; las figoneras lavaban sus grandes cazuelas de barro y se limitaban a guisar cualquier cosa para contentar a los pocos que concurrían a almorzar; era, en una palabra, una dispersión rápida y completa de cuanto se había reunido y aglomerado allí quince días antes. Ni Relumbrón ni don Moisés quisieron desperdiciar la oportunidad de redondear sus negocios. Relumbrón dio una espléndida comida en su casa entre siete y ocho de la noche, al estilo de París. Lamparilla fue el encargado de convidar personalmente. El feroz gobernador lo recibió secamente.
—Diga usted al coronel Relumbrón, que un general con mando y desempeñando funciones oficiales, no debe comer más que en su casa o en el cuartel. El coronel ha sido siempre un hombre atento y cumplido. Déle usted las gracias.
Con un gesto despidió a Lamparilla, que salió corrido y colérico de la Casa Municipal; pero fue más feliz en sus siguientes visitas, y Relumbrón tuvo en su mesa al prefecto, al coronel del cuerpo que estaba de guarnición, a dos de los alcaldes, al cura y, sobre todo, a los principales comerciantes de Guadalajara, de Mazatlán, de Chihuahua y aun de Guaymas y la California, entre ellos un inglés, dos americanos y tres alemanes, y al viejo y conocido francés M. Boston, de Mazatlán. Esa clase de convidados necesitaba. Se alegró mucho de que no hubiese aceptado ese feroz soldado que había visto matar con tanta sangre fría a los desdichados valentones.
El champaña corrió como agua y en la mesa se sirvieron los manjares más raros y exquisitos, desde el pescado fresco de Chapala hasta el delicado queso de Mocorito.
El espagnol non bebe… Relumbrón servía a todos, hasta lograr que el gas alegre de los vinos subiese al cerebro de sus convidados; pero él apenas besaba la espuma del champaña y al disimulo tiraba el resto debajo de la mesa; y chanceando con uno y platicando con el otro, logró saber los negocios más notables que se habían verificado; quién había ganado o perdido: los rumbos para donde se dirigían los efectos comprados o retirados de la feria; el dinero acuñado en barras que tales o cuales personas llevaban; en fin, cuanto pudo y deseaba saber. En Lagos no había ni banco ni casas que pudiesen hacer giros sobre todas las plazas de la República, y así la mayor parte del dinero circulante debería ser retirado en talegas por sus respectivos dueños. Relumbrón quería que le tocase, sin haber comerciado, algo, o mucho si era posible.
Acababa la comida, a eso de las diez de la noche, se levantó, brindó por la prosperidad del comercio, por el Presidente de la República y por el general, a cuya energía era debida la absoluta seguridad que se disfrutaba en la villa de San Juan y en los caminos reales de la República y concluyó diciendo:
—¡Señores, mil gracias por la honra que me han hecho; el café lo tomaremos en casa de don Moisés, donde está preparado!
Y entre vivas, aplausos y risas, toda la camada siguió a Relumbrón y se precipitó en la casa de don Moisés, que estaba a corta distancia.
El portal, el patio y sobre todo el salón de juego de la casa era un hervidero de gente. Habíase necesitado poner una guardia en la puerta para conservar el orden. Unos salían despavoridos y rabiosos y huían de aquel infierno, donde habían dejado hasta el último escudo de oro; otros, por el contrario, contaban su dinero, sonaban sus bolsillos repletos de pesos y onzas y trataban de hacerse paso para volver a la mesa de juego en busca de más fortuna.
Don Moisés había, con el tacto y mañas de viejo tahúr, mantenido la partida en un ten con ten, con el fin de inspirar confianza y atraerse los puntos de las demás partidas; pero ya en el último día, tomó en sus manos las cartas maravillosas para dar un golpe definitivo y levantar el campo al día siguiente.
Los convidados de Relumbrón se dirigían al salón; pero éste les dijo:
—No, amigos, la sala donde está preparado el café está en el fondo. Vamos allá; don Moisés parece que está de vena esta noche y no querría yo que vosotros, que sois ricos, perdieseis vuestro dinero, que lo que es a mí, ya me ha llevado unas cien onzas y esta noche no pondré una más.
Así, entraron a la pieza donde estaba una mesa no sólo con el café, sino con botellas de licores diversos, y la advertencia que les hizo Relumbrón, en vez de contenerlos no hizo más que despertar su apetito, y poco a poco se fueron deslizando y haciéndose lugar hasta lograr asientos en la mesa de juego. El coronel, lleno de placer, observó la marcha de sus improvisados amigos, y a su vez penetró hasta ponerse frente a don Moisés y le guiñó el ojo. La victoria fue completa. La mayor parte de los comensales, atarantados con el vino y los licores, atraídos por ese ruido seductor del oro, comenzaron a jugar, a perder y a tratar de disgustarse, y a las doce de la noche, que se corrió el último albur y se levantó la partida, no sólo habían perdido lo que tenían en los bolsillos, sino pedido cajas considerables.
Relumbrón se esquivó, no queriendo en esos momentos de desastre hablar con sus convidados, y en lugar de entrar en su casa, se encaminó por la calle de la Alegría, donde encontró a Lamparilla, que acababa de escapar de las manos de San Justo.
—Mi coronel —dijo el licenciado Lamparilla— ¿no ha estado usted en el Otel de los Tapatíos, del que, según parece, es empresario el capitán de rurales?
—Ya sabía yo algo de eso; pero no me había ocurrido, ocupado en obsequiar a mis amigos; sí extrañé que no hubiese usted estado en la mesa cuando tanto ha trabajado para que fuese, no sólo lucida, sino espléndida.
—No me convidó usted expresamente, y me figuré que quería usted estar solo y libre con sus amigos.
—¡Qué bobera! ¡Si usted es de casa, de la familia, como quien dice, y no necesitaba convite! Por el contrario, de mucho me hubiese usted servido. Le perdono esta escapada. En la feria no es uno dueño de sí mismo, y quizá prefería usted comer con alguna tapatía de tantas y tan bonitas como hay por aquí.
—Nada de eso, mi coronel. Soy hombre discreto, y eso es todo —le contestó Lamparilla—. Pero en cuanto a muchachas, ya verá usted las del Otel de los Tapatíos. Parece que se han dado cita las más alegres y garbosas que han concurrido a la feria.
Lamparilla, rabiando su alma contra San Justo, y avergonzado de su mismo por no haber dado de patadas al insolente desde el momento que se le puso delante, aprovechaba la ocasión para volver en compañía de Relumbrón y, si aún permanecía allí el portero de la logia, acusarlo de escandaloso y llevarlo con todo y sus narices cortadas al cuartel para que al día siguiente lo fusilara el general. Ya hemos visto que el tuerto Cirilo se lo había llevado y que Lamparilla creía que la herida no pasaba de ser un simple arañazo.
En esto los dos amigos llegaron a la puerta del Otel de los Tapatíos, donde había mucha menos gente; pero en el salón se tocaba y se cantaba, se bailaba y se bebía alegremente como si nada hubiese pasado.
Evaristo pespunteaba y zapateaba con tanto entusiasmo con una de las tres tapatías (la más bonita) que no advirtió la llegada de Relumbrón. Las coplas se sucedían sin cesar, y cada estribillo era saludado con aplausos y con el grito de costumbre; «¡Oblígala! ¡Oblígala!». Y aquí del bandido de Río Frío tirando el sombrero a los pies de la bailarina y haciendo resonar sus tacones en unas tablas que cubrían la sangre derramada por el inocente San Justo.
Relumbrón y Lamparilla no tuvieron dificultad en encontrar asiento, pues estaban libres los de las seis u ocho parejas que bailaban. Lamparilla buscó con los ojos a San Justo; ya más calmado, se alegró en el fondo de no encontrarlo y evitarse un nuevo disgusto, y consideró inútil contar al coronel lo que había pasado. Éste, picado de la araña y lleno de satisfacción y de gozo con la completa victoria de don Moisés, quedó encantado con la belleza de las mujeres y con la animación de aquel baile popular, debido al talento organizador de Evaristo; pero era tanta la canalla, ya un poco ebria, tanta la aglomeración de gente que no despedía el mejor olor, y tanta la insolencia y grosería de las coplas, que se sintió avergonzado y trató de marcharse antes de ser reconocido por Evaristo, cuando entraron y se sentaron a su lado tres mozos de no mala presencia, vestidos decentemente de paño al estilo del país, con sus sombreros galoneados, sus buenas toquillas de plata y sus pistolas en la cintura.
Relumbrón, que andaba a caza de gente que pudiera serle útil, se volvió a sentar y esperó cualquier incidente que le hiciese entrar en conversación con los recién llegados, lo que no tardó en suceder. Uno de ellos, el más guapo por su erguido y robusto cuerpo y su buena cara que denotaba más bien un muchacho de buena familia que no un bandolero o por lo menos un hombre ordinario de la plebe, desde que tomó asiento, no quitaba la vista del capitán de rurales que con tanto brío y entusiasmo estaba ocupado de sus tapatías: pero él veía, no los pies, sino la cara. Cuando al parecer había rectificado su opinión y estaba seguro de haber reconocido al bailador, sacó una pistola de su cintura, la reconoció, la volvió a colocar en su lugar y se disponía a levantarse con ademán de encararse con Evaristo. Nada de esto escapó a la atenta observación de Relumbrón, quien pensó, naturalmente, que la casualidad le proporcionaba saber de este mocetón y de sus dos compañeros más de lo que deseaba. Así se encaró con él resueltamente.
—Amigo —le dijo— como soy hombre de mundo y de experiencia, no he quitado la vista de usted desde que entró. Usted viene buscando a ese hombre que está bailando, y algo ha tenido o tiene usted con él, que le molesta.
Juan, que no era otro el personaje de que se ha hablado, se sorprendió al escuchar esta especie de interpelación, y quedándose quieto y quitando la mano de la pistola, le respondió con respeto, acostumbrado como estaba al servicio militar.
—Mi coronel, si usted conoce a ese hombre y me pudiera decir quién es, me haría un gran favor, aunque no me cabe duda que lo he reconocido.
—Ningún inconveniente tengo en satisfacer su curiosidad. Lo conozco como a la mayor parte de los militares. Se llama Pedro Sánchez y es el capitán que manda las escoltas del monte de Río Frío.
—¡Qué suerte! —dijo el mocetón—. Cuando debería estar ahorcado. Sí, no me cabe duda, él es —continuó hablando solo—. Esos ojos, esas carcajadas, esa desvergüenza en sus movimientos; sí, no me cabe duda, él es, y en esta ocasión ya verá quién es el aprendiz a quien daba de patadas y le tiraba las sobras de la comida como a un perro.
Relumbrón escuchaba con grande atención y veía ya una historia misteriosa de que podía sacar provecho. Era un coleccionador de secretos que explotaba cuando le convenía, y aquí había uno.
—Es curioso y raro lo que dice usted, amigo, y si como yo creo, tiene usted cuentas que arreglar con el capitán Sánchez, yo le puedo ayudar. La figura de usted me interesa y apostaría a que usted ha servido en el ejército. Su modo y sus maneras son de un militar.
—Puede que sí; son cosas de la vida y largas de contar, y lo que me importa ahora es que este capitán o lo que sea, no se me escape, y aquí, o cuando salga de aquí, tengo que agarrarle el pescuezo, darle muchos golpes, y a la menor resistencia pegarle un balazo.
—¡Que tontería! Son los años los que hablan y no la prudencia; le aconsejo que nada intente aquí. El gobernador es muy severo y es probable que se daría la razón al capitán y usted sería fusilado.
Juan se sonrió amargamente y dijo:
—Eso me importaría poco con tal de vengarme.
—Ya tendrá usted tiempo y yo se lo proporcionaré sin que corra riesgo alguno; pero vamos, si se puede saber ¿quién, según usted, es ese capitán Pedro Sánchez?
—No se llama Pedro Sánchez, sino Evaristo Lecuona; era de oficio tornero, casado con una mujer muy buena y muy bonita a quien asesinó cobardemente una noche. Esa mujer hizo conmigo oficios de madre, la quería como tal, y el mismo día de su asesinato juré vengarla.
—¡Chist! —le dijo Relumbrón— no hay que decir esas cosas tan recio, bastará que yo las sepa.
—Podría yo ir a ver al prefecto, a un alcalde, al mismo gobernador y denunciarlo y probarle su delito; pero no soy denunciante —continuó Juan en voz más baja— y lo que quiero es matarlo personalmente, martirizarlo, reducirlo a pedazos como él hizo con la pobre doña Tules.
—¡Calma, amigo! Ya tendrá usted tiempo; llévese de los consejos de un hombre que ha vivido más que usted y tenga confianza en mí. Dígame, si no tiene interés en callar, cómo se llama y en qué se ocupa usted y sus compañeros.
—Me llamo Juan, Juan simplemente, porque ignoro quiénes fueron mis padres; y mis compañeros que están aquí, son Valeriano y Romualdo, y otros tres que andan de paseo por otra parte. Todos somos del Resguardo de Tepic, que hemos venido custodiando un cargamento.
—Bien —dijo Relumbrón— ya se conoce que son ustedes gente de provecho y no unos perdidos. Razón de más para que se guíen de mis consejos.
Juan, que era de una naturaleza altiva pero dócil, y que tenía gran respeto a sus superiores, agachó la cabeza y respondió:
—Como usted quiera, mi coronel.
—Bien, ahora le diré que soy el coronel Y…, jefe del Estado Mayor del Presidente y vivo en México en la calle de…, y mucho me alegraré de ver a tan guapos muchachos; pero de pronto haremos bien saliendo de este garito donde hombres y mujeres están ya ebrios y no tardará en haber algún desorden.
Relumbrón se levantó y tuvo que llamar la atención de Lamparilla, que estaba encantado con los pies y las piernas de las tapatías, y no dejaba de divertirse con las mudanzas de Evaristo. Todos salieron juntos y tomaron a lo largo de la Calle de la Alegría, que todavía estaba llena de gente.