I. Los granaderos

—Señor gobernador, ya es un escándalo lo que pasa con las diligencias. No hay día que no las roben. La cuadrilla de los enmascarados se ha apoderado del monte y se aumenta cada día. Dicen que ya son más de ciento cincuenta, y a poco va a necesitarse infantería, caballería y hasta artillería para desalojarlos. El capitán de esa feroz cuadrilla es un hombre no sólo valiente, sino temerario; tiene sus rasgos de generosidad, y suele dar a los pasajeros que ve muy afligidos, dinero para que paguen su almuerzo; pero a los que resisten ¡pobres de ellos! Ya sabrá usted lo que le pasó a la pobre doña Cayetana del Prado, señora rica, tan respetada de todo Puebla y prima nada menos de tres gobernadores que han gobernado bien, aunque no mejor que usted; no es adulación, pero desde que entró usted al poder, Puebla, que estaba moribundo, ha resucitado.

Quien decía esto era el secretario del gobernador de Puebla, que tenía media resma de comunicaciones delante y daba cuenta, a la hora del despacho, leyendo algunos oficios para sí y otros en voz alta. La lectura de varios papeles de los alcaldes de los pueblos cercanos al monte dieron motivo a la conversación que se acaba de referir.

El gobernador sonrió al escuchar los elogios de su secretario, y le contestó:

—Aún no me conocen bien los poblanos; les he de hacer muchos beneficios; pero los he de meter en cintura, porque son murmuradores y descontentadizos; mas no ha llegado a mi noticia el lance a que usted se refiere.

—Lo he sabido por una casualidad y con mucha reserva, y con la misma se lo voy a referir a usted —dijo el secretario poniéndose la pluma detrás de la oreja y colocándose cómodamente en su silla—. Si el capitán de los enmascarados llegase a saber que nosotros hablamos del suceso, crea usted que no tendríamos la vida segura. Al salir usted de su despacho sería asesinado por uno de los enmascarados, que no solamente están en el camino, sino que se introducen en las ciudades disfrazados de arrieros o mercilleros ambulantes.

—¡Bah!, eso no será fácil. Mis granaderos dan la guardia en el Palacio y en mi casa, y lo que haré, no por miedo, sino por precaución y por lo que pueda suceder, es que por dondequiera que yo vaya marchen dos granaderos a la vanguardia, dos a retaguardia y usted a mi lado. De esa manera toda tentativa es imposible, y si a pesar de eso se atreviesen algunos de esos bandidos, usted recibiría los primeros golpes… Pero cuénteme en reserva lo que ocurrió a doña Cayetana.

—Pues venía de México —contestó el secretario—, y en el paraje nombrado Agua del Venerable fue detenida la diligencia. Despojaron a los pasajeros de cuanto tenían, pero no los maltrataron. Doña Cayetana del Prado había ocultado en el seno una bolsita de seda llena de escuditos de oro, creía haberla escapado, cuando su desgracia quiso que le saliera por debajo del vestido al bajar de la diligencia, y ¡aquí fue Troya! El capitán, furioso, la amarró de un árbol y la desnudó completamente.

—¿Completamente? —preguntó el gobernador.

—Completamente —afirmó el secretario—; quedó delante de los pasajeros como su madre la echó al mundo.

—Curioso sería el espectáculo —dijo riendo el gobernador—. Tan gorda, tan monstruosa, porque la señora sería hermosa en su tiempo; pero ahora… vamos. ¡Doña Cayetana desnuda!… ¡Se podría pagar por verla!

—Pues todos los pasajeros la vieron, porque así lo exigió el capitán. A la pobre señora le costó una fiebre; en el delirio reveló este secreto delante de las criadas que la cuidaban, y éstas se lo dijeron a mi mujer.

—Pues nada de esto se supo en Puebla —dijo el gobernador.

—Ni en México —le respondió el secretario—. Los pasajeros, amenazados tal vez de muerte por los ladrones, han guardado el secreto hasta la fecha; pero ahora, como decía usted, ya no es un secreto que roben las diligencias que vienen a esta ciudad y la que baja a Veracruz. El público murmura ya, y se dice que don Anselmo va a suspender los viajes hasta que no esté seguro el camino.

—Esto sí que es grave, porque hará mucho daño a Puebla. El gobierno general tiene la culpa de esto, puesto que, según la Constitución, debe cuidar de los caminos llamados reales; es decir, los que parten de la capital para terminar en los puertos abiertos al comercio extranjero. ¿No es eso?

—Creo que sí; pero no estoy seguro de ello —contestó el secretario quitándose la pluma de la oreja.

—Precisamente —continuó el gobernador— ha acertado usted a tomar su pluma. Escriba un artículo muy fuerte, diciendo que el Estado de Puebla se está arruinando a causa de la inseguridad de los caminos; que los hombres que tienen negocios no se atreven a viajar y que de esto se sigue las pocas ventas en el comercio y la paralización de las fábricas, etc., y que el gobierno del Estado reclama enérgicamente que la Federación cumpla con sus deberes constitucionales.

—Voy a escribirlo en el acto —dijo el secretario mojando su pluma en el tintero— para que no se me olvide el acuerdo; ¿pero lo publicaremos en el periódico oficial?

—Por supuesto. ¿Qué miedo le tengo yo al gobierno, que no cuenta con un real para pagar sus tropas? Para esto tengo también mis granaderos, que ya son cerca de quinientos; lo que sucede es que me faltan todavía trescientas gorras, que deberán llegar de París dentro de dos meses.

En efecto, el gobernador había tenido empeño en formar un lucido batallón de granaderos vestidos con mucho lujo y enteramente igual a uno que hubo en México, del que fue coronel el conde de la Cortina. Había encargado a París unas grandes gorras de pelo de oso, iguales a las de los granaderos de Napoleón el Grande, que había visto pintados en la despedida de Fontainebleau y otros cuadros análogos; se creía invulnerable con sus quinientos hombres, y no quería gastar ni un solo peso en pago de escoltas que custodiaran el camino, al menos en el territorio del Estado.

Evaristo, pues, continuaba con entera impunidad asaltando los más días la diligencia de Puebla.

Era la misma escena; las mismas palabras groseras; las mismas amenazas para que dieran los pasajeros el dinero; la misma disposición teatral; los mismos encargos, bajo pena de muerte de guardar el secreto; se podía imprimir el programa, que era invariable.

Llegando a la altura del Agua del Venerable, Mateo moderaba el paso del carruaje hasta que se presentaba Evaristo o su segundo delante, rodeado de cuatro o cinco indios enmascarados.

Mateo contenía sus mulas, apretaba con el pie el garrote, y el sota se ponía ante los animales para mantenerlos quietos.

Evaristo por una portezuela y su segundo por la otra, con pistola preparada y apuntando a los pasajeros, gritaban:

—¡Grandísimos tales! El que se atreva a moverse lo mato. Venga el dinero que traigan en la bolsa y los relojes y alhajas.

Los pasajeros humildemente vaciaban sus bolsillos y entregaban sus relojes y cuanto tenían.

—¡Apéense, grandísimos tales, y boca abajo y sin chistar ni alzar la cabeza!

Tendían a los pasajeros a veces pies con cabeza, como sardinas; los indios enmascarados, con sus palos levantados, los custodiaban y comenzaban el registro de la covacha y del pescante poco más o menos como ya se ha referido, menos los diálogos con el capitán, porque los infelices viajeros no tenían el espíritu y el atrevimiento de Escandón y de Pesado, ni la protección de Mateo.

Con todo esto los negocios no iban de lo mejor para Evaristo, pues los viajeros, seguros de que habían de ser robados, no ponían en su baúl sino la ropa más vieja y en sus bolsillos unos cuantos pesos y monedas lisas y cuartillas de cobre para que pareciese mucho dinero, siendo poca cosa; de modo que había días que el asalto no producía más que ocho o diez pesos y alguna ropa muy usada, que era lo único que se repartía a los indios. Pensó seriamente Evaristo en atacar las diligencias que venían de Veracruz y expedicionar por otros caminos; pero le faltaba gente resuelta, pues sus indios, saliendo del terreno del monte y de los vericuetos donde hacían carbón, nada valían. Ya veremos más adelante cómo se fue engrosando la banda y haciéndose verdaderamente terrible. De pronto, no tuvo Evaristo otro camino, y continuó así.

El artículo que publicó el periódico oficial del Estado de Puebla fue como si hubiesen prendido un cohete en las espaldas del ministro de la Gobernación. Pensó acusar al gobernador de Puebla, denunciar el artículo, escribirle una carta llena de injurias y hasta ponerse en camino para insultarlo personalmente y desafiarlo: en fin, mil absurdos sugeridos por la cólera, que, como todas las pasiones, son ímpetus violentos que nos ciegan, como lo define perfectamente el padre Ripalda; pero, en cuanto al viaje, reflexionó que si no llevaba una escolta podrían robarlo y tenderlo boca abajo en la yerba. Calmado al cabo de un cuarto de hora, no se decidió a tomar ninguna resolución hasta no consultarla con el licenciado don Crisanto Bedolla.

Nada de grave ni de importante hacía el ministro sin consultarlo a Bedolla. El licenciado ranchero de la Encarnación era el que realmente despachaba el ministerio.

Había crecido de tal manera su influjo y ascendiente con el Primer Magistrado de la Nación, que los ministros le tenían miedo, y lo trataban con tal consideración que en cuanto se presentaba se abrían las puertas de par en par y los porteros se esmeraban en hacerle reverencias, que él contestaba graciosamente; porque, ladino como era, decía que el portero es el primer amigo que debe tener el que anda ocupado de negocios en el Palacio. En el Ministerio de Gobernación, además de que participaban del miedo que sus compañeros tenían a Bedolla, lo consideraban como un hombre sagaz a la vez que prudente y sabio.

Bedolla, observando que su condiscípulo Lamparilla era ligero en el pensar y sobrado en la conversación, tomó el rumbo contrario antes de contestar a cualquier pregunta o entrar en una discusión importante; y después, con tono pausado, dejaba caer una especie de sentencias, a veces tan oscuras, que se necesitaba descifrarlas o adivinarlas, como los antiguos oráculos de las pitonisas; cuando pasaban las horas de consulta y de negocios serios, volvía a su tono jovial, sembrado de elogios y adulaciones que hacían ruborizar a sus interlocutores, pero los dejaba hinchados y satisfechos, pues así es la naturaleza humana.

El ministro, con un recado atento y una tarjeta, envió al portero a buscar a Bedolla, y éste no se hizo esperar. Entró sonriendo, apretando cariñosamente con sus dos manos la mano del hombre de Estado, y le preguntó en qué podía serle útil.

Cuando Bedolla leyó el párrafo insolente del periódico poblano y escuchó los proyectos de castigo y de venganza que fermentaban en la cabeza y en el corazón del ministro, tomó un aspecto imponente de seriedad, se puso el dedo en la boca, bajó los ojos, los cerró para concentrarse bien, y se quedó callado y reflexionando. El sistema que había adoptado cuando se le consultaba era envenenar mañosamente las cuestiones y embrollarlas, para después encontrarles una solución y aumentar así cada día su fama de prudente y de sabio.

Diez o doce minutos después abrió los ojos, se quitó el dedo de la boca y dijo:

—Sí, es verdad; siempre orgulloso y exigente ese gobernador, queriéndose sobreponer a la Federación; pero bien pensado, señor ministro, no conviene darle gusto, ni menos que usted forme de este pequeño incidente un negocio personal, ni por ningún motivo vaya a exponer su preciosa vida, tan importante para la patria, ni siquiera corra el riesgo de que su salud se altere y tenga usted cuatro o seis días de cama. Es un negocio oficial como otro cualquiera, y nada más, y no debe dársele otro carácter.

—Perfectamente, amigo Bedolla. Como siempre, acertado en el consejo y mirando los negocios en su verdadero punto de vista. Mis ideas han tomado otro giro. Asunto oficial y nada más. Ésta es la cuestión.

—Por ahora no hay que hacer mucho caso ni darle más importancia que la que tiene. Bastará un piquetito. Veremos después. ¿Si usted me permite?… —Con el mayor gusto.

El ministro se levantó de su sillón y lo cedió a Bedolla.

El licenciado, con mucha gravedad y haciendo una respetuosa caravana al ministro, se sentó, tomó una pluma y un pliego de papel marcado, y escribió:

Mejor sería que el gobernador del Estado de Puebla, en vez de gastar cuatrocientos pesos en cada gorra de pelo para los llamados granaderos, emplease esos fondos en pagar escoltas para que cuidaran el camino. Es una vergüenza que diariamente roben la diligencia en el territorio del Estado, donde nada puede hacer el gobierno federal.

—¿Le parece a usted? —dijo Bedolla presentando el pliego de papel al ministro.

—Un poco fuerte —dijo éste acabándolo de leer—, pero así se necesita. —Lo que sería importante es que saliese en el diario del gobierno.

—¡Oh, por supuesto que saldrá en el Diario Oficial! Si hay alguna crítica en la prensa o cualquier otra cosa de importancia, se les echará la culpa a los editores, y el gobierno se lavará las manos.

Terminado de pronto este asunto, Bedolla se retiró, ofreciendo que estaba dispuesto a seguirse ocupando de él y de cuantos otros se le encomendaran.

Cuando el gobernador de Puebla leyó el artículo del Diario Oficial, le sucedió a su vez lo mismo que al ministro, parecía que le habían prendido un cohete en… las espaldas. Llamó inmediatamente a su secretario y concibió de pronto proyectos a cual más horrorosos, llegando hasta el punto de tratar de pronunciarse, invitar a los otros Estados a que hiciesen lo mismo, y derribar al gobierno; pero una poderosa consideración lo obligó a cambiar de propósitos. Las trescientas gorras de pelo que faltaban, y que en efecto costaban en París 1,200 francos cada una, no habían llegado, y él consideraba que los granaderos sin la gorra de pelo no podían tener ímpetu ni valor para la campaña, y que correrían al primer disparo que les hiciesen las tropas federales llegado el caso de un conflicto. Estaba persuadido de que las gorras, idénticas a las que había usado la guardia de Napoleón, comunicaban al que se las ponía un valor indomable; y aun en el caso de una derrota, contestarían lo que Víctor Hugo aseguró que habían contestado en Waterloo.

Calmado un poco su enojo por las reflexiones de su secretario, se resolvió a dirigir una enérgica comunicación al gobierno, que en el acto dictó, y decía así:


Con el mayor asombro y con el más profundo sentimiento, he leído en el periódico oficial un párrafo en que se ataca y se calumnia al Estado con motivo de la formación de un batallón de granaderos.

El Estado de mi mando es Libre, Soberano e Independiente, y en consecuencia, tiene derecho de emplear sus rentas de la manera que le agrade y crea más conveniente.

Si se ha levantado y puesto sobre las armas un batallón de granaderos, es para defender las libertades públicas, y especialmente para conservar incólumes los derechos y soberanía de los pueblos que componen el Estado, y no por eso desatiende sus demás obligaciones; y en lo que toca a la paz y a la seguridad que se disfruta, como es un hecho, inútil parece ningún género de observaciones; y si las diligencias son atacadas los más días de la semana por una numerosa cuadrilla de enmascarados, esto pasa en el camino real que está al cuidado de la Federación; y a propósito, podría yo permitirme alguna alusión, pero no lo hago por el respeto que merece el alto carácter del Primer Magistrado de la República; pero sí debo decir, con la energía que me da una conciencia libre de todo reproche, que si el Estado es tratado otra vez de la manera que lo hace el Diario Oficial, se verá precisado a reasumir su soberanía y salvar su responsabilidad, por las funestas consecuencias que necesariamente sobrevendrán para la paz de la República.
 

El secretario, por supuesto, no sólo aprobó la comunicación, sino que dijo que estaba redactada con una dosis de dignidad, mezclada con otra dosis de energía, que él mismo no hubiese sido capaz de escribirla en tres días. Puesta en limpio, fue inmediatamente enviada por el correo.

—Lo que me preocupa —dijo el gobernador al secretario— son las gorras de los granaderos, y por eso me he ido con mucho tiento y medido en las palabras, al menos para ganar tiempo por si las tropas federales se nos vienen encima. Es imposible presentar doscientos hombres con gorras de pelo y trescientos con gorras de cuartel y mal vestidos de brin, como reclutas. Estoy seguro que todos echarán a correr, particularmente si Baninelli viene con su cuerpo de infantería de línea mandando la expedición. Es hombre atroz, que no ve pelo ni tamaño. ¿No habrá modo de conseguir aquí en México o en cualquier parte, que nos hicieran esas gorras? Cuando vinieran de París las que encargamos, servirían para otro batallón.

—Imposible, señor gobernador —le contestó el secretario—; como lo sabe usted bien, son de piel de oso, y necesitábamos lo menos trescientos osos. En la sierra de la hacienda de Atlamajac dicen que hay muchos osos; pero nadie los ha visto.

—En cada gorra —continuó diciendo el secretario— entra una piel entera, y no me acuerdo en qué libro he leído que el tamaño de las gorras de los granaderos de Napoleón era parte muy esencial en el éxito de las batallas. Apenas veían los prusianos asomar por una calle las enormes gorras de los granaderos, cuando abandonaban los puestos y corrían a guarecerse donde podían. Unos cuantos balazos y negocio concluido.

Así siguieron discurriendo el resto de la noche, y cuando el gobernador se retiró a acostar a su casa no las tenía todas consigo, y se arrepintió de haber mandado al correo la comunicación, que en la tarde del día siguiente estaba en el bufete del ministro de Gobernación.

El insigne Bedolla fue llamado otra vez con urgencia.

—Lea usted, lea usted, amigo Bedolla, y verá la explosión que ha producido su párrafo. Me lo temía yo. El Estado de Puebla reasume su soberanía, ahora que precisamente estamos amenazados de una coalición. Los Estados de Jalisco, Sonora y Sinaloa quieren reasumir también su soberanía, y si así seguimos, nos vamos a quedar reducidos al Distrito Federal. El país se disuelve; y los americanos que no nos quitan la vista…, ya usted comprenderá, la presa es fácil y segura.

—Ya me lo esperaba también yo —contestó Bedolla con mucha calma y sonriendo—; el piquete le ha dolido.

—¡Caramba, si le ha dolido! Pero no hay que alarmarse; y sobre todo, que por ahora no sepa nada el presidente, porque es capaz de salir en persona con la guarnición de México y caerle al gobernador y hacer pedazos a él y a sus granaderos.

—Yo tengo gran influjo y amistad con el gobernador de Puebla. En el fondo es una persona excelente y un buen patriota. Tiene sólo la manía de sus granaderos. ¿Qué quiere usted? Los hombres no somos perfectos, y cada cual tiene sus ideas favoritas. Creo componer el asunto y si usted quiere…

—¿Cómo no he de querer? Usted, que dio el piquete, debe curar la herida… Mañana mismo váyase usted a Puebla, y en lo confidencial…, que retire la comunicación y todo quedará concluido; dejémoslo en paz con sus granaderos.

—Por servir a usted daría hasta la vida, señor ministro, y espero darle buenas cuentas; pero se necesita una fuerte escolta y algo para gastos, pues es necesario presentarse en la Ciudad de los Ángeles con todo el aparato y la dignidad necesarias.

—Cuando usted quiera. Lo arreglaré todo; esta tarde tendrá usted mil pesos en su casa.

—¿Y mi secretario? Porque es preciso llevar secretario. Representando a usted, no querría yo hacer un papel desairado ni ridículo.

—Bien, dos mil pesos, y a la madrugada encontrará usted en la garita de San Lázaro una diligencia extraordinaria y un escuadrón de caballería.

—¿Será bastante para atacar a los enmascarados si se presentan?

—Buena reflexión —dijo el ministro—; serán dos escuadrones de los mejores regimientos; pero mucha reserva y que no trascienda nada. La tropa saldrá de México y entrará a Puebla con el pretexto de reforzar la conducta, que en efecto salió hace tres o cuatro días; pero estará a las órdenes de usted.

En efecto, al día siguiente, al salir la luz, el licenciado don Crisanto Bedolla como comisionado, y su condiscípulo el licenciado don Crisanto Lamparilla, como su secretario, salían de la garita de San Lázaro seguidos de dos escuadrones de caballería con dirección a Puebla.

Durmieron en la hacienda de la Asunción, donde los obsequió don Mariano Riva Palacio, a quien contaron muy en reserva la importante comisión que iban a desempeñar, y continuaron su camino.

Evaristo, que era un realidad el que ocasionaba el conflicto entre el gobernador de Puebla y el ministro, y que iba a ocasionar el trastorno completo de la República, se puso ese día en campaña: colocó a distancia sus espías, y él mismo, sin máscara, recorrió el camino; y ¡cuál fue su sorpresa ver, antes de la hora acostumbrada, avanzar lentamente una diligencia, seguida de una tropa numerosa! Volvió la grupa, a galope, llegó al campamento del Agua del Venerable, disolvió a sus indios, enviándolos a sus carboneras, y él y don Hilario no pararon hasta el rancho de los Coyotes.

Bedolla y Lamparilla no encontraron ni un alma en el camino, y las cuatro diligencias de Zurutuza hicieron ese día su viaje sin el menor accidente.

Share on Twitter Share on Facebook