VII

— Vuélveme a leer esa carta que me ha dado la vida — decía el padre a la hija media hora después, hallándose ya completamente solos —. Repíteme una a una sus consoladoras palabras.

Soledad volvió a leer.

— Se excusa de no habernos escrito — manifestó Gil —. ¡Pobrecillo! Ha estado enfermo, ha tenido que hacer un viaje largo, penoso. ¿Cuántos días estuvo en la cama?

— Cuarenta y dos. ¡Pobre primo!

—¿Y cuánto tardó desde Santander a Logroño?

— Catorce días, caminando entre ventisqueros, hielos y tempestades.

—¡Desgraciado! ¡Y dice que viene resuelto a cumplir su promesa! Lee eso otra vez.

Y que llegará... ¿cuándo?

— El 11 o el 12.

— Es decir, mañana o pasado. Hija de mi alma, abrázame otra vez. Ya tienes amparo, ya tienes apoyo en tu orfandad; ya puedo morirme, ya puedo entregar a la tierra este miserable despojo de mi cuerpo y decirle: "ahí tienes, tierra, lo que pides. Ya no te lo disputaré ni un día más".

— Llegará mañana o pasado — repitió Soledad pensativa.

—¡Y yo dudaba de Dios! ¡Dudaba de su misericordia infinita! ¡Qué hermosa lección me has dado, chiquilla!... Pero observo que no estás tan alegre como yo.

— Sí, padre, estoy contentísima.

—¿Y no dices más?

— Dice también que ha pedido pasar a la Guardia Real, donde servirá algún tiempo.

—¡A la Guardia Real! Muy bien. Bravo yerno tendré. ¡Qué bien le sentará el uniforme! ¿No es verdad que le sentará bien?

—¡Oh! Admirablemente.

—¿Saldremos a recibirle? ¿No dice por qué puerta entrará, ni a qué hora?

— No señor.

— Lo averiguaremos. Mira, hija, quiero salir a paseo; quiero dar una vuelta por las calles.

— Me alegro infinito — dijo Sola, demostrando verdadero gozo —. Hoy hace buen tiempo. Saldremos esta tarde y daremos un buen paseo.

— Y nos sentaremos bajo un árbol en la Cuesta de la Vega. Parece que recobro las fuerzas.

—¡Dios mío, si yo viera a mi padre sano, tranquilo y feliz!... — exclamó Soledad cruzando las manos.

Gil de la Cuadra se sentó en el sillón, tomó la cabeza de su hija para estrecharla ardorosamente contra su pecho y derramando lágrimas de ternura, habló de este modo:

— Ya puedo morirme tranquilo; ya no quedas sola en el mundo... ¡Pobrecilla, cuánto he padecido por ti! Por ti y nada más que por ti. Si tú no existieras, ¿qué me importaría la miseria, qué la deshonra?... Me despedazaba el corazón la idea de morir y dejarte sola, sin un pariente, sin un amigo...

— Hubiera encontrado alguno —, dijo entre sollozos Soledad.

— No hubieras encontrado más que desvíos: yo conozco el mundo. ¿Quién se acordaría de ti?

— Alguien...

— Nadie. Ahora tu porvenir está seguro. Dios nos ha favorecido después de tantas penas. ¡Bendita sea su misericordia infinita, de la cual he dudado en estos días de angustia y desaliento! He sido malo, muy malo, porque he dudado de Dios.

Mientras tú con tu fe angelical afrontabas serena las contrariedades confiando en el porvenir, yo me entregaba a una febril desesperación. Mientras tú, fiada en tus ilusiones asegurabas que había una Providencia para nosotros, yo, atento a la realidad, no veía más que tinieblas en derredor nuestro. ¿Y sabes hasta dónde llegó mi maldad y la flaqueza de mi razón?

Soledad no contestó, aunque creía poder contestar.

— Pues llegó hasta idear la más ruin, la más perversa de las soluciones al conflicto en que nos encontrábamos.

—¡Morir! — dijo Sola con voz débil.

— Morir por mi propia mano; morir los dos, tú y yo; marchamos juntos de este mundo que no quería sostenernos y que nos arrojaba de sí.

Solita se estremeció de terror en los brazos de su padre.

— Esto es espantoso; pero yo estaba decidido a hacerlo, decidido, hija mía, y lo hubiera hecho. Se había clavado esta idea en mi entendimiento y de ningún modo podía librarme de ella. Pensaba en mi crimen a todas horas, de día y de noche, en sueños y despierto. Si al principio me causaba espanto, al fin pensar en él era una delicia para mi enfermo espíritu... ¡Ah, qué dulce es ahora para mí confesarte mi falta! Me parece que se la estoy contando a Dios en persona, y al hacerlo, mi alma se libra de un peso enorme... ¡Pobrecilla! Tú habías comprendido mi demencia, porque tenías buen cuidado de guardar los cuchillos y todo instrumento que pudiera servir para arrancar la vida; guardabas hasta las tijeras. Yo buscaba como un loco, y ni alfileres podía encontrar en toda la casa.

Soledad sonreía.

— Me desesperaba tu capricho de esconder los cuchillos. Me parecía una manía absurda, ridícula; mientras la mía se me antojaba muy natural. Yo discurría todos los medios; yo soñaba con pistolas que levantaran la tapa de los sesos, con puñales que traspasaran el corazón, con tenedores que abrieran las venas, con cuerdas que ahorcaran, con braserillos, cuyo humo, produciendo dulce letargo, adormeciera por toda la eternidad. Si hubiera tratado de matarme yo solo, la cuestión habría sido harto sencilla; mas era preciso que muriésemos los dos; pues de otro modo no tenía gracia, ¿no es verdad que no tenía gracia? Mi idea era que abandonáramos la vida juntos, abrazados, estrechamente unidos. Más de una vez traté de confiarte mi pensamiento, a ver si tú lo aprobabas, si querías, como yo, dejar este valle de lágrimas, conformándote con el suicidio; pero ¡ay! te veía tan serena, tan resignada a la vida; observaba en ti tanta fe y una convicción tan profunda de que había Providencia para nosotros, que no me atreví a decirte una palabra.

— Sí, padre; yo creía y creo que teníamos Providencia.

—¿Antes de recibir esta carta?

— Antes.

—¿Cuál? — preguntó Cuadra concierta incredulidad.

— Una Providencia.

— Pero eso es muy vago.

— Un amigo...

—¡Un amigo! No conozco ninguno.

— Cobrábamos nuestra pensión.

— Pero después de muerto tu padre, ¿quién te hubiera dado la pensión?

—¡Qué sé yo!... pero...

—¿Quién te hubiera dado nombre, posición, bienestar?

— Alguien; uno, ¡quién sabe!... — repuso Soledad queriendo decir una cosa y no sabiendo cómo decirla.

— Vamos, no hables majaderías. Tú no puedes discurrir como discurro yo, con conocimiento de causa. Una muchacha siempre es una muchacha, y puede tener sensibilidad, fe, piedad, instinto, delicadeza; pero nunca un criterio claro para apreciar, como los hombres, las cosas del mundo.

— Será por eso.

— Yo no podía contar con tu consentimiento. Dirás que era una crueldad mía el quitarte la vida; pero si bien se mira, librarte de la miseria era quererte bien. Hay distintos modos de amar a los hijos. Yo prefiero verte muerta a que vivas deshonrada y miserable. No, no, morir conmigo no era tan lastimoso como vivir sola y sin amparo. Yo tengo de la muerte una idea algo romana. Hay momentos en que es la mejor de las soluciones. ¿No crees tú lo mismo?

— Alguna vez, ¿por qué no?

— Yo deseaba — añadió Gil de la Cuadra —, que hubiera mar en Madrid. ¡Oh! El mar es admirable para los desesperados. Abrazaditos, como dos niños que duermen juntos, nos hubiéramos arrojado a él... Pero en Madrid no hay mar.

—¿Y los estanques del Retiro?

— Tienen antepechos. Sin tu consentimiento hubiera sido muy difícil... Yo discurría, discurría, y al fin, hija mía, pensé en el veneno.

—¡Jesús!

Soledad cerró los ojos y palideció.

—¿Te aterras?... Pensé en el veneno. ¿Pero cómo adquirirlo? Tú no me dabas respiro; y empeñada en que había Providencia, empeñada en vivir contra viento y marea, escondías el dinero. Sin duda temías...

— Sí, también me ocurrió lo del veneno.

— Pero yo iba juntando cuartos. Mira, aquí en el seno tengo catorce y algunos ochavos. ¡Pobre hija mía de mi corazón! ¡Qué lejos estabas de que yo, cuando salías, registraba tus bolsillicos para robarte lo que olvidabas en ellos!

Soledad sentía el corazón oprimido y apenas podía respirar.

—¡Qué pálida estás, hijita! — le dijo su padre, levantándose con más brío que de ordinario —. Ya todo eso pasó, y no hay que pensar en muertes ni en venenos.

¿Sabes lo que me ocurre?

—¿Qué?

— Que nos vayamos de paseo.

Gil sacó de su seno los cuartos que había reunido.

—¿Ves estos cuartos destinados a tan fatal proyecto? ¡Oh! ¡Dios mío cuán bueno has sido para mí y para mi adorada hija!... ¿Ves estos cuartos, Sola? Pues ahora vamos a tomar el sol a la Cuesta de la Vega, y con ellos compraremos avellanas y nos las comeremos tan alegres.

Diciendo esto, Gil de la Cuadra se encasquetó el sombrero con la presteza de un estudiante calavera.

— Vamos, vamos a paseo. Compraremos las avellanas en lugar del veneno. Pero mejor será piñones.

— Avellanas.

— Piñones, que las avellanas son pesadas.

— Dices bien. Pues piñones.

— Compraremos piñones.

— Y nos los comeremos, se entiende... ¡Ah! y trataremos de averiguar por qué puerta entrará Anatolio y a qué hora.

—¿Pero cómo hemos de averiguar eso, padre?

— Tienes razón, hija: entre él y no nos cuidemos de la puerta... Quizás los de la Guardia Real sepan cuándo viene. Si encontramos a alguno le hemos de preguntar.

Qué bien le sentará el uniforme, ¿eh?

— Admirablemente — respondió Sola poniéndose la mantilla.

Salieron. Soledad, obligada a sostener la conversación que sobre mil puntos entablaba su padre, cuya locuacidad repentina no conocía el cansancio, necesitaba de grandes esfuerzos para que no se conociera su tristeza.

—¿Por qué suspiras? — le preguntaba él a ratos —. ¿No estás contenta como yo?

— Sí estoy contenta.

En la plazuela de los Caños encontraron a D. Patricio, que aún no había dejado su uniforme. Gil de la Cuadra le saludó con cortesía y hasta con amabilidad, diciéndole:

— No sé si le di a usted las gracias por haberme llevado aquella carta. Estaba tan conmovido...

—¿Traía buenas noticias? ¿Qué tal van los negocios? ¿Se trabaja?

— Era de un sobrino mío, que pasa ahora a la Guardia Real... alférez de la Guardia Real, Sr. D. Patricio.

—¡De la Guardia Real! Bien.

En la tal pastelería se hacen pasteles muy buenos: pasteles y nada más: pasteles ni más ni menos.

—¿Qué dice usted?

— Que a ese joven de la Guardia Real le advierta usted que ande con pulso. Yo digo como El Zurriago:

Y si de nuestras voces no hacen caso, con el martillo se saldrá del paso.

— Usted no olvida sus coplitas — dijo Gil de la Cuadra mostrando un humor festivo que en mucho tiempo no se le había conocido —. Pues allá va esa:

Dijo el sabio Salomón, que para mandar a bueyes no se necesitan leyes; basta sólo un aguijón.

— Pues Yo digo:

Ay le le, que toma, que toma; ay le le, que daca, que daca: ya no bastan las razones, apelemos a la estaca.

Y si esta no le gusta, allá va otra:

¡Qué martillito tan bonito! ¡Qué medicina singular! tú harás cesar todos los males como te sepan manejar.

D Patricio se separó de sus antiguos vecinos.

— Después de todo — dijo el señor de la Cuadra cuando seguían su camino —, ese hombre no es más que un gran majadero.

Prosiguieron lentamente hacia la Cuesta de la Vega. Gil de la Cuadra detenía a todos los soldados de la Guardia Real para pedirles noticia de su sobrino; pero ninguno supo decirle nada de fundamento.

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