Don Pedro Martín de Olañeta fue conducido por el jefe de la prisión al separo donde estaban los dos supuestos cómplices de Evaristo. Era una pieza inmunda, con una luz dudosa que le venía por un tragaluz de vidrios verdosos, tan llenos de polvo que, como si fuesen una gruesa nube, interrumpían su camino al sol. Olores de cuanto tiene de desagradable y de sobrante la naturaleza humana, mezclados con humedad y humo, que sin duda venía de alguna cocina, hicieron que el viejo abogado pasase su paliacate de los ojos a la nariz. En un rincón, sobre una tarima, había acostada una figura siniestra, y otra en el otro, sentada en una silla, ya negra de grasa. Eran los dos condenados a muerte, a quienes se condujo allí mientras se les notificaba su sentencia y entraban en capilla.
Don Pedro Martín pidió una luz, porque, entrando de la claridad al patio, no veía más que sombras y borrones. Con la débil y amarillosa llamita de una vela de sebo, que no tardó en traer uno de los presos de confianza que servía de mozo, pudo observar el calabozo y los que lo habitaban.
El uno era gordo, chaparro, casi cuadrado; el otro, alto, muy flaco. Con los mismos alimentos, con los mismos pesares, respirando el mismo ambiente, el uno engordó monstruosamente, mientras el otro había perdido toda su carne y no tenía más que el pellejo y los huesos, lo que se podía notar, porque cuando vio a don Pedro Martín, a quien conocía de vista y de reputación, se levantó, alzó los ojos al cielo y se le figuró que lo venía a salvar. Los dos tenían el pelo crecido, alborotado y erizo; los dos vestían ya andrajos con la mugre y el sudor… Con sólo verlos, don Pedro Martín tuvo que pasar otra vez su paliacate de las narices a los ojos.
Los dos quisieron hablar, pero no pudieron. Don Pedro comprendió cuánto tenían aquellos pechos de rabia, de encono y de despecho contra la sociedad que así los trataba, y contra Bedolla, que los había condenado a la infamia y a la muerte. Se hubieran ahogado, si estos sentimientos juntos hubiera sido posible que saliesen a un tiempo, traduciéndose por las articulaciones del idioma.
—Lo sé, lo sé todo, por una de esas casualidades raras que parecen milagros —le dijo don Pedro en voz muy suave e insinuante—. Persuadido de que vosotros y las pobres mujeres que acabo de dejar sois inocentes, vengo a aconsejaros que cuando os notifiquen la sentencia, apeléis al recurso de indulto, y yo os prometo hacer cuanto sea posible en lo humano, para salva ros. Nada seguro os puedo prometer; pero, al menos, os traigo algún consuelo y una esperanza, aunque remota.
Al oír entre tinieblas esa voz suave y amiga, que venía como a reforzar el hilo de su vida, casi roto, el hombre gordo se agitó como una masa informe en la silla y cayó abrazando las rodillas del licenciado; el otro, que estaba más lejos en la tarima, alzó dos veces sus flacos brazos, como dos aspas de molino y se dejó caer sin fuerzas en la tarima sin poder acercarse al benefactor que repentinamente se les presentaba.
Un momento de silencio solemne. Reos, abogado, mozo y jefe de prisión permanecieron mudos como unas estatuas en aquellas tinieblas mefíticas.
—Nos encuentra usted con vida aquí, señor licenciado —dijo el de los largos brazos con una voz ahuecada por la tisis—, porque Dios es grande, y le he pedido me la conserve para vengarme y por mis pobres hijos. Tengo tres, y todos pequeños. No sabe usted lo que ha hecho mi mujer para vivir, sostenerlos y sostenerme a mí en esta cárcel. Por fortuna estaba en casa de una parienta suya cuando nos cayó la tropa, que si no, aquí estaría también, y condenada a muerte como yo. Como no siempre hay trabajo para los pobres, hoy empeña una prenda, mañana otra, hasta que ha acabado con todo. La última vez que vino a verme ya no tenía más que las enaguas y su rebozo pegado al cuerpo. Estaban para echarla del cuarto; y lo que me puede más es que ya no me habló de mi hijo el más chico. Estaba enfermo y no había para el médico, ni para la botica, y me late que ya se murió y estará tirado en un petate, pues no tendrá con qué enterrarlo. Ya estaría aquí si no fuese por eso; pero Dios es grande y quizá me guardará la vida para vengarme. Si escapo, juro por la Virgen de Guadalupe que he de beber hasta la última gota de la sangre de ese juez Bedolla, que ha condenado a los inocentes, dejando al culpable, que se estará paseando tal vez en las calles.
Con esfuerzo pudo acabar de decir las últimas palabras, alzó de nuevo los largos brazos agitándolos como aspas de molino, y se dejó caer en la tarima, fatigado de este supremo esfuerzo.
Don Pedro pensó que una de las mujeres que lanzaba en la puerta de la calle dolorosos gritos era la del desgraciado preso, y que el hijo enfermo no existiría ya.
—¡Con cuánta razón —dijo para sí— desea este hombre vivir para vengarse!
Pero al momento le vino la reacción de sus sentimientos cristianos, y dijo recio, con cuanta energía pudo:
—No, no hay que tener esos propósitos siniestros; el juez podrá haberse equivocado, la causa no estará bien instruida; pero de seguro, si estuviese persuadido, como yo, de que el único culpable es el tornero, no los habría condenado. Los jueces tenemos que ser severos y a veces crueles; y si persisten ustedes en ideas de sangre y de asesinato, yo, de veras, no me encargaré de salvarlos.
El preso flaco volvió a levantar sus flacos brazos y los dejó caer de nuevo, sin poder hablar, porque la fatiga se lo impedía; pero el preso gordo dijo:
—La verdad, señor licenciado, lo mismo he pensado yo; pero no tuve valor para decírselo. El pobre de mi compañero de cárcel tiene mujer e hijos, y yo tengo a Vicenta. Íbamos a casamos, y esperaba yo hacer unos poquitos de reales en un puesto de chicharrón y tocinería que tenía en la plaza, cuando vino la desgracia. Usted no puede saber lo que ha hecho Vicenta y cómo se ha portado en todo el tiempo que he estado preso. No me ha faltado ni el almuerzo, ni la cena, ni el traguito de aguardiente a que estaba yo acostumbrado a las once. Ella se ha dado maña para todo; pero días y días, semanas y semanas, y lo mismo. Venían señores y licenciados de tiempo en tiempo, dizque a defendernos y no sé con qué otros motivos, y nos prometían la libertad, y nada, ni volvían; y Vicenta, de tanto trabajar, de tanto llorar, de no comer a veces, pues lo poco que conseguía era para mí, cayó enferma y está en el hospital.
Y al decir esto se le escapó un sollozo que quiso reprimir, y las palabras se le anudaron en la garganta.
—Bien, bien —dijo don Pedro Martín, que ya no podía soportar más esta escena, y se ahogaba con la atmósfera viciada del calabozo—. Ya les he dicho que no descansaré hasta que consiga la gracia del presidente; pero no hay que pensar en venganzas ni en tonterías, porque entonces me veré obligado a abandonarlos.
Los presos no podían menos que obedecerle, y le prometieron que si lograban escapar de la muerte y recobrar su libertad no atentarían contra la vida de Bedolla.
Don Pedro salió de la prisión no sólo preocupado, sino casi enfermo a consecuencia de la impresión que le hicieron las escenas que acabamos de referir, que para él no eran nuevas, y más terribles las había presenciado en la cárcel y en su juzgado en los muchos años que había ejercido la magistratura; pero en este caso entraban por mucho las afecciones que tenía por Casilda y por Juan, y el convencimiento íntimo de la inocencia de los que próximamente iban a ser castigados con la pena de muerte.
Sin embargo, en vez de retirarse a su casa, tomar alguna medicina y reposar un par de horas, hizo un acto de energía y se dirigió a Palacio, decidido a no salir de allí hasta no ver al presidente y obtener el perdón de los su puestos cómplices de Evaristo.
—No merecía Bedolla lo que he hecho por él —iba diciendo en voz que hubiera oído cualquiera que hubiera pasado a cuatro pasos de distancia, al mismo tiempo que poco a poco subía las pesadas escaleras de Palacio—. Pero he cumplido con un deber calmando la justa ira de esos hombres despechados y martirizados con cuantos infortunios y dolores tiene la vida humana; que lo sepa o no Bedolla, poco me importa…
—Pensando en mí seguramente venía mi respetable compañero y amigo, pues he creído oír mi nombre en sus labios. Mi sabio compañero, sin duda, tiene la maña de hablar solo como yo. La mayor parte de los hombres estudiosos hacemos lo mismo.
Era Bedolla en persona el que pronunciaba estas palabras, y tendía la mano con fingido afecto al viejo licenciado, que no dejó de sorprenderse con ese brusco encuentro. Bedolla salía de los ministerios, descendía las escaleras e iba precisamente a la cárcel a dar las disposiciones necesarias para que se llenaran los requisitos y formalidades de la ley, y los usos y costumbres carceleros que preceden a las ejecuciones de justicia, de las que tendremos que ocuparnos más adelante con detenimiento.
—Estamos de enhorabuena —continuó Bedolla—, o, mejor dicho, la sociedad de México. Por fin los reos del horroroso crimen de la casa de la Estampa de Regina van a ser castigados. Usted, compañero, conoce esa curiosa y complicada causa, más célebre ella sola que todas las causas célebres francesas, y convendrá usted en que los magistrados (cuyo saber respeto) han andado demasiado lentos, y ha sido necesario que la opinión pública y los horribles asesinatos de los bandidos de Río Frío, que han hasta mutilado a una hermosa y respetable inglesa, los obliguen a confirmar mi sentencia, y ahora sí no hay remedio ni escapatoria. El defensor apeló al recurso de indulto; pero el presidente está resuelto a negárselo y a no ceder ni a ruegos ni a lágrimas. La ley, nada más que la ley.
Don Pedro Martín soltó la mano que Bedolla había tenido entre las suyas durante esta peroración, se lo quedó mirando con un aire terrible y acabó lentamente de subir la gran escalera.
—¡Viejo loco y maniático! —dijo Bedolla bajando de prisa—. ¡Qué mosca le habrá picado! Envidia, sin duda, porque no fue él quien instruyó esta causa. En toda su vida hubiese podido descubrir a los asesinos.
Don Pedro entró a los salones de la presidencia, y, en efecto, lo que se llama la opinión pública estaba exaltada y necesitaba para calmarse una víctima. El presidente mismo estaba, hasta cierto punto, comprometido a usar de una energía extraordinaria para que los extranjeros no dijesen que en México se asaltaba y se asesinaba a los ingleses, italianos y franceses, y los criminales gozaban de la más completa impunidad.
Esperó más de una hora en la antesala, llena de gentes de todas las clases de la sociedad que iban a sus negocios, y que, en lo general, se ocupaban del asunto del día, no cansándose de elogiar a Bedolla.
—Juez como éste necesitamos —decían—. Ése va recto, no se deja ni enternecer, ni cohechar. Para él las faldas y el dinero es lo mismo que nada.
Don Pedro Martín, indignado, descorazonado, casi insultado, pues muchos de los que decían esto en voz alta lo conocían y sabían que había sido juez, se levantó para retirarse; llegaba a la puerta cuando encontró en ella a uno de los ayudantes, joven de muchas relaciones en la sociedad de México, medio pariente del marqués de Valle Alegre, y que no sólo lo conocía, sino que le estaba muy agradecido porque lo había servido en una cuestión de intereses con un montero.
—Supongo que ya vio usted al presidente —le dijo el joven coronel, saludándolo afectuosamente.
—Vine a eso, y me retiraba para volver en la noche. Hay mucha gente, y no he podido ni aun hablar al ayudante de guardia —le contestó don Pedro.
—Verá usted al presidente en el acto —le contestó el ayudante—. Personas como usted no deben hacer antesala.
Lo tomó del brazo, lo condujo por un corredor hasta una puerta excusada, que abrió con una llave que traía en el bolsillo, lo dejó sentado en un lujoso gabinete, y diez minutos después fue el presidente mismo quien entró adonde estaba don Pedro.
—Cuánto lo siento, señor don Pedro —le dijo el presidente—, que haya usted permanecido más de una hora en la antesala. No lo sabía, y para otra vez, hágame favor de prevenirme la visita el día anterior por una carta, y en el acto será recibido; para personas como usted, el Palacio y la Presidencia no tienen puertas.
—Señor presidente —dijo don Pedro levantándose e inclinándose respetuosamente—, si tanta bondad y consideración se extiende a lo que quizá temerariamente vengo a pedirle, mi gratitud no tendrá límites, y mi persona estará siempre a sus órdenes para servirle como quiera y cuando lo mande.
—¿Qué podrá pedir una persona tan independiente, tan honrada y tan digna como usted, que no pueda yo concederle si está en mis facultades?
—Tiene usted la facultad misma que tiene Dios, la de perdonar, de dar la vida al que la va a perder, y yo vengo a pedir el indulto de dos hombres y dos mujeres condenados a muerte, y que van a entrar hoy o mañana en capilla.
—¡Cómo! —contestó el presidente, levantándose del sillón donde se había sentado y mirando a don Pedro Martín con un aire tan severo que le hizo de pronto bajar los ojos—. ¿Cómo, usted, magistrado íntegro, juez inflexible, hombre cuya rectitud es conocida en toda la República, viene a interesarse por la vida de unos miserables asesinos? No, señor don Pedro, Quisiera complacer a usted, pero hasta ese punto no. Caería yo en el más completo desprecio de la sociedad. ¿Indultar y volver a dar vida a unas víboras, echándolas para que devoren a esta sociedad?… No, por ningún motivo. Pídame usted cuanto quiera y yo pueda darle como gobernante; pero no me haga usted cometer un acto de debilidad que comprometería hasta nuestras relaciones extranjeras. Usted sabe cómo las diligencias han sido atacadas; cómo han sido robadas y violadas las cantantes italianas que eran la adoración de México; cómo ha pocos días hubo una verdadera batalla: cuatro o seis soldados muertos, mineros ingleses heridos y, lo que es peor, la mujer del director, una hermosa mujer, por cierto, porque estuvo con su marido a despedirse, quedará desfigurada para el resto de su vida, y no sabemos hasta ahora cómo se compondrá este negocio ni cuántos miles de pesos costará a la nación. He jurado exterminar a los bandidos, y lo haré. Nada me hará variar esta resolución.
—Si el señor presidente me permite hablar —contestó don Pedro Martín con su voz solemne y entera— le diré que su resolución de restablecer en toda su plenitud la garantía de la vida, que es la primera que debe gozar el hombre en todo país civilizado, no puede ser nunca debidamente elogiada. La apoyo con mi débil voz y añado que he dado pruebas de ser inflexible en el cumplimiento de mis deberes en los largos años que he sido encargado de administrar justicia; pero este caso es único y distinto. Las gentes por quienes me vengo a interesar son inocentes, completamente inocentes. No se trata de ataques a los viajeros en los caminos reales ni de violaciones contra los extranjeros. Un simple asesinato en una casa de vecindad por un artesano, tan hábil en su oficio de tornero como borracho, vicioso y malvado; y ese asesino, que no se persiguió oportunamente, estoy seguro de que es el mismo que ha cometido esos horrores en el monte de Río Frío; y los que van a morir, vecinos pacíficos y honrados que vivían en la casa, fueron aprehendidos, acobardados y enredados sin saberlo en la causa, y, por último, condenados a muerte por un juez ligero que me sustituyó, y cuya vanidad se empeñó en sacarlos culpables.
—Pero eso, permítame usted, señor don Pedro Martín, que le diga que puede no ser cierto y que usted está mal informado. El licenciado Bedolla me ha hablado diversas veces de ese asunto, casi me ha contado la causa entera. Bedolla, señor don Pedro, sin agravio de usted, es un sabio, un magistrado respetable, es un hombre activo, perspicaz, enérgico; un hombre, en fin, completo y preciso para un gobierno que lo sabe tratar y aprovecharse de sus brillantes cualidades.
Don Pedro Martín, a riesgo de perder lo que había avanzado en el ánimo del presidente y de comprometer la vida de los que quería salvar, no pudo contenerse, y, poniéndose en pie, con una voz hueca y dura como de profeta, dijo:
—Señor presidente, por el bien de la nación y por la persona de usted, al que tengo la más sincera adhesión y profundo respeto, tengo que decir con toda energía la verdad, la pura verdad. Bedolla es un charlatán, un intrigante y un malvado, que ha logrado sorprender con embustes, con servicios fingidos y con mentiras, la buena fe del gobierno. Estudiante ramplón de un pueblo del interior, hijo de un pobre barbero honrado, ya no lo podían sufrir ni las autoridades ni los vecinos, y el mismo gobernador lo recomendó para sacarlo del Estado, donde revolvía a los pueblos de indios, por un lado, para que invadieran tierras ajenas, mientras instigaba a los hacendados para que se tomaran las que los indígenas poseían desde el tiempo de Cortés. El gobernador lo ha sostenido hasta cierto punto con tal de que no volviese al Estado, pero, en resumen, es el más descarado bribón que yo conozco; y además, repito, malvado y asesino, pues para satisfacer su vanidad y sus aspiraciones manda a la horca a los que él mismo y en el fondo de su conciencia, si la tiene, no está persuadido de que sean verdaderos culpables; y aun cuando lo fueran, conforme a las leyes, no merecían la última pena. Todo lo he sabido por el licenciado Lamparilla, joven abogado a quien yo he protegido, y me ha contado, entre negocio y negocio, e inocentemente, la vida de Bedolla. Señor presidente —continuó don Pedro Martín con un acento todavía más enérgico—, he venido, más que a implorar gracia, a impedir que un general que tantas glorias ha dado a su patria sea realmente, negando el indulto, el miserable cómplice de un asesinato jurídico.
El diálogo había pasado estando los dos personajes en pie. El presidente, cuando acabó don Pedro de decir las últimas y terribles palabras, se dejó caer como descoyuntado y triste en el sillón, se quedó con la cabeza baja y un dedo en la boca, reflexionando. La reputación que tenía don Pedro Martín de sabio, de honrado, de justiciero, y la fuerza y convicción de su alma que había salido por sus labios, no dejaron ya duda al presidente, pensando rápidamente en las escenas que habían pasado entre él y Bedolla con motivo de la prensa, de las elecciones, de las logias y de los chismes que no dejaba de hacerle, con la mayor hipocresía, contra los ministros y contra los jefes de oficinas. Se convenció de que don Pedro Martín tenía razón, de que Bedolla era un falso amigo, aspirante vanidoso y, en una palabra, un redomado bribón.
—Puede ser que tenga usted razón —dijo a don Pedro—. Creemos los hombres tener experiencia, y a la hora misma de la muerte tenemos algo nuevo que aprender; pero volviendo a la cuestión principal, ¿qué pruebas tiene usted de la inocencia de esas gentes?
—La casualidad me las proporcionó, y aunque tenga que revelarle cosas íntimas y de familia, creo que debo corresponder a su bondad y confianza; bastante razón tiene usted, señor presidente, en pedirme las pruebas antes de decidirse a hacer un acto de clemencia.
Don Pedro Martín refirió, sin omitir nada, cómo fueron Juan y Casilda a dar a su casa; cómo platicando entre sí, sin siquiera sospechar que fuesen escuchados, refirieron quién era el tornero y sus antecedentes, y la manera como Tules fue asesinada, sin que ninguno de los vecinos fuese cómplice, ni aun supieran el suceso sino cuando la casera abrió el cuarto.
—¿Cómo es —preguntó asombrado el presidente— que los supuestos reos están convictos y confesos?
—No creo que eso conste literalmente en la causa, que apenas leí cuando estaba concluida; pero es muy fácil. Los que son ladrones y asesinos de profesión estudian sus respuestas, niegan, contestan negativamente a todos los cargos, o declaran de adrede cosas que hacen perder al juez el hilo del crimen. Los que son inocentes se ven, por el contrario, sobrecogidos de un terror pánico delante del juez, ven con horror la cárcel, se turban, se contradicen y suelen resultar, por sus mismas declaraciones, culpables de delitos que no han cometido. Esto evidentemente ha sucedido en este caso; y no sé, en verdad, cómo magistrados tan circunspectos y doctos han aprobado la sentencia de ese inicuo y desatentado Bedolla.
La narración familiar del licenciado Olañeta no sólo calmó, sino que divirtió al presidente, quien no dejó de sospechar que, a pesar de la severidad de costumbres del abogado, había algo de exageración y de entusiasmo al hablar de Casilda. Sereno ya su ánimo, prometió al licenciado que mandaría suspender la ejecución de pronto; que esperaba al coronel Baninelli para que hiciese una correría por el monte y no parase hasta encontrar y castigar a los bandidos; que quería sorprender a la ciudad con el resultado, y que entonces caía bien el que perdonase a los que, aunque fuesen culpables como cómplices de un asesinato, no habían tenido ninguna parte en los atentados de Río Frío.
Don Pedro Martín salió de la presidencia con el corazón ancho, bajó las altas escaleras de Palacio alegre y ligero, como si tuviese veinte años, y voló, con el contento y la satisfacción de quien hace una buena obra, a llevar la luminosa esperanza de la vida a la mefítica oscuridad del calabozo de la cárcel.
Al escuchar los condenados a muerte que el viejo licenciado les traía la vida, el hombre gordo cayó de nuevo en tierra, abrazando las rodillas de su salvador. El hombre enteco y consumido se enderezó con esfuerzo, pronunció una palabra confusa, pero llena de ternura, alzó sus flacos brazos y los removió un instante como las aspas de un molino, y cayó en la tarima para no volverse a levantar, haciendo con sus huesos un aterrador y extraño ruido.