VI. El triunfo de Bedolla

Apenas había salido Evaristo del zaguán, cuando Cecilia conoció la falta tan grande que había cometido al estrecharle la mano como si fuese su amigo viejo o su amante; pero, sobre todo, en haber consentido en recibir las alhajas. Los relicarios y anillos oxidados, las perlas ensartadas en hebras de pita y con lazos de listón mugrientos, el conjunto todo oliendo a seno sudoso de mujer, le parecían evidentemente robadas; y se figuraba que los envoltorios de trapo negro que las contenían estaban ardiendo y le quemaban las manos; pero no había remedio, había cometido una debilidad de que se arrepentía. Y el recurso de salir y llamar a Evaristo era peor, pues de seguro se figuraría que ella lo buscaba de nuevo, y quién sabe a qué clase de libertades se podía entregar.

Ya hemos visto en los capítulos anteriores cómo esta debilidad de Cecilia salvó la vida y otras cosas más a las reinas del canto italiano, y sobre todo el honor de México, comprometido ante los extranjeros; pero ella, que ignoraba tan grandes cosas, tenía el títere pegado en la cabeza y no sabía qué hacer con aquellas prendas que, un día u otro, le podrían ocasionar un mal. ¿Contarle el caso a Lamparilla? Ni por pienso. Le armaría un escándalo; celoso como estaba desde el primer momento que vio al tornero a bordo de la canoa, creería a pie juntillas que estaba ya en relaciones amorosas, y perdería el apoyo de este buen amigo, por el que tenía, además, un sentimiento que se iba pareciendo mucho al amor. Decidió, pues, consultar con don Pedro Martín de Olañeta y aun entregarle los siniestros envoltoritos negros, y si Evaristo los reclamaba, ya se vería.

En efecto, uno de los días en que don Pedro Martín solía ir al puesto a escoger su fruta y conducirla él mismo a su casa en su paliacate, bamboleando acompasadamente su brazo derecho, con su bastón de puño de oro debajo del brazo izquierdo, Cecilia se esmeró en presentarle las mejores piezas; naranjas con la corteza de oro, mameyes rojos como el carmín, plátanos tiernos y aguacates que eran una mantequilla. Contento el viejo licenciado, amarraba con cuidado las puntas del pañuelo para que no se fuesen a caer, y mientras hacía este trabajo escuchaba las confidencias de Cecilia, que le fueron interesando más y más, hasta el grado que consintió en recibir las alhajas para examinarlas y guardarlas hasta que se las volviese a pedir. Una luz se había hecho en la oscuridad del proceso que tan defectuosamente instruyó Bedolla. El misterioso pasajero de la canoa, el tenaz enamorado de la frutera, era, a no dudarlo, el asesino de Tules y el capitán de los enmascarados de Río Frío, que tanto habían dado que decir en los últimos días.

Para un viejo criminalista como don Pedro, el encontrar un indicio, el escuchar un cuento sencillo que se relacionase con el descubrimiento de un criminal, el tener quizá una prueba en las manos, eran cosas tan importantes como para un anticuario encontrar un ídolo zapoteca de serpentina o una máscara de obsidiana; así, acabó de atar muy contento las puntas de su pañuelo, pues había quedado como enajenado y suspenso con la narración, guardó las alhajas en las profundas bolsas de su levita, tranquilizó a Cecilia con palabras cariñosas, y antes de entrar a su casa se fue al convento de San Bernardo a ver a Casilda. Hacía un mes que ni siquiera pasaba por allí y ya le parecía un siglo. Casilda no se hizo esperar y apareció en la portería, saludando a don Pedro con los ojos, con la boca, con la expresión de toda su fisonomía y, tomándole una mano, se la besó respetuosamente. Con la quietud, los buenos alimentos y el trabajo metódico del convento, los atractivos naturales de Casilda habían subido infinitamente de valor. Era una sorprendente belleza, y además, sus maneras dulces, la fuerza de sus brazos para el trabajo, su habilidad para la cocina, y especialmente para los pasteles y postres, le habían granjeado el cariño, no sólo de la religiosa a cuyo cargo estaba sino de toda la comunidad. Casilda, concluidas sus obligaciones diarias del aseo de la celda y costura, se dedicaba a hacer camotitos, que rivalizaban con los de Puebla, y las famosas empanadas de San Bernardo, que se servían diariamente en la mesa de las casas aristócratas y solariegas de México.

De todo eso platicó don Pedro Martín con Casilda y las religiosas torneras; concluyó por regalarles su pañuelo de la excelente fruta de Cecilia y recibir en compensación media docena de las sabrosas empanadas y cuatro platitos de postre, que en una curiosa cesta adornada de listones rojos, con su limpia servilleta, se encargó de conducir a su casa una de tantas mandaderas que están en las porterías de los conventos. La fruta fue reemplazada en el camino por otra, aunque menos buena.

Nunca las hermanas habían visto a don Pedro de más buen humor; les parecía que se había remozado y que tenía dieciséis años menos. Al sentarse a la mesa recibió una carta que un criado había dejado dos horas antes. Era del marqués de Valle Alegre, en la que le refería la espléndida recepción que le había hecho el conde, la belleza todavía maravillosa de Mariana, lo de los trescientos mil pesos que recibiría de dote, y que estaban depositados en la Casa de Moneda, y, por último, su próximo casamiento y su inmediato regreso a la capital.

Llena el alma de don Pedro Martín de esa alegría que producen los pensamientos amorosos y las esperanzas más o menos lejanas de realizarlos, tomó su café, fumó su cigarro y después pasó a su recámara a echar un pisto como acostumbraba; pero más que todo, a reconstituir con la imaginación la escena que tanta impresión le hizo: no tenía más que cerrar los ojos para ver de nuevo el busto desnudo y opulento de Casilda, engastado en el rico cortinaje carmesí del balcón.

Ese día, sin saber por qué, le había parecido Casilda no sólo más hermosa, sino más seductora. Con el aire modesto y las miradas apacibles, las sonrisas plácidas y las maneras de gente fina que había adquirido con su residencia en el convento, le parecía otra mujer nueva; la posibilidad de que poco a poco se acercase Casilda a la esfera en que vivía le halagaba mucho, y se formaba la ilusión de que un día pudiese decir:

—Casilda es como mis hermanas; iguales maneras, las mismas frases en la conversación, la misma discreción y la misma modestia en el vestir. Diré que es una sobrina que vivía en Zacatecas o en cualquier parte; nadie sabrá su historia y será mi mujer.

Se comprende muy bien el interés con que escuchó las aventuras de Cecilia, pues que lo conducían a descubrir que el capitán de los bandidos era el asesino de Tules; y una vez aprehendido, juzgado y castigado, Casilda quedaba libre de ese perseguidor, cuyo solo nombre le causaba terror y cuyo recuerdo la atormentaba y la ponía triste.

Contento, arrullado así en su cómodo lecho, cerraba los ojos, hasta que se apoderó de él ese agradable sopor que precede al momento en que va a venir un sueño tranquilo y a perderse la conciencia de la vida real.

Destemplados gritos en la calle de muchachos, mujeres y ciegos que voceaban un papel, lo volvieron a la realidad de la vida.

—¡El Diario de los Ahorcados! ¡Relación de los horrorosos crímenes cometidos en la Estampa de Regina!

Y repetían continuamente estos gritos, que se alejaban para dejarse oír otros de los nuevos papeleros que venían de otras calles.

Don Pedro se levantó incómodo, bajó de la cama y tocó la campanilla para que la criada o el portero le comprasen los impresos, y unos pocos minutos después los tenía ya en la mano.

—Son seguramente los reos que ha juzgado Bedolla —se dijo don Pedro Martín—. No pueden ser otros. Ha llegado para mí lo que se llama un caso de conciencia. ¡Y pensar que si por una desgracia hubiese caído Casilda en manos de ese salvaje estaría también sentenciada a muerte!

Se paseó agitado por la recámara, pero al fin se sentó en su sillón y se puso los anteojos.

—Tengamos calma, leamos, y ya reflexionaré lo que debo hacer.

Los papeles eran de una imprenta anónima, con unos caracteres de letra ininteligibles y un pésimo grabado en plomo, que representaba dos hombres y dos mujeres sentados en unos banquitos y el verdugo apretándoles la mascada. Don Pedro, instintivamente, quiso borrar con el dedo las figuras que estaban en el encabezamiento del proceso popular, hizo un gesto y comenzó a leer:


Vamos, a fuer de patriotas y de buenos mexicanos, a imponer al respetable público de los crímenes cometidos en la Estampa de Regina, ese antro negro y profundo de la maldad inspirada seguramente por el demonio; pero la Providencia, que nunca deja sin castigo al criminal por más que se esconda, hizo que viniese a tener en las manos la balanza de la justicia un juez integérrimo, justiciero, el licenciado don Crisanto de Bedolla y Rangel, quien gracias a su actividad descubrió el crimen, y los reos, convictos y confesos, van a satisfacer a la vindicta pública.

Para que el público conozca a estos criminales, a la vez que desgraciados, comenzamos por la más culpable.

Jacinta (alias Tijerina)…
 

Don Pedro, temblándole las manos, recorrió rápidamente el papel, temiendo encontrarse con los nombres de Casilda y de Juan. Afortunadamente, el autor anónimo del Diario de los Ahorcados no se había ocupado de ellos.

—¡Gracias a Dios! —dijo don Pedro Martín suspirando, y continuó su lectura.


Jacinta (alias Tijerina), de cuarenta y cinco años de edad, pelo negro y abundante, ojos garzos, nariz y boca grandes; con todo y esto, se conoce que en su temprana edad no sería fea. Esta infame mujer se casó con un honrado carpintero; el matrimonio tuvo tres hijos, a los que abandonó, lo mismo que al marido, robándole un poco de dinero que había ahorrado y largándose con un arriero. Cuando el arriero se cansó de ella, le dio una paliza y la echó. Entonces ella, sin pizca de vergüenza, volvió a jirimiquiarle al marido, que tuvo la flaqueza de recibirla; pero le dio tan mala vida, que se la quitó a pesadumbres, y volvió a abandonar a sus hijos, que recogió el hospicio. Con el pretexto de ser lavandera, se mudó a la casa del Tornito, donde entabló relaciones ilícitas con un tal Evaristo, de oficio tornero, que vivía en el cuarto principal; pero como este Evaristo dizque era casado con una muchacha bonita que pasaba por hija natural de un conde muy rico que la protegía y le regalaba anillos de oro y otras cosas, la Tijerina y el tornero se confabularon para deshacerse de ella y robarla, como se dirá más abajo.

María Ágata Mendoza (alias La Gatita). Mujer ya como de treinta años, chaparrita, delgada, medio bonitilla y muy zalamera; pero con un alma de demonio. Ya se le había averiguado que se metía en las familias, inventaba chismes y descomponía los matrimonios para quedarse con el marido, con el hermano o con el hijo. Estuvo cinco meses en las Arrecogidas por robo de unos cubiertos de plata en una casa donde se metió de cocinera. Con el pretexto de ser cocinera de casa grande vino a vivir a la casa de Regina. Dizque era casada con un barretero que se iba a trabajar a las minas de Real del Monte, que no venía más que cada mes y le traía polvo de plata envuelto en unos trapitos, y los dos iban a venderlo a los plateros de la Alcaicería; pero luego que se mudó el tal Evaristo al cuarto principal, el barretero desapareció. Se decía que entre Evaristo y ella lo habían matado y enterrado debajo de las vigas, lo que es creíble, pues todavía cuando entra uno al cuarto jiede muy feo. Para no cansar al lector con la relación de los crímenes de esta mujer, diremos que resultó también querida del tal Evaristo, y ella y Jacinta vivían a pierna suelta y se iban a pasear y a emborracharse los lunes a costa de la mujer legítima. En cuando a genio, lo tenía lo mismo que La Tijerina, endemoniado, pero hipócrita; parecía que no sabía quebrar un plato, y por eso en la vecindad le pusieron La Gatita. Fue también cómplice, pues ayudó a matar a la hija natural del conde y a robar las prendas que tenía.

Tiburcio (alias Tejidor), de cuarenta y cinco años, dizque de oficio sastre, casado y enfermo, con siete hijos, su cuñada, su mujer y su tía. En realidad, éste no era más que un vago, pues la mujer y la cuñada, lavando y cosiendo ajeno, lo mantenían. Por escandaloso en las pulquerías ha entrado y salido seis veces a la cárcel, era el compañero inseparable del tornero, y los dos no dejaban de hacer San Lunes, ya en la Viga, ya en Santa Anita.

Mauro (alias El Pedrero), peor de borracho, de maleta y de pleitista que el anterior. Ése también era casado, echó a sus hijos a la calle, y se vino a vivir con su amasia al cuarto número 7 de la casa de la Estampa de Regina. La amasia del Pedrero y la mujer de Evaristo chocaron un día en el baño por cuestión de una piedra para lavar la ropa, se hicieron de razones, se agarraron de los cabellos, y la mujer de Evaristo, que pudo más, la arañó, le mordió las narices y la puso al parto. El Pedrero no quiso decir nada a Evaristo porque le tuvo miedo; pero le cogió una tirria a la rota hija del conde, y juró vengarse; de aquí vino que dos meses después ayudase al asesinato.

Los otros dos sujetos que se han mentado, uno después de otro, son de grande talla, feos, de cabezas mechudas, echadores y baladrones, prietos ellos, y merecen bien la horca a que los ha sentenciado el señor juez Bedolla, por perversos y asesinos.

Vamos ahora a referir el crimen tal como lo vieron sujetos verídicos y dignos de toda creencia. Toda la semana hubo las Posadas en la maldecida casa de la Estampa de Regina. La Nochebuena, muchos escándalos, cohetes, obleas y gritos de los muchachos de las casas vecinas, que se juntaron; de modo que hasta el alcalde del barrio tuvo que ir a que cerraran la puerta, amenazándolos con que los llevaría a la cárcel si no se contenían; pero eso no fue nada, en la Pascua fue lo mejor.

El domingo, cosa de las once de la mañana, salió Evaristo de la casa, acompañado del Tejidor y del Pedrero, y se fueron abrazados como compas a la pulquería de Los Pelos; allí bailaron, bebieron, y regresaron a la casa de la Estampa de Regina medio borrachos; mandaron traer tepache y aguardiente, comenzaron a cantar versos obscenos y abrazar y pellizcar a La Gatita y a la Tijerina. La mujer de Evaristo, naturalmente, no lo pudo soportar, y se les fue encima a mordidas y a los araños a las dos amasias del tornero. Aquí fue Troya. Las otras vecinas, especialmente doña Rafaela, la que hace las jaleas y los ates de mamey, y a quien todos respetan, los puso en paz. La casera, que ha sido la principal encubridora del crimen, cerró su puerta y apagó el cabo de sebo que ardía en el farol, y todo pareció quedar en paz y en silencio. No fue así. El tornero, con sus amigos, se encerraron en el cuarto de La Gatita y allí resolvieron matar a doña Tules. Entró el marido por delante y le buscó pleito, insultándola y diciéndole cosas para que ella saltara las trancas, como en efecto sucedió, pues le tiró una bofetada y le lastimó un ojo; entonces el tornero, de un revés la tiró al suelo, entraron los otros como montoneros, se apoderaron de la Tules, la desnudaron, la amarraron a un banco, y ya uno le da un picotón con una lezna, ya otro con una sierra comienza a cortarle un brazo, ya el marido quería con un formón hacerle un dibujo en una pierna…
 

Don Pedro Martín no pudo aguantar más, estrujó el papelucho y lo tiró al suelo.

—¡Qué horrores, qué infamias, qué calumnias y qué mentiras para sacar el dinero al público! Con razón es una imprenta anónima. Ningún impresor, por malo y ramplón que fuese, podía poner su nombre al pie de ese escrito lleno de disparates y de mentiras del principio al fin; pero lo terrible de todo esto es que, en efecto, esos supuestos reos van a ser sacrificados. El peso de la opinión pública y —a causa de los últimos robos y de la autoridad del gobierno— los magistrados, sin acabar quizá de leer una causa tan complicada de intento y tan irregular, han confirmado la sentencia inicua de Bedolla.

Era ya tarde, nada se podía hacer; así, don Pedro Martín se propuso obrar con actividad al día siguiente. La noche fue para él larga e inquieta. Al dormirse, y aun durmiendo, se le figuraba que leía el disparatado papelucho y que, creídas por el público ligero e ignorante cuantas mentiras decía, le sería difícil obtener la gracia del indulto que estaba decidido a implorar del presidente de la República. Levantóse agitado y hasta calenturiento; luego que fue hora salió a la calle, proponiéndose ver y hablar con esas infelices gentes que iban a entrar en capilla, y después dirigirse al palacio, ver al presidente y pedirle la gracia, aun cuando el magistrado antiguo, orgulloso y lleno de dignidad, tuviese que ponerse de rodillas.

Cuando llegó don Pedro Martín a la cárcel de Corte, encontró una multitud de gente curiosa, que creía que ya iban a salir los reos a la horca y se aglomeraba a la puerta, dándose empujones e injuriándose, y entre estas gentes se hallaban los amigos y parientes de los que iban a ser ajusticiados, derramando lágrimas y exhalando dolorosos lamentos.

—¡Mentiras, mentiras infames las que dice ese papel que gritan los muchachos! Mi hermana Jacinta no era capaz de matar a nadie. Se quitó de cocinera por no matar las gallinas, y tomó el oficio de lavandera. Siempre ha sido buena mujer y buena madre, y ha trabajado hasta reventar por mantener y educar a sus hijos. Su desgracia la llevó a esa maldita casa de la Estampa de Regina donde se cometió el crimen; pero todo el mundo sabe quién fue, menos el juez, que ha condenado a mi pobre hermana Jacinta. ¡Ay! ¡Ay, Dios mío! Esto es imposible, es una injusticia, es un horror, y no hay ni a quién ver, ni a quién rogar. ¡Cómo son malos y crueles estos jueces! ¡Dios los ha de castigar, porque dejan pasearse en la calle a los asesinos y matan a los inocentes! Todos saben que el tornero, que era un balandrón, mató a su mujer en una borrachera, y el muchacho aprendiz escapó por milagro. Doña Rafaela, la que hace las jaleas, lo sabe bien; lo ha dicho, pero no le han hecho caso.

Esta relación, interrumpida a cada momento por sollozos, gritos y lágrimas, la hacía la infeliz hermana de Jacinta a la multitud agrupada, que aumentaba cada vez más; y unos creían que era la verdad, que bastante se probaba con tan ciertos lamentos, mientras que otros creían como un evangelio los horrores que refería el Diario de los Ahorcados, y decían:

—No hay que hacer caso de lágrimas de viejas. Que los ahorquen a lo dos, asesinos y ladrones que no dejan que salga uno seguro después de las diez de la noche. Jueces como el licenciado Bedolla necesitamos; que se amarren los calzones y que no se dejen seducir ni por lágrimas de las viejas ni por las risas de las muchachas; pues que cometieron el crimen, que lo paguen.

Y como respondiendo a esto, los sollozos y las protestas de los parientes y amigos eran más fuertes y más repetidos, hasta el grado que los guardas municipales tuvieron que amenazar y dispersar a la gente.

Don Pedro Martín sacó del bolsillo el paliacate en que conducía la fruta, se limpió los ojos y logró llegar, no sin mucha dificultad, a la puerta de la cárcel. Luego que lo reconocieron los dependientes, le abrieron paso y le facilitaron la entrada. Don Pedro Martín, que tantos años había sido juez de letras, era conocido y respetado de todo ese mundo judicial empleado en los juzgados, en las cárceles y en los presidios. A muchos los había colocado, otros habían estado a su servicio inmediato, y su fama de letrado muy sabio y de juez incorruptible y recto, le había granjeado la consideración general y aun la de personas que sólo lo conocían de nombre. Para los empleados de la cárcel, Bedolla era un advenedizo ignorante, un ranchero con ribetes de cortesano, y apenas daba la vuelta cuando se burlaban de él; cualquiera de los escribientes y tinterillos sabía más que él en materia criminal. Todos decían a voz en cuello, y no importándoles un pito que lo supiese Bedolla, que la causa estaba muy mal formada; que había declaraciones falsas; que el secretario, fiado en que los supuestos reos no sabían leer ni escribir, había puesto lo que le había dado la gana para sacarlos convictos y confesos; que todo esto no era más que una maniobra para que Bedolla, que era un aspirante y un ambicioso, se acreditara como un magistrado superior en saber y en energía a don Pedro Martín, que le había precedido, pero que no era digno ni siquiera de ser su pasante. Bedolla, por su petulancia y su orgullo, cuando se trataba de subalternos y de gente pobre, era generalmente odiado de los curiales, mientras los supuestos reos, condenados y pudriéndose meses y meses en la cárcel, tenían simpatías de todo el que, por el acento de verdad con que hablaban y contaban lo que sabían del asesinato de Tules, quedaban en el acto convencidos de su inocencia.

Luego que Bedolla recibió con los autos la confirmación de su sentencia, tan a propósito para satisfacer a la vindicta pública, contentar al respetable público que de cualquier manera quería cuando menos un ahorcado, y, sobre todo, que los extranjeros dijeran que éramos un pueblo civilizado y digno de figurar en el catálogo de las naciones, mandó llamar a su condiscípulo Lamparilla.

—Yo mismo —le dijo en cuanto lo vio—, rebajando mi dignidad, pues no soy como esos viejos abogados que tienen la despreocupación de venir cargando su pañuelo de fruta, he escogido un guajolote y ordenado a tu amiga y favorita Cecilia que el jueves mande a casa la mejor fruta. Tendremos un buen almuerzo: mole de guajolote, chiles rellenos y lo demás que se pueda.

—No comprendo —le dijo Lamparilla— ni sé por qué…

—¿Dónde se te ha ido el talento, Crisanto? No ves… —y le mostraba los autos—. La sentencia en la célebre causa de Evaristo el tornero ha sido confirmada. Los reos entran mañana en capilla; nuestro triunfo es completo; el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos es ya mío, y de ahí… ¡quién sabe!… La Presidencia de la República está cerca… No siempre han de ser soldados los que manden y dominen a este infeliz país… Es necesario acabar con el cesarismo.

Se restregó las manos y mandó poner a los reos en capilla, con orden estricta de que estuviesen incomunicados, menos para el confesor. Temía que sus palabras de verdad, que demostraban su inocencia, hiciesen ánimo en algunos y con esto se dudase de la justicia con que los había condenado.

Pero las órdenes de incomunicación no podían en ningún caso referirse a don Pedro Martín, que entraba y salía por las oficinas y juzgados y por las cárceles como magistrado que dominaba con sólo su presencia hasta la misma Suprema Corte de Justicia; así que, apenas indicó sus deseos, fue conducido a la pieza donde estaban las dos desgraciadas mujeres. Antes le informaron que todo ese papelucho que tenía por título el Diario de los Ahorcados era obra de un endiablado tinterillo, que ganaba mucho dinero escribiendo y publicando a cada momento anónimos con cuantas noticias podían alarmar al público, y que había semanas que, entre él y el impresor, ganaban más de sesenta pesos.

Los supuestos reos condenados por Bedolla, y todavía calumniados por el papelucho anónimo, eran gentes pobres, pero sencillas y honradas, que vivían de su trabajo, no habían cometido ningún delito, no tenían antecedentes para haber merecido y ser conocidos con sobrenombres.

Jacinta Tejerina, María Ágata Mendoza, Tiburcio Tejidor y Mauro Pedraza, así se llamaban, y de su apellido había el tinterillo forjado el alias que se aplica a los malvados y ladrones.

Aun cuando no se les había notificado la sentencia, ya sabían la noticia, que los mismos carceleros les habían dado con todas las precauciones y miramientos que se usan en tales casos; pero al fin tuvieron que saber la triste realidad. Confiados en su inocencia, habían soportado con cierta resignación los horrores de la prisión, con la esperanza de que el día menos pensado se les abrirían las puertas, así es que la confirmación de su sentencia de muerte les cayó como una verdadera cuchillada en el cuello.

Jacinta, luego que entre las palabras equívocas que le decían se convenció de que no había ya remedio ni esperanza, y que dentro de tres días debería ser ahorcada, cayó sin sentido, y cuando al cabo de diez horas volvió en sí, una calentura ardiente la devoraba.

Ágata prorrumpió en gritos desgarradores, que terminaban en convulsiones nerviosas. Era todavía joven, dejaba tres hijos de corta edad y no quería salir de este mundo por malo que fuese. Acostumbrados los dependientes de la cárcel a las lágrimas, a las miserias y a los crímenes de tantos reos, no fueron, sin embargo, indiferentes a la suerte de las pobres mujeres, y les prodigaron cuantas atenciones eran posibles; pero, se supone, todo era ineficaz. Es imposible tranquilizar ni persuadir a la conformidad al que va a morir en medio de la plenitud de su vida, y, sobre todo, víctima de la ligereza y de la vanidad de un juez ignorante.

Doña Rafaela la dulcera, que como se ha visto, y debido a su indiferencia y firmeza no cayó en las garras de Bedolla y quedó de casera, había sido siempre huraña y hasta grosera con los vecinos. Permanecía siempre sola y ocupada en su cuarto, preparando su fruta para las conservas y haciendo sus postres de coco y de almendra; cuando salía y entraba apenas les bajaba la cabeza y decía entre dientes algunas palabras, que más parecían gruñido de enojo que no saludo de cariño; pero desde el momento en que fueron declaradas bien presas no cesó de ir casi diariamente a la cárcel y visitarlas, y cuando supo que para mantener a sus hijos y parientes, y para proporcionar se mejores alimentos que los inmundos que les solía dar el contratista de cárceles, habían empeñado y vendido hasta su camisa y agotado sus recursos, sin hacer alarde y sin decirlo a nadie separaba diariamente la mitad de lo que le producía su trabajo y lo distribuía entre los presos y sus familias, y cada vez que iba con su semblante serio y su hablar lacónico y seco, se les figuraba a los pobres presos que veían a una madre, como al único ser que se interesaba y se acercaba a consolarlos en las tinieblas de la prisión.

Cuando don Pedro Martín llegó al cuarto donde estaban las dos mujeres, se hallaba allí también doña Rafaela la dulcera, a quien Bedolla, por un rasgo de generosidad, había permitido la entrada libre.

—Viene a visitar a ustedes —les dijo el director o jefe de la cárcel— el señor licenciado don Pedro Martín, que es juez de letras.

Al oír ese nombre, Jacinta escondió su cabeza entre el rebozo y Ágata exhaló un grito nervioso.

—No, no soy juez, desgraciadamente para ustedes, que no estarían en este amargo trance —dijo don Pedro Martín—, sino un hombre que viene a visitarlas y a procurar hacer cuanto sea posible para salvarlas.

Jacinta descubrió su cara, enclavijó las manos, dirigió al viejo abogado una mirada, y de esos ojos moribundos y casi apagados bajaron dos lágrimas que decían lo que no podía expresar su boca.

Ágata exclamó con un grito doloroso, queriendo arrojarse a los pies de don Pedro:

—¡Por Cristo y Señor Sacramentado que somos inocentes, y nos van a matar dejando en la orfandad y el hambre a nuestros hijos!

Un torrente de lágrimas y de gemidos querían ahogar a la infeliz y no le dejaban decir más.

Don Pedro Martín se hizo fuerte y les contestó:

—No hay que perder la esperanza; calma, calma, ya veremos lo que se hace; bastante sé que son inocentes; el presidente tiene buen corazón. Cuando les notifiquen la sentencia, apelen al recurso de indulto. Yo arreglaré esto; voy a trabajar sin descanso.

Pero diciendo esto y algunas cosas entre dientes tuvo que apelar al paliacate, que por cierto no lo retiró seco de sus ojos.

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