XL. Las cinco mulas cambujas

Costó mucho trabajo a Relumbrón que el licenciado Chupita aceptara el cargo del molino de Perote. Se resistía a lanzarse de lleno en una carrera de perdición; pero no hubo remedio. Por una parte, tenía que sostener el lujo de su mujer, y los negocios de su bufete no le daban lo bastante, y, por otra, el coronel lo puso entre la espada y la pared. O aceptaba el empleo con todas sus consecuencias, o las libranzas falsas pasaban a las manos de un agente de negocios.

El licenciado Chupita pidió tres días para arreglar sus negocios; dijo a su mujer y a don Pedro Martín que había admitido el cargo de administrador de la hacienda de Arroyo Prieto, celebrando una especie de compañía con el coronel, en la que tenía, además de un sueldo fijo, el veinticinco por ciento de las utilidades. Don Pedro Martín, que vivía en eterna discordia con su hermana por causa de su lujo y de su conducta un poco libre, aprobó la resolución y le aconsejó que se llevase a Clara; pero ésta resistió, lo que agradó a Chupita, pues era imposible ponerla al tanto del secreto, ni Relumbrón lo hubiese consentido, aun cuando la mundana señora se hubiese resignado a enterrarse en un desierto. Quedó contenta con una mesada de doscientos cincuenta pesos, y así quedaron arreglados los asuntos de familia.

Una hermosa mañana de primavera, el cuñado de don Pedro Martín de Olañeta, Relumbrón y su compadre el platero montaron en un amplio y fuerte coche con tablita por detrás y por delante (era ya el coche de la hacienda), y se pusieron en camino con dirección a San Martín. Llevaban cargados en el coche, para comenzar la falsa amonedación, unos ocho mil pesos, en huacales al parecer llenos de fruta, una buena provisión de víveres y a Juliana bien acomodada y con un paraguas en la tablilla delantera, a reserva de meterla dentro del coche pasada la garita.

El tiro de mulas no era tan bueno como los del marqués de Valle Alegre, pero suficiente para que el primer día llegasen a Ayotla y el segundo a la hacienda, habiendo sido escoltados en el monte por Hilario. Nada había en la hacienda que infundiese sospechas; era una finca como cualquiera otra, lejana del camino real, administrada interinamente por un mayordomo; se daban los últimos barbechos para preparar la tierra y sembrar el maíz temporal. La hacienda y el país, todo solo y tranquilo. Ningún inconveniente había en que Juliana y cualquiera otra persona residieran allí. Relumbrón encontró ya instalados a Juan y sus compañeros. El mayordomo los juzgó de pronto malhechores; pero le dieron tales señas y tales pormenores del coronel que los enviaba, que se tranquilizó y les permitió que se alojasen en una troje vacía.

Mientras que Relumbrón hacía su expedición por el interior, su compadre había cumplido los encargos que le dejó encomendados. El comedor, la sala y tres o cuatro recámaras de la hacienda las habían dispuesto y arreglado modestamente, pero con cuanta comodidad era indispensable para que pudiesen alojarse cuatro a cinco personas. La maquinaria para el molino de harina, de estilo moderno, estaba instalada, y en cuanto a la casa de moneda, no había ni qué desear. Las de Guanajuato y México no estarían mejor. Los troqueles él mismo los había grabado. Los volantes los mandó hacer a un hábil herrero que hacía años servía al platero y le construía cuanto necesitaba para la acuñación de medallas. En esta vez le dijo que los canónigos de Guadalupe le habían mandado hacer dos mil del tamaño de un peso, y el volante fue mayor que los que otras veces le había construido; así, ni modo de que nadie sospechase el verdadero objeto, y, por lo que pudiese suceder, en caso de una visita de gente extraña al molino, tenía ya arreglado con el Abad de la Colegiata la acuñación de un número considerable de medallas. La habitación arruinada del molino estaba completamente reparada, y nada faltaba en ella para una vida cómoda y tranquila.

Relumbrón se estableció durante algunos días en la hacienda, esperando de un momento a otro la llegada de las cinco mulas cambujas; entre tanto, habló detenidamente con Juan y sus compañeros, y dio sus disposiciones para el giro de las fincas. Juan le contó algo más de su vida y aventuras; entre otras cosas le dijo que durante mucho tiempo había estado en un rancho y sabía todo lo necesario para poder gobernar una hacienda de campo, por lo que decidió encargarle provisionalmente la administración de la hacienda; a Romualdo lo hizo mayordomo, y a los otros les encomendó el cuidado de los caballos y tiros de mulas.

—Todos ustedes —les dijo— están prófugos de su casa, proscritos, sentenciados a muerte o a presidio en San Juan de Ulúa, que es peor que la muerte. Desde que llegué a México, he hecho las mayores diligencias para alcanzar su perdón, sin poderlo conseguir, pues el gobierno está inflexible con los partidarios de Valentín Cruz. Aquí en la hacienda tendrán lo necesario, nadie los conoce y pasarán por dependientes de la finca y estarán muy seguros; pero en cambio han de prometerme, a fe de hombres, obedecerme en todo y por todo y hacer lo que yo mande sin replicar ni hacer observación ninguna. En una palabra, como soldados. Tienen tiempo de reflexionarlo.

Juan y sus compañeros se hacían mil conjeturas, y no podían comprender cómo la casualidad les había proporcionado un protector tan generoso; pero no teniendo de pronto otra ocupación, ni deseos de regresar a sus casas y menos de ser cogidos y enviados a San Juan de Ulúa, aceptaron con entusiasmo las proposiciones de Relumbrón y le juraron por el santo de su nombre y por el alma de su madre que lo obedecerían en todo y que podía contar con ellos.

En cuanto a Juan, individualmente, se conformó en su propósito de dejarse llevar por la corriente.

Ni por la mente le pasaba, cuando estaba arrimado en el rancho de Santa María de la Ladrillera, que había de llegar a ser administrador de una gran hacienda del Valle de San Martín.

Relumbrón había perdido ya la esperanza de ver llegar las cinco mulas cambujas. O a don Pedro Cataño le había pasado algún accidente, o se había aprovechado de la ocasión y robádose el oro encerrado en los aparejos.

—Golpe en vago, compadre —le dijo el platero— y pues que todo está arreglado en la hacienda y nada tenemos que hacer, vámonos mañana al molino, a dar posesión de su empleo al licenciado y comenzar las labores, pues cada día que pasa perdemos lo menos cien pesos.

A cosa de la media noche, cada uno se acostó en su recámara, y apenas acababan de conciliar el sueño cuando dieron tres toques en la puerta principal de la especie de muralla que precedía a la entrada de la casa.

Relumbrón, el primero, se levantó.

—O nos han denunciado y vienen a aprehendernos, o son las cinco mulas cambujas.

¿Quién los había de denunciar, cuando habían tenido tantas precauciones y no comenzaba aún la acuñación de moneda falsa que proyectaban?

La conciencia era la que denunciaba a Relumbrón a cada momento.

Los golpes en la puerta se repitieron, el coronel se acabó de vestir, tomó sus pistolas y salió a abrir. El licenciado y el compadre, que oyeron los toquidos, temblaban de miedo, se fingieron dormidos y se cubrieron la cabeza con las sábanas. Juan y sus compañeros roncaban profundamente, encerrados en la troje.

Relumbrón abrió decididamente la puerta, y don Pedro Cataño y las cinco mulas cambujas, escoltadas por seis muchachos bien montados y armados, entraron en el patio. Relumbrón se hizo conocer. Don Pedro Cataño se apeó del caballo y se estrecharon la mano.

—Todos duermen en este momento —le dijo—. Que descarguen las mulas en mi misma recámara y se verá dónde se guardan mañana.

Los mozos de Cataño descargaron las mulas, dejaron los barriles vacíos y los sacos de maíz en el patio, y colocaron los cinco aparejos en la recámara de Relumbrón; las bestias fueron llevadas a las caballerizas y la gente al cuarto de raya, que era amplio y tenía bancas y esteras, donde mal que bien podían pasar el resto de la noche.

—¿Viene todo completo? —preguntó Relumbrón cuando entraron en la recámara, cerrando tras sí la puerta.

—Supongo que sí, pues los aparejos no se han tocado y yo he dormido sobre ellos durante le camino.

—Cumplí exactamente la comisión que usted me confió —respondió con modestia Cataño—. Nada tiene esto de particular.

—¡Maravilloso! Pero cuénteme —continuó— cómo ha pasado el lance.

—Corté las cinco mulas cambujas y me las traje, y aquí están los aparejos que no me dejan mentir —contestó sencillamente Cataño, que estaba sentado sobre ellos mismos.

—¡Admirable! ¿Pero no hubo lucha, ni balazos, ni heridos?

—Nada absolutamente. Salí con seis muchachos siguiendo los hatajos, que se componían de cosa de cincuenta mulas que cargaban aguardiente y azúcar, y en el centro observé las cinco cambujas. Detrás de los hatajos iban los dos dependientes, seguidos de dos mozos, todos bien armados. A las dos horas de camino me reuní con los dependientes, dejando muy atrás a los muchachos, y así caminamos en buena amistad cinco o seis días. Me dijeron que regresaban a Mazatlán después de haber vendido muy bien un cargamento de ropa que llevaron a la feria, disponiendo de su producto en esta forma: parte en dinero, que habían remitido a don José Palomar, a Guadalajara, aprovechando el regreso del regimiento que había hecho el servicio en la feria, y parte en azúcar y aguardiente, que esperaban vender muy bien, pues no había existencias en el puerto. A mi vez les dije yo que había venido a San Juan a comprar sombreros de palma, zapatos y frazadas, que escaseaban en San Francisco, California, donde yo vivía y tenía un comercio; que mi carga había salido hacía seis días para San Blas, y yo me dirigía a Mazatlán a esperar un bergantín para embarcarme. Establecida ya esta confianza recíproca, almorzábamos y cenábamos juntos y yo dormía en mi campamento, cerca del jato de los arrieros a cuyo cargo estaban las cinco mulas cambujas, de las cuales quizá adrede no parecían hacer mucho caso los dependientes. Platicando a ratos con los arrieros, les di a entender que yo era también dependiente de la casa y encargado expresamente de conducir esas mulas a un rancho cerca de la costa y no al puerto de Mazatlán. Así seguimos en la mejor inteligencia. Generalmente la jornada comenzaba antes de amanecer, para aprovechar el fresco y que no se fatigasen las bestias. Atravesábamos un día por un bosque muy sombrío y tupido de árboles. En la noche cayó una fina llovizna, y antes de amanecer la niebla era tan espesa que no se veían ni las manos. Los dependientes y los mozos y arrieros dormían profundamente debajo de las tiendas de campaña, que se formaban con sarapes y con las mantas de los arrieros. Desperté a los de las cinco mulas cambujas, les dije que necesitábamos adelantarnos para dejar los cascos de vino vacíos en un rancho y levantar en su lugar unos sacos de pasturas que ya nos faltaban, para que cuando llegasen las recuas pudiésemos juntos rendir la jornada. Los arrieros, tanto por la intimidad en que me habían visto con los dependientes, como porque tal vez no sabían lo que contenían dentro los aparejos, no vacilaron en obedecerme; aparejaron y cargaron las mulas, y nos pusimos en camino, mientras el resto del campamento permanecía todavía quieto y entregados todos al más profundo sueño. Una vez emprendida esta aventurada tentativa, me resolví a llevarla a cabo por bien o por mal; así, que di la lección a mis muchachos. Si era sentido, yo haría frente a los dependientes y a los mozos, razonando y engañándolos si podía; y si no, dándoles de balazos y cuchilladas, mientras ellos lazaban las mulas y se internaban en la selva, donde nos deberíamos reunir a la señal de uno o más silbidos convenidos y conocidos solamente de nosotros; pero de nada de esto tuvimos necesidad. Incliné la marcha por el rumbo opuesto al derrotero que debía seguirme para llegar a Mazatlán. Avanzamos terreno por las veredas de ganado que las mulas seguían por instinto, de modo que cuando salió bien el sol, ya estábamos lejos de donde habíamos salido y cercanos a una ranchería, a la que llegamos en veinte minutos y donde efectivamente encontramos maíz y rastrojo de la reciente cosecha, lo que tranquilizó completamente a los arrieros. Resolví hacer alto allí todo el día, y, parecerá extraño, pero hice esta composición de lugar: si extrañan las mulas, las buscan y vienen a dar aquí, nos batimos, y la cuestión de las cambujas queda terminada de una manera o de otra; si no vienen en todo el día y el resto de la noche, es que nos han buscado, pero han extraviado el camino y van alejándose en vez de acercarse y, en ese caso, puedo ya seguir mi ruta hasta San Martín en más o menos días, pero con la más perfecta seguridad. Toda la noche la pasamos en vela y con las armas en la mano, vigilando a los arrieros que, cuando acabaron su trabajo, comieron sus gordas y se acostaron, al parecer sin desconfianza ninguna. Amaneció Dios y ni un alma, ni el menor indicio. Se cargaron las mulas con toda calma; en dos de ellas, y entre los cascos de vino vacíos, se colocaron unas sacas con maíz y rastrojo, y echamos a andar. Como yo conozco los senderos, montañas y caminos del país como el patio de mi casa (cuando la tenía) fácilmente tomé el rumbo; comprando maíz, sal y algunas veces gallinas hemos llegado hasta aquí. Los arrieros, al cabo de algunas jornadas, comenzaron a desconfiar, hasta que un día se negaron a cargar las mulas. Los amenacé y les puse una pistola en la frente para matarlos; pero me pareció inútil y les tuve lástima. Les propuse que se marchasen a su casa sin decir una palabra a alma nacida, les di algún dinero y les encargué que no entraran a ninguna población grande. Me juraron por la sangre de Cristo que nada dirían, y me aventuré a dejarlos, porque mientras ellos quedaban a pie, yo habría avanzado lo bastante para que, aunque fueran a hacer denuncia a cualquier pueblo, no me pudieran dar alcance. En verdad, corría riesgo, pero no pude matar fríamente a dos infelices que tampoco estaba yo cierto si sabían el secreto de los aparejos. Mi odio a la sociedad y mi despecho no llegan hasta allá. Un asesinato frío no haría sino aumentar los dolores de mi corazón; pero no se trata ahora de enternecerme, ni a ustedes les importan nada mis cosas privadas. Acabemos, que lo que deseo es tirarme en cualquier parte. Andando días y días, pues las jornadas tenían que ser cortas y con precaución, comiendo unos días pinole, como en la frontera, o gordas, como en el interior, bebiendo leche fresca o agua cristalina, muertos de sed y de hambre otras veces, hemos logrado llegar y que sea el mismo coronel quien nos abra la puerta.

El licenciado y el compadre, que se habían levantado en paños menores, tan luego como advirtieron que no había peligro, acurrucados en un canapé escucharon atentamente la narración de don Pedro Cataño, como un cuento de las Mil y una Noches, creyendo que si se descosían los aparejos no se encontraría más que borra y zacate.

—Si aprovecháramos lo que queda de la noche para extraer el oro, sería lo mejor —dijo Relumbrón—. Todos duermen, y aunque son gentes de mi confianza, mejor será que nada sepan, porque el refrán es un evangelio: La ocasión hace al ladrón. Antes será bueno que ofrezcamos un buen refrigerio a este intrépido amigo que ha sabido dar cima a una aventura más difícil que las de Don Quijote de la Mancha. Compadre —continuó dirigiéndose a platero— usted que conoce mejor que yo los recursos de esta casa, tráiganos algo bueno, y echaremos un trago a la salud de mi amigo don Pedro Cataño.

El compadre, tiritando de frío y en calzoncillo blanco, se dirigió al comedor con un cabo de vela y volvió a poco con unas botellas de rancio, copas, pan, queso y salchichón.

El intrépido Cataño hizo honor a la colación, y el licenciado Chupita, azorado al presenciar escenas tan inesperadas como extrañas para él, no dejó de cargarse la mano. Mientras se disponía al registro de los aparejos, y se ponían en orden de batalla, fueron a vestirse de una manera más honesta y volvieron para ayudar a la operación.

En la apariencia nada contenían, y no se sabía por dónde debería comenzarse; pero en el costado izquierdo de cada lado se notaba una doble costura de pita blanca formando labores.

—Aquí está el secreto —dijo Relumbrón. Y en efecto, descosió con su portaplumas, levantó el forro y entre cuero y carne, como quien dice, fueron encontrando una especie de placas, de gamuza gruesa, encerrando cada una, una cierta cantidad de onzas de oro, equilibradas y dispuestas de tal modo que no molestasen a la mula ni aumentasen sensiblemente el peso del aparejo. Todo el resto de la noche se empleó en sacar el oro, resultando una cantidad de veintidós mil pesos. Inmediatamente se arrancó el nombre de Rivera bordado con paño en las atarrias, y los aparejos fueron conducidos por Relumbrón mismo y Cataño a una troje, colocados en un rincón y cubiertos con paja. El licenciado y el compadre, incapaces de levantar cosas tan burdas y pesadas, ayudaban alumbrando con la escasa luz de dos velas que a cada momento se apagaban con el viento de la noche.

Vueltos a la recámara, Relumbrón dijo a Cataño:

—De veras, amigo mío, que ha dado usted un golpe maravilloso, que, además de la utilidad que ha producido, ha hecho un servicio al Estado. Este oro es parte del producto de un cargamento introducido de contrabando por una poderosa casa de comercio, que de ese modo aumenta cada día su fortuna; pero en esta ocasión ha llevado buen chasco, y aunque se lo juraran no podría creer que el fruto de su fraude esté sobre esta mesa. Según nuestros convenios tiene usted, además de los gastos, el veinticinco por ciento; puede usted o disponer de él en México o donde quiera, que yo tengo crédito en todas partes.

—Coronel, ya he dicho a usted que mi padre es rico, que soy su hijo único y que no tengo más que hacerle llegar una carta, lo cual es muy fácil, y tendré cuanto dinero quiera. Los gastos no han sido gran cosa; pero lo que si deseo, es vestir a mis muchachos con un lujo que llame la atención. Botonaduras de oro y de plata, sombreros muy finos y toquillas tejidas de oro fino; vestidos de paño azul oscuro, caballos y armas de lo mejor, y siempre algo de dinero en la bolsa para no estar atenidos, como quien dice, a buscar la amanezca. Para mí, nada, pues le vuelvo a repetir que soy rico. Usted tiene delante, más que un hombre, a un loco a quien el destino le ha deparado una vida singular y extraña. No hablemos, pues, más de dinero; puede guardarse todo ese oro; ponga a mi lado un hombre de su confianza, una especie de comisario, como tenemos en la tropa, para que me dé el dinero que sea necesario para organizar una partida de cincuenta o sesenta hombres con el lujo que he indicado. Esta partida llevará el nombre de Pedro Cataño, pero en cuanto sea conocida le llamarán Los Dorados.

Chupita y el platero tuvieron ocasión de admirar más a este hombre, que a la vez que era valiente y sagaz era desprendido en extremo, y se cansaron de rogarle que aceptase la parte que le tocaba; pero todo fue inútil, y quedó convenido que al regreso a México del platero, se dedicaría de preferencia a construir botones, agujetas y tejas guarnecidas de plata para aperar la cuadrilla como su jefe deseaba, y que antes de un mes le sería entregado todo. Con esto, cada uno se retiró satisfecho a descansar las pocas horas que faltaban; pero el más contento de todos fue el organizador de la victoria, que encerró en su ropero el oro que contenían los adornados aparejos de las cinco mulas cambujas.

Al día siguiente Relumbrón gratificó generosamente al indio mayordomo, lo despidió, pues no le inspiraba mucha confianza, dio a reconocer a Juan como administrador de la hacienda, le señaló su habitación, así como la de los criados y dependientes y muchachos, e instaló a don Pedro Cataño en la recámara que abandonaba el licenciado Chupita, recomendándole que permaneciese hasta su regreso. No consideró que por el momento había necesidad de hacerle conocer el molino ni ponerlo en el secreto de la amonedación.

Después del almuerzo, que fue muy cordial, como si se tratase de gentes que se hubiesen conocido de años, Relumbrón, el licenciado y el platero montaron en el coche, en que se habían colocado en las cajuelas la noche anterior unos tres mil pesos, y enderezaron para Puebla, a donde llegaron ya entrada la noche, alojándose en el mejor mesón. La segunda jornada comenzó a las tres de la mañana a todo riesgo, pues ellos mismos no estaban seguros de tener un mal encuentro en el sombrío pinal de San Agustín. Fatigado el buen tronco de mulas al que interpolaron dos de las cinco fantásticas cambujas, llegaron sin novedad cerca de las diez de la noche a Perote, apeándose en una amplia casa baja que había arrendado el platero y donde había cuanto era necesario para vivir y para establecer una correspondencia y tráfico con el molino a donde no podían llegar carretones. Se ve claro que cada uno de los asociados cumplía a las mil maravillas con su deber, y como había dinero, las cosas marchaban como sobre carrilillos. Descansaron dos días, visitando Relumbrón a los vecinos más notables, que estaban muy contentos de que comenzase a andar el molino y a cultivar las tierras colgadas, pero muy fértiles que tenía, porque suponían que el pueblo, casi muerto, tendría alguna animación y tráfico. Por lo menos, la tienda principal vendería más a molineros y harineros.

Al tercer día se les puso el aparejo a las dos mulas cambujas, y disimulados en costales de maíz y cebada cada una cargó mil quinientos pesos. El arriero era uno de los monederos falsos, pues dos se habían quedado allí para cuidar la casa y para lo que se ofreciera. Nuestros tres felices amigos a caballo y siguiendo a las cambujas, tomaron la vereda y dos horas después se apearon en aquel ignorado y encantador vergel.

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