XIV

Cuando Anatolio volvía la esquina de la calle de Preciados, vio dos hombres. El uno de ellos gritó con voz cascada:

— Ya salió uno. Este es el alcahuete que lleva los recados a Palacio.

Gordón se detuvo, dudando que se dirigieran a él. Pero otra voz joven cantó esta copla:

Huye que viene la ronda y se empieza el tiroteo... serviles, a la huronera que os van los gorros siguiendo.

Gordón volvió atrás. Una figura escueta, un fantasmón anguloso, cuyos brazos se movían en cruz, y en cuyo semblante arrugado y oscuro, brillaban ojos de lince, avanzó hacia el guardia.

— Sigue tu camino, so bruto — chilló como una furia grotesca —, si no quieres que te midamos las costillas.

D. Patricio, pues no era otro, mostró su brazo derecho. Donde éste acababa, tenía principio la desmesurada longitud de un garrote con nudos.

El joven que acompañaba a D. Patricio, y que vestía uniforme de miliciano, se interpuso diciendo:

— Padre, no nos metamos en danza con esta canalla. Estamos desarmados.

Y al mismo tiempo avanzó su mano hacia el pecho de Gordón, que resueltamente atacaba a Sarmiento padre. El alférez no dijo una sola palabra, blandió la pesada mano como una maza de hierro, a quien el hercúleo brazo dio enorme fuerza y velocidad. El círculo fue breve y rápido. La cara de Lucas Sarmiento estalló con horrible chasquido y su cuerpo desplomose en tierra como un saco. Bofetada más tremenda no se había dado ni recibido en lo que iba de siglo.

—¡Traición, traición! — gritó D. Patricio agitando el palo y dando saltos, sin avanzar un paso hacia adelante ni hacia atrás.

Lucas revolvía su cara en sangre, no en la sangre trágica de las contiendas caballerescas, sino en la sangre de la nariz que le quedó medio deshecha. Gordón iba derecho hacia don Patricio para quitarte el palo y rompérselo encima, cuando aparecieron por la plazuela de Navalón arriba dos individuos igualmente armados de formidables porras. Uno de ellos iba vestido de miliciano.

—¡Amigos, a mí! — gritó el maestro —. ¡Aquí estoy! ¡Ataquémosle juntos!... ánimo, amigos míos. ¡Que me mata!

En un instante se halló Gordón comprometido por el número de los contrarios.

Tres enormes garrotazos cayeron sobre sus hombros y espalda. Furioso, pesado, rugiente como el jabalí herido avanzó hacia los apaleadores. Había sacado la espada y se disponía a atravesar al primero que se le pusiera delante. Pero los tres, al ver el acero, volvieron la heroica espalda apretando a correr con tanta ligereza, que el ruido de los pies sobre el suelo alborotó momentáneamente la angosta calle de las Conchas. Por un milagro fisiológico de la Providencia, D. Patricio era el que más corría, gritando:

—¡Traición, traición!

Anatolio no era un ciervo para la carrera merced a la pesadez de su cuerpo, y se detuvo sofocado y sin aliento en la esquina de la costanilla de los Ángeles. Miró en todas direcciones y no vio a nadie. Pero como sintiera ruido de pasos y voces por todas partes, creyó prudente dar por terminada la aventura y envainando su virgen espada se alejó, dirigiéndose otra vez a la calle de las Veneras y por allí a la de Preciados.

Aquel incidente de poca importancia al parecer preparaba con otros de igual naturaleza, un gran acontecimiento histórico. Las tempestades empiezan así, cayendo ahora una gota, después otra. En los últimos días de Junio las colisiones entre guardias y milicianos eran tan frecuentes, que el vecindario estaba seguro de la proximidad del aguacero. Al día siguiente de la reyerta que hemos descrito, el 30 de Junio, Su Majestad asistió a la clausura del Congreso. Formaron en la carrera tropa y milicianos, y Fernando pasó medroso, pálido, lleno de recelo, revolviendo los negros ojazos en todas direcciones, para escudriñar los semblantes y sorprender las señales de cariño o desamor que su presencia ocasionara.

Mudos y recelosos recibiéronle los diputados de la minoría, fríos los sostenedores del Gobierno. Con habla turbada leyó su discurso el tirano, acentuando las frases de sumisión al sistema constitucional, y no era preciso ser muy lince para reconocer en él un convencimiento seguro de que aquella farsa debía concluir; pero al través de su disimulo no se veía la esperanza de un éxito feliz.

Al volver a Palacio, los milicianos aclaman la Constitución y a Riego, y una voz atrevida grita en favor del Rey neto. Los chicos cantan el trágala; surge en todo el tránsito infernal algarabía y por entre la multitud dividida en bandos de netos y zurriaguistas atraviesa la ultrajada Majestad con el corazón oprimido, compartiendo su espíritu entre el miedo y la rabia. El recuerdo del infeliz Capeto viene a su memoria; pero no siente perder el amor popular, que tan poco le interesa, sino el poder o quizás la vida. Desde que él logra pisar el umbral de Palacio, los tambores de la Guardia abofetean a algunos paisanos, se cruzan palos, puñetazos, coces, y varios jóvenes distinguidos vierten en las calles su sangre preciosa. Se crean multitud de cardenales, aparecen rozaduras, magulladuras, protuberancias, y centenares de narices sangran enrojeciendo el suelo. Alguna que otra costilla cruje, rompiéndose, y no pocas encías se ven libres de tal cual muela cariada. Surgen chichones en varias cabezas y algún omóplato se hunde. Esto no es más que un juego de muchachos; pero así suelen empezar los capítulos más importantes de la historia en todas las edades.

Poco faltaba ya para que el sainete se convirtiese en tragedia. Más furiosa cada vez la tropa, cuando Su Majestad entró en Palacio, posesionose de los altos de la plaza de Oriente, arrojó de allí a un retén de la Milicia voluntaria, y estableciendo una línea desde los Consejos al Arco de la Armería, declarose en abierta y descarada sublevación. Disparáronse varios tiros, y cayeron al suelo siete paisanos y un individuo de la Milicia. Un joven entusiasta, hijo de Flores Calderón, tuvo la malaventurada idea de arengar a los guardias que formaban junto a la casa de Ministerios y fue apaleado cruelmente y acuchillado.

Los tambores tocaban a ataque y los granaderos furiosos injuriaban a la multitud amenazando pasarla a cuchillo si no se retiraba. Caían con síncopes y desazones las mujeres, votaban algunos hombres, rugían otros, y entre tanto veíase en una ventana de Palacio, cual si fuera palco de plaza de toros, apiñada multitud de palaciegos y damas vehementes, que agitaban sus pañuelos para incitar a la soldadesca. Las pobrecitas no podían resignarse a vivir bajo el nefando imperio de la Constitución. Confundido entre los agraciados rostros como la serpiente entre las flores, Fernando atisbaba con ávidos ojos la osadía de los jenízaros.

Entre estos hubo un oficial que se atrevió a volver por los fueros de la ultrajada disciplina. Llamábase D. Mamerto Landáburu, exaltado liberal, buen patriota, fontanista, militar de club (cualidad que no constituye ciertamente la mejor casta de militares); pero al mismo tiempo persona estimable y simpática. Este desgraciado oficial habló con energía a los soldados; pero fue insultado. Ciego de furor tiró del sable a punto que otro teniente, Goiffieu, gritaba con voz frenética: ¡Viva el Rey absoluto! Azuzados los granaderos por esta voz cayeron sobre Landáburu; pero aún pudieron intervenir y salvarle el comandante Herón y otro oficial cuyo nombre no se recuerda. Le separaron, le condujeron a Palacio; pero allí le siguió la turba de asesinos y dentro del portal de Oriente recibió tres tiros por la espalda y cayó para siempre gritando: ¡Viva la libertad!

Cuando la turba vio sangre se enfureció más; pero arriba, en las excelsitudes de Palacio, un estupor medroso sucedió al levantisco entusiasmo teatral de damas y cortesanos. Cerráronse los balcones; volvieron los pañuelos a los bolsillos, y todo calló de improviso. Los tiros que mataron a Landáburu hicieron en Palacio el efecto de un par de palmadas en un charco de ranas.

¿Y la Milicia qué hacía entonces? La Milicia, como la tropa de línea, ocupaba las calles cercanas, desde la Mayor hasta la plazuela de Santo Domingo, con objeto de estrechar en Palacio a los sublevados. Grande era el ardimiento de las fuerzas populares en la tarde y noche del 30; pero no quiso Dios que tuvieran ocasión de batirse. Ordenó el capitán general D. Pablo Morillo que se retirasen tropa y Milicia; pero esta se negó a soltar las armas mientras el agravio de aquel día no quedase vengado. Un ardid ingenioso, al cual la murmuración de aquellos tiempos dio el nefando nombre de pastel, resolvió la cuestión. Diose orden a la Milicia de que marchase a la puerta de Recoletos para municionarse, y este movimiento, a que los buenos patriotas no opusieron resistencia, permitió a la guardia sublevada retirarse tranquilamente a sus cuarteles, dejando un batallón en Palacio. Cuando esto ocurrió despuntaba en el horizonte el sol del 1.º de Julio, mes fecundo en revoluciones.

Y aquel sol trajo un día de estupor, de tristeza, de cruel ansiedad y duda. Los milicianos estaban en sus casas; pero disponían las armas. Los guardias no salían de sus cuarteles; pero sin cesar aclamaban al Rey neto. Hubo esperanza de conciliación y esas tentativas de acomodamiento que no faltan nunca en casos de esta naturaleza. Generales y políticos calentaron el famoso horno de que tanto hablaba El Zurriago; pero aquella vez el pastelón, tan trabajosamente amasado, no pudo llegar a la sazón de su definitiva cochura por la indomable arrogancia de los guardias. Llegada la noche, los sublevados salieron de sus cuarteles, dejaron dos batallones en Palacio, y los cuatro restantes se retiraron a El Pardo por la Puerta de Hierro, rompiendo así todo lazo con las autoridades establecidas. El absolutismo había lanzado su reto a la Constitución.

El nuevo día, 2 de Julio, trajo, pues, a Madrid alarma no menos grande que la del 2 de Mayo de 1808. La villa era un campamento. Por todas partes tropa de línea y voluntarios, generales encintados que iban y venían sin cesar, escoltas, destacamentos, guardias, toques, llamadas, arengas, banderas, gritos, y el tambor resonando sin cesar como el ronquido del gigante furioso que impaciente aguarda la pelea. Juntose todo lo que era juntable, y constituyose todo lo constituible, comisiones, corporaciones, consejos; se dio principio a una deliberación inacabable, eterna, a la deliberación del peligro, y el Ayuntamiento, el Consejo de Estado, la Diputación permanente de Cortes, la de provincia, abrieron sus embrolladas sesiones permanentes.

¡Inmensa confusión y movimiento inmenso! El parque de San Gil hervía como una fragua. Todo era sacar cañones y llevarlos a un punto para después situarlos en otro, arrastrar y repartir cajas de municiones. Las órdenes se sucedían a las órdenes. Acudían de los cuatro ángulos de Madrid generales y brigadieres que iban a ofrecer sus servicios, y miles de espadas se presentaban desnudas y obedientes al pie de aquella Constitución tan odiada de las damas y de los palaciegos. Los alistamientos sucedían a los alistamientos; no bastaba la tropa de línea, no bastaba la Milicia y era preciso improvisar batallones de paisanos. Con estos y oficiales de reemplazo se formó en el Parque de Artillería el batallón Sagrado, cuyo mando se dio a San Miguel. Muchos individuos de prestigio organizaron compañías a sus expensas, renovando así el sublime fanatismo militar de la gran guerra, y al modo que entonces se formaban partidas de guerrilleros, se hacían ahora compañías de patriotas.

Entre los guardias sublevados había muchos oficiales liberales. Estos abandonaron a sus compañeros al salir de Madrid, presentándose en el Parque a recibir órdenes del Capitán general. Para distinguirse de sus hermanos, que pronto iban a ser sus enemigos, adoptaron el patriótico distintivo de una cinta verde con el lema Constitución o muerte y un pañuelo blanco en el sombrero. ¡Oh! no es descriptible el entusiasmo de los milicianos, cuando vieron desfilar ante las puertas del Parque aquellos jóvenes oficiales, casi todos de familia muy distinguida, que abandonaban voluntariamente, con noble instinto político, las filas del absolutismo para defender la Constitución que habían jurado, la hermosa libertad que amaban, la idea moderna, que veían resplandecer débilmente sobre el cielo de la patria como una estrella cuyo fulgor crecía, prometiendo iluminar algún día todas sus oscuridades.

La multitud prorrumpió en vivas, y ardientes palabras se cruzaron de una parte a otra.

—¡Nobles y dignos jóvenes! — exclamó con lágrimas en los ojos el entusiasta patriota y honrado comerciante que respondía al nombre de D. Benigno Cordero.

—¡Benditas sean las madres que los han parido! — gritó Sarmiento, que a su lado estaba —. ¿Conoce usted, Sr. D. Benigno, a aquel joven que ahora parece arengar a sus compañeros y en este momento da un viva a la Constitución?

— Le conozco, sí. Es Ramón Narváez.

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