XIII

El criado cumplidor de la ignominiosa orden era un segundo mayordomo llamado Román, que desde su niñez servía en la casa. Desde que le conocí en El Escorial, aquel hombre me había inspirado inexplicable antipatía, y digo esto, y además le nombro, para que mis lectores le tengan presente, por si casualmente figurase después un poco en los raros sucesos de esta historia.

¿Será preciso que hable de mis tormentos morales en los días siguientes a aquel suceso? ¡Dios mío! Voy a aburrir a mis lectores, abusando de esa gentil cortesía que les movió a fijar sus ojos en estas relaciones. No; más vale que devore en silencio mis penas y les hable de otros asuntos, que así alcanzaré la doble ventaja de proporcionarles útil entretenimiento, y de calmar mis pesares, adormeciéndoles con el beleño de patriótico entusiasmo.

En Córdoba reinaba gran impaciencia por la tardanza del ejército de Castaños. Entonces, como ahora y como siempre, los profanos en el arte de la guerra arreglaban fácilmente las cuestiones más arduas, charlando en cafés y en tertulias, y para ellos era muy fácil, como lo es hoy, organizar ejércitos, ganar batallas, sitiar plazas y coger prisionero a medio mundo. A los profanos se unían los bullangueros y voceadores, que entonces, ¡Santo Dios!, pululaban tanto como en nuestros felices días, y entre aquellos y estos y el torpe vulgo armaban tal algazara, que no sé cómo las Juntas y los generales podían resistirla.

Principió el chaparrón de comentarios muy diversos sobre la lentitud con que Castaños organizaba sus tropas: unos aseguraban que tenía miedo; otros que estaba decidido a dar la batalla, pero que, seguro de perderla, tenía tomadas sus medidas para retirarse a Cádiz y huir a América con lo más granado de sus tropas; otros, en fin, se atrevieron a más, y pronunciaron la palabra traidor. Esta palabra no era entonces palabra, era un puñal: víctimas de ella fueron Solano en Cádiz, Filangieri en Galicia, Cevallos en Valladolid, Ordóñez en Palencia, el conde del Águila en Sevilla, Trujillo en Granada, Torre del Fresno en Badajoz, el barón de Albalat en Valencia. Inútil era decir a los impacientes de Córdoba que un ejército no se instruye, arma y equipa en cuatro días: nada de esto entendían. Aunque al través del tiempo nos parezca lo contrario, entonces se chillaba mucho, y también había quien tomara muy a pechos los asuntos de la guerra sólo por el simple placer de meter ruido, y también para hacerse de notar. Todos los días oíamos decir: «Mañana viene el ejército», o «Ya ha salido de Utrera, ya está en Carmona...». Pero pasaban los días y el ejército no venía.

En tanto, en Córdoba no cesaban los trabajos. Si no tienen ustedes idea de lo que es el delirio de la guerra, entérense de aquello. En estos tiempos modernos, si hay guerra, las señoras, llevadas de sus humanitarios sentimientos, se ocupan en hacer hilas. ¡Ay!, entonces las señoras tenían alma para ocuparse en fundir cañones. ¡Cuando tal era el espíritu de las mujeres, figúrense ustedes cómo estarían los hombres! ¡Hilas! Allí nadie pensaba en tales morondangas.

Los voluntarios y cuerpos francos se uniformaban según el gusto indumentario de cada uno, y aquí de la imaginación de las hembras de la familia para galonar marselleses, para emplumar sombreros y guarnecer charpas y polainas. Se hicieron muchos uniformes; pero no bastaban para equipar los dos regimientos, uno de caballería y otro de infantería, que organizó la Junta de Córdoba. Sin embargo, este inconveniente se obvió disponiendo que con cada prenda de vestir se cubriesen dos: el uno llevaba los calzones, casaca y sombrero, y el otro el pantalón, chaqueta y gorra de cuartel. El correaje también servía para dos: uno llevaba la bayoneta en la cartuchera y el otro en el porta-bayoneta, y no alcanzando las cartucheras y cananas, se suplían con saquillos de lienzo. Más adelante, cuando tenga el gusto de describiros en su conjunto el ejército de Andalucía, daré completa idea de su abigarrada conformación y aspecto. Francamente, señores, era aquel un ejército que movía a risa.

Durante los días que aguardamos la llegada de Castaños para incorporarnos a él (y necesariamente tengo que volver a hablar de mí), yo hacía una vida vagabunda y holgazana. Como el servicio del joven D. Diego no exigía más que presentarme en la posada a la hora de comer, pasaba el día y parte de la noche discurriendo por aquellas tortuosas calles, que convidan al transeúnte a perderse por ellas, entregándose al azar, a lo aventurero, a lo desconocido, sin saber adónde se va ni de dónde se viene. Por ser la soledad mi mayor gusto, rechazaba la compañía de mis camaradas, buscando errante y solo aquellos lugares donde más pronto me perdía.

El único sitio adonde iba deliberadamente todos los días era la casa de Amaranta, y pasaba largas horas contemplando su puerta, con los ojos fijos en las desnudas paredes, como si quisiese leer en ellas alguna mal escrita página de mi destino. Sus cerradas ventanas, sus espesas celosías, no daban paso a ninguna esperanza. Sin embargo, aquella fachada era tan elocuente, que no podía dejar de mirarla. Al apartarme de allí, el viejo muro con su puerta, sus ventanas, sus aleros y sus miradores, quedaba tan presente en mi imaginación como si fuese una fisonomía. ¡Cara funesta, que nunca tuvo una sonrisa para mí! Los criados de la casa, a quienes impacientemente preguntaba por Inés, no sabían o no querían darme noticia alguna.

Pero un día, precisamente el 1º de julio, cambió repentinamente la situación de mi espíritu. Atiendan ustedes, que esto es de suma importancia. Por fin, tras larga espera, llegó el ejército del general Castaños, y al anochecer debía partir para El Carpio. Entre los paisanos armados que se juntaron con Echevarri, existía un grupo compuesto de contrabandistas de Sierra Morena, de Villamanrique y de Pozo Alcón, con los cuales fraternizaron bien pronto, formando amistosa cuadrilla, los licenciados de Málaga, batallón que se formó con alguna gente condenada por faltas, y que la Junta tuvo a bien indultar. Estos caballeros, para cuya domesticación emplearon grandes rigores los jefes militares, tuvieron una pequeña reyerta en Córdoba con los suizos de Reding. Fué cuestión de vino, prontamente aplacada, pero que, sin embargo, alarmó el barrio de Santa Marina durante media hora produciendo sustos, algunas corridas, tal cual desmayo de sensibles mujeres, las que al oír los dos o tres tiros disparados en la colisión creyeron que los franceses estaban otra vez sobre Córdoba, y así lo gritaban corriendo desordenadamente por las calles. La parte mayor de la ciudad no se enteró de este suceso, que insignificante en las páginas de la historia patria, fué para mí de trascendencia suma, y más digno de mención que si hubiese derribado añejos tronos y alterado la geografía del Continente. Así los granos de arena pesan a veces como montañas en el destino de un ser humano, y lo que es gota de agua en el cauce de la generalidad, es río impetuoso en el de uno solo, o viceversa, según lo que nosotros llamamos antojos de allá arriba, y no es sino concierto sublime, que no podemos comprender, como no puede una hormiga tragarse el Sol.

Pues bien: algunas horas antes de la que señalaron para la partida, salí a la calle, impulsado por un sentimiento de amor hacia los laberintos de aquella ciudad que en sus repliegues escondidos había dado un asilo a mi tristeza. Sentía salir de Córdoba, como siente el ermitaño dejar su cueva. Me había acostumbrado tanto a pasear mi aburrimiento y soledad por aquellos callejones, a quienes en cierto modo había hecho confidentes de mi pesar; hallaba tantas perspectivas amigas en un recodo, en una torre, en un ajimez, en una encrucijada, en un poste, en una reja, en una piedra corroída por el tiempo, en un zócalo garabateado por los chicos, que no pude menos de salir a dar el último adiós a todas aquellas mudas compañías de mi tristeza. Aquel día estaba más triste que nunca.

Era de tarde; pasé por una plazuela solitaria e irregular, de esas que son la desesperación de los arquitectos modernos: a un lado, muros de ladrillo, en los cuales, por la disposición de este material, se ha querido imitar una decoración grecorromana, con jambas, dentículos, capiteles, metopas y triglifos; a otro, una pared sin puertas ni ventanas; luego un descomunal portalón, una esquina cargada de escudos, un farol, un santo, torres medio caídas y machones que se van a caer, una plazuela, en fin, de esas que nos salen al paso cuando visitamos cualquier vieja metrópoli, tal como Toledo, Granada, Valladolid, León, etc. Al atravesarla sentí el ruido que cerca producía la citada reyerta entre los licenciados y los suizos; oíase lejana algazara, y al extremo de un largo callejón vi algunas mujeres que corrían gritando. Esto despertó mi curiosidad y marché hacia allí; pero no había dado dos pasos, cuando me detuve asombrado y estremecido, porque en el fondo de la plazuela, y en el ángulo que esta formaba con una calle, vi una mano que me hacía señas; sí, una mano blanca que me llamaba.

Dirigíme allá, y en unos cuantos segundos se disipó la ilusión. Me reí de mi torpeza al observar que en el ángulo mencionado había una imagen de la Virgen, de esas que la devoción de los españoles ha puesto en las antiguas calles. La Virgen tenía una corona de hierro, en cuyos picos debió de haberse enredado una cometa de algún chico de la vecindad, pues un jirón de papel, todavía suspendido junto al cuerpo de la sagrada estatua, se movía a impulsos del viento. Aquello fué lo que a mí me pareció un brazo que se movía y una mano que me llamaba. Tal alucinación en pleno día era señal de mi estupidez, por lo cual, burlándome de mí propio, seguí mi camino.

Pasando bajo la imagen, contemplaba el jirón de la cometa, cuando me detuve de nuevo, porque un objeto rozó mi cara, produciéndome cierto escalofrío. El jirón de papel se había desprendido de la imagen, cayendo sobre mí. ¡Vean ustedes lo que es el estado del ánimo! Aquel hecho insignificante, tan insignificante como el aplastamiento de un grano de arena por nuestro pie, me hizo detener el paso, me hizo temblar, me hizo mirar a todos lados, puso en mis labios esta pregunta, que me dirigí lleno de confusión: «Pero, Gabriel, ¿te has vuelto bobo, o lo has sido toda tu vida?».

Seguí andando hacia la acera de enfrente, cuando de nuevo me detuve, me quedé helado, absorto, estupefacto porque detrás de mí había sonado claramente mi nombre. ¿Quién me llamaba? Volvíme y nada vi. La plazuela estaba enteramente desierta y muda: sólo a lo lejos se oían apenas algunas voces del altercado, que de ningún modo podían confundirse con la que a mi espalda había dicho: «Gabriel».

Al volverme, mis ojos se fijaron en una puerta: era la puerta de una iglesia. Abiertas de par en par las hojas de madera chapeada, se veía el cancel de mugriento cuero, con dos puertecillas laterales. Una vieja, al salir, puso en movimiento las mohosas bisagras, y al ruido de la herrumbre un sonido lastimero llegó a mis oídos, modulando aquella voz que a mí me había parecido mi nombre. Esta vez no me reí, sino que entré decididamente en la iglesia. Vi muchos santos pintados o de escultura, y, ¡cosa singular!, parecióme que todas las imágenes sonreían apaciblemente. La iglesia era modesta, blanca, obscura. En los lustrosos bancos se sentaban algunas señoras de edad. Las luces del altar, al reflejarse en los oropeles de un luengo cortinón rojo que servía de dosel a la Virgen, brillaban estrellas tembladoras de aquella dulce oscuridad, indicando adónde debían dirigirse los piadosos ojos. Al poco rato de estar allí, parecióme aquel interior menos oscuro y comencé a ver distintamente todos los objetos. En el fondo de la iglesia, frente al altar había una gran reja que se alzaba desde el suelo al techo; tras esta reja percibíanse vagas claridades movibles y un murmullo sordo, de cuyo conjunto se destacaba de rato en rato una sílaba o una tos que repetían los ecos de la bóveda. Acercándome a aquella reja, pude fácilmente distinguir tras ella varios bultos blancos y negros, entre los cuales algunos desfilaron pausadamente y sin ruido hacia una puerta que se abría en el ángulo del fondo, y otros permanecían inmóviles y de rodillas. Eran las monjas.

Contemplando la tranquilidad de aquellas santas mujeres, su apacible recogimiento, la aparente vaguedad de sus formas corpóreas, aquel silencio de sus pasos que les asemejaba a simples creaciones de la luz, discurriendo por el fondo de la cámara obscura; contemplando aquella calma de sus rezos que nadie oía, sentí envidia hacia los que sumergen su vida en la dulce sombra de un claustro. Yo no apartaba mis ojos del coro, observando indiscretamente los movimientos de las buenas madres, y mientras mayor era mi atención, con más claridad se me iban presentando los distintos objetos de aquel recinto, y vi poco a poco los sillones, el facistol, el órgano, los cuadros. Tan lentamente salían de la oscuridad los perfiles de estos objetos, que mi propia imaginación podía creerse autora de aquel espectáculo.

El día iba descendiendo, y la iglesia se oscurecía por grados; pero una de las madres, tirando de unas cuerdas, descorrió la cortina negra de la alta ventana del coro, y entonces entró la luz crepuscular, dando a todo su verdadera forma. Retiráronse algunas monjas: yo sentí el tenue chocar de las medallas de sus rosarios cuando levantaban la rodilla, y luego algunos besos. Era fácil contar el número de las que salían por el número de los suaves estallidos que resonaban en aquel espacio, porque todas al salir besaban los pies de un Cristo colgado junto a la puerta. Yo atendía a esto, cuando de las figuras que aún quedaban de rodillas en el centro del coro, se levantó una dirigiéndose a la reja y al mismo lugar en que yo estaba. Mi impresión al verla, al ver su cara, al ver sus ojos que me miraban, fué tan viva, tan aterradora, que me quedé petrificado, me quedé con la sangre helada, la vida en suspenso, hecho una estatua de plomo. Lo que estaba viendo, ¿qué era? ¿Era una aberración, un delirio, una imagen del sueño, un juguete fantástico, obra de los ángeles traviesos para burlarse de los que con sus mundanas tristezas van a profanar la casa de Dios? La miré fijamente, atónito ante aquel enigma, ante aquel misterio; pero la visión no duró más que algunos segundos, porque la monja, llamada por otra, se apartó de la reja, y salió rápidamente del coro sin besar el pie del Santo Cristo.

Al hallarme solo reuní todos, absolutamente todos, los rayos de mi razón, y juntándolos los dirigí a la confusa y negra oscuridad de aquel fenómeno. Quise desvanecer el celaje que envolvía mi inteligencia haciéndome estúpido, y me pregunté si lo que acababa de presenciar era reproducción de aquella burla de mis sentidos que poco antes me había hecho ver una mano en un pedazo de papel y oír mi nombre en el chirrido de una puerta. Me di golpes en la cabeza busqué un sitio más solitario, donde, serenándome, pudiera poner en claro cuestión tan ardua, y sin saber cómo, di conmigo en el fondo de una capilla. En un cuadro que se ofreció de improviso a mis ojos vi una falange de ángeles, mil encantadoras criaturas de esas que sin más Naturaleza corporal que una cabeza y dos alas, han creado los artistas para regocijar los lienzos de la pintura ascética. Atrajeron mi atención aquellos seres juguetones y enredadores: todos se reían con infantiles carcajadas, y entremezclándose volaban, rasgando nubes, esparciendo flores con el batir de sus alas de pollo, y dándose de coscorrones al chocar unas con otras las rubias cabecitas. Por momentos me parecía que avanzaba sobre mí aquella bandada de rostros voladores, y luego retrocedían haciendo con alegre algazara movimientos de miedo, para esconderse después tras una nube, y hacerme desde allí guiños con sus ojuelos, y encantadoras muecas con sus bocas.

A tal situación habían llegado mis sentidos cuando el sacristán, agitando un grueso manojo de llaves con cencerril estruendo, me hizo salir de la iglesia, pues yo era la única persona que quedaba en ella. Salí, y la luz de la calle pareció devolverme el sentido común, que, según mi propia opinión había perdido. El tumulto de que poco antes hablé, continuaba más reciamente, y algunas personas atravesaron corriendo la plazuela. Entre estas vi un hombre, un caballero que corría azorado y con miedo, volviendo la vista atrás, deteniéndose a cada dos pasos, y vacilando luego sobre qué dirección tomaría. Fijose en mí, y al punto, llamándome por mi nombre, se me acercó con muestras de alegría por haberme encontrado. Era el diplomático.

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