XII

—Sobrina —dijo el Marqués—, ya pronto tendremos aquí las tropas de Castaños. ¿Sabes lo que ahora le decía al señor de Malespina? Pues le decía que si la Junta de Sevilla me comisionara para entrar en negociaciones con los franceses, tal vez lograría poner fin a esta desastrosa guerra.

—¿Qué negociaciones ni qué ocho cuartos? —dijo con desprecio Malespina—. ¡Oh! ¡Si la Junta de Sevilla siguiera el plan que he imaginado estos días! Mientras no demos a la artillería el lugar que le corresponde, no es posible alcanzar ventaja alguna. Mis recientes estudios sobre cyclodiatomía y capéltica me han hecho descubrir importantes principios que ahora debieran llevarse a la práctica.

—Reniego de la ciencia que inventa medios de destrucción —exclamó con gesto elocuente el Marqués—. Cuando por las vías diplomáticas pudieran las naciones resolver todas sus querellas. ¡La guerra! ¿De qué sirve la guerra? ¿Vale la pena de que perezcan miles de seres humanos por una cuestión que podría arreglarse con un pedazo de papel y una pluma mojada en tinta, puesta en manos de alguna persona que yo me sé?

—Hombre de Dios, sin la guerra ¿qué sería del mundo? Y sobre todo, ¿qué sería del mundo sin la artillería? Montecúculi dice que las batallas «dan y quitan las coronas, concluyen las guerras e inmortalizan al vencedor».

—¡Sangre y luto y desolación! Pero no disputemos sobre el volcán, amigo. La guerra es un mal pero existe hoy entre nosotros. Lo que conviene es buscar alianzas en Europa. Por eso, desde que llegué a Andalucía sugerí a la Junta Suprema la idea de pedir auxilio a Inglaterra. ¡Magnífico pensamiento, que ni a Saavedra ni al P. Gil se les había ocurrido!

—¡Y usted se atribuye la invención! —dijo con sorna Malespina—. Pero, hombre de Dios, si los asturianos fueron los primeros que en tal cosa pensaron, y desde el 30 de mayo salieron de Gijón mis queridísimos amigos D. Andrés Angel de la Vega y el vizconde de Matarrosa, hijo del conde de Toreno... ¡Bah, bah!... Estos diplomáticos han perdido la chaveta. Nada, amigo mío: yo le dije al P. Gil que cuidara de aumentar la artillería, adoptando los adelantos que yo quiero introducir en el arma. Pues qué, ¿cree usted que Napoleón no tiene noticia de ellos? Yo he descubierto que antes de invadir a España mandó una Comisión secreta para que averiguara si estaba yo aquí. Como entonces mi familia hizo correr la voz de que yo había pasado a América, Napoleón dijo: «Pues no hay cuidado ninguno», y ordenó la invasión. Ya, ya me conoce de antiguo.

—¡Qué vanaglorioso es usted! —dijo el diplomático con mayor fatuidad que la de su amigo—. Eso lo dice usted por obligarme a hablar, por obligarme a que revele... No; es secreto de Estado, del cual quizás depende la paz de España y de Europa, no saldrá de mis labios ni soy hombre que cede fácilmente a las sugestiones de la curiosa e imprudente amistad.

Todo eso es pura farsa. Sepamos de una vez esos secretos.

—¡Farsa! —exclamó con enojo el diplomático—. Pero ya comprendo el juego. Lo mismo hace mi sobrina cuando quiere obligarme a que revele los secretos de Estado. No; callaré, callaré, aunque usted me insulte, aunque usted aparente dudar de mi veracidad para que la indignación me haga romper el silencio. ¡Pues qué! Si yo dijera que un elevado personaje, el más poderoso que hoy existe en el mundo, se decidió al fin a transigir conmigo, después de una enemistad que data desde la paz de Luneville; si yo dijera que los preliminares de negociación que entablé para evitar a España los horrores de la guerra, comenzaban a dar resultado, cuando algunos hombres pérfidos... si yo dijera esto... Pero no; mi sobrina me mira como para incitarme a seguir hablando, y usted, Sr. de Malespina, me mira también... Mas no; punto en boca, y cesen las impertinentes preguntas que en vano amenazan el inexpugnable alcázar de mi discreción.

—Todo eso es pura fábula —afirmó D. José María con desenfado—. Aborrezco la falsedad y la jactancia, pues soy hombre que se dejaría hacer picadillo antes que decir una palabra contraria a la rigurosa verdad. Por tanto, basta de fingidas diplomacias y de tratados que no han existido sino en la cabeza de usted. En estos momentos seamos soldados, y dejemos a un lado los protocolos. Veremos si ahora, cuando en Bayona se sepa que yo sigo en España y que no pienso partir a América, se retiran los franceses de nuestro país, porque..., francamente..., Napoleón me conoce.

—¡Hombre, eso es demasiado fuerte! —exclamó el diplomático, soltando la risa—. Conque Napoleón...

—No extraño esas risas —dijo muy amoscado el artillero—. ¿Qué ha de hacer quien no conoce el peligro personal? ¿Qué ha de hacer un hombre que cuando entraron los franceses a saquear esta casa, se escondió debajo de la cama?

—Yo... —contestó con turbación el Marqués—, si penetré en aquel apartado sitio, bien saben todos la causa, que no fué miedo ni mucho menos. En aquel instante me ocupaba mentalmente en buscar los términos más propios de un arreglo y transacción con aquella gente, y como el ruido no me dejaba pensar, busqué la soledad de aquel lugar recogido y pacífico, donde sin estorbo pudiera entregarme a mis sutilísimas cavilaciones. Lo incomprensible es que un militar viejo como usted buscase asilo detrás de un armario mientras los franceses insultaban a las señoras.

—Nada, lo que he dicho siempre —repuso Malespina—. Es inútil esperar que los profanos hagan nunca justicia a las combinaciones de la ciencia. Todo lo ven bajo el aspecto vulgar, y lanzan al público las acusaciones más irreverentes. Hombre de Dios, ¿necesitaré decir que, convencido desde el principio de la imposibilidad de establecer en el patio un campo atrincherado, tuve que retirarme a esta sala, y apoyar mi centro de retaguardia en aquel armario, para operar con el ala derecha? Viendo que se acercaban con ímpetu formidable los franceses, hice un movimiento envolvente sobre mi ala izquierda, y me metí tras el armario, dirigiendo el raso de metales de la terrible arma de fuego que llevaba en mi bolsillo hacia el marco de la puerta, para que la trayectoria fuese directamente al patio. El enemigo, al ver mi actitud, retrocedió lleno de espanto, y he aquí cómo sin efusión de sangre se les obligó a la retirada.

Amaranta no podía contener la risa oyendo la disputa entre su tío y su amigo. Antes de que esta concluyera, entró la marquesa de Leiva y dijo:

—Acaba de llegar la Gaceta Ministerial de Sevilla. Creo que hoy trae la noticia de que ha muerto Napoleón.

—¡Jesús! ¿Qué dice usted?

—¿Dónde está, dónde está esa Gaceta?

Al punto corrieron el Marqués y D. José María a la habitación inmediata. La Marquesa, que no había parado mientes en mi persona aunque le hice reverencias muy profundas, acercóse a Amaranta, y mostrándole un medallón que en la mano traía, le dijo:

—¿Te gusta? ¿No es verdad que está parecido? El pintor ha hecho un hermoso retrato.

—Está muy bonito y se parece mucho —dijo mi antigua ama—. Veremos qué le parece a ese barbilindo cuando lo vea.

—Es extraño que no haya llegado ya. Su madre me decía que para el 12 pasaría por aquí.

El diplomático y Malespina aparecieron de nuevo, trayendo cada cual una hoja de papel impreso.

—Efectivamente, aquí está en letras de molde —dijo con grandes aspavientos el diplomático, preparándose a leer—. Oigan ustedes: «Madrid, 6 de junio. El descontento de las tropas enemigas parece general, y corre muy válida la voz de que en Bayona hay insurrección, y de que el Emperador está oculto, añadiendo algunos que herido».

—Hombre, eso es importantísimo —exclamó Malespina—, aunque no me coge de nuevo, porque ya tenía noticias detalladas de este suceso.

—¿Que los franceses se sublevan contra Napoleón? —dijo la Marquesa—. Dios les habrá tocado el corazón.

—Pero oigan ustedes estotra noticia —añadió Malespina—: Toledo, 4. Dícese que cerca de Gallur los franceses han sido derrotados por Palafox, dejando en el campo de batalla 12.000 muertos y un número infinito de heridos. Los españoles les tomaron 48 cañones y 12 águilas.

—¡Hombre, magnífica victoria! —exclamó el diplomático—. ¿Pero qué dice aquí? ¡Oh, esta sí que es gorda! «Reus, 8 de junio. Aquí se habla de la muerte de Josef Napoleón, de los varios partidos que dividen la Francia y de la sublevación del Rosellón. Si estas noticias salen ciertas, podemos asegurar que llegó ya el día de la venganza y de la libertad de España.

—Vienen muy satisfactorios estos dos números de la Gaceta —dijo Amaranta.

—Ya sabía yo todo eso —afirmó con aplomo el Marqués—. ¡Pero qué veo, santos cielos! Este sí que es notición. Oigan todos, oiga usted, Sr. D. José María: Valencia, 10 de junio. El ejército de Duhesme ha sido derrotado. Corren voces de que el castillo de Figueras está en nuestro poder; se repite la noticia del levantamiento del Rosellón y de la indignación con que ha visto toda la Francia la conducta de su Emperador con la España

Los sueltos que oí leer en aquella ocasión pueden verse en la Gaceta Ministerial de Sevilla, periódico oficial de la Junta Suprema. En sus breves columnas se insertaban diariamente despachos y noticias que remitían de todas partes. Dictábalas el entusiasmo y las leía la credulidad, y como nadie las discutía, el efecto era inmenso. Según la Gaceta Ministerial, todos los días era derrotado un ejército francés, y todos los días ocurría en Francia una insurrección para destronar al azotador de Europa. ¡Ah!, entonces corrían unas bolas, junto a las cuales son flor de cantueso las equivocaciones del moderno telégrafo.

—Oigan ustedes —indicó la Marquesa, que había tomado el periódico de manos del Marqués—; esta sí que es noticia extraordinaria. Y no digan ustedes que la sabían, porque hasta ahora no se ha hablado en España ni en el mundo de semejante cosa. Atención: «Cádiz, 14. Corre muy válida la voz de que la Francia está dividida en tres partidos: borbónico, republicano y bonapartista.» También dice que han desembarcado en Rosas 11.000 hombres con armas que vienen de Mallorca.

—¡Tres partidos! —gritó el Marqués diplomático mirando a D. José María.

—¡Tres partidos! Ya lo sabía.

—¡Y yo también!... Pero corro a comunicar esta nueva a nuestros amigos —dijo el Marqués levantándose.

—Aguarda —le insinuó su hermana—. No olvides que esta tarde tienes que pasar por allí.

—¡Otra vez! —objetó el diplomático—. Si no hay quien la haga salir. Le he prometido, le he rogado, le he amenazado, le he dicho mil finezas y ternuras, y nada, no quiere salir. ¿Por qué no vais vosotras?

—Sí, esta tarde iremos —afirmó detenidamente la Marquesa—. Es preciso hacerla salir, porque sin ella no podemos volver a Madrid.

—¡Oh picarón!..., ya sabemos el secreto —dijo Malespina, dirigiéndose con maliciosa expresión al Marqués—. Ayer me hablaron del caso en varias tertulias... Ya sabía yo que había usted sido un terrible seductor... ¿Pero ahora salimos con eso?

—Amigo, es preciso reparar de algún modo los extravíos de una borrascosa juventud. Ya sabe usted que hasta hace quince años me llamaban el azote de las familias. Pero ya pasaron aquellos tiempos, y ahora...

—¿De modo que no vas esta tarde?

—Francamente —dijo el Marqués—, en estos días me gusta salir a la calle lo menos posible. Suele haber tumultos...; ¡la gente está tan excitada!... ¡Qué susto me llevé la otra tarde en el barrio de San Lorenzo!..., y como a causa de la gota no puedo correr...

—Y como en la calle no se encuentran camas para esconderse debajo de ellas... Vamos, vamos, señor Marqués, y leeremos a los amigos estas estupendas novedades.

Salieron la Artillería y la Diplomacia, y como la Marquesa había abandonado la habitación un momento antes, quedamos solos otra vez Amaranta y yo.

—Sigue contando —me dijo—. Y ese señor tendero con quien servías, ¿ha venido contigo a Córdoba?

—No, señora; yo no he vuelto más a aquella casa. Salí de Madrid acompañando al Sr. de Santorcaz.

—¡Santorcaz! —exclamó la dama, poniéndose encarnada y después pálida como una difunta—. ¿Quién? ¿Quién has dicho?

—Don Luis de Santorcaz, señora; un caballero castellano que ha venido ahora de Francia.

Amaranta parecía experimentar una conmoción profunda. Para disimularla se levantó fingiendo buscar algo, dió media vuelta, sentóse de nuevo, después se puso la mano sobre los ojos, y finalmente, rompió una flor de trapo que tenía entre sus manos.

—¿Qué estabas diciendo, que no te oí...?

—Que el Sr. de Santorcaz...

—Deja a ese hombre..., no hables de lo que no me interesa. ¿Conque antes decías que los tenderos de la calle de la Sal martirizaban a la chiquilla...?

—Sí, señora, mucho. Aquello me desgarraba el corazón —contesté sin cuidarme de disimular los tiernos sentimientos de mi alma.

—Era natural que te interesaras por la desgracia.

—Es que yo había conocido a Inés antes de que fuera a aquella casa. La había conocido cuando estaba con su tío, el buen D. Celestino del Malvar. Nos conocíamos los dos, señora, y como ella era tan buena, y yo también..., porque yo era muy bueno... En fin, señora, yo no puedo ocultar a usía la verdad.

—Dímela de una vez.

Dejándome llevar de la impetuosa pena que pugnaba por desbordarse en mi afligido pecho, y olvidando toda consideración, todo tacto, toda prudencia, con el acento de la verdad y de un dolor inmenso, dije lo siguiente, sin reflexión ni cálculo alguno:

—Señora, Inés y yo éramos novios... Yo la quiero, yo la adoro...; ella también...

Levantóse Amaranta rápidamente, y en su semblante observé señales de repentina cólera. Mandándome callar, después de decirme que era un desvergonzado y un truhán, agitó con inquieta mano una campanilla.

¡Altos cielos, por qué no os hundisteis sobre mí! Entró un criado, y Amaranta le mandó que me pusiera al instante en la puerta de la calle.

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