XXV

Cuando Salvador se presentó en su casa, después de las pesquisas que hemos descrito y de otras que siguieron a aquellas, iba triste. Sin duda llevaba malas noticias.

— No hay que perder la esperanza, querida Sola — dijo cariñosamente a su hermana — . Las noticias que hoy te traigo son muy buenas. Ya se sabe que no murió en la jornada del 7, que fue herido, aunque levemente; que después de dos días de estar escondido en sitio que se ignora, le cogieron los milicianos al querer entrar en la que fue tu casa. No se sabe más.

—¡Entonces está en Madrid! — manifestó Soledad con sorpresa y mirando con azoramiento a un lado y otro como si temiera ver entrar una visita desagradable.

— Ten calma y paciencia, que ya vendrá — dijo Monsalud observando el rostro de su hermana.

Después añadió, hablando consigo mismo:

—¡Qué propio está el uno para el otro! Será lástima que esta pareja se descabale.

A sus ojos, la huérfana que bajo su amparo exclusivo vivía ya, quizás para siempre, era una criatura de estimables prendas, buena como los ángeles; pero sin ninguno de aquellos encantos que fascinan y encadenan el alma de los hombres; un espíritu superior, pero sin aparente brillo; un entendimiento poco común, pero sin alto vuelo; una sensibilidad más delicada que fogosa y que antes parecía timidez que verdadera sensibilidad; una figura insignificante y dulces facciones ante las cuales podía encender perdurables fuegos la amistad y la fraternidad, pero ni una sola chispa el amor. Tal la veía las pocas veces que acertaba a fijar en ella la voluble atención. Comúnmente no se cuidaba de la existencia de su protegida sino cuando la tenía delante, y si en otras partes de esta historia le vimos ocuparse tan solícita y noblemente de prestarle beneficios, fue porque el sentimiento de caridad era en él muy vivo, y en todas las ocasiones semejantes se manifestaba de la misma manera.

Sin embargo, en aquellos días de residencia en la posesión del Prado Viejo, verificose ligera mudanza en la conducta de Salvador Monsalud con respecto a su hermana adoptiva.

Viósele más expansivo, más locuaz y afectuoso, hasta un grado de vehemencia que la huérfana no había conocido en él sino tratándose de otras personas. Buscaba Salvador la compañía de Solita, lo cual no había hecho nunca, y sus salidas de la casa eran menos frecuentes, menos largas. Encargábale mil faenas domésticas, tonterías y nimiedades que cualquier otra persona podía hacer, pero que a él no le agradaban si no ponía la mano en ellas su intachable y casi perfecta hermana.

Hacíale preguntas muy prolijas sobre accidentes lejanos de su vida, de su niñez, sobre todas aquellas partes de sus desgracias de que él no había sido testigo. Una mañana estaban solos bajo la sombra de aquellos altos pinos, que en los días serenos bañaban en sol su ramaje negro, y en las tristes noches de viento se mecían murmurando. Salvador le habló de este modo:

— Sola, deseo que entre mi madre y tú traméis alguna intriga contra mí.

Ella le miró absorta, porque no comprendía nada de tan extravagantes palabras.

— Sí — prosiguió él —, una intriga contra mí para detenerme, para atarme, porque si no, es posible que haga un gran desatino.

— Pues qué, ¿vas a volar? — preguntó Sola cubriendo con una frase festiva la emoción que llenaba su alma.

—¡A volar! sí; has dicho la palabra propia. Hace días que trato de cortarme yo mismo las alas. ¡Qué tormento, Solita! Tú por fortuna no conoces esto... Anoche, durante las largas horas sin sueño, he estado pensando que mi madre y tú podríais salvarme.

—¿Cómo?

— Encerrándome. Atándome de pies y manos como a los locos.

— Yo no entiendo de esas cosas tan sutiles, si no me las explicas bien — dijo Sola, cuya palidez crecía por momentos.

— Es verdad. Tú eres demasiado buena para comprender esto. Tú no tienes más guía que tu deber. Tu voluntad no se aparta nunca de la ley moral; tú eres un ángel.

¿Qué dirías si me vieras arrastrado a cometer los mayores dislates, conociéndolos y sin poder evitarlos?

— Que eras un hombre débil y menguado. Pero por fortuna no es así.

— Por desgracia es así. Has acertado; me has calificado perfectamente.

—¿Y qué desatino vas a cometer? ¿Es un crimen?

— También puede serlo. ¡Qué desgraciado soy! Me he metido en un torbellino espantoso y no puedo salir de él. Si el hombre tuviera fuerzas para vencer la atracción poderosa que le arrastra de aquí para allí y le hace dar mil y mil vueltas, no sería hombre: sería Dios. Lo que no puede un astro que es tan grande, ¿lo ha de poder un miserable hombre?

—¿Pues no ha de poder? Un astro es un pedrusco y un hombre es un alma — dijo Sola con inspiración.

— Precisamente el alma es la que se pierde, porque es la que se fascina, la que se engaña, la que sueña mil bellezas y superiores goces, la que aspira con sed insaciable a lo que no posee y a hacer posible la imposibilidad, y a querer estar donde no está, y a marchar siempre de esfera en esfera buscando horizontes.

— Pues adelante, sigue. ¿Quién te estorba?

— Nadie... pero yo quisiera que alguien me estorbase, quisiera hallarme en ese estado de esclavitud en que muchos están; tener una cadena al pie como los presidiarios. Puede ser que entonces viviera tranquilo y me curase de este mal de movimiento que ahora me consume. ¿No crees lo mismo?

— Entonces serías más desgraciado — dijo Solita mirando al suelo —, porque la esclavitud no es buena sino cuando es voluntaria.

— Es que yo quisiera que la mía fuese voluntaria. ¡Qué mal me explico! Ello es, amada hermana, que yo quiero y no quiero, deseo y temo, anhelo ir y anhelo quedarme... Es preciso que alguien me ayude. Un hombre abandonado a sí mismo y sin lazo alguno, es el mayor de los desdichados. Ni mi madre ni tú tenéis iniciativa contra mí; ella me deja hacer mi voluntad sin una queja, sin una protesta, y esto no es bueno. Yo quisiera que tú no la imitaras en esto, ¿entiendes? Te autorizo para que te ocupes de mí, para que seas impertinente y me preguntes y me reprendas y averigües y seas una especie de dómine.

—¡Qué cosas tienes! — exclamó Sola riendo, a punto que una súbita y dulce llamarada, saliendo de lo más íntimo de su ser, se extendía por cuanto abarcaba la conciencia de ella misma, estremeciéndola toda, humedeciendo sus ojos y entorpeciendo su lengua —. Yo no sirvo para dómine tuyo, ni yo me puedo entrometer en lo que no me importa.

— Hazte la mosquita muerta — indicó Monsalud sonriendo y en voz baja —. Pues no dejas de ser preguntona.

— Es verdad — dijo Sola con viveza —. Pregunto lo que me interesa, lo que interesaba a mi pobre padre.

— Si él no me perdonó, tú has sido más humana y me has perdonado mi falta sin conocerla.

— Y después que la conozco te la perdono también, — dijo Sola a medias palabras a causa de su mucha emoción.

—¡La conoces tú! — exclamó vivamente Salvador poniéndose pálido.

— Sí. Al fin todo se sabe. Por lo visto la falta de buenos ángeles tutelares que sujeten y corten las alas no es sólo de ahora.

Monsalud se levantó bruscamente, y con las manos a la espalda, el ceño fruncido, dio algunos paseos por la huerta, sin alejarse mucho y recorriendo una órbita bastante reducida alrededor de su hermana adoptiva. Esta no se movió ni le miró.

Un instante después el joven se detuvo ante ella, y con familiaridad muy natural le dijo:

— Estoy pensando que si tu primo no quiere parecer, que no parezca. Yo no pienso dar un solo paso más por encontrarle.

— Él se cuida poco de mí — dijo Sola —, cuando no me avisa lo que le pasa, ¿no es verdad?

— Seguramente. Ese joven se porta muy mal; pero muy mal.

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