VIII

Una gran novedad, una hermosa fiesta había aquel día en la Isla. Banderolas y gallardetes adornaban casas particulares y edificios públicos, y endomingada la gente, de gala los marinos y la tropa, de gala la naturaleza, á causa de la hermosura de la mañana y esplendente claridad del sol, todo respiraba alegría. Por el camino de Cádiz á la Isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y á pie, y en la plaza de San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando viajeros: «¡A las Córtes, á las Córtes!».

Parecía aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de la sociedad concurrían á la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del rico y del pobre habíanse quedado casi vacíos. Vestía el poderoso comerciante su mejor paño, la dama elegante su mejor seda, y los muchachos artesanos, lo mismo que los hombres del pueblo, ataviados con sus pintorescos trajes, salpicaban de vivos colores la masa de la multitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en mil rápidos matices la luz del sol, y los millones de lentejuelas irradiaban sus esplendores sobre el negro terciopelo. En los rostros había tanta alegría, que la muchedumbre toda era una sonrisa y no hacía falta que unos á otros se preguntasen adónde iban, porque un zumbido perenne decía sin cesar: «¡A las Córtes, á las Córtes!».

Las calesas partían á cada instante. Los pobres iban á pie, con sus meriendas á la espalda y la guitarra pendiente del hombro. Los chicos de las plazuelas de la Caleta y la Viña no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia, y arreglándóse sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la Isla, dándóse aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos y algazara se distinguía claramente el grito general: «¡A las Córtes, á las Córtes!».

Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el blanco humo, las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándóse en torno á los mástiles. Los militares y marinos en tierra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes. Abrazábanse paisanos y militares, congratulándóse de aquel día, que todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de: «¡Las Córtes, las Córtes!».

En la taberna del Sr. Poenco no se pensaba más que en libaciones en honor del gran suceso. Los majos, contrabandistas, matones, chulos, picadores, carniceros y chalanes habían diferido sus querellas para que la majestad de tan gran día no se turbara con ataques á la paz, á la concordia y buena armonía entre los ciudadanos. Los mendigos abandonaron sus puestos, corriendo hacia la Cortadura, que se inundó de mancos, cojos y lisiados, ganosos de recoger abundante cosecha de limosnas entre la mucha gente, y enseñando sus llagas, no pedían en nombre de Dios y de la caridad, sino de aquella otra deidad nueva y santa y sublime, diciendo: «¡Por las Córtes, por las Córtes!».

Nobleza, pueblo, comercio, milicia, hombres, mujeres, talento, riqueza, juventud, hermosura, todo, con contadas excepciones, concurrió al gran acto, los más por entusiasmo verdadero, algunos por curiosidad, otros porque habían oido hablar de las Córtes y querían saber lo que eran. La general alegría me recordó la entrada de Fernando VII en Madrid, en abril de 1808, después de los sucesos de Aranjuez.

Cuando llegué á la Isla, las calles estaban intransitables por la mucha gente. En una de ellas la multitud se agolpaba para ver una procesión. En los miradores apenas cabían los ramilletes de señoras; clamaban á voz en grito las campanas, y gritaba el pueblo, y se estrujaban hombres y mujeres contra las paredes, y los chiquillos trepaban por las rejas, y los soldados, formados en dos filas, pugnaban por dejar el paso franco á la comitiva. Todo el mundo quería ver, y no era posible que vieran todos.

Aquella procesión no era un procesión de santas imágenes, ni de reyes ni de príncipes, cosa en verdad muy vista en España para que así llamara la atención: era el sencillo desfile de un centenar de hombres vestidos de negro, jóvenes unos, otros viejos, algunos sacerdotes, seglares los más. Precedíales el clero, con el infante de Borbón de pontifical y los individuos de la Regencia, y les seguía gran concurso de generales, cortesanos antaño de la corona y hoy del pueblo, altos empleados, consejeros de Castilla, próceres y gentileshombres, muchos de los cuales ignoraban qué era aquello.

La procesión venía de la iglesia mayor, donde se había dicho solemne misa y cantado un Te Deum. El pueblo no cesaba de gritar, ¡Viva la nación!, como pudiera gritar ¡Viva el rey!, y un coro que se había colocado en cierto entarimado detrás de una esquina entonó el himno, muy laudable sin duda, pero muy malo como poesía y como música, que decía:

Del tiempo borrascoso

que España está sufriendo

va el horizonte viendo alguna claridad.

La aurora son las Córtes,

que con sabios vocales

remediarán los males

dándonos libertad.

El músico había sido tan inhábil que los cantantes se veían obligados á repetir cuatro veces que con sabios, que con sabios, etc. Pero esto no quita su mérito á la inocente y espontánea alegría popular.

Cuando pasó la comitiva encontré á Marijuán, el cual me dijo:

—Me han magullado un brazo dentro de la iglesia. ¡Qué gentío! Pero me propuse ver todo y lo ví. Lindísimo ha estado.

—Pero ¿ya empezaron los discursos?

—Hombre, no. Dijo una misa muy larga el Cardenal narigudo, y luego los regentes tomaron juramento á los procuradores, diciéndoles: «¿Jurais conservar la religión católica? ¿Jurais conservar la integridad de la nación española? ¿Jurais conservar en el trono á nuestro amado Rey D. Fernando? ¿Jurais desempeñar fielmente este cargo?». A lo cual ellos iban contestando que sí, que sí y que sí. Después echaron un golpe de órgano y canto llano, y se acabó. Gabriel, á ver si podemos entrar en el salón de sesiones.

Yo no creí prudente intentarlo; pero fuí hacia allá, codeando á diestro y siniestro, cuando al llegar junto al teatro, ante cuyas puertas se agolpaban masas de gente y no pocos coches, sentí que vivamente me llamaban, diciendo:

—Gabriel, Araceli, Gabriel, Sr. D. Gabriel, Sr. de Araceli.

Miré á todos lados, y entre el gentío ví dos abanicos que me hacían señas y dos caras que me sonreían. Eran las de Amaranta y doña Flora. Al punto me uní á ellas, y después que me saludaron y felicitaron cariñosamente por mi feliz llegada, Amaranta me dijo:

—Ven con nosotras; tenemos papeletas para entrar en la galería reservada. Nos las ha proporcionado tu amigo Antonio Alcalá Galiano, que también es de los de cáscara amarga. Mírale, allí va. ¡Eh, Antoñito, Antoñito!

Subimos todos, y por la escalera pregunté á la condesa si algún acontecimiento había modificado la situación de nuestros asuntos durante mi ausencia, á lo que me contestó:

—Todo sigue lo mismo. La única novedad es que mi tía padece ahora un reumatismo que la tiene baldada. Doña María la domina completamente, y es quien manda en la casa y quien dispone todo... No he podido ni una vez sola ver á Inés; ni ellas salen á la calle, ni es posible escribirle. Yo esperaba con ansia tu llegada, porque D. Diego prometió llevarte allá. Cuando vayas, espero grandes resultados de tu celosa tercería. A lord Gray no hay quien le saque una palabra; pero los indicios de lo que te dije aumentan. Por la criada sabemos que doña María está con una oreja alta y otra baja, y que el mismo D. Diego, con ser tan estúpido, lo ha descubierto y rabia de celos. Mañana mismo es preciso que vayas allá, aunque yo dudo mucho que la de Rumblar quiera recibirte.

No hablamos más del asunto, porque el Congreso Nacional ocupó toda nuestra atención. Estábamos en el palco de un teatro; á nuestro lado, en localidades iguales, veíamos á multitud de señoras y caballeros, á los embajadores y otros personajes. Abajo, en lo que llamamos patio, los diputados ocupaban sus asientos en dos alas de bancos; en el escenario había un trono, ocupado por un obispo y cuatro señores más, y delante, los secretarios del despacho. Poco habían unos y otros calentado los asientos, cuando los de la Regencia se levantaron y se fueron, como diciendo: «Ahí queda eso».

—Esta pobre gente —me dijo Amaranta— no sabe lo que trae entre manos. Míralos cómo están desconcertados y aturdidos, sin saber qué hacer.

—Se ha marchado el venerable obispo de Orense —dijo doña Flora—. Por ahí se susurra que no le hacen maldita gracia las dichosas Córtes.

—Por lo que oigo, están eligiendo quien las presida —dije—. Hay allí un traer y llevar de papeletas que es señal de votación.

—Buenas cosas vamos á ver hoy aquí —añadió Amaranta con el regocijo que da la esperanza de una diversión.

—Yo lo que quiero es que prediquen pronto —añadió doña Flora—. Prontito, señores. Veo que hay muchos clérigos, lo cual es prueba de que no faltarán picos de oro.

—Pero estos clérigos filósofos son torpes de lengua —afirmó Amaranta—. Aquí hablarán más los seglares, y será tal el barullo, que veremos escenas tan graciosas como las de un concejo de pueblo con fuero. Amiga, preparémonos á reír.

—Ya parece que tienen presidente. Oigamos lo que lee aquel caballerito que está en el escenario y que parece un mal actor que no sabe el papel.

—Está conmovido por la majestad del acto —repuso Amaranta—. Me parece que estos señores darían algo ahora porque les mandasen á sus casas. Verdaderamente, las fachas no son malas.

—Desde aquí veo al vizconde de Matarrosa —indicó doña Flora—. Es aquel mozalbete rubio. Le he visto en casa de Morlá, y es chico despejado... Como que sabe inglés.

—Ese angelito debiera estar mamando, y le van á dispensar la edad para que sea diputado —repuso la condesa—. Como que no tiene más años que tú, Gabriel. Vaya unos legisladores que nos hemos echado. Aquí tenemos Solones de veinte abriles.

—Querida condesa —dijo la otra—, desde aquí veo todas las narices y toda la boca de D. Juan Nicasio Gallego. Está abajo, entre los diputados.

—Sí, allí está. De un bocado se tragará Córtes y Regencia. Es el hombre de mejores ocurrencias que he visto en mi vida, y de seguro ha venido aquí á reírse de sus compañeros de procuraduría. ¿No es aquel que está á su lado D. Antonio Capmany? ¡Miren qué facha! No se puede estar quieto un instante y baila como una ardilla.

—Ese que se sienta en este momento es Mejía.

—También veo la cara seráfica de Agustinito Argüelles. Dicen que este predica muy bien. ¿Ve usted á Borrull? Cuentan que este no quiere Córtes. Pero empiece de una vez la función. ¡Qué pesados son!

—Aquí no se paga la entrada, no hay derecho á impacientarse.

—Ya está dispuesta la presidencia. ¿Tocarán un pito para empezar?

—Yo tengo una curiosidad por oir lo que digan...

—Y yo.

—Será un disputar graciosísimo —dijo Amaranta—, porque cada cual pedirá esto y lo otro y lo de más allá.

—Conque salga uno diciendo: «Yo quiero tal cosa», y otro responda: «Pues no me da la gana», se animará esta desabrida reunión.

—¡Cuándo las habrán visto más gordas! Será gracioso oir á los clérigos gritar: «¡Fuera los filósofos!», y á los seglares: «¡Fuera los curas!». Veo con sorpresa que el Presidente no tiene látigo.

—Es que guardarán las formas, amiga mía.

—¿En dónde han aprendido ellos á guardar formas?

—Silencio, que va á hablar un diputado.

—¿Qué dirá? Nadie lo entiende.

—Se vuelve á sentar.

—En el escenario hay uno que lee.

—Se levantan algunos de sus asientos.

—Ya. Acaban de decir que quedan enterados. Nosotros también. Tanto ruido para nada.

—Silencio, señores, que vamos á oir un discurso.

—¡Un discurso! Oigamos. ¡Qué ruido en los palcos! Si no calla el público, el Presidente mandará bajar el telón.

—¿Es aquel clérigo que está allí enfrente quien va á hablar?

—Se ha levantado, se arregla el solideo, echa atrás la capa. ¿Le conoce usted?

—Yo, no.

—Ni yo. Oigamos qué dice.

—Dice que sería prudente adoptar una serie de proposiciones que tiene escritas en un papelito.

—Bueno; léanos usted ese papelito, señor cura.

—Parece que hablará primero.

—Pero ¿quién es?

—Parece un santo varón.

En los palcos inmediatos corría de boca en boca un nombre que llegó hasta el nuestro. El orador era D. Diego Muñoz Torrero.

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