La diligencia extraordinaria que conducía a Bedolla y a su secretario Lamparilla llegó felizmente a la garita y siguió muy despacio por las calles para no llamar la atención. La escolta se quedó atrás y entró después por otra garita. La conducta había, en efecto, salido el día anterior, y el público no se alarmó, porque frecuentemente pasaban tropas de ida o de vuelta a Veracruz, que no se metían para nada con los bandidos y a la que Evaristo, por supuesto, dejaba el paso franco, ocultándose cuando tenía oportuno aviso de sus espías, o fingiéndose caminante pacífico.
Luego que los licenciados Bedolla y Lamparilla se quitaron el polvo del camino y tomaron algún refrigerio en su cuarto, salieron a la calle y se dirigieron a casa de un rico comerciante extranjero que tenía mucha amistad e influjo con el gobernador, y lo instruyeron del motivo de su viaje, añadiendo que el presidente estaba muy indignado, resuelto a hacer una campaña sobre Puebla, y que se disponía una columna de cuatro mil hombres y veinte piezas de artillería, que se pondrían en marcha si en el término de tres días no regresaba él a dar buenas cuentas de su misión; que por el interés del comercio y de la paz pública lo conjuraba a que fuese inmediatamente a prevenir en reserva al gobernador, imponiéndolo del peligro que corría el Estado y pidiéndole una conferencia.
Lamparilla conocía de vista al gobernador; pero Bedolla no sólo no tenía amistad e influjo con él, sino que en su vida lo había visto, y al comerciante extranjero rico lo encontró una vez en el Ministerio de Hacienda y fue presentado por el ministro como una de las notabilidades del interior. Cambiaron un apretón de manos y no pasó más; pero Bedolla, que nada desperdiciaba, se acordó, en el momento en que recibía la misión de pacificador, de que ese comerciante rico podría servirle eficazmente, como en efecto sucedió.
En la noche siguiente, ya tarde, fueron introducidos Bedolla y Lamparilla al despacho del gobernador, que los recibió con la mayor amabilidad y les hizo todo género de cumplimientos, con cuanto tienen de suave y de agradable las costumbres poblanas, y entraron, después de fumar cigarro tras cigarro, en una grave conferencia.
El gobernador se mostró al principio muy quejoso e indignado de la conducta del gobierno; no dejó de exagerar los recursos de dinero que tenía el Estado, el valor reconocido y probado del Barrio del Alto; la disciplina de sus tropas, especialmente del batallón de granaderos, del que aseguró que todos, sin excepción, eran unos verdaderos leones que harían pedazos a cualquier fuerza que se les presentara delante.
Cuando el licenciado Bedolla observó que el gobernador la echaba de valiente y de resuelto, se acercó a él, al mismo tiempo que hizo con los ojos una seña a Lamparilla, el que se levantó como cansado de estar sentado y, esperezándose, sacó un cigarro y se fue, como distraído, a fumar al otro extremo de la pieza.
Bedolla se acercó más, hasta estar muy cerca del oído del gobernador.
—Mi secretario es hombre de toda confianza, y, sin embargo, vale más que no escuche lo que voy a decir a usted en toda reserva y en el seno de la amistad.
El gobernador acercó su silla a la de Bedolla y se puso a escuchar con el mayor interés.
—Soy el amigo íntimo del ministro de Gobernación. Hace años que nos tratamos con la mayor confianza; soy casi su condiscípulo; nada hace de importancia sin consultármelo; y él, que aprecia a usted mucho y lo considera como uno de los mejores gobernadores de la Federación, me ha mandado cerca de usted en la confidencial, y me ha autorizado para que le revele la verdadera situación de las cosas. El presidente de la República, desde el momento en que se le dio cuenta de la comunicación de usted, se puso furioso y dijo que juraba exterminar a usted y a sus granaderos; y añadió que él mismo iba a hacer, con la mayor brevedad, los preparativos para ocupar a Puebla militarmente y declararla en estado de sitio. Mandó llamar a su amigo don Manuel Escandón; y éste, unido con otros ricos a quienes domina tratándose de negocios, va a hacer un préstamo de ochocientos mil pesos al contado, y en la noche misma salió un extraordinario para que viniese la división de Jalisco, que tiene seis mil hombres. En México habrá cosa de unos nueve o diez mil. De pronto, es decir, hoy mismo que estamos hablando, se organizará una fuerza con un batallón de infantería, dos regimientos de caballería y una batería de campaña, todo al mando del coronel Baninelli, quien se situará en San Martín a esperar órdenes. Nada de esto se sabe en la ciudad, pues se ha obrado con la mayor actividad y reserva; pero antes de cuatro días tendrá usted la tempestad encima, y en tan corto tiempo no es posible ni levantar fuerzas ni fortificar la ciudad, ni apelar a los demás Estados. La simpatía que he tenido por usted, aun cuando no tenía el honor de conocerlo, me inspiraron la idea, y sin duda fue inspiración del cielo, de hablar de este negocio al ministro de Gobernación, y me ofrecí para venir a hablar con usted, haciendo gastos y corriendo riesgos en el camino; por casualidad encontré una fuerza de caballería que va a reforzar la conducta, y a eso he debido no ser asaltado y maltratado por los bandidos de Río Frío. Ya usted sabe, pues, lo que pasa, y aquí me tiene a sus órdenes, dispuesto a servirlo en todo y por todo y a sacrificarme, si es posible, por el bien de la patria, pero especialmente por usted, para darle una prueba de que el aprecio que le tengo no es una palabra vana.
La interesante conferencia de Bedolla hizo una impresión profunda en el ánimo del gobernador, y por un momento se le desvaneció la ilusión de sus granaderos y palpó la triste realidad. Las remisiones a París para la compra de las gorras de pieles de oso, los gastos de vestuario, correaje y armamento y, sobre todo, el pago de una fuerza superior a los recursos del Estado, habían hecho un agujero en la Tesorería. Por pocos que se supusieran los recursos del gobierno general, siempre eran superiores a los del Estado, y no era posible resistir a una invasión de cuatro o seis mil hombres.
Vio, pues, como quien dice, el cielo abierto, y consideró que Bedolla venía realmente a sacarlo de una situación comprometida; así es que, haciéndole mil elogios por su abnegación y templando el tono decisivo con que había comenzado la conferencia, le dijo:
—¿Pero qué medio digno y honroso le ocurre a usted, señor Bedolla, para salir de esta dificultad?
—El medio es muy sencillo —contestó el licenciado—. Retirar la comunicación.
—¿Y el párrafo atroz que publicó el Diario Oficial?
—Eso no es nada —se apresuró a decir Bedolla, acercándose de nuevo al oído del gobernador—. Sepa usted que el ministro de Gobernación es buen amigo de usted, lo aprecia mucho y reconoce los servicios que usted presta a la patria en el gobierno del Estado. Se indignó cuando leyó el párrafo y averiguó que fue introducido furtivamente al periódico por una persona a quien sin duda no pudo usted o no consideró digna de ser diputado en las pasadas elecciones; pero se hará una rectificación, y el redactor del diario será reemplazado por otro que sea más cuidadoso.
—Si es así, podemos terminar este desagradable asunto y la comunicación se retirará; gracias, muchas gracias, señor licenciado. Usted ha tocado el punto de la dificultad con un acierto tal, que deja a cubierto el honor del Estado y del gobierno federal. Ya malicio quién pudo ser el autor del párrafo, por el apunte que usted me ha dado. Es un cierto Olivares, intrigante y mala persona, que redactaba aquí un periódico descamisado de oposición y consiguió, no sé cómo, un empleo en México. Tuvo el descaro de escribirme que lo hiciese diputado, y como en su carta deslizó ciertas frases que equivalían a una amenaza, le contesté secamente que nunca me mezclaba en los asuntos de elecciones y que dejaba al pueblo enteramente libre para que escogiese sus mandatarios. Llegado el momento, vino a esta ciudad y a Atlixco a trabajar para lograr su intento; pero ya debe usted suponer que sufrió la más completa y vergonzosa derrota y sacó únicamente dos votos.
—Él mismo, él mismo debe haber sido —dijo Bedolla—. No lo conozco, mas por las señas que usted me da, algo he oído hablar de él. Ya lo vigilaremos.
—Olivares —continuó el gobernador— no pudo salir ni de suplente, pero sí me resolvió las cosas con cartas de recomendación que trajo para distintas personas, y resultaron diputados tres o cuatro que no me gustaron, que no se han portado bien y que ni son hijos del Estado. Uno es de Mascota; el otro, de San Juan del Río; el tercero, de Candela, que ni sé por dónde queda… Ya verá usted qué clase de representantes ha tenido Puebla.
—No hay que andarse por las ramas ni tener escrúpulos, señor gobernador —le interrumpió Bedolla—. Si deja usted al pueblo libre para que elija sus diputados, elegirá lo peor, y tendrá usted sentados en las curules, dándose mucha importancia, a los tinterillos y enredadores de los pueblos más rabones.
—Dice usted perfectamente, y no sucederá así en las elecciones que están ya próximas; dentro de dos meses nada menos; saldrán los diputados de mi entera confianza, de modo que, en los casos que se ofrezcan, defiendan al Estado y le presten servicios, oponiéndose contra la tiranía del gobierno federal. Si yo puedo algo y tengo algún influjo —continuó diciendo el gobernador acercándose al oído de Bedolla—, usted será uno de los representantes.
—¡Tanto honor! ¡Tanta bondad, señor gobernador!… Se lo agradezco a usted en el alma; pero dedicado a la magistratura, a lo que aspiro es a formarme con el tiempo un bufete independiente, que ya lo tendría; pero el presidente y los ministros se han empeñado en que continúe en el juzgado, y ya ve usted…, imposible de desairarles; pero si me atreviese a hacer una recomendación, la haría a favor de mi secretario, el licenciado Lamparilla, a quien ya tuve el honor de presentar a usted. ¡Muchacho más inteligente y más despierto!… Vaya, un tesoro… No lo encontrará usted en toda la República. Acércate, Crisanto, y da las gracias al señor gobernador.
Lamparilla, que había permanecido al otro extremo del salón fumando y registrando los libros de un estante, se volvió al llamado de Bedolla, hizo una desembarazosa caravana al gobernador, y preguntó como si nada hubiese escuchado:
—¿De qué se trata?
—Nada, nada, señor licenciado Lamparilla; no tiene usted por qué darme las gracias —se apresuró a decir el gobernador—. Las elecciones no siempre son seguras y resultan victoriosos los que menos se piensa; pero hombres como ustedes merecen figurar como miembros de la Representación Nacional.
Los dos Crisantos estrecharon la mano del gobernador y le hicieron dos o tres genuflexiones muy expresivas.
El gobernador, contentísimo en el fondo de haber salido del mal paso, estrechó a su vez la mano de los que consideraba como sus salvadores, y los invitó a que volvieran a tomar sus asientos.
—Pienso salir mañana, señor gobernador —dijo Bedolla—, porque la dilación nos puede poner en un grave peligro, y además, yo soy así…, activo… De que cae un negocio en mis manos, no descanso hasta que lo concluyo, mal o bien.
—Lo mismo que yo —dijo el gobernador—. Nos parecemos en eso.
—Lo mismo soy yo —añadió Lamparilla—, sin agravio de usted. Nos parecemos.
—Ya sabrá usted, señor gobernador —añadió Bedolla—, que en momentos, se puede decir, descubrí a los asesinos de esa infeliz mujer camarista de la hija del conde de Sauz, les formé causa, les condené a muerte, y ya estuvieran ahorcados hace tiempo a no ser por empeños y por intrigas; y en la revisión se ha dicho que las pruebas no son plenas…, qué sé yo; en fin, aún están en la cárcel… Pero dejemos eso; ya nadie se acuerda y vamos a lo esencial. ¿Qué digo a mi buen amigo el ministro, que me aguardará impaciente?
—Que salvando el honor del Estado, tiene usted mis amplios poderes. Por mi parte, considero este asunto arreglado y terminado, y en el primer viaje que haga a México tendré el gusto de que el señor ministro y el señor presidente vean mis granaderos, y estoy seguro de que quedarán admirados de ver en México soldados iguales a los de Napoleón el Grande. Eso siempre hace honor a la nación.
Con mil protestas de amistad y apretones de mano se despidieron del gobernador comisionado y secretario, y regresaron a México acompaña dos de su escolta. No encontraron en el camino más que a unos pobres indios juntando en las orillas del bosque las ramas y la madera caída de los árboles secos y viejos.
El regreso de los plenipotenciarios y la conferencia con el ministro de Gobernación fue un triunfo completo.
—Nos encontramos —dijo Bedolla a su excelencia luego que cambiaron los saludos y palabras de costumbre— con que el hombre estaba inflexible, lleno de vanidad y de orgullo; trayendo siempre a la conferencia, conviniera o no, a sus quinientos granaderos; amenazando con levantar al Barrio del Alto; dispuesto a hacer fosos y parapetos en las bocacalles de la ciudad y quién sabe cuántas cosas más. Disparate, por supuesto; pero yo lo calmé, ya sabe usted mi modo. Escuchar…, meditar y reflexionar antes de resolver ninguna cuestión.
—Ya he observado —le respondió el ministro— que no es usted de esos hombres fogosos y ligeros que resuelven al momento cualquiera cuestión sin imponerse de los antecedentes y sin herir en su verdadero punto de vista. Su talento de usted es reflexivo. No sabe usted cuánto he ganado en mundo y en experiencia desde que vino usted a la capital y entró en la política y en los negocios. Yo me alegro infinito de haberle reconocido su capacidad desde la primera entrevista que tuvimos. A mí no se me escapa nadie, amigo Bedolla. Tengo ojo, y yo sé muy bien de la gente que me rodeo. —El ministro dio suaves palmadas en las rodillas de Bedolla y echó una mirada maliciosa a Lamparilla—. En cuanto a este tuno del licenciado Lamparilla, ya somos amigos viejos; vivo, activo, de un talento clarísimo…, pero le falla el aplomo y el reposo del licenciado Bedolla; pero vamos a ver, ¿en qué paró nuestro gobernador y sus granaderos?
—Inútil es decirlo a usted, pues lo ha adivinado ya. Sumisión completa al gobierno general, mejor dicho, a usted, que, aquí entre nos —y el licenciado Bedolla se atrevió a corresponder las palmaditas—, es el alma del gabinete.
—No diga usted eso…; algún influjo con el señor presidente y nada más… Pero cuénteme usted los pormenores, que el asunto que tan feliz desenlace ha tenido, me interesa demasiado; y ya que han pasado las cosas contaré toda esta historia al presidente, sin dejar de decirle la parte tan activa que usted ha tenido.
—¡Qué discusión tan acalorada y qué palabras tan terribles se cruzaron entre nosotros en el curso del debate! Lamparilla se lo puede decir mejor que yo… Pero vencimos al fin. Él amenazaba y yo más; él llegó a levantar la voz, y yo, con entereza y algo de severidad, le marqué el alto, como suele decirse, y después, con calma, le fui conduciendo por la mano al fondo de la cuestión, como le referí al principio.
—Bien —dijo el ministro—, pero ¿cuáles han sido las bases del arreglo?
—Pues nada, no hay bases; sumisión completa. Triunfamos. Retira la comunicación.
—Bien, muy bien —interrumpió el ministro—, pero ¿con qué condiciones?
—Casi ninguna. La rectificación en el Diario Oficial diciendo que el párrafo era extraño a la redacción y que uno de los editores del diario queda separado. Alguno ha de ser la víctima. Al redactor se le da un empleíllo en una aduana marítima, y quedará muy contento. ¿Qué le parece a usted?
Aprobado todo, y escríbale usted mañana mismo al gobernador. Espero que él me dirigirá alguna carta, y la contestaré con la mayor atención; y para usted, amigo mío muy querido, tantas y tantas gracias, lo mismo que a mi antiguo amigo Lamparilla; han quedado muy bien. Se ha evitado un gran conflicto que ha ahorrado mucha sangre a la República.
El ministro estrechó las manos de los dos plenipotenciarios y, acercándose a ellos, les dijo en el oído:
—Repito como gobernante las gracias. Ese diablo del gobernador nos hubiese puesto en grave aprieto con sus granaderos. No hay un peso en la Tesorería; el ministro de Hacienda quiere renunciar y los agiotistas roban más al gobierno que los ladrones de Río Frío a los pasajeros. Si no aseguran un doscientos por ciento de ganancia, no sueltan un peso. Muy en reserva todo lo que ha pasado, y espero que aún nos veremos mañana para dejar redondeado el asunto.
Bedolla y Lamparilla se retiraron y no pudieron contener la risa cuando acabaron de bajar la escalera de Palacio.
—Cada día sube tu reputación y no sé dónde vas a parar —le dijo Lamparilla a Bedolla.
—Probablemente al ministerio, y lo mejor que va a suceder es que me rogarán con el puesto y renunciaré.
—Sería una necedad de que te arrepentirías.
—Ni lo creas; esto me hará más interesante y más grande a los ojos del público. Un hombre que rehúsa un ministerio, es porque vale algo; más adelante podré no sólo obtener un ministerio, sino encargarme de formarlo, es decir, mandar a la nación.
—Puede que digas bien, Bedolla; tienes más mañas que yo. Por lo pronto no nos ha ido tan mal. Una talega de pesos y una diputación, porque de seguro en julio seremos diputados por Puebla.
Los dos amigos se separaron, quedando en verse al día siguiente a fin de almorzar juntos y beber una copa de champaña para celebrar el buen éxito de sus ensayos diplomáticos.
Evaristo estaba lejos de pensar que había puesto a la nación a dos dedos de su pérdida, y de que el juez que lo había condenado a muerte en rebeldía, acababa de desempeñar, por causa de él, una importante misión diplomática que lo había puesto en el camino para llegar a ser uno de los más grandes hombres de la República.