XXIV

Dos días después, el 9 de Julio, Salvador, cumplidos los últimos deberes con el desgraciado D. Urbano, llevose a Solita a su casa. Desde aquel día, su hermana era más hermana, y debía quererla y protegerla más.

— Ahora — le dijo cuando entraron ambos en un coche de plaza —, no te faltará nada.

Estarás en mi casa tranquilamente con mi madre hasta que se presente tu primo, que casi es ya tu marido. Seguramente ha salido con los guardias fugitivos, y si no viene en seguida, tendremos noticias de él.

—¿Han huido muy lejos? — preguntó Soledad con tristeza.

— Muy lejos. Han muerto pocos, por más que digan, para abultar la importancia de las refriegas de ayer. Creo que puedes estar tranquila. He oído los nombres de casi todos los que han parecido, y nada se dice de tu marido.

— No lo es todavía — dijo Soledad dando un suspiro.

— Pero lo será. Al fin llegará tu hora de felicidad. ¡Por Dios, que la has ganado bien! Aunque deseo, hermana querida, que Anatolio venga y te recoja y se case contigo, me agradaría que estuvieras algunos días en mi casa con mi madre, que tanto te quiere.

—¿Y si mi primo no parece? ¿Y si ha muerto? — preguntó la huérfana mirando a su hermano.

— No pienses eso... Pero en caso de que pasara tal desgracia, vivirás con nosotros como si fueras de la familia. No te faltará nada, descuida. Apuesto a que tú misma llegarás a creer que has nacido en mi casa. Y no seas tonta; tampoco te faltará a su tiempo una buena posición. Tienes mucho mérito, y no es dudoso que encontraríamos un hombre honrado con quien casarte.

Soledad al oír esto no hizo más preguntas, y miró con ojos aparentemente distraídos a la gente que al paso lento del coche se veía por ambas portezuelas.

Salvador había trasladado a su madre a una casa que el duque del Parque poseía en el Prado Viejo y cuyas largas tapias ocupaban parte de la vasta manzana comprendida entre las calles del Gobernador y de Atocha. Era más que palacio un conjunto de edificios de distinta edad y construcción, unidos por dentro, y en los cuales la parte habitable era muy pequeña, si bien embellecida y alegrada por una frondosa huerta, algunos de cuyos pinos corpulentos viven todavía, y parece que saludan a sus honrados vecinos los del Botánico. Allí condujo Monsalud a Solita.

— Al fin — dijo cuando entraron en el ancho patio —, me encuentro en un sitio donde podré olvidar el ruido de los tiros de fusil y de los cañonazos. ¡Qué silencio! ¡Qué hermosos pinos! Allí hay un establo. Aquí veo dos ovejas atadas junto a la yerba...

Vamos ¿también palomas?... ¡Qué precioso es este emparrado! ¡Y cómo está de uvas!... Por allí hay otra puerta y más arriba la noria. Pues no estará poco cansado ese pobre animal dando vueltas todo el día... Y no faltan melocotoneros; vaya, que tendrán mucha fruta... ¡Qué perro tan bonito!... ¿Sabes que de aquí se ve mucho cielo, pero muchísimo?... ¿Y eso que está delante es el Jardín Botánico? Buena finca.

De esta manera expresaba el placentero alivio de su alma, al verse transportada a mansión tan encantadora; pero el recuerdo del pobre viejo, y el considerar lo mucho que a este hubiera gustado vivir allí, la arrojaban de nuevo en las negras honduras de su aflicción. Doña Fermina salió a recibirla, y el día pasó tranquilo aunque muy triste.

Salvador salió, deseando averiguar la suerte del perdido esposo futuro de su amiga; pero esto era cosa harto difícil todavía. Los ocultos en Madrid no saldrían fácilmente de sus madrigueras, y los dispersos estaban demasiado lejos. Se sabía, sí, que la caballería de Almansa y la Milicia habían cogido muchos prisioneros en los alrededores de Madrid; que Palarea, persiguiéndoles con ochenta caballos, había echado el guante a trescientos cincuenta y seis; que Copons había hecho también buena presa y matado a algunos. En los días sucesivos se tuvo noticia de los detenidos en Húmera y en el Escorial, y de los que fueron a dar con sus fatigados cuerpos en Tarancón y Ocaña; pero ni entre los prisioneros ni entre los muertos se tuvo noticia de ningún Anatolio Gordón.

— Esta falta de noticias — dijo Monsalud a Soledad, algunos días después del 9 —, me hace creer que vive. Debe de ser de los que están escondidos en los pueblos, o de los que han ido a unirse a las facciones del Norte.

—¿En ese caso no podrá volver a Madrid? — preguntó la huérfana con viveza.

— Sí, podrá volver dentro de poco. Aquí se perdona pronto, y todo se olvida. No te apures.

Soledad no demostraba en verdad grande apuro porque su primo volviese; pero interesada por la vida del excelente joven, dijo así:

— El pobrecillo es tan bueno, que Dios no le habrá dejado morir. Por Dios, hermano, no te descuides en averiguar si vive, y si en caso de vivir necesita algún socorro.

Continuando sus diligencias, Salvador fue una mañana a la Casa—Panadería, donde su buen amigo D. Primitivo Cordero había formado, con no menos trabajo que fruición, listas de los guardias prisioneros y heridos que se iban recogiendo.

—¿D. Anatolio Gordón? — dijo el patriota mirando al techo —. Ese nombre no me es desconocido. Yo lo he oído, lo he oído estos días. Siéntese el amigo Monsalud, mientras hago memoria y registro estos apuntes... Pues no hay nada; sin duda confundo ese nombre con otros. ¿Era alférez?

— Alférez de guardias en el tercer batallón.

— Los del tercero están casi todos muy lejos de aquí. Veremos si mañana se sabe algo. ¿Qué le pareció, amiguito, nuestro famoso Te Deum en la Plaza? ¿Hase visto fiesta más solemne en lo que va de siglo?

— En verdad que estuvo magnífica... pero si me hiciera usted el favor de preguntar a los dos ayudantes de Palarea que están arriba... Ellos quizá sepan...

—¿El paradero de su amigo de usted?

— De Gordón.

—¡Oh! descuide usted, yo lo averiguaré. Esta tarde tengo que ir al Ayuntamiento, después al Ministerio de la Guerra. Quizás allí lo sepan.

— En el Ministerio de la Guerra no saben nada. La Milicia, que es quien ha hecho las visitas domiciliarias, lo sabrá seguramente.

— Ahora me informaré... pues mire usted, amigo Monsalud, pensamos celebrar otra fiesta mucho más solemne, mucho más grande, mucho más importante que el Te Deum de la Plaza Mayor. Se hablará de esa fiesta mientras haya lenguas en el mundo.

—¡Oh! sin duda será soberbia esa solemnidad. Pero...

— Figúrese usted... — añadió asiendo las solapas de la levita de su amigo —, que se trata de un banquete.

—¡Ah! ya... eso podrá ser magnífico, señor Cordero; pero no es nuevo.

— Un banquete en celebración del triunfo del pueblo sensato sobre el absolutismo.

Ha de haber nueve mil cubiertos para otras tantas bocas. ¿Qué tal?

— Es un mediano número de bocas, mayormente si todas tienen buen apetito.

— Me han nombrado de la comisión — dijo Cordero echando hacia atrás el morrión en la redonda cabeza —, y he propuesto, después de estudiar detenidamente el asunto: 1.º, que el banquete no sea comida, sino almuerzo; 2.º, que se celebre en el espacioso Salón del Prado; 3.º, que se pongan dos mil ciento diez varas de mesa, porque yo he hecho mis cálculos y es imposible que los nueve mil cubiertos quepan en menos espacio. ¿No lo cree usted así?

— Si usted ha hecho los cálculos, ¿a qué me he de quebrar yo la cabeza?

— Dos mil ciento y diez varas de mesa que se construirán en trozos formando setecientas cincuenta mesas de a doce cubiertos; 4.º, que el almuerzo sea frugal, porque no nos reunimos para sacar el vientre de mal año, sino para fraternizar y hacer memoria de nuestro gran triunfo; 5.º, que cada convidado pagará treinta reales adelantados, cuyo recibo servirá de papeleta para...

— Si usted tuviera la bondad de informarse... — dijo Salvador con impaciencia interrumpiéndole —. ¡Es para mí tan urgente averiguar algo de ese joven!...

—¡Cosa sencillísima!... ¡Ah! ¡si pudiera yo entrar en la jefatura política, como en tiempo de San Martín!... Ya sabe usted que ha huido el pobre Sr. Tintín, porque los exaltados parece que trataban de asesinarle. Esta peste de patriotas matones perderán la libertad en España. ¿No cree usted lo mismo?... Pero si en la jefatura política no puedo hacer nada... Veremos los partes de las visitas domiciliarias.

— Es lo mejor.

— A ver — gritó D. Primitivo llamando a un ordenanza —. ¿Está el Sr. Calleja?

—¿Es el barbero de la carrera de San Jerónimo? — preguntó Salvador.

— El mismo... pero ahora recuerdo... ¡Qué cabeza la mía! Ya se ve; con tantas cosas en que pensar...

—¿Qué?

— Calleja ya no viene por aquí. El nuevo Ministerio le ha dado un puesto en Gobernación. ¿Le parece a usted bien cómo empieza el Ministerio exaltado? ¡Ah! Sr. San Miguel, Sr. San Miguel, usted acabará de perder el Sistema.

— Es una lástima que el Sr. Calleja... — dijo Monsalud contrariado —. ¿Conque está en Gobernación? Ahora sabremos quién es Calleja. Aquí no faltará quien me dé noticias.

—¿Por qué no sube usted? Se me figura que aún estará arriba mi tío.

—¿El Sr. D. Benigno? ¡Qué hallazgo! — dijo Monsalud con alegría corriendo a la escalera.

Sumamente disgustado de su conferencia con Cordero menor, buscaba a toda prisa quien con más diligencia y buena voluntad diese los informes apetecidos. Halló efectivamente en el piso alto a D. Benigno Cordero, medianamente lleno de vendas y parches a causa de sus gloriosísimas heridas; pero siempre afable y sonriente, como hombre a quien no perturban achaques ni deterioros del miserable cuerpo.

Despachaba con otros jefes de la Milicia asuntos propios de la Institución, y entre párrafo y párrafo sobre los asuntos del día, trazaba con segura y gallarda letra algunos renglones en papel de oficio.

— Bien venido, amigo mío — dijo dando la mano al visitante.

Salvador le preguntó con mucho interés por su salud, por el estado de sus heridas y verdadera importancia de cada una de ellas.

— Esto no es nada, caballero Monsalud — dijo D. Benigno poniéndose las gafas a la altura que les correspondía —. No merece la pena preguntar por ello. ¿Y usted? Ya, ya sé lo que le trae aquí. Ayer me lo dijeron: busca usted a un alférez de guardias que se ha evaporado.

— Efectivamente — repuso el joven, gozoso de ver que el señor comandante se adelantaba a sus investigaciones —, creo que si aquí no me dan noticias...

— Descuide usted... pero da la maldita casualidad de que el Gobierno ha pedido ayer todos los datos. Sin embargo, se conservan algunos apuntes de las visitas domiciliarias.

— Veámoslos, si le parece a usted.

— Por cierto — dijo D. Benigno —, que no comprendo este afán del Gobierno de meterse en todo. ¡Ah, señores exaltados, ahora queremos ver qué tal lo hacéis! Una cosa es gritar en los clubs o en las logias y otra cosa es gobernar en las poltronas.

— Tiene usted razón. De modo que...

— Vamos, dígame usted su parecer, ¿qué piensa usted de este Gobierno? — preguntó don Benigno arrellanándose en el sillón, y rascándose la oreja con la pluma.

— Yo no he tenido tiempo aún de pensar en el Ministerio. Será como todos, será bueno si le dejan gobernar. ¿No cree usted lo mismo?

— Y yo digo que esta es la ocasión de que veamos si se cumple lo prometido. Temo mucho que esos señores hagan alguna barbaridad, porque todos ellos son gente inexperta y ligera de cascos. Tenemos de ministro de Estado a un literato, y esto...

francamente.

—¡San Miguel literato!

—¿No compuso la letra del himno de Riego?... Francamente desconfío de los literatos. Tenemos de ministro de la Guerra a López Baños, que ayer era capitán, y de ministro de Marina al célebre Capaz, que se dejó tomar los barcos con cargas de caballería. Tenemos en Ultramar a un Sr. Vadillo, comerciante de ultramarinos en Cádiz, y de Hacienda a un tal Egea... Y yo pregunto, ¿quién es Egea?

— Eso mismo digo yo, ¿quién es Egea?

— Si al menos estos señores, a falta de grandes dotes, tuvieran templanza...

— Es claro, si tuvieran templanza... Pero no se olvide usted, mi querido D. Benigno, de averiguar...

—¡Ah! ¿ese joven alférez? Es muy fácil... Ya sabe usted que Su Majestad ha desterrado a toda la cuadrilla de palaciegos que le tenían engañado y seducido.

— Así parece; mas...

— El marqués de Castelar ha sido desterrado a Cartagena, el de Casa—Sarriá a Valencia, y los duques de Montemar y Castro—Terreño, no sé a dónde... Esos tienen la culpa de todo, esos, esos... cuatro o cinco aristócratas inflados, que beberían la sangre del pueblo si les dejaran. Pónganse en un puño a media docena de hombres pérfidos y verán cómo se arregla todo y echa raíces el Sistema por los siglos de los siglos.

— Seguramente... Si usted me lo permite...

— Porque Su Majestad — prosiguió Cordero encariñado con su idea como un niño con un juguete —, no es malo. Yo creo que dijo de buena fe aquello de marchemos, y yo el primero; pero ya se ve... ¡hay tanto pillo, tanto servilón empedernido! Yo no sé por qué esos hombres no han de amar la libertad, una cosa tan clara, tan patente, tan obvia. ¡Ah! si todos fueran razonables, templados, tolerantes, esto sería una balsa de aceite, ¿no es verdad?

— Lo sería, sí, señor. ¡Qué lástima que no lo sea! Me retiro, Sr. D. Benigno, tengo mucho que hacer...

—¿Sin llevar las noticias que desea? Aguarde usted, por Dios — dijo D. Benigno deteniéndole —. Es cuestión de un momento. ¿Ese joven era alférez? ¿Fue de los que huyeron o de los que se escondieron en las embajadas y en las casas?

— Eso es lo que trato de averiguar.

— Muy bien. ¿Sabe usted si se batió bien? ¡Qué lástima de muchachos! Perderse por una causa tan mala. Dicen que Su Majestad les incitaba a degollarnos. Yo no lo creo. No hay quien me quite de la cabeza que Fernando no es malo, no, señor; que desea nuestro bien; que no es enemigo del Sistema... pero ya se ve, con la multitud de pillos que le rodean... Sé que ha lamentado los sucesos del día 7. Usted tendrá noticia de su famosa entrevista con el general Riego.

—¿De mi entrevista con el general Riego? — dijo Monsalud abrumado por la pesadez del señor comandante.

— Hombre no, de la entrevista de Su Majestad con el general D. Rafael del Riego.

— Algo he oído, sí; pero... si usted me hiciera el favor...

— Pues el mismo general me lo ha contado anoche. Es verdaderamente patético el caso. El Rey le llamó, y delante de todo el Cuerpo diplomático, le dio un abrazo apretadísimo, diciéndole que le apreciaba mucho.

— Por muchos años.

— Si llego a estar presente, de fijo se me saltan las lágrimas — añadió Cordero —. He aquí una reconciliación en que yo vengo pensando hace tiempo, sí señor, y si fuera sincera y durara mucho, ¿quién duda que los pérfidos serían aniquilados y confundidos? Su Majestad mismo se lo manifestó así al General: "En mi corazón, — le dijo — no tendrán ya entrada los consejos de hombres pérfidos". Sí es mi tema.

Los pérfidos, los pérfidos tienen la culpa de todo. Tres o cuatro pillos, ambiciosos...

—¡Todo sea por Dios!

— Le digo a usted que el general Riego salió de Palacio entusiasmado, pero muy entusiasmado. Había que oírle. Su Majestad se le quejó de los insultos, del trágala... Es natural. Siempre me ha parecido una vileza mortificar al Soberano con groserías. Riego piensa lo mismo. Ya sabe usted que ayer cuando formamos en la Plaza, el general nos arengó, después de haber regalado aquí mismo una medalla al Excelentísimo Ayuntamiento. Pues nos dijo muy bellas cosas, ¡vaya!... Nos dijo que deseaba no se cantase más el trágala, y que habiendo empeñado su palabra en nombre de todos, rogaba al pueblo que no la quebrantase por su parte. Ese, ese es el camino. También suplicó que no se le victorease más, porque su nombre se había convertido en grito de alarma.

— Buenas tardes — dijo Monsalud levantándose, resuelto a evitar con una retirada brusca el bombardeo de palabras del digno comandante de la Milicia.

—¡Tan pronto!... pero me parece que usted venía a saber algo... No recuerdo ya.

Salvador no pudo contener la risa y repitió las preguntas.

— Gordón, Gordón... — dijo D. Benigno acariciándose la boca —. ¡Ah!... ¿Por qué no me lo dijo usted antes?... Ya sé, ya sé dónde está ese joven. Dispense usted, amigo.

Tiene uno la cabeza en tal estado...

—¿Vive? ¿En dónde está?

— Si no me engaño, anoche he oído hablar de ese joven a D. Patricio Sarmiento.

— Malo, malo.

— No, no se apure usted. Tengo entendido que fue Pujitos quien le encontró en cierta casa... Creo que en la calle de las Veneras. Parece que estaba herido.

— Gracias a Dios. Algo es algo. Corramos allá.

Sin esperar a más, y temiendo que un solo minuto de detención diera aliento a D.

Benigno para engolfarse en nuevo piélago de comentarios y observaciones políticas, apretole la mano que tenía libre de vendajes y salió a toda prisa, decidido a poner entre su persona y los Cordero toda la distancia posible, siempre que tuviese que hacer averiguaciones en el vasto campo de la Milicia.

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