III

¿Qué podía yo decir? Nada. ¿Qué debía hacer? Callarme y sufrir. Pero el hombre aplastado por cualquiera de las diversas montañas que le caen á uno encima en el mundo, aun cuando conozca que hay justicia y lógica en su situación, rara vez se conforma, y elevando las manecitas pugna por quitarse de encima la colosal peña. No sé si fué un sentimiento de noble dignidad o, por el contrario, un vano y pueril orgullo lo que me impulsó á contestar con entereza, afectando no sólo conformidad, sino indiferencia ante el golpe recibido.

—Señora condesa —dije—, comprendo mi inferioridad. Hace tiempo que pensaba en esto, y nada me asombra. Realmente, señora, era un atrevimiento que un pobretón como yo, que jamás he estado en la India ni he visto otras cataratas que las del Tajo en Aranjuez, tenga pretensiones nada menos que de ser amado por una mujer de posición. Los que no somos nobles ni ricos, ¿qué hemos de hacer más que ofrecer nuestro corazón á las fregatrices y damas del estropajo, no siempre con la seguridad de que se dignen aceptarlo? Por eso nos llenamos de resignación, señora, y cuando recibimos golpes como el que usted se ha servido darme, nos encogemos de hombros y decimos: «Paciencia». Luego seguimos viviendo, y comemos y dormimos tan tranquilos... Es una tontería morirse por quien tan pronto nos olvida.

—Estás hecho un basilisco de rabia —me dijo la condesa en tono de burla—, y quieres aparecer tranquilo. Si despides fuego...; toma mi abanico y refréscate con él.

Antes que yo lo tomara, la condesa me dió aire con su abanico precipitadamente. Sin ninguna gana me reía yo, y ella, después de un rato de silencio, me habló así:

—Me falta decirte otra cosa que tal vez te disguste; pero es forzoso tener paciencia. Es que estoy contenta de que mi hija corresponda al amor del inglés.

—Lo creo, señora —respondí, apretando con convulsa fuerza los dientes, ni más ni menos que si entre ellos tuviera toda la Gran Bretaña.

—Sí —prosiguió—; todo suceso que me dé esperanzas de ver á mi hija fuera de la tutela y dirección de la Marquesa y la condesa es para mi lisonjero.

—Pero ese inglés será protestante.

—Sí —repuso—; mas no quiero pensar en eso. Puede que se haga católico. De todos modos, ese es punto grave y delicado. Pero no reparo en nada. Vea yo á mi hija libre; hállese en situación tal que yo pueda verla, hablarla como y cuando se me antoje, y lo demás... ¡Cómo rabiaría doña María si llegara á comprender...! Mucho sigilo, Gabriel; cuento con tu discreción. Si lord Gray fuera católico, no creo que mi tía se opusiera á que se casase Inés con él. ¡Ay! Luego nos marcharíamos los tres á Inglaterra, lejos, lejos de aquí, á un país donde yo no viera pariente de ninguna clase. ¡Qué felicidad tan grande! ¡Ay! Quisiera ser Papa para permitir que una mujer católica se casara con un hombre hereje.

—Creo que usted verá satisfechos sus deseos.

—¡Oh! Desconfío mucho. El inglés, aparte de su gran mérito, es bastante raro. A nadie ha confiado el secreto de sus amores, y sólo tenemos noticias de él por indicios, primero, y después, por pruebas irrecusables, obtenidas mediante largo y minucioso espionaje.

—Inés lo habrá revelado á usted.

—No, después de esto, ni una sola vez he conseguido verla. ¡Qué desesperación! Las tres muchachas no salen de casa sino custodiadas por la autoridad de doña María. Aquí, doña Flora y yo hemos trabajado lo que no es decible para que lord Gray se franquease con nosotras y nos lo revelara; pero es tan prudente y callado, que guarda su secreto como un avaro su tesoro. Lo sabemos por las criadas, por la murmuración de algunas, muy pocas, personas de las que van á la casa. No hay duda de que es cierto, hijo mío. Ten resignación y no nos des un disgusto. Cuidado con el suicidio.

—¿Yo? —dije, afectando indiferencia.

—Toma, toma aire, que te incendias por todos lados —me dijo, agitando delante de mí su abanico—. Don Rodrigo en la horca no tiene más orgullo que este general en agraz.

Cuando esto decía, sentí la voz de doña Flora y los pasos de un hombre. Doña Flora dijo:

—Pase usted, milord, que aquí está la condesa.

—Mírale..., verás —me dijo Amaranta con crueldad—, y juzgarás por ti mismo si la niña ha tenido mal gusto.

Entró doña Flora seguida del inglés. Este tenía la más hermosa figura de hombre que he visto en mi vida. Era de alta estatura, con el color blanquísimo, pero tostado, que abunda en los marinos y viajeros del Norte. El cabello rubio, desordenadamente peinado y suelto, según el gusto de la época, le caía en bucles sobre el cuello. Su edad no parecía exceder de treinta ó treinta y tres años. Era grave y triste, pero sin la pesadez acartonada y tardanza de modales que suelen ser comunes en la gente inglesa. Su rostro estaba bronceado, mejor dicho, tostado por el sol, desde la mitad de la frente hasta el cuello, conservando en la huella del sombrero y en la garganta una blancura como la de la más pura y delicada cera. Esmeradamente limpia de pelo la cara, su barba era como la de una mujer, y sus facciones, realzadas por la luz del Mediodía, dábanle el aspecto de una hermosa estatua de cincelado oro. Yo he visto en alguna parte un busto del Dios Brahma, que muchos años después me hizo recordar á lord Gray.

Vestía, con elegancia y cierta negligencia no estudiada, traje azul de paño muy fino, medio oculto por una prenda que llamaban sortú, y llevaba sombrero redondo, de los primeros que empezaban á usarse. Brillaban sobre su persona algunas joyas de valor, pues los hombres entonces se ensortijaban más que ahora, y lucía, además, los sellos de dos relojes. Su figura, en general, era simpática. Yo le miré y observé ávidamente, buscándole imperfecciones por todos lados; pero ¡ay!, no le encontré ninguna. Mas me disgustó oirle hablar con rara corrección el castellano, cuando yo esperaba que se expresase en términos ridículos y con yerros de los que desfiguran y afean el lenguaje; pero consolome la esperanza de oirle decir tonterías. Sin embargo, no dijo ninguna.

Entabló conversación con Amaranta, procurando esquivar el tema que impertinentemente había tocado doña Flora al entrar.

—Querida amiga —dijo la vieja—, lord Gray nos va á contar algo de sus amores en Cádiz, que es mejor tratado que el de los viajes por Asia y África.

Amaranta me presentó gravemente á él, diciéndole que yo era un gran militar, una especie de Julio César por la estrategia y un segundo Cid por el valor; que había hecho mi carrera de un modo gloriosísimo, y que había estado en el sitio de Zaragoza, asombrando con mis hechos heróicos á españoles y franceses. El extranjero pareció oir con suma complacencia mis elogios y me dijo, después de hacerme varias preguntas sobre la guerra, que tendría grandísimo contento en ser mi amigo. Sus refinadas cortesanías me tenían frita la sangre por la violencia y fingimiento con que me veía precisado á responder á ellas. La maligna Amaranta reíase á hurtadillas de mi embarazo, y más atizaba con sus artificiosas palabras la inclinación y repentino afecto del inglés hacia mi persona.

—Hoy —dijo lord Gray— hay en Cádiz gran cuestión entre españoles é ingleses.

—No sabía nada —exclamó Amaranta—. ¿En esto ha venido á parar la alianza?

—No será nada, señora. Nosotros somos algo bruscos y rudos, y los españoles, un poco vanagloriosos y excesivamente confiados en sus propias fuerzas, casi siempre con razón.

—Los franceses están sobre Cádiz —dijo doña Flora—, y ahora salimos con que no hay aquí bastante gente para defender la plaza.

—Así parece. Pero Wellesley —añadió el inglés— ha pedido permiso á la Junta para que desembarque la marinería de nuestros buques y defienda algunos castillos.

—Que desembarquen; si vienen, que vengan —exclamó Amaranta—. ¿No crees lo mismo, Gabriel?

—Esa es la cuestión que no se puede resolver —dijo lord Gray—, porque las autoridades españolas se oponen á que nuestra gente les ayude. Toda persona que conozca la guerra ha de convenir conmigo en que los ingleses deben desembarcar. Seguro estoy de que este señor militar que me oye es de la misma opinión.

—¡Oh, no, señor; precisamente soy de la opinión contraria! —repuse con la mayor viveza, anhelando que la disconformidad de pareceres alejase de mí la intolerable y odiosísima amistad que quería manifestarme el inglés—. Creo que las autoridades españolas hacen bien en no consentir que desembarquen los ingleses. En Cádiz hay guarnición suficiente para defender la plaza.

—¿Lo cree usted? —me preguntó.

—Lo creo —respondí, procurando quitar á mis palabras la dureza y sequedad que quería infundirles el corazón—. Nosotros agradecemos el auxilio que nos están dando nuestros aliados, más por odio al común enemigo que por amor á nosotros: esa es la verdad. Juntos pelean ambos ejércitos; pero si en las acciones campales es necesaria esta alianza, porque carecemos de tropas regulares que oponer á las de Napoleón, en la defensa de plazas fuertes harto se ha probado que no necesitamos ayuda. Además, las plazas fuertes que, como esta, son magníficas plazas comerciales, no deben entregarse nunca á un aliado por leal que sea; y como los paisanos de usted son tan comerciantes, quizás gustarían demasiado de esta ciudad, que no es más que un buque anclado á vista de tierra. Gibraltar nos está oyendo y casi lo puede decir.

Al decir esto, observaba atentamente al inglés, suponiéndole próximo á dar rienda suelta al furor, provocado por mi irreverente censura; pero con gran sorpresa mía, lejos de ver encendida en sus ojos la ira, noté en su sonrisa no sólo benevolencia, sino conformidad con mis opiniones.

—Caballero —dijo, tomándome la mano—, ¿me permitirá usted que le importune repitiéndole que deseo mucho su amistad?

Yo estaba absorto, señores.

—Pero, milord —preguntó doña Flora—, ¿en qué consiste que aborrece usted tanto á sus paisanos?

—Señora —dijo lord Gray—, desgraciadamente he nacido con un caracter que si en algunos puntos concuerda con el de la generalidad de mis compatriotas, en otros es tan diferente como lo es un griego de un noruego. Aborrezco el comercio, aborrezco á Londres, mostrador nauseabundo de las drogas de todo el mundo; y cuando oigo decir que todas las altas instituciones de la vieja Inglaterra, el régimen colonial y nuestra gran marina tienen por objeto el sostenimiento del comercio y la protección de la sórdida avaricia de los negociantes que bañan sus cabezas redondas como quesos con el agua negra del Támesis, siento un crispamiento de nervios insoportable, y me avergüenzo de ser inglés. El caracter inglés es egoísta, seco, duro como el bronce, formado en el ejercicio del cálculo y refractario á la poesía. La imaginación es en aquellas cabezas una cavidad lóbrega y fría, donde jamás entra un rayo de luz ni resuena un eco melodioso. No comprenden nada que no sea una cuenta, y al que les hable de otra cosa que del precio del cáñamo, le llaman mala cabeza, holgazán y enemigo de la prosperidad de su país. Se precian mucho de su libertad, pero no les importa que haya millones de esclavos en las colonias. Quieren que el pabellón inglés ondee en todos los mares, cuidándóse mucho de que sea respetado; pero siempre que hablan de la dignidad nacional, debe entenderse que la quincalla inglesa es la mejor del mundo. Cuando sale una expedición diciendo que va á vengar un agravio inferido al orgulloso leopardo, es que se quiere castigar á un pueblo asiático ó africano que no compra bastante trapo de algodón.

—¡Jesús, María y José! —exclamó doña Flora—. No puedo oir á un hombre de tanto talento como milord hablando así de sus compatriotas.

—Siempre he dicho lo mismo, señora —prosiguió lord Gray—, y no ceso de repetirlo á mis paisanos. Y no digo nada cuando quieren echársela de guerreros y dan al viento el estandarte con el gato montés, que ellos llaman leopardo. Aquí, en España, me ha llenado de asombro el ver que mis paisanos han batallas. Cuando los comerciantes y mercachifles de Londres sepan por las Gacetas que los ingleses han dado batallas y las han ganado, bufarán de orgullo creyéndóse dueños de la tierra como lo son del mar, y empezarán á tomar la medida del planeta para hacerle un gorro de algodón que lo cubra todo. Así son mis paisanos, señoras. Desde que este caballero evocó el recuerdo de Gibraltar, traidoramente ocupado para convertirlo en almacén de contrabando, vinieron á mi mente estas ideas, y concluyo modificando mi primera opinión respecto al desembarco de los ingleses en Cádiz. Señor oficial, opino como usted: que se queden en los barcos.

—Celebro que al fin concuerden sus ideas con las mías, milord —dije, creyendo haber encontrado la mejor coyuntura para chocar con aquel hombre que me era, sin poderlo remediar, tan aborrecible—. Es cierto que los ingleses son comerciantes, egoistas, interesados, prosaicos; pero ¿es natural que esto lo diga, exagerándolo hasta lo sumo, un hombre que ha nacido de mujer inglesa y en tierra inglesa? He oido hablar de hombres que en momentos de extravío ó despecho han hecho traición á su patria; pero esos mismos que por interés la vendieron, jamás la denigraron en presencia de personas extrañas. De buenos hijos es ocultar los defectos de sus padres.

—No es lo mismo —dijo el inglés—. Yo conceptúo más compatriota mío á cualquier español, italiano, griego ó francés que muestre aficiones iguales á las mías, sepa interpretar mis sentimientos y corresponder á ellos, que á un inglés áspero, seco y con un alma sorda á todo rumor que no sea el son del oro contra la plata y de la plata contra el cobre. ¿Qué me importa que ese hombre hable mi lengua, si por más que charlemos él y yo no podemos comprendernos? ¿Qué me importa que hayamos nacido en un mismo suelo, quizás en una misma calle, si entre los dos hay distancias más enormes que las que separan un polo de otro?

—La patria, señor inglés, es la madre común, que lo mismo cría y agasaja al hijo deforme y feo que al hermoso y robusto. Olvidarla es de ingratos; pero menospreciarla en público indica sentimientos quizás peores que la ingratitud.

—Esos sentimientos peores que la ingratitud los tengo yo, según usted —dijo el inglés.

—Antes que pregonar delante de extranjeros los defectos de mis compatriotas, me arrancaría la lengua —exclamé con energía, esperando por momentos la explosión de la cólera de lord Gray.

Pero este, tan sereno cual si se oyese nombrar en los términos más lisonjeros, me dirigió con gravedad las siguientes palabras:

—Caballero, el caracter de usted y la viveza y espontaneidad de sus contradicciones y réplicas me seducen de tal manera, que me siento inclinado hacia usted, no ya por la simpatía, sino por un afecto profundo.

Amaranta y doña Flora no estaban menos asombradas que yo.

—No acostumbro tolerar que nadie se burle de mí, milord —dije, creyendo, efectivamente, que era objeto de burlas.

—Caballero —repuso fríamente el inglés—, no tardaré en probar á usted que una extraordinaria conformidad entre su caracter y el mío ha engendrado en mí vivísimo deseo de entablar con usted sincera amistad. Óigame usted un momento. Uno de los principales martirios de mi vida, el mayor quizás, es la vana aquiescencia con que se doblegan ante mí todas las personas que trato. No sé si consistirá en mi posición ó en mis grandes riquezas; pero es lo cierto que en donde quiera que me presento, no hallo sino personas que me enfadan con sus degradantes cumplidos. Apenas me permito expresar una opinión cualquiera, todos los que me oyen aseguran ser de igual modo de pensar. Precisamente mi caracter ama la controversia y las disputas. Cuando vine á España, hícelo con la ilusión de encontrar aquí gran número de gente pendenciera, ruda y primitiva, hombres de corazón borrascoso y apasionado, no embadurnados con el vano charol de la cortesanía. Mi sorpresa fué grande al encontrarme atendido y agasajado, cual lo pudiera estar en Londres, sin hallar obstáculos á la satisfacción de mi voluntad, en medio de una vida monótona, regular, acompasada, no expuesto á sensaciones terribles ni á choques violentos con hombres ni con cosas, mimado, obsequiado, adulado... ¡Oh, amigo mío! Nada aborrezco tanto como la adulación. El que me adula es mi irreconciliable enemigo. Yo gozo extraordinariamente al ver delante de mí los caracteres altivos, que no se doblegan sonriendo cobardemente ante una palabra mía; gusto de ver bullir la sangre impetuosa del que no quiere ser domado ni aun por el pensamiento de otro hombre; me cautivan los que hacen alarde de una independencia intransigente y enérgica, por lo cual asisto con júbilo á la guerra de España. Pienso ahora internarme en el país y unirme á los guerrilleros. Esos generales que no saben leer ni escribir y que eran ayer arrieros, taberneros y mozos de labranza, exaltan mi admiración hasta lo sumo. He estado en academias militares, y aborrezco á los pedantes que han prostituido y afeminado el arte salvaje de la guerra, reduciéndolo á reglas necias y decorándóse á sí mismos con plumas y colorines para disimular su nulidad. ¿Ha militado usted á las órdenes de algún guerrillero? ¿Conoce usted al Empecinado, á Mina, á Tabuenca, á Porlier? ¿Cómo son? ¿Cómo visten? Se me figura ver en ellos á los héroes de Atenas y del Lacio. Amigo mío, si no recuerdo mal, la señora condesa dijo hace un momento que usted debía sus rápidos adelantamientos en la carrera de las armas á su propio mérito, pues sin el favor de nadie ha adquirido un honroso puesto en la milicia. ¡Oh caballero! Usted me interesa vivamente; usted será mi amigo, quiéralo ó no. Adoro á los hombres que no han recibido nada de la suerte ni de la cuna, y que luchan contra este oleaje. Seremos muy amigos. ¿Está usted de guarnición en la Isla? Pues venga á vivir á mi casa siempre que pase á Cádiz. ¿En dónde reside usted para ir á visitarle todos los días?...

Sin atreverme á rechazar tan vehementes pruebas de benevolencia, me excusé como pude.

—Hoy, caballero —añadió—, es preciso que venga usted á comer conmigo. No admito excusas. Señora condesa, usted me presentó á este caballero. Si me desaira, cuente usted como que ha recibido la ofensa.

—Creo —dijo la condesa— que ambos se congratularán bien pronto de haber entablado amistad.

Milord, estoy á la orden de usted —dije, levantándome cuando él se disponía á partir.

Y después de despedirnos de las dos damas, salí con el inglés. Parecía que me llevaba el demonio.

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