XIII

Al entrar en la calle de las Veneras por la plazuela de Navalón, vio a D.

Patricio en la esquina. Vestía de paisano.

— Buenos días, Sra. D.ª Solita — le dijo riendo —. ¡Qué tarde vuelve la niña! Salió usted hace dos horas. Ya está de vuelta de Aranjuez el joven guardia. Traerá buenas noticias. Dígale usted que estamos preparados.

El irónico acento del procaz viejo no hizo impresión alguna en el ánimo de Soledad.

— Buenos días, D. Patricio — le respondió con indiferencia.

Atendía demasiado a lo interior de su alma perturbada para poder discutir sobre los móviles que llevaban a Sarmiento a tales sitios. Al entrar en su casa, Anatolio salió a recibirla. El rostro del joven irradiaba alegría como el de Febo luz.

— Ya estoy aquí — le dijo —. No dirás que he tardado muchos días.

Solita dijo algo sin duda; pero ella misma no supo lo que dijo. Gordón, tomándole de la mano, la llevó adentro. Gil de la Cuadra se enjugaba las lágrimas que la inesperada aparición de su radiante yerno en el cielo de la casa le había producido.

— Mira, querido Anatolio — le dijo —. Debes de estar muy cansadito. Siete leguas a caballo descoyuntan a cualquiera. ¿Por qué no te echas en mi cama?

— Gracias, tío.

— Hombre, ten confianza. Échate, Anatolio. ¿No te parece, Sola, que debe echarse?

— Sí, que se eche... ¿Conque has llegado?...

—¿No te dijo el corazón que llegaría hoy?...

—¡El corazón!... — preguntó Sola que creyó volverse idiota —. No... sí... sí me dijo eso. Siéntate.

— Pero hija, ¿acabarás de dar vueltas por la habitación? — dijo Cuadra riendo —. En resumen: ¿te quitas el manto o no te lo quitas?

—¡Ah! Sí... creí que me lo había quitado ya.

—¡Qué turbada estás!... Hoy comerá Anatolio con nosotros. Ya empieza a participar de nuestra pobreza... ¡Oh! ¡qué feliz soy, Dios mío!... Dime, ¿qué ha habido de particular en el Real Sitio?

— Cosas estupendas — repuso Gordón haciendo al fin lo que tan reiteradamente le había rogado su suegro, es decir, echándose —. Muchos vivas al Rey absoluto, otros tantos al Rey constitucional, bastantes palos y algunos sablazos. El día de San Femando un miliciano insultó al infante D. Carlos.

— Sí, ya lo supimos. ¡Qué iniquidad! ¡Y no se castigan tales desacatos!

— Su Majestad ha venido esta mañana. Dicen por allá, que día más, día menos, va a haber aquí un cataclismo. Mis compañeros están furiosos y decididos a proclamar al Rey neto. Acabáramos de una vez. Lo que ha de venir, venga pronto.

— Dices bien; pero no te metas en nada, querido hijo. Yo sé lo qué es política; sé lo que es conspirar. Mucho cuidado. Sigue a tus compañeros; pero no te distingas entre ellos por un celo excesivo en favor del Rey neto.

— Así lo haré — dijo Anatolio estirándose bien para tocar con las manos la cabecera del lecho —. Poco tiempo me queda de servicio. He pedido mi licencia absoluta... A casa, que es madre, a cuidar de mi familia y de mi conveniencia.

—¡Admirablemente pensado y dicho! Vamos a ver: ¿tienes tus papeles corrientes para la boda?

— Todo corriente. Por mi parte... Que mi prima fije el día.

—¿Que yo fije... que yo fije el día...? — balbució Sola, mirando a su padre.

— Es claro, mujer; que digas: tal o cual día me quiero casar.

— Pues el día... que ustedes quieran.

— Mañana — gruñó Anatolio.

— Hombre... calma, calma. Fijemos un día clásico, el domingo, o para el Carmen.

— Muy bien.

Poco después comieron, siendo muy de lamentar que en día de tanta solemnidad equivocase todas o la mayor parte de las cosas Solita; ¡ella, que no se equivocaba nunca! Mas el padre, única persona que podía apreciar la singularidad de tales distracciones, no fijó en ellas la atención o las atribuyó a una causa muy natural.

Durante la comida, Anatolio, cuyo carácter había parecido hasta entonces poco comunicativo, empezó a desarrollar una locuacidad tan viva, que no era fácil comprender a dónde llegaría por aquel inusitado camino. ¿Era que había envasado en su cuerpo todo el vino que faltaba en la botella puesta con previsora solicitud a su lado? Tal vez sí, tal vez no. No aventuremos un juicio que podría ser desmentido más tarde por los hechos. Lo cierto es que Soledad no le quitaba los ojos, inspeccionando también la altura cada vez menor del líquido y la voracidad del alférez, que sin duda llenaba con comida y bebida todo lo que con el gasto de palabras iba quedando vacío.

Por la tarde, levantados los manteles, salieron los tres de paseo hacia San Blas, no ocurriendo nada digno de contarse sino que Anatolio (quizás sería ilusión de los extraviados sentidos de Solita) no ponía los pies en el suelo ni sostenía su cuerpo con el aplomo y gallardía propios de un militar. De vuelta en la casa, encendieron luces; Sola tomó su costura, don Urbano se puso las antiparras y sacando una baraja que en el cajón de la mesa tenía, invitó a Gordón a echar una partida de mediator. Los tres en torno a la mesilla formaban un grupo por demás interesante en apariencia, y que lo hubiera sido en realidad si los tres corazones latieran a compás, y si las tres almas se contemplaran delicadamente la una en la otra sin interposición de imágenes extrañas y sombras proyectadas desde lejos por otras almas.

Durante largo rato no se oyó más ruido que el de la aguja y las frases y términos propios del juego. A las diez de la noche el cuadro había cambiado. Las cartas estaban esparcidas sobre el tapete; D. Urbano, con los codos sobre la mesa, como un escolar que estudia la lección del día siguiente, leía en voluminoso libro; Anatolio dormía con la cabeza reclinada sobre el hombro, el morrión caído sobre la ceja izquierda, abierta casi de par en par la boca y cruzados los brazos sobre el pecho; Soledad seguía cosiendo con la vista fija en su aguja, las cejas ligeramente fruncidas. ¡Entre las manos y los ojos, qué inmensidad de ideas, de figuras, de imaginaciones! ¡Qué contraste entre la rústica beatitud del novio y la silenciosa meditación de la futura esposa!

A las doce y media oyose ruido de pasos en la parte de la casa habitada por Naranjo. Como las habitaciones eran tan pequeñas, fácilmente se comunicaba todo rumor de una parte a otra, y aun podía verse quién entraba y salía. En la alcoba de Gil bastaba levantar el percal rojo que cubría una vidriera para observar a las personas que pasaban de la escalera a la sala de Naranjo.

— Hija mía — dijo el anciano —, parece que esta noche tendremos también gran ruido.

Asómate a la puerta vidriera y mira quién entra a visitar a nuestro amigo Naranjo.

Soledad se levantó, estuvo breve rato en acecho y volvió diciendo:

— Son tres: los mismos de la otra noche.

— Me lo temía — insinuó Gil de la Cuadra con disgusto —. Esta es una vecindad que no me gusta. Ha entrado también aquel señor...

—¿El eclesiástico gordo? Sí, acaba de entrar.

—D. Víctor Sáez — dijo entre dientes el viejo, apartando el libro.

—¿Es el confesor de Su Majestad, padre?

— Chitón... por Dios... silencio, querida Sola — murmuró Cuadra llevándose el dedo a la boca y abriendo con espanto los ojos —. Cuidado con lo que hablas. Figúrate que no tienes ni ojos ni oídos. Hazte cargo de que nadie viene a la casa del maestro Naranjo.

Soledad recobró la costura.

— Porque has de saber — añadió el viejo —, que estos señores han escogido la casa de nuestro amigo como el lugar menos sospechoso para reunirse y tratar de sus diabluras... Como vivimos solos Naranjo y nosotros, que somos la discreción en persona... Pero yo no quiero meterme en nada... porque esto no tendrá buen fin.

Veo, escucho y callo. Créeme: estoy escarmentado de conspiraciones y sé a dónde conducen.

—¡Conspiraciones!

— Chitón... Por Dios y la Virgen, mucho sigilo.

—¿Y para qué conspiran? — preguntó Sola bajando mucho la voz —. ¿Para trastornarlo todo, para que todo se vuelva del revés?

Al preguntar esto, el semblante de Sola se había animado y resplandecía con la extraña viveza que dan curiosidad o interés profundo. Creeríase que un destello de esperanza lo iluminaba.

— Sí, para volverlo todo al revés. Estas cosas, estos planes son admirables cuando salen bien; pero casi siempre salen mal, hijita. En verdad te digo que de buena gana viviría en otra casa... ¡Hola, hola! Más ruido de botas... Sal a ver.

— Otros dos: los mismos que vinieron hace cuatro noches — dijo Sola, después de observar un rato.

—¿Son los dos altos y bigotudos?

— Sí.

— Los guardias. El más bajo de ellos es el conde de Moy, jefe de uno de los batallones de la Guardia. Ya la tenemos armada.

—¿Qué?

— Pero, tonta, ¿tú no has comprendido? ¡Pues es un grano de anís! La Guardia Real quiere dar al traste con la Constitución y los liberales.

— Los guardias, es decir, Anatolio. ¿Y cree usted que podrán? — preguntó Sola con incredulidad.

— Hija, son muy valientes.

—¿Y en caso de que no puedan, tendrán que huir todos, absolutamente todos, y marcharse de Madrid?

— Un cuerpo tan esclarecido no volverá la espalda.

—¿Y eso será muy pronto?

Soledad mostraba el mayor interés.

— Debe de ser pronto. Es necesario apresurar el casamiento. Quisiera que Anatolio estuviese ya fuera del servicio para esos días. ¡Pobre hijo mío, si le sucede alguna desgracia!

Solita miró a su futuro esposo. Podía haberse creído que aquella mirada era una saeta, porque Gordón se movió en su beatífico sueño, cerró la boca, y llevándose ambos puños a los ojos, se amasó los párpados hasta ponérselos rojos.

—¿Qué hablaban de mí? — preguntó torpemente.

— Vamos, que no has echado mal sueño.

— Si no dormía... Sentí, es verdad, un poco de sueño y cerré los ojos; pero no he dejado de oír lo que hablaban.

— A ver, ¿qué decíamos?

— Que yo debía haber sido eclesiástico en vez de militar.

Soledad rompió a reír.

— Hombre, ¡qué chuscadas tienes! — dijo Cuadra.

— Si oía perfectamente.

— Por Dios, confiesa que estabas dormido. Si me dejaste a medio juego. Por cierto que hiciste perfectamente. Ya se ve... siete leguas a caballo.

—¡Todo sea por Dios!

—¿Sabes que en las habitaciones del Sr. Naranjo — indicó D. Urbano acercando sus labios a la oreja del alférez —, ahí junto, un poquito más allá de aquella puerta vidriera, están tratando de vuestro levantamiento?

—¿De nuestro levantamiento?

— Cabal. ¿Quién creerás que ha venido? El conde de Moy.

—¡Mi jefe!

— Otro señor comandante de guardias, que debe de ser Herón; el confesor de Su Majestad D. Víctor Damián Sáez, y dos señores más que no conozco.

—¿Conspiración?

—¡Silencio! — dijo Cuadra tapándole la boca con la palma de la mano.

— Pues sí, dicen que nos levantaremos. La Guardia Real no puede consentir que el Rey esté sometido por esa canalla; que gobiernen las Cortes; que los gansos de la Milicia se paseen por las calles hechos un brazo de mar, y que El Zurriago y otros papeles indecentes insulten sin cesar a la gente honrada.

—¿De modo que estáis decididos? Mira, sobrino, o mejor dicho, hijo mío, pide tu licencia absoluta.

— Ya la he pedido. Pienso verme fuera antes de que estalle el movimiento que, según dicen, será dentro de no sé cuántos meses.

— Eso es, échate fuera; tú ya has probado que eres valiente.

Soledad volvió a mirar a su primo. No revelaban ciertamente sus ojos nada parecido a la admiración.

— Mi opinión — prosiguió el anciano —, es que no te metas en nada. Haz como yo, que he vuelto la espalda a la política para siempre. Ni siquiera me gusta verte aquí mientras están esos señores tratando sus diabluras. Vistes el uniforme de la Guardia; si algún intruso te ve, pueden sospechar de ti y creer que conspiras.

— Entonces debo marcharme. Además es tarde, y mi prima parece que tiene sueño.

No todos saben descabezarlo en una silla como yo.

— Sí, más vale que te vayas... Se me figura que siento pasos otra vez. Sola, ¿por qué no miras?

Solita observó por la puerta vidriera.

—¡Entra una señora! — dijo Sola con asombro.

—¿Una señora? Esto sí que es gordo. ¿Has dicho que una señora acaba de entrar?

— Sí, padre... Una dama, y por cierto joven y hermosa.

La curiosidad impulsó a Gil de la Cuadra a mirar también; pero la señora había pasado ya, y el viejo no vio nada.

— Yo conozco a esa señora — dijo Soledad apartándose de la vidriera —. Yo la conozco.

—¿Tú? ¿Quién es, cómo se llama? — preguntó Gil con mucho afán.

— Eso es lo que no puedo decir. La he visto hoy mismo.

—¿En dónde?

— En la calle, dentro de un coche.

— Pues mira — dijo Cuadra, dando paseos por su habitación y cerrando la alcoba donde estaba la puerta vidriera —, haz como si no la has visto.

—¿Sabe usted quién es?

— No; pero no ha de ser cosa buena. Mujer que se ocupa en conspirar... ¡Ah, conozco ese perro oficio!

—¿Será alguna princesa?

— Puede ser... — dijo Cuadra meditabundo —. La verdad es que no caigo... En fin, olvidemos esto, hijos míos, y no participemos de tales líos ni aun con el pensamiento.

Naranjo entró a la sazón en el cuarto de Gil de la Cuadra.

— Amigo mío — le dijo —. Como su sobrino de usted es nuevo en la casa, vengo a suplicarle que sea discreto.

—¡Oh! descuide usted. Su boca será un broche.

— Es que podía inadvertidamente contar... creyendo reunión casual...

— Ni por pienso. Oígame usted, Sr. Naranjo. Ya sabe usted que no me meto en nada; ya sabe usted que ni aun me gusta tener por vecindad una conspiración. A pesar de esto, ha excitado mi curiosidad una dama que ha entrado. ¿Querrá usted decirme quién es?

El preceptor se encogió de hombros.

—¿Que no lo sabe usted? No puede ser.

— Esta señora según parece viene comisionada por no sé qué junta que hay no sé dónde... y no digo más. Conque silencio, mucho silencio. Cuidado con lo que se habla.

— Ya sabe usted que todos somos partidarios de la buena causa. El uniforme que lleva mi sobrino es una garantía de su prudencia.

— Lo sé; pero ya saben el sobrino y el tío que no han visto nada; que aquí no ha entrado nadie.

— Absolutamente nadie. ¡Ojalá fuera verdad!

Naranjo volvió a su conciliábulo y Anatolio se despidió hasta el día siguiente.

Gil de la Cuadra, al quedarse solo con su hija, apoyó la sien en la mano derecha y tomó la actitud de quien trata de resolver un grave problema o acertijo.

— Pues por más que cavilo... — dijo después de un cuarto de hora.

Solita alzó los ojos de la costura para decir:

— Yo también medito en ello, y no puedo...

— Nada — añadió el padre —, no caigo en quién podrá ser esa mujer.

— Pues yo tampoco alcanzo quién podrá ser.

Y media hora después, padre e hija se miraron de nuevo, y el uno preguntó:

—¿Quién será?

Y añadió la otra:

—¿Pero quién será?

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