Las sierras se levantan, cubiertas de verdura; el arroyo, limpio y claro, cae saltando de piedra en piedra, para correr en seguida tranquilamente por la llanura inmensa, sin que un solo obstáculo se oponga á su acelerada marcha; ningun rumor se escucha, salvo el cántico de las aves, de ruido de las piedras que ruedan barbotando desde la cima, el murmullo acompasado del agua, y el monótono grito del insecto que vive oculto entre las yerbas altas y no holladas jamás por el pié humano; algunos árboles sin corpulencia adornan el paisaje; después la Pampa siempre verde, siempre igual, se extiende hasta otras sierras que, como éstas, van preparando las inmensas alturas de los Andes, como los centinelas avanzados anuncian la proximidad del ejército; estas sierras, seguidas de llanuras más ó menos prolongadas, van alternándose desde Córdoba hasta los primeros contrafuertes de la inmensa cadena de montañas que sigue paralela á las costas del Pacífico en la América del Sud.
En una de las soluciones de continuidad de esas primeras alturas, en una abra regada por las aguas de un pequeño arroyo, que se pierde en seguida en la cenagosa superficie de una cañada, cubierta de cortadera, de junco, de achira y otros vejetales amantes de la humedad, se alza una casita rodeada de jardines, perfectamente cuidada y limpia, que parece arrancada de la ciudad para trasportarla á lo más fragoroso de la sierra. Un hombre ya algo entrado en años, de porte distinguido y severo; una mujer joven y hermosa, y tres criados, uno de los cuales sirve de correo de aquella apartada colonia -habitan en la casa que, asentada gallardamente sobre la falda de uno de los cerros, blanca y limpísima, vista de lejos parece un dado de marfil sobre el tapete verde de la vegetación.
Don Juan de Aguilar, casado con una mujer de quien era veinte años mayor, había sentido desde el primer instante el aguijón terrible de los celos; por esa causa resolvió ir á habitar en aquella casita apartada del mundo, en la que poseía á Amélia por entero, sin temer que le disputaran su tesoro... Mas á pesar de que á los treinta y nueve años estaba en la plenitud de su hermosura varonil; á pesar de que su reconocido talento no decaía -pudo notar á los pocos meses que su compañera amada iba demostrándole; aunque inconscientemente, cierto desvío que hacía su desesperación: este alejamiento casi imperceptible, pero latente sin embargo, comenzó pocos meses después de aquel destierro voluntario por parte de él, pero no por eso menos penoso para ella. Mil razones ocasionaban esa frialdad: Amélia echaba de menos á sus amigas, no teniendo á quién confiar todas esas pequeñeces que la mujer solo á la mujer confía; le faltaban también las tertulias, los bailes en que siempre fué soberana por su belleza y su talento, y en que todos los hombres se apresuraban á galantearla y agasajarla, dirigiéndola esas dulces frases que tan agradables son para la mujer que se estima y se crée hermosa: además, de vez en cuando acudía á su imajinación el recuerdo de cierto joven que había encontrado en el tren, en uno de sus frecuentes viajes á Buenos Airrs, de quien ella se decía, en voz baja, -tanto, que apenas se apercibió de ello- que estaba un si es no es enamorada; por otra parte habia echado de ver que don Juan era demasiado viejo para ella: ni tenían ya los mismos gustos, ni las mismas aficiones, ni las mismas costumbres; y cierto descreimiento, cierta desilusión que se notaba en su esposo, la desesperaba, á ella, que aun creía en las virtudes y en las noblezas, en las abnegaciones y en los heroismos; á ella, que aun veía el mundo á través de un cendal color de rosa; á ella que en su rápido paso por en medio de la sociedad no había perdido aún sus alas de ángel....
Además, don Juan había tenido que confesar á Amélia un desliz de su juventud: la niña no supo sin dolor que su esposo tenía un hijo de la misma edad de ella, y á quien profesaba aquel un cariño entrañable, tanto que no titubeó en llamarle á su lado, para que fuese á compartir su soledad durante algunos meses. Arturo -el jóven en cuestión- era militar, y poco tiempo después de obtener los despachos de teniente primero, había pedido una licencia temporal para ir á abrazar á su padre. Con este motivo, Amélia vió aun más claramente la distancia que existía entre don Juan y ella: aquel hijo la robaba una parte del cariño del hombre á quien había sacrificado sus mejores años, alhagada quizás por el brillo de su inteligencia, y por sus triunfos de político ...
El teniente Aguilar debía llegar de un momento á otro.