IX

Señores oyentes ó lectores, estas orejas mías oyeron el primer discurso que se pronunció en asambleas españolas en el siglo XIX. ¡Oh, quien hubiera sido la Fama, para difundirlo con sonora trompeta por todo el mundo! Aún retumba en mi entendimiento aquel preludio, aquella voz inicial de nuestras glorias parlamentarias, emitida por un clérigo sencillo y apacible, de ánimo sereno, talento claro, continente humilde y simpático. Si al principio los murmullos de arriba y abajo no permitían oir claramente su voz, poco á poco fueron acallándóse los ruidos, y siguió claro y solemne el discurso. Las palabras se destacaban sobre un silencio religioso, fijándóse de tal modo en la mente, que parecían esculpirse. La atención era profunda, y jamás voz alguna fué oída con más respeto.

—¿Sabe usted, amiga mía —dijo en un momento de descanso doña Flora—, que este cleriguito no lo hace mal?

—Muy bien. Si todos hablaran así, esto no sería malo. Aún no me he enterado bien de lo que propone.

—Pues á mí me parece todo lo que ha dicho muy puesto en razón. Ya sigue. Atendamos.

El discurso no fué largo, pero sí sentencioso, elocuente y erudito. En un cuarto de hora, Muñoz Torrero había lanzado á la faz de la nación el programa del nuevo gobierno y la esencia de las nuevas ideas. Cuando la última palabra expiró en sus labios y se sentó, recibiendo las felicitaciones y los aplausos de las tribunas, el siglo décimo octavo había concluido. El reloj de la historia señaló con campanada, no por todos oída, su última hora, y realizóse en España una de los principales dobleces del tiempo.

—Atención, que van á leer el papelito.

Don Manuel Luxán leyó.

—¿Se ha enterado usted, amiga doña Flora?

—¿Acaso soy sorda? Ha dicho que en las Córtes reside la soberanía de la nación.

—Y que reconocen, proclaman y juran por Rey á Fernando VII...

—Que quedan separadas las tres potestades... No sé qué terminachos ha dicho.

—Que la Regencia, que representa al Rey, ó sea, poder ejecutivo, preste juramento.

—Que todos deben mirar por el bien del Estado. Eso es lo mejor, y con decirlo, sobraba lo demás.

—Ahora se levanta gran tumulto entre ellos, amiga mía.

—Van á disputar sobre eso. Pues no levantará mal cisco el cleriguito. ¿Cómo se llama?...

—Don Diego Muñoz Torrero.

—Parece que vuelve á hablar.

En efecto, Muñoz Torrero pronunció un segundo discurso en apoyo de sus proposiciones.

—Ahora me ha gustado más, señora condesa —dijo la de Cisniega—. A este hombre le haría yo obispo. ¿No es justo y razonable lo que ha dicho?

—Sí: que las Cortes mandan y el Rey obedece.

—De modo que, según la soberanía de la nación, el gobierno del reino está dentro de este teatro.

—Ahora le toca á Argüelles, amiga mía. Lo que me gusta es que todos dicen que están de acuerdo. ¿Para cuándo dejan el disputar?

—Al principio todo es mieles. Repare usted que estamos en el primer acto.

—Ahora habla Argüelles.

—¡Oh, qué bien! ¿Ha conocido usted muchos predicadores que se expresen con esa elegancia, esa soltura, esa majestad, ese elevado tono, el cual nos sorprende y embelesa de tal modo que no podemos apartar la atención del orador, encantándose igualmente con su presencia y voz la vista y el oido?

—¡Cosa incomparable es esta! —dijo con entusiasmo doña Flora—. Diga usted lo que quiera, han hecho muy bien en traer á España esta novedad. Así, todas las picardías que se cometan en el Gobierno se harán públicas, y el número de los tunantes tendrá que ser menor.

—Sospecho que esto va á ser más brillante que útil —repuso la condesa—. Oradores creo que no faltarán. Hoy todos han hablado bien; pero ¿acaso es tan fácil la obra como la palabra?

Y de este modo iban comentando los discursos que sucedieron al de Muñoz Torrero, los cuales alargaron tanto la sesión, que bien pronto se hizo de noche y el teatro fué encendido. No por la tardanza se cansaron las dos damas, quienes, como el resto de la concurrencia, permanecieron en sus asientos hasta entrada la noche, gozando de un espectáculo que hoy á pocos cautiva por ser muy común, pero que entonces se presentaba á la imaginación con los mayores atractivos. Los discursos de aquel día memorable dejaron indeleble impresión en el ánimo de cuántos los escucharon. ¿Quién podría olvidarlos? Aún hoy, después que he visto pasar por la tribuna tantos y tan admirables hombres, me parece que los de aquel día fueron los más elocuentes, los más sublimes, los más sinceros, los más superiores entre todos los que han fatigado con sus palabras la atención de la madre España. ¡Qué claridad la de aquel día! ¡Qué oscuridades después, dentro y fuera de aquel mismo recinto, unas veces teatro, otras iglesia, otras sala, pues la soberanía de la Nación tardó mucho en tener casa propia! Hermoso fué tu primer día, ¡oh siglo! Procura que sea lo mismo el último.

Ya avanzada la noche, corrió un rumor por las tribunas. Los regentes iban á jurar, obligados á ello por las Cortes. Era aquello el primer golpe de orgullo de la recién nacida soberanía, anhelosa de que se le hincaran delante los que se conceptuaban reflejo del mismo rey. En los palcos, unos decían: «Los regentes no juran» y otros: «Vaya si jurarán».

—Yo creo que unos jurarán y otros no —dijo Amaranta—. Ellos han intentado tener de su parte el pueblo y la tropa; pero no han encontrado simpatías en ninguna parte. Los que tengan un poco de valor mandarán á las Cortes á paseo. Los débiles se arrastrarán en ese escenario, donde me parece que resuena todavía la voz del gracioso Querol y de la Carambilla, y besarán el escabel donde se sienta ese vejete verde, que es, si no me engaño, D. Ramón Lázaro de Dou.

—¡Que juren! Así no habrá conflictos. Parece que hay tumulto abajo.

—Y también arriba, en el paraíso. El pueblo cree que está viendo representar el sainete de Castillo La casa de vecindad, y quiere tomar parte en la función. ¿No es verdad, Araceli?

—Sí, señora. Ese nuevo actor que se mete donde no le llaman dará disgustos á las Cortes.

—El pueblo quiere que juren —dijo doña Flora.

—Y querrá también que se les ponga una soga al cuello y se les cuelgue de las bambalinas.

—Y fuera también hay marejadita.

—Me parece que esos que han entrado en el escenario son los regentes.

—Los mismos. ¿No ve usted á Castaños, al viejo Saavedra?

—Detrás vienen Escaño y Lardizábal.

—¡Cómo! —exclamó la condesa con asombro—. ¿También jura Lardizábal? Ese es el más orgulloso enemigo de las Córtes, y andaba por ahí diciendo á todo el mundo que él se guardaría las Cortes en el bolsillo.

—Pues parece que jura.

—Ya no hay vergüenza en España... Pero no veo al obispo de Orense.

—El obispo de Orense no jura —dijeron las tribunas en rumoroso coro.

Y, en efecto, el obispo de Orense no juró. Hiciéronlo humildemente los otros cuatro, con mala gana sin duda. La opinión pública, en general, estaba muy pronunciada contra ellos. Levantóse la sesión, y salimos todos, oyendo á nuestro paso las opiniones del público sobre el suceso que había puesto fin al solemne día. Casi todos decían:

—¡Ese testarudo vejete no ha querido jurar! Pero el juramento con sangre entra.

—Que lo cuelguen. No acatar el decreto que se llamará de 24 de septiembre es dar á entender que las Cortes son cosa de broma.

—Yo me quitaba de cuentos, y al que no bajara la cabeza, le mandaría prender, y después...

—Si esos señores no quieren más que gobierno absoluto...

En cambio, otros, los menos por cierto, se expresaban así:

—¡Magnífico ejemplo de dignidad ha dado el obispo á sus compañeros! Humillar el poder real ante cuatro charlatanes.

—Veremos quién puede más —decían unos.

—Veremos quién más puede —respondían los otros.

Los dos bandos, que habían nacido años antes y crecían lentamente, aunque todavía débiles, torpes y sin brío, iban sacudiendo los andadores, soltaban el pecho y la papilla y se llevaban las manos á la boca, sintiendo que les nacían los dientes.

Share on Twitter Share on Facebook