XXVI

Salvador estuvo en la casa más tiempo que de ordinario, y al salir regresó más pronto que de costumbre. Mientras estuvo fuera Soledad le acompañó con la imaginación, sin apartarse un punto de su persona, siguiéndole como sigue la esperanza a la desdicha. El pensamiento de la pobre huérfana alzaba atrevidamente el vuelo y sus sentimientos, cual si fueran sustancia material que se dilata, parecía que la llenaban toda con expansión maravillosa, y lo interior de su ser pugnaba por rebasar la estrecha superficie del mismo y echarse fuera. La emoción no la dejaba respirar. Por la tarde sintió necesidad imperiosa de estar sola, de salir de la habitación, que se le empequeñecía más cada vez, y bajó a la huerta. El estado de su alma se avenía a maravilla con la grandeza del cielo inmenso, infinito y la diafanidad del aire claro y libre que a todas partes se extiende. Fuera de la casa y sola se encontró mejor; pero no muy bien. Su alma quería más todavía. Vagó por la huerta largo rato, acompañada de un perrillo que se había hecho su amigo. La tarde era hermosa, y toda la vegetación sonreía.

De pronto Solita sintió pasos junto a la puerta de la tapia. Vio que aquella, con ser tan pesada, se abría ligeramente al impulso de vigorosa mano. Dio la joven algunos pasos hacia la puerta, esperando ver con los ojos del cuerpo a cierta persona; pero se quedó fría, yerta y como sin vida, cuando vio que entraba un hombre negro, mejor dicho, un hombre blanco, rubio, dorado como el marco de un espejo, y todo cubierto por venerables ropas negras, como las de los clérigos vestidos de seglares.

Traía un brazo en cabestrillo, formado con un pañuelo negro también.

Era Anatolio.

Acercose el joven guardia; pero Soledad no dio un solo paso hacia él, ¡tanto era su estupor! y no parecía sino que la había clavado en el suelo.

— Prima, señora prima — dijo el joven llevándose al luengo sombrero la mano útil —.

Gracias a Dios que nos vemos...

—¡Pobre primo! — balbució Sola —, pero si yo creí... ¿Conque no te ha pasado nada? Pero tienes un brazo vendado.

— Lo del brazo es poca cosa — dijo Gordón —. Aquí en el costado derecho tengo lo peor; pero a Dios gracias no me enterrarán de esta.

— Y estás pálido... Pero, entremos en la casa. Aquí hace mucho calor.

Gordón la siguió y bien pronto prima y primo se sentaban en un mismo sofá.

Viendo el semblante de uno y otro no se podía asegurar cuál de los dos estaba más herido.

Sola dijo algunas frases entrecortadas con la mayor turbación. Anatolio habló de esta manera:

—¡Conque ha fallecido mi digno tío!... ¡Dios mío, qué desgracia! Bien decía yo que no estaba bueno.

Sola rompió a llorar.

— Vamos, no te apures, mujer... Eso ya no tiene remedio. Si Dios quiso llevárselo, ¿qué vamos a hacer nosotros? No te aflijas, mujer. Es preciso tener paciencia.

— Mi pobre padre te adoraba — dijo Soledad —. Si le hubieras escrito mientras estuviste en el Pardo, tu carta le habría dado gran consuelo.

— Yo le mandé varios recados con algunos amigos; pero sin duda no se los dieron.

El día 7, cuando nos batimos y fuimos derrotados, me escondí en una casa.

Curáronme, y el 9 por la noche pude salir y fui a donde tú vivías. Dijéronme lo que había ocurrido. Pues no me ha costado poco trabajo averiguar dónde estás... Pero dime, ¿por qué no sigues en tu casa? ¿qué casa es esta?

De pronto Soledad no supo qué contestar.

— Esta casa es de un amigo — dijo al fin.

— Por cierto que no oí hablar a tu señor padre de ningún amigo que tuviese estas casas. Dime, el amigo que te ha traído aquí, ¿era también amigo de tu padre?

— No — repuso Soledad lacónicamente, resistiéndose a la mentira con todas las fuerzas de su alma.

—¿No era amigo de tu padre? — preguntó Anatolio con seriedad que sentaba mal a su agraciado rostro — ¿Pues de quién lo era?... Querida prima, yo tengo que hablarte con franqueza. Yo he venido aquí informado de todo.

—¿De qué, primo?

— Tú dirás que soy un poco brusco porque no sé decir las cosas con maña y rodeos bonitos; pero Dios me ha hecho así, y no lo puedo remediar. Soledad, yo no me puedo casar contigo.

— Anatolio, como tú quieras — repuso la joven, considerando que no podía responder otra cosa.

— Yo he tenido fe en ti; yo te he creído una buena muchacha. Es posible que lo seas; pero yo dudo, y contra la duda ya sabes que no hay fuerzas que puedan luchar.

— Eso es verdad; ¿pero por qué dudas de mí?

— Porque me han dicho... ¡Jesús lo que me han dicho! Antes te informaré de que fui a parar a cierta casa donde vive un hombre honrado, maestro de obra prima, a quien llaman Pujitos, el cual si se ha batido fieramente en las calles contra nosotros, no por eso carece de sentimientos caritativos, y no sólo me ocultó en su casa, sino que me ha cuidado como si fuera un hermano... Pues bien, grande amigo de ese Sr. Pujitos es un tal Lucas Sarmiento, con quien yo anduve a palos cierta noche. Después nos hemos reconciliado, porque el odiar al prójimo a nada conduce. He aquí que Sarmiento me refiere cosas muy raras de ti. Dice que a escondidas de tu padre tenías amistades con un guapo mozo llamado Salvador Monsalud, el cual ha sido tu protector y amparo durante la gran miseria que habéis padecido. Me dijeron que después de muerto tu padre, te trajo a esta casa que es la suya. Yo lo dudaba, lo dudo todavía, querida prima. Dime tú si es cierto.

— Ya lo ves — repuso Soledad serenamente —, esta es su casa.

—¿Y es cierto también que a escondidas de tu padre y sin que él sospechase nada, veías a ese hombre y recibías de él los auxilios que necesitabas?

— Cierto es, primo. ¿Cómo he de negarte lo que no tiene nada de malo?

—¡Nada de malo! — exclamó Gordón abriendo con espanto los ojos —. Sra. D.ª Solita, ¿por quién me toma usted? ¿Se burla usted de mí?

— No, querido primo, no me burlo. Es que si tú no puedes comprender lo que te he dicho, peor para ti.

— Un hombre, un buen mozo, un amiguito que protege a una muchacha a hurtadillas del padre de esta... Ya se ve, ¡cómo había de consentir mi tío semejante infamia!

—¡Primo, mira cómo hablas! No tienes derecho a calificarlo que no conoces — dijo Sola con entereza.

— Sea lo que quiera, prima; yo veo eso muy turbio, pero muy turbio. Por consiguiente...

— Tú podrás verlo turbio, muy turbio o como quieras; pero no formes juicios temerarios.

— Por consiguiente, repito, yo desde este momento retiro mi promesa.

— Eres muy dueño de hacerlo así.

— Ya ves que procedo con franqueza, que me porto decentemente contigo, viniendo aquí, hablándote, diciéndotelo con la mayor claridad.

— Era natural que lo hicieras así.

— Sin embargo, si tú me probaras de una manera evidente que no ha habido culpa en tu conducta...

—¿Y cómo he de probar eso? Mi única prueba es decirte: soy inocente. Si esta no te basta...

— No, no me basta; ¿qué quieres? Somos hombres, y como hombres dudamos, Sola.

Para yo sostener mi promesa, es preciso que de un modo irrecusable, positivo, me convenza de tu inocencia.

— Es que yo — dijo Soledad con firmeza —, aunque te convenzas de mi inocencia, no quiero ya casarme contigo...

—¿No? — exclamó Anatolio abriendo toda su boca —. Luego tú tramabas alguna traicioncilla contra mí, en vida de tu padre... ¿Pues no te conformaste...?

— Anatolio, yo te estimaba y te estimo mucho. No me pidas más explicaciones.

— Veo que estoy haciendo un papel desairadísimo — dijo el primo levantándose.

— Nada de eso... De cualquier manera que sea, espero que no me guardes rencor.

— Yo no soy rencoroso. Si algún día me necesitas... puede que me necesites...

Pienso dejar el servicio y marcharme a Asturias. No más armas. Digo que si me necesitas... estaré siempre a tu disposición.

— Adiós, primo.

— Que lo pases bien.

Anatolio, en su tosca naturaleza, no podía disimular que estaba vivamente contrariado, y que sus sentimientos acababan de sufrir un golpe bastante rudo, conmoviéndose en lo que era capaz de conmoverse aquel humano castillo, que si no era de piedra, poco le faltaba.

Saludó con dignidad a su prima.

— Adiós, Anatolio — le dijo esta —. Sabes que te quiero bien.

Gordón repitió sus reverencias; pero no pudo añadir una palabra más. Hasta que le vio atravesar la puerta para salir, Solita no consideró cuán grande era la semejanza de su primo en aquel día con un joven sacerdote vestido de seglar.

Share on Twitter Share on Facebook