VIII

A los dos días el desgraciado D. Urbano tuvo el inefable placer de abrazar a su sobrino.

— Ven a mis brazos, hijo mío de mi corazón — exclamó el anciano desvanecido por la felicidad —. Esta es tu esposa, mi hija querida.

Anatolio Gordón era un muchachote corpulento, tan rubio que el pelo y la cara casi parecían del mismo color, siendo sus cejas casi blancas y las pestañas como las de un albino. Su cara pecosa y arrebolada estaba siempre risueña, cualidad que se avenía bien con la redondez de la misma, y con sus facciones agraciadas y poco varoniles. Bigote amarillo, como madejilla de hilos de oro pálido ornaba su boca no menos encarnada que una cereza, y sin aquel ligero emblema de su condición masculina, la cara del primo Anatolio habríase confundido con la de una asturianaza guapetona o mofletuda pasiega. El musculoso cuerpo representaba hercúlea fuerza, y sus manazas parecían más propias para romper los objetos que para cogerlos. En todo él revelábase poco hábito de las formas urbanas y una franqueza campesina que por cierto no era desagradable. Finalmente, el conjunto de la persona de Anatolio Gordón predisponía en su favor, y nadie, al verle, podría negarle un puesto honroso, o quizás el primero, entre los excelentes muchachos.

Hízole sentar a su lado D. Urbano y no se saciaba de contemplarle.

— Yo creí que vendrías de uniforme — dijo estrechándole las manos —. ¡Pero qué grandón estás! ¡Cómo has crecido, hijo! De seguro que no habrá en toda España un mozo más guapo que tú. Si vieras qué alegría nos has dado con tu carta... Yo creí que nos habías olvidado.

— Tengo que pedirles a ustedes perdón — dijo Anatolio con torpeza, pues era algo corto de genio —, por haber estado tanto tiempo sin escribirles.

— Déjate de excusas ahora...

— Pero siempre tuve intenciones de volver, siempre he tenido presente lo que mi madre me dijo al morir...

Mirando a su prima Anatolio se puso como la grana.

— Yo no podía explicarme tu silencio — manifestó Cuadra —. Mejor dicho, yo había perdido la esperanza de que vinieras. Mi hija, esta buena hija, que ha sido mi consuelo y mi luz, esperaba siempre, confiando en la Providencia.

— No tarda quien viene. Aquí estoy al fin — dijo Anatolio con expresión desabrida —, aquí estoy a la disposición de usted, querido tío.

Solita no chistaba, concretándose a ver y oír. La conversación de Anatolio no era por lo común, muy interesante, y aquel día redújose a fórmulas frías de felicitación y a pormenores de su viaje y de su instalación en Madrid. Anunció a su tío que una vez arreglados sus asuntos militares, le visitaría dos veces todos los días, siempre que no estuviera de servicio, siendo de tres o cuatro horas cada visita. No hablaron en aquella primera conferencia de la proyectada boda, lo cual pareció muy decoroso a Gil, y se despidió el joven hasta la tarde, dejando en el anciano impresión felicísima y en la joven una especie de estupor frío que no se podía explicar.

Anatolio volvió al siguiente día con su uniforme de infantería. Sin estar mal, no podía decirse que fuera un modelo acabado de apostura guerrera. Ya fuese que engordara bastante después de estrenada la casaca, ya que el sastre se quedó corto al hacerla, ello es que un grave conflicto parecía inminente por haber más cuerpo que paño; que este se reventaba y aquel quería por las costuras a toda prisa salirse.

Aquel día empezó por hablar de sus asuntos y del plan de conducta que se había trazado respecto a su carrera.

— Pienso abandonar la milicia en cuanto haya servido un par de meses en la Guardia. No me gusta esta maldita carrera, y soy partidario de que el buey suelto...

ya me entienden ustedes.

— Apruebo esa determinación — repuso Gil de la Cuadra, que no podía pensar nada distinto de lo que pensara su futuro yerno.

— Felizmente no le falta a uno con qué vivir — añadió el mancebo con énfasis —, y yo creo que trabajando en lo que tengo no nos irá mal.

Al decir nos Anatolio miró a su prima, y Gil de la Cuadra, que pudo advertir palabras y mirada, sintió una sensación de gozo como si los ángeles le cogieran en brazos para llevarle al cielo.

— Dime una cosa — preguntó D. Urbano, a quien la satisfacción le salía chispeante por ojos y boca —, ¿conservas aquella haciendita tan preciosa de Cangas?

— Sí señor — repuso Anatolio poniendo una pierna sobre la otra y echando el cuerpo atrás —. La conservo, y los dos prados de al lado; aquel pequeño, que era del procurador Sotelo, y el grande, de D.ª Nicanora. Voy uniendo todos los pedazos que puedo, porque quiero hacer una hacienda grande, muy grande.

—¿Y las dos herrerías de Mieres?

— También, también las conservo. ¿Pues qué, las había de vender? No las daría por cinco mil duros.

—¡Caramba! — exclamó Gil mirando a su hija —. Y me dijeron que de la testamentaría de tu abuelo materno te tocó una casa en Luarca.

— Una casa, una cuadra y un taller de carretería. Los tengo arrendados, y aunque no son gran cosa, dan... sí señor, dan.

— Luego, tú eres tan bien arreglado, tan cuidadoso de tu hacienda, tan formal, tan económico... Te pareces a tu buena madre, que en gloria esté.

— Además tengo un crédito en la casa del Excelentísimo señor duque del Parque, mi paisano, y amigo que fue de mi señor padre.

—¿El duque del Parque? Ya sé, general y diputado, político y orador... Es de los exaltados y martilleros.

Al oír nombrar al Duque, el corazón de Solita le saltó en el pecho, como un loco en su jaula.

— Mi padre — prosiguió Gordón —, anticipó una cantidad al señor Duque para reparación de dos molinos en el río Pigüeña, y además se quedó con las obras para la subida de aguas a las huertas de Cabruñana. No le pagaron, y ahora la administración de Su Excelencia dice que los papeles no están claros. Yo porfío que sí, y vamos a tener pleito, aunque espero que hablando yo mismo al señor Duque que está en Madrid, y recordándole lo que pasó, reconocerá la deuda y me pagará por buenas.

— Sí, te pagará... Si es cosa clara...

— Son al pie de seis mil duros.

—¡Seis mil duros!... Querida Sola, ¿por qué no me abres la ventana? Me falta aire que respirar.

Gil de la Cuadra quería meter toda la atmósfera en sus pulmones.

Al día siguiente Anatolio se atrevió a hablar a su prima de algo parecido a amores.

Hasta entonces una violenta cortedad le había impedido tocar tan delicado punto.

Estaban solos.

— Soledad — le dijo —. Mi madre y tu padre nos destinaron a casamos. Yo estoy contento, ¿y tú?

— Yo quiero todo lo que quiere mi padre — repuso Solita.

Estaba pálida como una muerta, y sus palabras parecían suspiros.

— Yo bien sé que no me puedes querer... — añadió el mancebo —. Pues mira tú, yo te quiero a ti, aunque no te he visto sino cinco días. Hasta ahora ninguna mujer me ha gustado más que tú. Dime, ¿tienes deseos de ir a Asturias?

— Yo estoy bien en todas partes.

— Bien contestado... pero dime, me encontrarás un poco palurdo, ¿no es verdad?

—¡Qué cosas tienes! ¿Tú palurdo?

— Digo... en comparación contigo. Porque tú eres muy señorita, y tienes un aire divino que no está mal, no está mal. Haremos buen par. Tú me afinarás y yo te embruteceré un poco.

Diciendo esto reía con la inocencia de un niño o un salvaje.

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