Mientras el ostentoso y benemérito coronel acaba de arreglar su casa de moneda, tenemos tiempo de hacer nosotros un viaje a la hacienda del Sauz e informarnos de lo que pasaba allí.
No había andado don Remigio tres leguas, cuando detuvo su caballo, encendió un cigarro y se puso a reflexionar.
—Decididamente, cueste lo que cueste, yo desobedezco al conde y me vuelvo a la hacienda. Le diré que se me olvidó el dinero, que mi caballo perdió una herradura, cualquier cosa… ¿En qué puede parar? En que se ponga furioso, en que me eche un regaño de los que suele cuando se le contraría su voluntad despótica, en que me despida de la hacienda… eso no… No lo hará nunca. Una corazonada me dice que algo horrible ha de haber pasado en las pocas horas que llevo de estar ausente. ¿Habrá muerto la condesita? ¿Habrá habido un pleito entre el conde y el marqués? ¡Quién sabe! Algo ha de haber sucedido. El corazón me lo dice. No hay que pensarlo más.
Y al afirmarse en esta resolución, tiró la colilla de su cigarro y enderezó el caballo a galope con dirección a la hacienda.
José Gordillo, que no esperaba el regreso de don Remigio y que lo creía ya lejos, quedó sorprendido al divisarlo por el camino. No había medio de retroceder ni de dar una disculpa satisfactoria, así, no hubo más que jugar el todo por el todo, prendió las espuelas al caballo y con los que llevaba de mano pasó como un rayo rozando a don Remigio, que se sorprendió de esta fuga y confirmó más las siniestras sospechas que había concebido. Pensó correr tras Gordillo o hacer que sus criados le siguiesen; pero en esta indecisión el fugitivo había ganado terreno y perdídose de vista, pues si el cochero se había robado unos caballos (esto pensó don Remigio) poco cosa era, comparado con la catástrofe que se figuraba.
Cuando entró en la hacienda, todo estaba tranquilo y en el mismo estado que lo dejó; las parejas trabajando en el campo; el caporal, con los jarochos, apartando potros; los mozos en el patio y caballerizas limpiando los caballos; las mulas guarnecidas y pegadas como de costumbre a la carretela. Preguntó, desde luego, por el cochero.
—Puso las mulas en la carretela —respondió uno de los criados— y después ensilló y dijo que iba a pasear los caballos de los amos, que están muy obachones y se están volviendo mañosos.
Don Remigio meneó la cabeza, se apeó y se dirigió a la habitación del marqués. Las criadas, aprovechando su ausencia, aseaban en ese momento la recámara.
—¿Ha salido el señor marqués a pie o a caballo? —les preguntó don Remigio.
—No lo hemos visto. Cuando hemos entrado, la recámara estaba vacía. Se ha vestido de limpio, pues su ropa de ayer está aquí.
Don Remigio se dirigió entonces a las habitaciones de Mariana. La encontró paseándose de un lado a otro de su pequeño jardín, silenciosa y triste como de costumbre desde el día siguiente de su frustrado casamiento. Levantó la cabeza, le sonrió y continuó sus paseos.
De la habitación de Mariana pasó a las del conde. La puerta estaba cerrada. Llamó suavemente, después más recio… Nada, ninguna respuesta. Aplicó el oído… Silencio profundo.
—Aquí está el misterio. Si el conde me despide, tanto mejor; pero yo voy a romper la puerta si es necesario.
Dio la vuelta y a poco volvió acompañado del herrero de la hacienda, provisto de los instrumentos necesarios. La puerta era sólida y la chapa, antigua, muy tosca, fuerte y complicada, pero al fin cedió.
Don Remigio penetró y recorrió los salones y recámaras; nada, todo solo. Se decidió a ir hasta la biblioteca… Cerrada también. El vengativo cochero había tenido la precaución de cerrar también la puerta de la biblioteca y llevarse la llave.
Fue fácil la operación de forzar la cerradura, y las puertas se abrieron de par en par.
Don Remigio y el herrero retrocedieron espantados. El conde y el marqués, con sus espadas en la mano, estaban exánimes en el suelo, nadando en un lago de sangre.
—¡Santo Dios, qué desgracia! ¿Qué hacer?
Después de algunos minutos de indecisión don Remigio dijo al herrero:
—Corre, que vengan aquí dos mozos y otro monte a caballo, que lleve uno de mano y que venga inmediatamente con el practicante.
El herrero salió corriendo a cumplir las órdenes, y don Remigio se arrodilló para cerciorarse de si estaban muertos o respiraban todavía.
—¡Si van a decir que yo los he asesinado! ¿Cómo justificar un duelo entre parientes tan cercanos, que seguramente no ha presenciado más que el maldito cochero? Veamos.
Puso el oído en el corazón del conde y en seguida en el marqués.
—¡Gracias a Dios! —dijo—. Aún viven, y no están más que desmayados.
Como todavía brotaba sangre de las heridas de los dos campeones, mientras los criados venían para levantarlos y transportarlos a sus lechos, don Remigio sacó su pañuelo, lo rasgó y procuraba restañarla. Al levantarse se encontró, como una fantástica pintura engastada en el marco de la puerta, a la condesa, con el cabello apenas recogido con una cinta azul y un peinador blanco, tal como acostumbraba pasearse en las mañanas en el jardín.
Una corazonada tal vez o la idea de mudar de objetos, por el estado de enajenación que guardaba, vacilando su organización entre la razón y la insensatez, loca mansa y dócil hasta entonces, no se daba cuenta de sus acciones ni de sus movimientos, callaba y no respondía más que a don Remigio, porque a los demás los consideraba como enemigos y no quería que le hablasen de ninguna de las cosas que habían pasado, que sin embargo tenía en su imaginación como si constantemente fuese presa de un sueño siniestro. Ratos tenía de calma y de olvido, a tal punto que se creía como otro tiempo, triste, pero esperando la llegada de Juan para celebrar su casamiento, y la de Agustina con su hijo muy crecido y muy hermoso. Su padre se enternecía, los perdonaba y les tendía sus brazos y continuaban todos viviendo en la hacienda del Sauz, muy felices, corriendo como en otro tiempo, por campos de verde grama y de florecillas blancas.
Larguísimas eran esas meditaciones, ya sentada en su sillón a las horas del crepúsculo, ya en sus paseos matutinos por el jardín; y cuando en ese estado de apacibilidad o de cristiana resignación la veía don Remigio, concebía tales esperanzas, que aseguraba a las muchas personas que preguntaban por ella que no tardaría cuatro o cinco semanas en estar completamente restablecida.
Fue uno de esos momentos cuando salió maquinalmente la condesa del jardín; siguió a don Remigio a distancia sin que éste lo advirtiese, y penetró por las habitaciones ya abiertas, hasta la biblioteca, en cuya puerta se detuvo, contemplando aterrada a su padre y al marqués tendidos en el suelo y nadando en sangre.
El apacible cuadro que traía en su imaginación trazado en el jardín, y que era por un fenómeno nervioso una especie de tregua a sus dolores, se desvaneció y volvió en ese momento a la plenitud de su razón.
Helada de espanto, llevaba las manos a los ojos, se los limpiaba y los fijaba de nuevo en los hombres ensangrentados.
—¡Don Remigio, don Remigio! —exclamó con voz trémula—. ¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? ¡Por Dios, que me diga usted una palabra que me explique este horror! Tengo en este momento toda mi razón, pero siento que se me escapa, siento que mis nervios me levantan, me empujan a una carrera loca, interminable. ¡Mi padre muerto! ¡El marqués lo ha matado!… ¡No, no, yo lo he matado; debí obedecerlo y casarme!… ¡Pero no pude, don Remigio!… ¡No pude! Ya le explicará a usted… Era imposible…
Y volvía a limpiarse los ojos y los abría grandes y los fijaba en el conde y el marqués.
—Se han batido, señora condesa; pero están heridos solamente. Respiran, viven, sanarán si los atendemos prontamente, y ya que Dios por su misericordia le ha vuelto la razón, tenga valor, ayúdeme a restañar la sangre, si no, van a expirar.
—¡Sí, sí —dijo Mariana saliendo de la inacción en que había estado sin pasar del marco de la puerta— los salvaremos a los dos, es mi padre, mi padre, injusto, caprichoso; pero soy su hija y él está moribundo por mí!
Pronunciando estas palabras con firmeza mezclada de una profunda ternura, desgarró un pedazo de su ligero vestido y corrió a arrodillarse junto a su padre, abrazó al que parecía ya cadáver, le limpió el rostro desfigurado y lívido, le besó en la frente con amor y respeto, retiró el pedazo de lienzo que había puesto don Remigio, buscó la herida debajo de la sangrienta camisa, y suave y delicadamente comenzó a limpiar la llaga a falta de agua en aquel momento, con la poca saliva que tenía en sus labios. En el momento de esta piadosa ocupación, un rayo de esperanza vino a iluminar su mente un instante para desaparecer y dejarla en una noche tenebrosa. La herida era pequeña y poco profunda, un piquete apenas de la larga y acerada espada del marqués.
—Mi padre sanará, el marqués también, reflexionarán en la falta que han cometido, me perdonarán, los dos se esmerarán en cuidarme, en darme libertad, y el obispo, tan santo y tan bueno, se interpondrá, rogará por mí, y quizá volverá Juan a la hacienda, será mi marido y traerá a mi hijo, al hijo de mis entrañas…
Un sueño de dicha y de paz, un rayo de ilusión de cielo pasaba sobre aquella frente blanca, y de sus ojos negros cayó una gruesa lágrima sobre la herida, como el bálsamo milagroso que debía volver la vida al conde.
Éste entreabrió los ojos y los volvió a cerrar.
Mariana lo llamó.
—¡Padre! ¡Padre! ¡Yo soy, yo, la que curo la herida!… ¡Viviréis, sí; viviréis para perdonar a vuestra hija que os ama, para ser feliz en vuestra casa, rodeado de los que os respetan y os quieren!
Mariana, con más tiernas palabras que las que pueden escribirse, quería volver la vida a su padre y que le respondiera una sola palabra, y si de Dios estaba que muriese, que al menos le dijera: «Te perdono».
El conde oyó, sí, esa voz en la profundidad nebulosa de su síncope, y en esa lucha de la vida con la muerte, tuvo la conciencia de que era la voz de su hija, y haciendo un esfuerzo supremo como el que hace el ser humano para vivir al momento de salir de la vida, abrió los ojos y, torvos, severos, vengativos, los fijó en los de su hija, que retrocedió aterrada y llevó las manos a sus cabellos. Después, crispando de nuevo los dedos de su mano derecha, con la izquierda rechazó a Mariana, queriendo pronunciar una maldición terrible que expiró en sus labios.
Mariana se levantó enhiesta y severa, clavó a su vez sus ojos centelleantes en su padre, que había vuelto al desmayo.
—¡Cruel e implacable hasta en la hora de morir! —dijo, y arrancándose los cabellos y desgarrando su vestido blanco manchado de sangre, desvió con fuerza a don Remigio, que la quería detener, atravesó las habitaciones y emprendió por los campos una carrera vertiginosa, lanzando gritos de rabia y de desesperación:
—¡Mi hijo, mi hijo, mi pobre hijo!
Como en la capilla, el día del casamiento, estas escenas habían sido rapidísimas. Don Remigio, con todo y la firmeza y al mismo tiempo calma de su carácter, estaba sobrecogido y no sabía a qué atender. Si seguía a Mariana, dejaba abandonados a los dos casi cadáveres, expuestos a morir si no se les prodigaban los más prontos socorros, y si permanecía con ellos ¿qué iba a ser de la pobre muchacha, que en sus ratos de enajenación creía que criados, camaristas, pastores y todo el mundo eran sus enemigos?
La habitación del conde, a pesar del respeto tradicional, había sido invadida por la gente, que estaba ya alerta desde los sucesos anteriores. Don Remigio salió de su embrutecimiento momentáneo, dio sus órdenes para que detuviesen a la condesa y la condujesen a su habitación, después ordenó a los criados que levantasen cuidadosamente los cuerpos y los colocasen en sus lechos. Él mismo lavó las heridas, e hizo pasar, aunque con dificultades, una buena copa de vino de Jerez a los heridos, dejándolos en reposo mientras llegaba el practicante.
La carrera de Mariana, impulsada por sus nervios, era tan rápida que parecía más bien que volaba. Los que la seguían no la pudieron contener sino cuando, falta de aliento, cayó en la orilla de un jagüey; y se habría ahogado si no la socorren tan a tiempo. En la especie de fuga, Mariana quería huir de sí misma para interponer una distancia infinita entre ella y la espantosa biblioteca; había desgarrado sus vestidos, y desnuda, cubierta con las cobijas de los sirvientes, la volvieron a su habitación.
Las gentes de la hacienda estaban despavoridas y en una extrema confusión, no sabiendo realmente lo que pasaba. Las camaristas sollozaban y daban gritos al mirar a la condesita conducida en brazos de gañanes, desnuda, sangrienta, con las manos crispadas entre sus cabellos. Los mozos y criados se atropellaban, sin hacer nada más que estorbarse, y quebrantando el respeto y la obediencia, invadían las habitaciones de los amos.
Don Remigio, aturdido y conmovido profundamente con las escenas de sangre y horror, especialmente con la que pasó entre la condesa y su padre, parecía una estatua y, paralizados sus miembros, no podía moverse por más esfuerzos que hacía. Un quejido del marqués, que entreabrió los ojos y lo miró como reclamando su auxilio, lo sacó de esa enajenación mental. Recobró de nuevo su energía, dio sus últimas órdenes respecto del conde y del marqués, y corrió a ocuparse de Mariana, a la que hizo que las camaristas le diesen fricciones aromáticas, la vistiesen con sus mejores ropas y le compusiesen sus cabellos. La fatiga de la carrera había agotado su aliento y sus fuerzas, y parecía que pocos instantes le quedaban de vida.
—Todo va a acabar hoy —dijo tristemente—. Mañana no habrá más que tres cadáveres.
Fuese, sin embargo, a la recámara del conde; él mismo lavó con agua clara su herida, le puso una venda, lo desnudó, le abrigó y con mucho afán le hizo tragar otra vez cucharadas de vino de Jerez. En seguida se dirigió a la habitación del marqués, hizo lo mismo, y salió al portal a esperar al practicante, que no tardó en aparecer por la calzada seguido del criado. Los dos venían a galope tendido.
—Ya sabrá usted después lo que ha pasado; lo que importa ahora es que auxiliemos en el acto a estos dos hombres que están casi moribundos.
El practicante se apeó y ambos entraron en la recámara del conde. La herida era grave, pues había interesado un poco al hígado; pero, sobre todo, la pérdida de sangre, ponía la vida del paciente en inminente peligro.
El practicante, que nunca salía a una expedición sin estar provisto de cuanto podía ser necesario, sacó su bolsa de instrumentos, amplió con el bisturí la herida del conde, que no presentaba sino el diminuto agujero que había hecho la punta de la espada del marqués. Don Remigio, alarmado, se oponía a la operación.
—Es el único medio de salvarlo. De otra manera, de aquí a mañana habría una abundante supuración interior, y no sería más que cuestión de días. Verdad es que se nos puede quedar entre las manos; pero veremos; se hará lo posible. Que me preparen una infusión fuerte de yerbas aromáticas, lo voy a vendar en seguida y veremos al marqués.
Fuéronse a la recámara del marqués, que aún no volvía en sí del desmayo.
—La misma historia. La pérdida de sangre; pero la herida no presenta gravedad —añadió después de haberlo reconocido cuidadosamente. Parece más grave, pero no es así; la espada resbaló entre dos costillas y no ha interesado ninguna entraña noble; una pulgada más alta, y habría traspasado el corazón de parte a parte. De buena ha escapado.
Lavó la herida, colocó un emplasto sobre ella, la vendó cuidadosamente, mudaron camisa y ropa de cama al paciente y le hicieron pasar una copa del elíxir maravilloso que había administrado a Mariana, y que era medicina de su propia invención; lo dejaron reposar bajo la guardia de dos camaristas y volvieron a la recámara del conde, el cual no daba señales de vida.
El practicante y don Remigio lo frotaron fuertemente con una infusión de yerbas muy caliente, mezclada con alcohol, le hicieron pasar una copa del elíxir, le arreglaron su lecho y lo dejaron vigilado igualmente por dos camaristas.
—Nada hay que hacer más que dejarlos reposar —dijo el practicante a don Remigio—. Si dentro de dos horas no han vuelto en sí, es que no tienen remedio. Veamos ahora a la condesa, que me interesa más que estos dos ganapanes espadachines que les ha dado la gana de matarse. La patria no perdería mucho si no vuelven a resollar; pero no hay cuidado, don Remigio, mi deber es salvarlos, y si es posible en lo humano, los salvaré y será un milagro.
La condesita no presentaba mejor aspecto que los heridos.
—Parece que duerme y no hay por ahora otra cosa que hacer más que dejarla reposar y observarla. El elíxir de la vida —como él llamaba a su específico— no haría más que excitarla y, desengáñese usted, don Remigio, para las heridas y los dolores morales, las boticas juntas de todo el mundo serían inútiles. Estoy seguro que algo muy cruel debe haber sufrido, y esto ha sido causa de que la encuentre en tan deplorable estado.
Se sentaron en la cabecera de la cama, hicieron que salieran las criadas, y don Remigio le contó punto por punto lo que había ocurrido.
—Me temo que la locura mansa y melancólica en que la dejé en mi última visita, haya degenerado en locura furiosa —dijo el practicante—. En el curso de mi vida, y con motivo del ejercicio de la medicina, tanto en los hospitales de México como en las poblaciones donde he residido, he hecho una observación, que más bien es de hombre de mundo que no de estudiante ni de sabio. La locura se determina casi siempre cuando absolutamente se pierde la esperanza. La esperanza es una especie de alimento moral que mantiene el cerebro. Cuando este alimento falta, mueren las funciones regulares, lo mismo que toda la máquina del hombre se descompone y aniquila por el hambre. Figúrese usted que un padre cargado de familia ve a su mujer enferma, a sus hijos llorando de hambre, y en tan extraña situación no encuentra ni trabajo, ni quién le dé ya un peso, ni qué vender, ni qué empeñar y pierde absolutamente la esperanza de salir de esa situación. O se vuelve loco o se suicida. Figúrese usted un dependiente que ha tomado de la caja de su principal diez mil pesos, que los ha jugado, que no tiene humanamente medios de reparar su falta y que pierde la esperanza de recobrar su honor y su disposición. Se vuelve loco o se suicida. Figúrese también un hombre enamorado, que por este o por el otro motivo le traiciona su novia, la sorprende en los brazos de otro y pierde completamente la esperanza de ser feliz. Se vuelve loco, mata al rival, a la novia, a la madre de la novia, y a cuantos puede. Es que se volvió loco, y ya loco se suicida. Así podría yo citar a usted mil ejemplos, y no le dé usted vueltas, don Remigio, los que se suicidan son todos locos, por más muestras que den de estar en su cabal juicio, escribiendo cartas y haciendo disposiciones testamentarias, o almorzándose un buen rosbif y bebiéndose una botella de champaña antes de matarse. Esté usted tranquilo; Juan, su hijo, hará cuantas diabluras sean imaginables, pero no se volverá loco ni atentará a sus días, porque en sus dos amores, que son Mariana y usted, tiene fundada su esperanza. Si usted y Mariana mueren, apostaría hasta mi camisa que no sobreviviría una hora más. Acabada su esperanza, ya para nada le serviría la vida. Me río yo de esos médicos charlatanes que hay en México que se titulan ellos mismos alienistas y hacen bañar en agua fría a sus pobres enfermos para volverles la razón, o los encierran en unos cuartos oscuros y húmedos para que sanen. ¿Para qué lo he de ocultar a usted, don Remigio? Me alegraría en el alma que se muriese el conde. ¿Para qué sirve en el mundo ese viejo atrabiliario, sino para martirizar a un verdadero ángel, como es esta infeliz criatura, loca porque perdió la esperanza en la funesta escena que usted acaba de referir? Si el conde, restablecido de su herida —y yo haré todos los esfuerzos humanos para lograrlo— la perdonara y consintiese en su matrimonio con el hijo de usted, en el acto le volverla la razón. Yo, que soy el único que puedo encontrar a Juan, a quien quiero como un hermano, se lo presentaría y ya daríamos modo de que fueran dichosos. En cuanto al pobre marqués, no hay que desearle la muerte. En vez de una muchacha y de trescientos mil pesos, no ha hecho el viaje a esta famosa hacienda sino para recibir una estocada. A la condesa, no hay que darle más medicinas, sino las que basten para modificar cuanto se pueda la tensión de sus nervios, procurarle reposo y consuelos, y tratar, aunque es muy difícil, de que renazca la esperanza en su corazón.
—Dice usted la verdad en todo —dijo don Remigio, cuando el practicante, cambiando de sillón y echando una mirada a la cama de la condesa, acabó de hablar— ya me habría yo vuelto loco si no tuviera la esperanza de que esta situación cambiará. Quiero al conde, con todo y su carácter terrible, porque a mí me ha tratado mejor que a su mujer, mejor que a su hija y a sus parientes y amigos; pero, en resumen, ¿para qué quiere la vida? Caprichoso, intratable, está metido como un hurón días enteros en su biblioteca, y cuando sale al campo, galopa cuatro o cinco horas remudando caballos hasta cansarlos, sin hablar una palabra con los criados o conmigo, si lo acompaño; pero, sobre todo, amigo mío, lo que no le paso es su crueldad con su pobre hija. ¿Creerá usted que desde el lance de la capilla no ha preguntado ni una sola vez por ella? Cualquiera, siquiera por curiosidad, indagaría si vive o muere. Nada… mudo. Y cuando se figura que quiero hablarle de su hija, me mira con unos ojos feroces y me significa que quiere estar solo.
—¡Increíble! —repuso el practicante—. Esta dureza y este encono porque no ha querido casarse… Esto es contrario a la naturaleza, y además ¿qué diría si supiera que debe la vida a esa misma hija a la que tanto tiraniza? No sé si observaría usted que, si no es por mí, Juan, ya a punto de ser acometido de una locura furiosa, porque casada su novia perdía toda esperanza, habría matado al marqués, al conde, a usted mismo, al obispo, a todo el mundo. Dios me dio fuerzas bastantes para sujetar su brazo armado de un puñal, para arrancarlo del lugar que ocupaba cerca del conde y para arrastrarlo materialmente fuera de la iglesia… Ya ve usted, la desgraciada condesa no podía pronunciar el sí exigido por la Iglesia para que se verificase el matrimonio, sin ocasionar una espantosa tragedia que se habría sabido con horror en todo el país.
Don Remigio inclinó la cabeza, quedó por un rato pensativo y luego contestó al practicante:
—Tantas y tan inesperadas cosas sucedieron en momentos, que no las puedo recordar todavía sin temblar, y ahora que usted me refresca las ideas, convengo en que usted nos ha prestado a todos, y a mí en particular, un servicio que no tendré con qué pagarle, si no es con una gratitud eterna; pero el conde, que no es capaz de ningún sentimiento afectuoso, lo hará con su dinero, si usted logra, como se lo ruego, salvarle la vida.
En esas y otras pláticas estaban cuando la condesa, que había continuado al parecer no sólo quieta, sino con signos de debilidad y abatimiento, dio un lastimero grito, saltó de la cama como si un fuerte resorte la hubiese impulsado, y se lanzó hacia la puerta para renovar otra vez la vertiginosa carrera que estuvo a punto de costarle la vida.