—Gabriel —me dijo—, te he llamado para decirte que ayer, en una embarcación pequeña, venida de Cartagena, ha llegado á Cádiz el sin par D. Diego, conde de Rumblar, hijo de nuestra parienta la monumental y grandiosa señora doña María.
—Ya sospechaba —respondí— que ese perdido recalaría por aquí. ¿No trae en su compañía á un majo de las Vistillas ó algún cortesano de los de la tertulia del Sr. Mano de Mortero?
—¿No sé si viene solo ó trae córte. Lo que sé es que su mamá ha recibido mucho gusto con la inesperada aparición del niño, y que mi tía, ya sea por mortificarme, ya porque realmente haya encontrado variación en el joven, ha dicho ayer, delante de toda la familia: «Si el señor Conde se porta bien y es hombre formal, obtendrá nuestros parabienes y se hará acreedor á la más dulce recompensa que pueden ofrecerle dos familias deseosas de formar una sola».
—Señora condesa, yo á ser usted, me reiría de D. Diego y de las mortificaciones de cuantas marquesas impertinentes peinan canas y guardan pergaminos en el mundo.
—¡Ah, Gabriel; eso puede decirse; pero si tú comprendieras bien lo que me pasa! —exclamó con pena—. ¿Creerás que se han empeñado en que mi hija no me tenga amor ni cariño alguno? Para conseguirlo han principiado por apartarla perpétuamente de mí. Desde hace algunos días han resuelto que no venga á las tertulias de esta casa, y tampoco me reciben á mí en la suya. De este modo, mi hija concluirá por no amarme. La infeliz no tiene culpa de esto: ignora que soy su madre, me ve poco, las oye á ellas con más frecuencia que á mí... ¡Sabe Dios lo que le dirán para que me aborrezca! Dí si no es esto peor que cuantos castigos pueden padecerse en el mundo; dí si no tengo razón para estar muerta de celos, de celos, sí, y los peores, los más dolorosos y desesperantes que pueden desgarrar el corazón de una mujer. Al ver que personas egoistas quieren arrebatarme lo que es mío y privarme del único consuelo de mi vida, me siento tan rabiosa, que sería capaz de acciones indignas de mi categoría y de mi nombre.
—No me parece la situación de usted —le dije— ni tan triste ni tan desesperada como la ha pintado. Usted puede reclamar á su hija, llevándosela para siempre consigo.
—Eso es difícil, muy difícil. ¿No ves que aparentemente, y según la ley, carezco de derechos para reclamarla y traerla á mi lado? Me han jurado una guerra á muerte. Han hecho los imposibles por desterrarme, no vacilando ni aun en denunciarme como afrancesada. Hace poco, como sabes, proyectaron marcharse á Portugal sin darme noticia de ello, y si lo impedí, presentándome aquella noche en tu compañía, me fué preciso amenazar con un gran escándalo para obligarlas á que se detuvieran. La de Rumblar me cobró un aborrecimiento profundo, desde que supo mi oposición á que Inés se desposase con el tunantuelo de su hijo. Mi tía, con su idea del decoro de la casa y de la honra de la familia, me mortifica más que la otra con su enojo, que tiene por movil una desmedida avaricia. Si me encontrara en Madrid, donde mis muchas relaciones me ofrecen abundantes recursos para todo, tal vez vencería estos y otros mayores obstáculos; pero nos hallamos en Cádiz, en una plaza que casi está rigurosamente sitiada, donde tengo pocos amigos, mientras que mi tía y la de Rumblar, por su exagerado españolismo, cuentan con el favor de todas las personas de poder. Suponte que me obliguen á embarcarme, que me destierren, que durante mi forzada ausencia engañen á la pobre muchacha y la casen contra su voluntad; figúrate que esto suceda, y...
—¡Oh! señora! —exclamé con vehemencia—, eso no sucederá mientras usted y yo vivamos para impedirlo. Hablemos á Inés, revelémosle lo que ya debiera saber...
—Díselo tú, si te atreves...
—¿Pues no me he de atrever?
—Debo advertirte otra cosa que ignoras, Gabriel; una cosa que tal vez te cause tristeza, pero que debes saber... ¿Tú crees conservar sobre ella el ascendiente que tuviste hace algún tiempo y que conservaste aun después de haber mudado tan bruscamente de fortuna?
—Señora —repuse—, no puedo concebir que haya perdido ese ascendiente. Perdóneseme la vanidad.
—¡Desgraciado muchacho! —me dijo en tono de dulce compasión—. La vida consiste en mil mudanzas dolorosas, y el que confía en la perpetuidad de los sentimientos que le halagan es como el iluso que, viendo las nubes en el horizonte, las cree montañas, hasta que un rayo de luz las desfigura ó un soplo de viento las desbarata. Hace dos años, mi hija y tú erais dos niños desvalidos y abandonados. El apartamiento en que viviais y la común desgracia, aumentando la natural inclinación, hicieron que os amárais. Después todo cambió. ¿Para qué repetir lo que sabes tan bien? Inés, en su nueva posición, no quiso olvidar al fiel compañero de su infortunio. ¡Hermoso sentimiento, que nadie más que yo supo apreciar en su valor! Aprovechándome de él, casi llegué hasta tolerarle y autorizarle, impulsada por el despecho y por mortificar á mi orgullosa parienta; pero yo sabía que aquella corazonada infantil concluiría con el tiempo y la distancia, como en efecto ha concluido.
Oí con estupor las palabras de la condesa, que iban esparciendo densas oscuridades delante de mis ojos. Pero la razón me indicaba que no debía dar entero crédito á las palabras de mujer tan experta en ingeniosos engaños, y esperé, aparentando conformarme con su opinión y mi desaire.
—¿Te acuerdas de la noche en que nos presentamos aquí viniendo del Puerto de Santa María? En esta misma sala nos recibió doña Flora. Llamamos á Inés, te vió, le hablaste. La pobrecita estaba tan turbada, que no acertó á contestar derechamente á lo que le dijiste. Indudablemente te conserva un noble y fraternal afecto; pero nada más. ¿No lo comprendiste? ¿No se ofreció á tus ojos ó á tus oidos algún dato para conocer que ya Inés no te ama?
—Señora —respondí con perplejidad—, aquel instante fué tan breve y usted me suplicó con tanta precipitación que saliese de la casa, que nada observé que me disgustase.
—Pues sí, puedes creerlo. Yo sé que Inés no te ama ya —afirmó con una entereza tal que se me hizo aborrecible en un momento mi hermosa interlocutora.
—¿Lo sabe usted?
—Yo lo sé.
—Tal vez se equivoque.
—No: Inés no te ama.
—¿Por qué? —pregunté bruscamente y con desabrimiento.
—Porque ama á otro —me respondió con calma.
—¡A otro! —exclamé tan asombrado, que por largo rato no me dí cuenta de lo que sentía—. ¡A otro! No puede ser, señora condesa. ¿Y quién es ese otro? Sepámoslo.
Diciendo esto, en mi interior se retorcían dolorosamente unas como culebras, que me estrujaban el corazón mordiéndolo y apretándolo con estrechos nudos. Yo quería aparentar serenidad; pero mis palabras balbucientes y cierta invencible sofocación de mi aliento descubrían la flaqueza de mi espíritu, caído desde la cumbre de su mayor orgullo.
—¿Quieres saberlo? Pues te lo diré. Es un inglés.
—¿Ese? —exclamé con sobresalto, señalando hacia la sala donde resonaba lejanamente el eco de las voces de doña Flora y de su visitante.
—¡Ese mismo!
—¡Señora, no puede ser! Usted se equivoca —exclamé sin poder contener la fogosa cólera que, desarrollándóse en mí como súbito incendio, no admitía razón que la refrenara ni urbanidad que la reprimiera—. Usted se burla de mí; me humilla y me pisotea como siempre lo ha hecho.
—¡Qué furioso te has puesto! —dijo sonriendo—. Cálmate y no seas loco.
—Perdóneme usted si la he ofendido con mi brusca respuesta —dije, reponiéndome—; pero yo no puedo creer eso que he oido. Todo cuanto hay en mí que hable y palpite con señales de vida, protesta contra tal idea. Si ella misma me lo dice, lo creeré; de otro modo, no. Soy un ciego estúpido tal vez, señora mía; pero yo detesto la luz que pueda hacerme ver la soledad espantosa que usted quiere ponerme delante. Pero no me ha dicho usted quién es ese inglés ni en qué se funda para creer...
—Ese inglés vino aquí hace seis meses acompañando á otro que se llama lord Byron, el cual partió para levante al poco tiempo. Este que aquí está se llama lord Gray. ¿Quieres saber más? ¿Quieres saber en qué me fundo para creer que Inés le ama? Hay mil indicios que ni engañan ni pueden engañar á una mujer experimentada como yo. ¿Y eso te asombra? Eres un mozo sin experiencia, y crees que el mundo se ha hecho para tu regalo y satisfacción. Es todo lo contrario, niño. ¿En qué te fundabas para esperar que Inés estuviera queriéndote toda la vida, luchando con la ausencia, que en esta edad es lo mismo que el olvido? ¡Pues no pedías poco en verdad! ¿Sabes que eres modestito? Que pasaran años y más años, y ella siempre queriéndote... Vamos, pide por esa boca. Es preciso que te acostumbres á creer que hay, además de tí, otros hombres en el mundo, y que las muchachas tienen ojos para ver y oídos para escuchar.
Con estas palabras, que encerraban profunda verdad, la condesa me estaba matando. Parecíame que mi alma era una hermosa tela, y que ella, con sus finas tijeras, me la estaba cortando en pedacitos para arrojarla al viento.
«Pues sí. Ha pasado mucho tiempo —continuó—. Ese inglés se apareció en Cádiz; nos visitó. Visita hoy con mucha frecuencia la otra casa, y en ella es amado... Esto te parece increible, absurdo. Pues es la cosa más sencilla del mundo. También creerás que el inglés es un hombre antipático, desabrido, brusco, colorado, tieso y borracho, como algunos que viste y trataste en la plaza de San Juan de Dios cuando eras niño. No: lord Gray es un hombre finísimo, de hermosa presencia y vasta instrucción. Pertenece á una de las mejores familias de Inglaterra y es más rico que un perulero... Ya... ¡Tú creiste que estas y otras eminentes cualidades nadie las poseía más que el Sr. D. Gabriel de Tres-al-Cuarto! Lucido estás... Pues oye otra cosa.
Lord Gray cautiva á las muchachas con su amena conversación. Figúrate que, con ser tan joven, ha tenido ya tiempo para viajar por toda el Asia y parte de América. Sus conocimientos son inmensos; las noticias que da de los muchos y diversos pueblos que ha visto, curiosísimas. Es hombre, además, de extraordinario valor; háse visto en mil peligros, luchando con la naturaleza y con los hombres, y cuando los relata con tanta elocuencia como modestia, procurando rebajar su propio mérito y disimular su arrojo, los que le oyen no pueden contener el llanto. Tiene un gran libro lleno de dibujos, representando paisajes, ruinas, trajes, tipos, edificios, que ha pintado en esas lejanas tierras; y en varias hojas ha escrito, en verso y prosa, mil hermosos pensamientos, observaciones y descripciones llenas de grandiosa y elocuente poesía. ¿Comprendes que pueda y sepa hacerse amar? Llega á la tertulia, las muchachas le rodean; él les cuenta sus viajes con tanta verdad y animación, que vemos las grandes montañas, los inmensos ríos, los enormes árboles del Asia, los bosques llenos de peligros; vemos al intrépido europeo defendiéndóse del león que le asalta, del tigre que le acecha; nos describe luego las tempestades del mar de la China, con aquellos vientos que arrastran como pluma la embarcación, y le vemos salvándóse de la muerte por un esfuerzo de su naturaleza ágil y fuerte; nos describe los desiertos de Egipto, con sus noches claras como el día, con las pirámides, los templos derribados, el Nilo y los pobres árabes que arrastran miserable vida en aquellas soledades; nos pinta luego los lugares santos de Jerusalén y Belén, el sepulcro del Señor, hablándonos de los millares de peregrinos que lo visitan, de los buenos frailes que dan hospitalidad al europeo; nos dice cómo son los olivares á cuya sombra oraba el Señor cuando fué Judas con los soldados á prenderle, y nos refiere punto por punto cómo es el monte Calvario y el sitio donde levantaron la santa Cruz. Después nos habla de la incomparable Venecia, ciudad fabricada dentro del mar, de tal modo que las calles son de agua y los coches unas lanchitas que llaman góndolas, y allí se pasean de noche los amantes, solos en aquella serena laguna, sin ruido y sin testigos. También ha visitado la América, donde hay unos salvajes muy mansos que agasajan á los viajeros, y donde los ríos, grandísimos como todo lo de aquel país, se precipitan desde lo alto de una roca, formando lo que llaman cataratas, es decir, un salto de agua como si medio mar se arrojase sobre el otro medio, formando mundos de espuma y un ruido que se oye á muchísimas leguas de distancia. Todo lo relata, todo lo pinta con tan vivos colores, que parece que lo estamos viendo. Cuenta sus acciones heroicas sin fanfarronería, y jamás ha mortificado el orgullo de los hombres, que le oyen con tanta atención, si no con tanta complacencia, como las mujeres. Ahora bien, Gabriel, desgraciado joven: ¿por lo que te digo comprenderás que ese inglés tiene atractivos suficientes para cautivar á una muchacha de tanta sensibilidad como imaginación, que instintivamente vuelve los ojos hacia todo lo que se distingue del vulgo enfatuado? Además, lord Gray es riquísimo, y aunque las riquezas no bastan á suplir en los hombres la falta de ciertas cualidades, cuando estas se poseen, las riquezas las avaloran y realzan más. Lord Gray viste elegantemente; gasta con profusión en su persona y en obsequiar dignamente á sus amigos, y su esplendidez no es el derroche del joven calavera y voluntarioso, sino la gala y generosidad del rico de alta cuna, que emplea sabiamente su dinero en alegrar la existencia de cuantos le rodean. Es galante sin afectación y más bien serio que jovial. ¡Ay, pobrecito! ¿Lo comprendes ahora? ¿Llegarás á entender que hay en el mundo alguien que puede ponerse en parangón con el Sr. D. Gabriel de Tres-al-Cuarto? Reflexiona bien, hijo reflexiona bien quién eres tú. Un buen muchacho, y nada más. Excelente corazón, despejo natural, y aquí paz y después gloria. En punto á posición, oficialito del ejército..., bien ganado, eso sí; pero ¿qué vale eso? Figura..., no mala; conversación, tolerable; nacimiento, humildísimo, aunque bien pudieras figurarlo como de los más alcurniados y coruscantes. Valor, no lo negaré; al contrario, creo que lo tienes en alto grado, pero sin brillo ni lucimiento. Literatura, escasa...; cortesía, buena... Pero, hijo, á pesar de tus méritos, que son muchos, dada tu pobreza y humildad, ¿insistirás en hacerte indestronable, como se lo creyó el buen D. Carlos IV, que heredó la corona de su padre? No, Gabriel; ten calma y resígnate.
El efecto que me causó la relación de mi antigua ama fué terrible. Figúrense ustedes cómo me habría quedado yo si Amaranta hubiera cogido el pico de Mulhacén, es decir, el monte más alto de España..., y me lo hubiese echado encima. Pues lo mismo, señores, lo mismo me quedé.