La mañana del día en que don Juan esperaba á Arturo, estaban Amélia y él en el pequeño jardín del frente de la casita blanca, contemplando la riente salida del sol, que, dorando la cumbre de los cerros vecinos, los hacía destacar magníficos sobre el fondo azul del cielo. La joven, preocupada al parecer, contestaba á su esposo con monosílabos, de tal manera que este echó de ver su cavilación, tanto más cuanto que de algunos dias á esa parte iba apercibiéndose de la tristeza que demostraba, cuya causa no podía permanecer oculta para él, acostumbrado á conocer á los hombres y á arrancarles sus más ocultos pensamientos, solo con estudiar la expresión de las líneas de su rostro. Por otra parte hacía tiempo que deseaba provocar una explicación franca entre su esposa y él.
- Estás triste, Amélia - dijo - ¿por qué?
- No estoy triste, -contestó la joven con acento titubeante.- Solo que la mañana me produce cierta laxitud, cierta melancolía que no logro comprender...
Don Juan miró á su esposa, estuvo un momento en silencio, luego cobró fuerzas, como si le costara lo que iba á decir, y murmuró:
- Dime, Amélia, pero con la franqueza más absoluta: ¿no has sentido nunca pesar por haberte unido á mi? ¿no has echado nunca de ver la enorme diferencia que hay entre nuestras edades? no te has dicho jamás que serías más dichosa junto á un hombre, cuyo espíritu juvenil se adaptase más al tuyo?...
La niña le miró con sus grandes ojos negros ...; comprendía el por qué de aquellas preguntas; sabía que era su deber contestar á ellas sin ambajes ... Se puso pálida, inmensamente pálida, y suspiró más que dijo un sí, que no tuvo eco en las profundas cavidades de la sierra ...
Don Juan se levantó del banco de madera en que estaba sentado; dió algunos pasos por la enarenada calle del jardín, y en seguida, deteniéndose frente á su esposa, clavó en ella sus miradas, brillantes por las lágrimas que afluian á sus párpados.
- ¿Eres desgraciada? preguntó sin embargo, con acento al parecer firme y sereno. ¿Qué deseas?
- Nada deseo. Pero eres cruel al esconderme en estos apartados sítios; eres cruel al confinarme en estas sierras, lejos de mi familia, de mis amigos, de todo lo que amo, en fin; eres cruel, cuando me pides que te ame á tí solo, que piense solamente en tí, que te tenga por única compañía ... Yo creí que ibas á hacer que compartiese tus triunfos, que viviese con tu vida agitada de hombre necesario, que brillase reflejamente por el brillo de tus triunfos, de tus victorias, de tus laureles... Pero me he equivocado: al casarme contigo se han apagado en tí, según parece, todas las aspiraciones, todos los deseos de renombre, de gloria, y te has apartado de los centros en que resplandecías por tu saber y tu inteligencia, para encerrarte y tenerme encerrada en un circulo de montañas que no puedo trasponer; para hacer que no oiga más que el sonido de tu voz, que va siendo antipático á fuerza de ser único ... y -quiero confesártelo, aunque me cause cierto rubor, solo porque me has exigido la franqueza- yo no me hubiese unido jamás por amor, á un hombre como tú ... sinó por ambición. No te quise nunca, como amante, y sin embargo esperaba la felicidad al lado tuyo: la felicidad en la gloria, en el orgullo, en la aureola que tu nombre colocaría al rededor del mio ... Soy ambiciosa - ¿á qué negarlo?- y tú no tienes el derecho de pasar por sobre mis ambiciones, de malograr mis deseos de brillo y esplendor ...
Estaba soberbia; con ese esfuerzo sus mejillas pálidas antes, se habían puesto rojas; ya no hablaba: las palabras escapábanse de su boca, como el torrente que se desprendía, saltando, desde lo más alto de las sierras ...
Don Juan callaba. Él había adivinado esa explicación, y la esperaba tranquilo al provocarla.
- Escucha, dijo. -Quiero que no me taches de tirano. Cuando te traje á estos sitios estaba enamorado de tí, como lo estoy ahora. Yo pensaba en lo que piensas tú, en tus largos dias de soledad; no dejé de comprender que la distáncia que mediaba entre los dos era inmensa, y temblé... temblé porque te podia ver, joven é inesperta, á merced de los ataques de aquellos para quienes la honra de la familia es una palabra vana; temblé, porque temia el instante en que te apercibieras de que en tu corazón no existe el amor para mi... ¡temblé, porque estaba celoso!...
- ¡Celoso! exclamó Amélia. Solo se está celoso cuando no se tiene confianza en la mujer que lleva el nombre de uno; solo se está celoso cuando, como Vd lo temió, se teme que la esposa se olvide de todo ... Al tener celos, si bien demuestra Vd que me ama mucho, insulta mi entereza de mujer, y se rie de mis fuerzas para combatir mis pasiones... Pues bien ¿sabe Vd lo que sus celos y el confinamiento en que me tiene, han conseguido?... ¿No? Pues no callaré tampoco; quiero decirle la verdad, toda la verdad: Me han hecho recordar uno de esos insustanciales amoríos que se tienen en la niñez, una de esas pasiones efímeras que nacen en un minuto para borrarse en una hora; y hoy -sin que sean parte mis esfuerzos para remediarlo- no puedo rechazar la imágen de un hombre que pasó ante mi vista como una sombra, como un fantasma, cuyo nombre nunca supe, cuya vida no conozco, pero de quien sé que me ama como yo le amo!..
Don Juan se había puesto pálido como un cadáver, sus ojos brillaban y su lábio inferior temblaba convulsivamente; sin embargo, tuvo fuerzas para ofrecer á Amélia su mano derecha y decirle con voz conmovida:
- Oh, sí: tú eres la mujer que yo he soñado, la mujer amante de la verdad, de corazón limpio y puro... He hecho mal en estar celoso de tí, cuando eres capaz de tener semejante franqueza conmigo... Me has destrozado el corazón, pero no has querido engañarme: tengo ahora plena confianza en tí; mis celos se han desvanecido... Mañana abandonaremos estos lugares solitários y tristes, y brillaré y triunfaré de nuevo, y tú brillarás y triunfarás conmigo ...