XXXII

Inés, confusa y ruborosa, no contestó nada cuando el diplomático se fué derecho a ella llevando de la mano a D. Diego, y le dijo:

—Hija mía, aquí tienes al que te destinamos por esposo: mi sobrino, varón ilustre, a quien veremos general dentro de poco como siga la guerra.

—Hijo mío —añadió D.ª María—, las altas prendas de la que va a ser irremisiblemente tu mujer no necesitan ser ponderadas en esta ocasión, porque harto las conocemos todos. Ahora, con el trato, se avivará el inmenso cariño que os profesáis desde hace algunos años, señal evidente de que Dios tenía ya decidida vuestra unión en sus altos designios.

—Bonito es el retrato —dijo D. Diego, con un desenfado impropio de la situación—; pero usted, Inés, lo es más todavía. ¿Y en qué consistía el no querer salir del maldito convento? Sin duda las pícaras monjas la retenían a usted por fuerza, esperando que al profesar les llevara un buen dote. Pero no: yo juro que estaba decidido a sacar de allí a mi monjita, y ya discurría el modo de saltar por las tapias de la huerta y romper rejas y celosías para conseguir mi objeto.

Doña María, al escuchar esto, palideció, y luego las centellas de la ira brillaron en sus ojos. Pero con disimulo habló de otro asunto, procurando que el noble concurso y discreto senado olvidara las palabras del insipiente chico.

—Pero cuéntanos de una vez lo que te ha pasado en el campamento francés —dijo a D. Diego.

—Pues quisieron fusilarme —repuso el mayorazgo sentándose—. Ya me tenían puesto de rodillas, cuando un oficial mandó suspender la ejecución.

—¿Y por qué te querían asesinar esos cafres?

—Porque les dije mil perrereías. Después, cuando me llevaron a la tienda, todos se reían de mí. Luego me dieron vino, obligándome a beberlo, y yo mientras más bebía más charlaba, diciendo atroces disparates y frases graciosas, hasta que me quedé como un cuerpo muerto.

—¿Y no sabes tú —exclamó D.ª María, sin poder disimular su indignación —que las personas de buena crianza no beben sino poquito?

—Es verdad; pero aquel vino tenía un saborcillo que me gustaba, y los franceses se reían mucho conmigo. Todos iban a verme, llamándome le petit espagnol.

—Lo cual quiere decir el pequeño español —dijo D. Paco.

—Pero no debió usted dejarse emborrachar, joven —indicó el diplomático—. Juro que si eso hubiera pasado conmigo de un sablazo descalabro a todos los oficiales de la división de Vedel.

Doña María, profundamente indignada, silenciosa, ceñuda, parecía una sibila de Miguel Ángel.

—Pero si todos aquellos señores me querían mucho... —continuó D. Diego—. Por la tarde, y luego que desperté de aquel largo sueño, me dijeron que si sabía yo lidiar un toro. Les dije que sí, y poniéndose muy contentos, me mandaron que diese al punto una corrida. No quería yo más para divertirme; así es que, poniendo una silla en lugar de toro, la capeé, le puse banderillas y le di muerte con mi sable, pasándole de parte a parte. ¡Cuánto se rieron aquellos condenados! Hasta el general acudió a verme.

—Veo que has aprovechado el tiempo en el campamento francés —dijo la señora madre con tremenda ironía.

—Si no me querían dejar venir. Después me dijeron que les cantase el jaleo, y lo canté de pie sobre una banqueta. ¡Ave María Purísima! Hasta los soldados se acercaban a la tienda para oír. Entre los oficiales había dos que no me dejaban de la mano, y me decían que si me pasaba al ejército francés, me tomarían por ayudante, llevándome a Francia, a París, y de París a recorrer toda la Europa.

—¡Y no les diste una bofetada! —exclamó D.ª María, clavando sus dedos en el cuero del sillón.

—¡Quia! Me eché a reír y les dije que ya pensaba ir a Francia con el Sr. de Santorcaz, que es mi amigo y ha de ser mi maestro cuando me case.

Esta vez no fué D.ª María la que se estremeció de sorpresa e indignación: fué la marquesa de Leiva, quien mudando el color y con absortos ojos miró sucesivamente a su prima, a su sobrino y al ayo.

—Pero ¿qué está diciendo el niño?—preguntó este mirando a la Condesa—. ¿Quién dice que es su maestro y su amigo?

—Cualquiera menos usted —contestó insolentemente el heredero—. ¡Vaya un maestro, que no sabe enseñar sino mentecatadas y simplezas!

—¡Jesús! Diego, repara que estás... —dijo D.ª María conteniendo con grandes esfuerzos los gestos amenazadores, natural expresión de su ira.

Don Paco se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar una lágrima. Inés atendía a todo discretamente y sin hablar. ¡Ah! Mientras allí la juzgaban indiferente al peligroso diálogo, ¡qué admirables observaciones, qué exactos juicios haría en aquellos momentos ante semejante escena! Su talento y alto criterio dominarían sobre las pasiones, los errores y las querellas de la histórica familia, como el sol inmutable sobre la volteadora tierra.

Asunción y Presentación, que aguardaban coyuntura para dar expansión al comprimido gozo de sus almas, hubieran querido reír como su hermano, pero la seriedad de su madre las tenía mudas de terror.

—Esta predisposición de usted —dijo el Marqués— a visitar las cortes europeas, me indica que se siente el niño con inclinaciones a la diplomacia. Hija mía —añadió dirigiéndose a Inés—, cada vez descubro más eminentes cualidades en el que te destinamos por esposo, y veo justificado el amor que desde hace tiempo en silencio le profesas, y que, en tu castidad y delicadeza, procuras disimular hasta el último instante.

—¡Ah!, se me olvidaba decir —exclamó don Diego, riendo a carcajadas —que los franceses me han enseñado a decir algunas palabras en su lengua.

Y levantándose al punto, hizo profundas reverencias ante Inés, diciéndole:

Ponchú, madama. ¿Cómo la porta bú?

Asunción y Presentación, después de mirarse una a otra, creyeron que había llegado el momento de reír, y rieron dando desahogo a sus oprimidos corazones; pero como D.ª María no desplegó sus labios, las dos muchachitas tuvieron que ponerse serias otra vez.

—¡Oh! ¡Tres bien! —dijo el diplomático—. Sr. D. Francisco, su alumno de usted demuestra las luces y copiosa doctrina de tan erudito maestro.

Hizo D. Paco graciosa reverencia, y su rostro compungido y lloroso se esclareció con una sonrisa.

Doña María callaba; pero en su pecho rugía iracunda y atormentadora la tempestad. Ella y su prima la de Leiva se miraban de vez en cuando, transmitiéndose una a otra el fuego de sus coléricos sentimientos.

—Otras muchas palabras sé —continuó el rapaz— como Crenom de Dieu, Sacrebleu!, exclamaciones que se dicen cuando uno está rabioso, en vez de ¡Caracoles! ¡Canastos!

Doña María se levantó de su asiento... y se volvió a sentar.

—¡Cómo me querían aquellos demonios de franceses! Uno de ellos sabía español y hablaba a ratos conmigo. Me dijo que los españoles eran muy valientes y muy honrados; pero que hacían mal en defender a Fernando VII, porque este príncipe es un farsantuelo que engañó a su padre y ahora está engañando a la nación y al Emperador.

Doña María se llevó la mano a los ojos.

—Yo le aseguré que los españoles les echaríamos de España, y él me contestó que parecía probable, porque la guerra iba tomando mal aspecto; pero que esto sería un mal para nosotros, porque de venir otra vez Fernando VII, España seguiría con su mal gobierno, y con las muchas cosas perversas, injustas y anticuadas que hay aquí.

—¡Oh! ¿Y no se le ocurrió a usted la contestación a tan atrevido y antipatriótico aserto? —preguntó con énfasis el diplomático.

—Yo le dije que aquí íbamos ahora a arreglar todas esas cosas, y a quitar la Santa Inquisición, y los diezmos, y los mayorazgos, como me decía el Sr. de Santorcaz.

Doña María aferró sus manos a los brazos de la silla como si quisiera estrujar la madera entre sus dedos.

—Sobre todo los mayorazgos —prosiguió Rumblar—. También le dije al francés que yo soy mayorazgo, y que después de casado tendré dos vinculaciones. ¡Cómo se reía cuando le dije que era grande de España! Todos acudían a verme y me volvieron a dar de beber, y me caí otra vez al suelo, cantando que me las pelaba.

¡Ay! Doña María se llevó las manos a la cabeza; D.ª María cerró los ojos; D.ª María golpeó el suelo con su pie derecho; D.ª María semejaba la imponente imagen de la Tradición, aplastando la hidra revolucionaria.

—Esta mañana me preguntaron si yo tenía hermanas guapas. Díjeles que eran muy bonitas, y luego me dijeron que vendrían a verlas, y que si las querían dar para casarse con ellas, puesto que también serían mayorazgas. Yo les contesté que mayorazgo era el que había nacido primero.

Y luego, dirigiéndose a sus hermanitas, les dijo:

—Os fastidiasteis, chicas, por haber nacido hembras y después que yo. Una de ustedes se casará con cualquier pelele, y la otra se meterá en un conventito a rezar por nosotros los pecadores, a no ser que algún día vea un galán por la reja, y se enamore, y luego se tire por la ventana a la calle.

Doña María no podía resistir más. Iba a estallar su furibunda cólera, pero aun era mayor el caudal de su prudencia que el caudal de su enojo...; se contuvo y cerró otra vez los ojos, ya que no podía cerrar los oídos.

—Después —siguió el mancebo—, me dijeron si mis hermanas usaban navaja, si tocaban la guitarra, si iban a los toros y si yo era familiar de la Inquisición. ¡Cómo se reían aquellos condenados! Lo gracioso es que no me dejaban salir de allí, y a cada rato me decían so, so, so.

Un sot —dijo el diplomático—. Pues sospecho que os llamaron tonto. ¡Oh iniquidad de la nación francesa! ¡Vea usted, Sr. D. Paco, lo que es un pueblo carcomido por el jacobinismo!... ¿Y no les dió usted un par de sablazos?

—¡Si me querían mucho!... Ayer me tuvieron toda la noche bailando el bolero y la cachucha, en medio de un corrillo donde había más de cuarenta oficiales.

Asunción y Presentación seguían esperando con ansia la ocasión de reír; pero esta no llegaba, y consultando el rostro de su madre, veíanle cada vez más borrascoso. Las dos estaban muertas de miedo.

Don Paco, conociendo que se preparaba un cataclismo, quiso conjurarlo y dijo a su discípulo:

—Vamos, basta de franceses, D. Diego. Hable usted de otra cosa. Si no fuera demasiado largo, os mandaría que recitarais aquel capítulo sobre la batalla del Gránico que os hice aprender de memoria; mas para que tan escogido concurso, y especialmente este fresco azahar de Andalucía vuestra prometida; para que todos, en una palabra, puedan apreciar la buena pronunciación de usted y su cadencioso oído, échenos cualquiera de esos romances que sabe..., vamos. Atención, señores.

—El del Barandal del cielo —dijo Asunción, respirando con alegría.

—El de los Santos pechos —dijo Presentación.

—Vamos, no se haga usted de rogar.

—Pues voy a echarles una canción que me enseñaron los franceses.

—No, nada de franceses.

—Si es muy bonita, aunque, a decir verdad, yo no se lo que significa.

Y sin esperar más, púsose en pie D. Diego, y accionando como un cómico, con voz fuerte y exaltado acento, cantó así:

Allons, enfants de la patrie,

le jour de gloire est arrivé!

Contre nous de la tyrannie

l’etandart sanglant est levé!

Asunción y Presentación reían como locas, y D.ª María no dijo nada. Ninguno de la familia había entendido una palabra.

—Es bonita la canción —dijo D. Paco—; pero no la comprendemos.

Entonces el diplomático levantóse ceremoniosa y gravemente, y tomando un tono de hombre severo habló así:

—¿Sabe usted lo que está cantando? Pues está cantando la Marsellesa, esa canción impía y sanguinaria, señores; esa canción que ha acompañado al suplicio a todos los mártires de la Revolución, incluso Luis XVI, mi querido amigo...; porque han de saber ustedes que Luis XVI y yo teníamos muchas bromas y nos echábamos el brazo por el hombro, paseándonos por Versalles... ¡La Marsellesa, señores, la Marsellesa! También acompañó al cadalso a María Antonieta..., ¡y qué buena era aquella señora! ¡Cuántas veces la vi marcando pañuelos en una ventana baja del pequeño Trianon! ¡Cómo me quería!... En fin, este joven me ha horripilado con la tal tonadilla... Señora Condesa, ¿está usted indispuesta? ¿Y tú, hermana? ¡El caso no es para menos! Hija mía, ¿estás nerviosa? ¿Te has puesto mala? ¿Te causa miedo esa canción?

Inés le contestó que no tenía pizca de miedo. En tanto, D.ª María, no pudiendo resistir más, salió del cuarto con las niñas. Desconcertóse al punto aquella ilustre reunión, y luego no quedó en la sala más que la familia de Inés con D. Diego. Al poco rato tuvo lugar una escena lamentable, y fué que D.ª María, ciega de furor, y necesitando desahogar aquella tormenta de su espíritu sobre alguien, descargó su enojo al fin; ¿pero sobre quién?, dirán ustedes... Sobre las dos inocentes muchachas, sobre los dos angelitos celestiales, Asunción y Presentación. ¿Y todo por qué? Porque entusiasmadillas con la llegada de su hermano, habían dejado de hacer no sé qué cosa encomendada a sus tiernas manos. ¡Pobres pimpollitos! La dignidad impedía a mi señora Condesa castigar al primogénito delante de la novia y del suegro, y era forzoso que pagaran el pato las dos niñas desheredadas. Yo las vi llorando como Magdalenas y soplándose las palmas de las manos, escaldadas por aquel fatídico instrumento de cinco agujeros que pendía de fatal espetera en el despacho de D. Paco. Las pobrecillas estuvieron a moco y baba todo el día.

Share on Twitter Share on Facebook