V

Por la noche fuimos á casa de doña Flora; pero lord Gray, á poco de llegar, despidióse, diciendo que volvería. La sala estaba bien iluminada, pero aún no muy llena de gente, por ser temprano. En un gabinete inmediato aguardaban las mesas de juego el dinero de los apasionados tertulianos, y más adentro, tres ó cuatro desaforadas bandejas llenas de dulces nos prometían agradable refrigerio para cuando todo acabase. Había pocas damas, por ser costumbre en los saraos de doña Flora que descollasen los hombres, no acompañados, por lo general, más que de una media docena de beldades venerables del siglo anterior, que, cual castillos gloriosos, pero ya inútiles, no pretendían ser conquistables ni conquistadas. Amaranta representaba sola la juventud unida á la hermosura.

Saludaba yo á la condesa, cuando se me acercó doña Flora, y, pellizcándome bonitamente con todo disimulo el brazo por punto cercano al codo, me dijo:

—Se está usted portando, caballerito. Casi un mes sin parecer por aquí. Ya sé que se divirtió usted en el puente de Suazo con las buenas piezas que llevó allí el Sr. Poenco hace ocho días... ¡Bonita conducta! Yo, empeñada en apartarle á usted del camino de la perdición, y usted, cada vez más inclinado á seguir por él... Ya se sabe que la juventud ha de tener sus trapicheos; pero los muchachos decentes y bien nacidos desfogan sus pasiones con compostura, antes buscando el trato honesto de personas graves y juiciosas que el de la gentezuela maja y tabernaria.

La condesa afectó estar conforme con la reprimenda, y la repitió, dándole más fuerza con sus irónicos donaires. Después, ablandándóse doña Flora y llevándome adentro, me dió á probar de unos dulces finísimos que no se repartían sino entre los amigos de confianza. Cuando volvimos á la sala, Amaranta me dijo:

—Desde que doña María y la Marquesa decidieron que no viniera Inés, parece que falta algo en esta tertulia.

—Aquí no hacen falta niñas, y menos la condesa de Rumblar, que con sus remilgos impedía toda diversión. Nadie se había de acercar á la niña, ni hablar con la niña, ni bailar con la niña, ni dar un dulce á la niña. Dejémonos de niñas: hombres, hombres quiero en mi tertulia; literatos que lean versos; currutacos que sepan de corrido las modas de París; diaristas que nos cuenten todo lo escrito en tres meses por las Gacetas de Amberes, Londres, Augsburgo y Rotterdam; generales que nos hablen de las batallas que se van á ganar; gente alegre que hable mal de la Regencia y critique la cosa pública, ensayando discursos para cuando se abran esas saladísimas Córtes que van á venir.

—Yo no creo que haya tales Córtes —dijo Amaranta— porque las Córtes no son más que una cosa de figurón que hace el Rey para cumplir un antiguo uso. Como ahora estamos sin rey...

—¿Pues no ha de haber? Nada; vengan esas Córtes. Córtes nos han prometido y Córtes nos han de dar. Pues poco bonito será ese espectáculo. Como que es un conjunto de predicadores, y no baja de ocho á diez sermones los que se oyen por día, todos sobre la cosa pública, amiga mía, y criticando, criticando, que es lo que á mi me gusta.

—Habrá Córtes —dije yo—, porque en la Isla están pintando y arreglando el teatro para salón de sesiones.

—Pero ¿es en un teatro? Yo pensé que en una iglesia —dijo doña Flora.

—El estamento de próceres y clérigos se reunirá en una iglesia —indicó Amaranta—, y el de procuradores, en el teatro.

—No, no hay más que un estamento, señoras. Al principio se pensó en tres; pero ahora se ha visto que uno solo es más sencillo.

—Será el de la nobleza.

—No, hija; serán todos clérigos. Esto parece lo más propio.

—No hay más estamento que el de procuradores, en que entrarán todas las clases de la sociedad.

—¿Y dices que están pintando el teatro?

—Sí, señora. Le han puesto unas cenefas amarillas y encarnadas que hacen una vista así como de escenario de titiriteros en feria... En fin, monísimo.

—Para esta festividad quiere sin duda el Sr. D. Pedro los cincuenta uniformes amarillos y encarnados que le estamos haciendo, todos galoneados de plata y cortados en forma que llaman de española antigua.

—Me temo mucho —dijo Amaranta, riendo— que D. Pedro y otros tan extravagantes y locos como él pongan en ridículo á las Córtes y procuradores, pues hay personas que convierten en mojiganga todo aquello en que ponen la mano.

—Ya principia á venir gente. Aquí está Quintana. También vienen Beña y D. Pablo de Xérica.

Quintana saludó á mis dos amigas. Yo le había visto y oido hablar en Madrid en las tertulias de las librerías, pero sin tener hasta entonces el placer de tratar á poeta tan insigne. Su fama entonces era grande, y entre los patriotas exaltados gozaba de mucha popularidad, conquistada por sus artículos políticos y proclamas patrióticas. Era de fisonomía dura y basta, moreno con vivos ojos y gruesos labios, signo claro esto, así como su frente lobulosa, de la viril energía de su espíritu. Reía poco, y en sus ademanes y tono, lo mismo que en sus escritos, dominaba la severidad. Tal vez esta severidad, más que propia, fuera atribuida y supuesta por los que conocían sus obras, pues en aquella época ya habían salido á la luz las principales odas, las tragedias y algunas de las Vidas. Pindaro, Tirteo y Plutarco á la vez; estaba orgulloso de su papel, y este orgullo se le conocía en el trato.

Quintana era entusiasta de la causa española y liberal ardiente, con vislumbres de filósofo francés ó ginebrino. Más beneficios recibió de su valiente pluma la causa liberal que de la espada de otros; y si la defensa de ciertas ideas, que él enaltecía con todas las galas del estilo y todos los recursos de un talento superior y valiente cual ninguno; si la defensa de ciertas ideas, repito, no hubiera corrido después por cuenta de otras manos y de gárrulas plumas, diferente sería hoy la suerte de España.

Más simpático en el trato que Quintana, por carecer de aquella grandílocua y solemne severidad, era D. Francisco Martínez de la Rosa, recién llegado entonces de Londres, y que no era célebre todavía más que por su comedia Lo que puede un empleo, obra muy elogiada en aquellos inocentes tiempos. Las gracias, la finura, la encantadora cortesía, la amabilidad, el talento social sin afectación, amaneramiento ni empalago, nadie lo tenía entonces, ni lo tuvo después, como Martínez de la Rosa. Pero hablo aquí de una persona á quien todos han conocido y á quien vida tan larga no imprimió gran mudanza en genio y figura. Lo mismo que le vieron ustedes hacia 1857, salvo el detrimento de los años, era Martínez de la Rosa cuando joven. Si en sus ideas había alguna diferencia, no así en su caracter, que fué en la forma festivamente afable hasta la vejez, y en el fondo grave, entero y formal desde la juventud.

No sé por qué me he ocupado aquí de este eminente hombre, pues la verdad es que no concurrió aquella noche á la tertulia de doña Flora, que estoy con mucho gusto describiendo. Fueron, sí, como he dicho, Xérica y Beña, poetas menores de quienes me acuerdo poco, sin duda porque su fama problemática y la mediocridad de su mérito hicieron que no fijase mucho en ellos la atención. De quien me acuerdo es de Árriaza, y no porque me fuera muy simpático, pues la índole adamada y aduladora de sus versos serios y la mordacidad de sus sátiras me hacían poca gracia, sino porque siempre le ví en todas partes: en tertulias, cafés, librerías y reuniones de diversas clases. Este llegó más tarde á la tertulia.

Después de los que he mencionado vimos aparecer á un hombre como de unos cincuenta años, flaco, alto, desgarbado y tieso. Tenía, como D. Quijote, los bigotes negros, largos y caidos; los brazos y piernas, como palitroques; el cuerpo, enjutísimo; el color, moreno; el pelo, entrecano; aguileña la nariz; los ojos, ya dulces, ya fieros, según á quien miraba, y los ademanes, un tanto embarazados y torpes. Pero lo más singular de aquel singularísimo hombre era su vestido, á la manera de los de Carnaval, consistente en pantalones á la turquesca, atacados á la rodilla; jubón amarillo y capa corta encarnada ó herreruelo; calzas negras; sombrero de plumas, como el de los alguaciles de la plaza de toros, y en el cinto, un tremendo chafarote, que iba golpeando en el suelo, y hacía, con el ruido de las pisadas, un compás triple, como si el personaje anduviese con tres pies.

Parecerá á algunos que es invención mía esto del figurón que pongo á los ojos de mis lectores; pero abran la historia, y hallarán más al vivo que yo lo hago pintadas las hazañas de un personaje á quien llamo D. Pedro, para no ridiculizar, como él lo hizo, un título ilustre que después han llevado personas muy cuerdas. Sí; vestido estaba como le he pintado; y no fué él sólo quien dió por aquel tiempo en la manía de vestir y calzar á la antigua; que otro marqués, jerezano por cierto, y el célebre Jiménez Guazo y un escocés llamado lord Downie, hicieron lo mismo; pero yo, por no aburrir á mis lectores presentándoles uno tras otro á estos tipos tan característicos como extraños, he hecho con las personas lo que hacen los partidos, es decir, una fusión, y me he permitido recoger las extravagancias de los tres y engalanar con tales atributos á uno sólo de ellos, al más gracioso sin disputa, al más célebre de todos.

Al punto que entró D. Pedro, oyéronse estrepitosas risas en la sala; pero doña Flora salió á la defensa de su amigo, diciendo:

—No hay que criticarle, pues hace muy bien en vestirse á la antigua; y si todos los españoles, como él dice, hicieran lo mismo, con la costumbre de vestir á la antigua vendría el pensar á la antigua, y con el pesar el obrar, que es lo que hace falta.

D. Pedro hizo profundas reverencias y se sentó junto á las damas, antes satisfecho que corrido por el recibimiento que le hicieron.

—No me importan burlas de gente afrancesada —dijo, mirando de soslayo á los que le contemplábamos—, ni de filosofillos irreligiosos, ni de ateos, ni de francmasones, ni de democratistas, enemigos encubiertos de la religión y del Rey. Cada uno se viste como quiere, y si yo prefiero este antiguo traje á los franceses que venimos usando hace tiempo, y ciño esta espada, que fué la que llevó Francisco Pizarro al Perú, es porque quiero ser español por los cuatro costados y ataviar mi persona según la usanza española en todo el mundo, antes de que vinieran los franchutes con sus corbatas, chupetines, pelucas, polvos, casacas de cola de abadejo y demás porquerías que quitan al hombre su natural fiereza. Ya pueden los que me escuchan reírse cuanto quieran del traje, si bien no lo harán de la persona, porque saben que no lo tolero.

—Está muy bien —dijo Amaranta—. Está muy bien ese traje, y sólo las personas de mal gusto pueden criticarlo. Señores, ¿cómo quieren ustedes ser buenos españoles sin vestir á la antigua?

—Pero, señor Marqués (D. Pedro era marqués, aunque me callo su título) —dijo Quintana con benevolencia—, ¿por qué un hombre formal y honrado como usted se ha de vestir de esta manera para divertir á los chicos de la calle? ¿Ha de tener el patriotismo por funda un jubón, y no ha de poder guarecerse en una chupa?

—Las modas francesas han corrompido las costumbres —repuso D. Pedro, atusándóse los bigotes—, y con las modas, es decir, con las pelucas y los coloretes, han venido la falsedad del trato, la deshonestidad, la irreligión, el descaro de la juventud, la falta de respeto á los mayores, el mucho jurar y votar, el descoco é impudor, el atrevimiento, el robo, la mentira, y con estos males los no menos graves de la filosofía, el ateísmo, el democratismo y eso de la soberanía de la nación, que ahora han sacado para colmo de la fiesta.

—Pues bien —repuso Quintana—: si todos esos males han venido con las pelucas y los polvos, ¿usted cree que los va á echar de aquí vistiéndóse de amarillo? Los males se quedarán en casa, y el señor Marqués hará reír á las gentes.

—Sr. D. Manolo, si todos fueran como usted, que se empeña en combatir á los franceses imitándolos en usos y costumbres, lucidos estábamos.

—Si las costumbres se han modificado, ellas sabrán por qué lo han hecho. Se lucha y se puede luchar contra un ejército, por grande que sea; pero contra las costumbres, hijas del tiempo, no es posible alzar las manos, y me dejo cortar las dos que tengo si hay cuatro personas que le imiten á usted.

—¿Cuatro? —exclamó con orgullo D. Pedro—. Cuatrocientas están ya afiliadas en la Cruzada del obispado de Cadiz, y aunque todavía no hay uniformes para todos, ya cuento con cincuenta ó sesenta, gracias al celo de respetables damas, alguna de las cuales me oye. Y no nos vestimos así, señores míos, para andar charlando en los cafés y metiendo bulla por las calles, ni imprimiendo papeles que aumenten la desvergüenza é irrespetuosidad del pueblo hacia lo más sagrado, ni para convocar Córtes ni cortijos, ni para echar sermones á lo dómine Lucas, sino para salir por esos campos hendiendo cabezas de filósofos y acuchillando enemigos de la iglesia y del Rey. Ríanse del traje en buen hora, que en cuanto sean despachados los mosquitos que zumban más allá del caño de Sancti-Petri, volveremos acá y haremos que los redactores del Semanario Patriótico se vistan de papel impreso, que es la moda francesa que más les cuadra.

Dicho esto, D. Pedro celebró mucho con risas su propio chiste, y luego tomó Beña la palabra para sostener la conveniencia de vestir á la antigua. ¿Verdad que era graciosa la manía? Para que no se dude de mi veracidad, quiero trasladar aquí un párrafo del Conciso que conservo en la memoria:

«Otro de los medios indirectos —decía—, pero muy poderoso para renovar el entusiasmo, sería volver á usar el antiguo traje español. No es decible lo que esto podría influir en la felicidad de la nación. ¡Oh, padres de la patria, diputados del augusto Congreso! A vosotros dirijo mi humilde voz; vosotros podéis renovar los días de nuestra antigua, prosperidad: vestíos con el traje de nuestros padres, y la nación entera seguirá vuestro ejemplo.»

Esto lo escribía poco después aquel mismo señor Beña, poeta de circunstancias, á quien yo ví en casa de doña Flora. ¡Y recomendaba á los padres de la patria que imitasen en su atavío al gran D. Pedro, pasmo de los chicos y alboroto de paseantes! ¡Qué bonitos habrían estado Argüelles, Muñoz Torrero, García Herreros, Ruiz Padrón, Inguanzo, Mejía, Gallego, Quintana, Toreno y demás insignes varones vestidos de arlequines!

Y aquel Beña era liberal y pasaba por cuerdo; verdad es que los liberales, como los absolutistas, han tenido aquí, desde el principio de su aparición en el mundo, ocurrencias graciosísimas.

Quintana preguntó á D. Pedro si la Cruzada del obispado de Cádiz pensaba presentarse á las futuras Córtes en aquel talante el día de la apertura.

—Yo no quiero nada con Córtes —repuso—. Pero ¿usted es de los bobos que creen habrá tal novedad? La Regencia está decidida á echar la tropa á la calle para hacer polvo á los vocingleros que ahora no pueden pasarse sin Córtes. ¡Angelitos! ¡Déseles la novedad de este juguete para que se diviertan!

—La Regencia —repuso el poeta— hará lo que le manden. Callará y aguantará. Aunque carezco de la perspicacia que distingue al señor D. Pedro, me parece que la nación es algo más que el señor obispo de Orense.

—Verdaderamente, Sr. D. Manuel —dijo Amaranta—, eso de la soberanía de la nación, que han inventado ahora... anoche estaban explicándolo en casa de la Morlá, y por cierto que nadie lo entendía; eso de la soberanía de la nación, si se llega á establecer, va á traernos aquí otra revolución como la francesa, con su guillotina y sus atrocidades. ¿No lo cree usted?

—No, señora; no creo ni puedo creer tal cosa.

—Que pongan lo que quieran con tal que sea nuevo —dijo doña Flora—. ¿No es verdad, señor de Xérica?

—Justo, y afuera religión, afuera Rey, afuera todo —vociferó D. Pedro.

—Dénme trescientos años de soberanía de la nación —dijo Quintana—, y veremos si se cometen tantos excesos, arbitrariedades y desafueros como en trescientos años que no la ha habido. ¿Habrá revolución que contenga tantas iniquidades é injusticias como el solo período de la privanza de D. Manuel Godoy?

—Nada, nada, señores —dijo D. Pedro con ironía—. Si ahora vamos á estar muy bien; si vamos á ver aquí el siglo de oro; si no va á haber injusticias, ni crímenes, ni borracheras, ni miserias, ni cosa mala alguna; pues para que nada nos falte, en vez de padres de la iglesia, tenemos periodistas; en vez de santos, filósofos; en vez de teólogos, ateos.

—Justamente; el Sr. de Congosto tiene razón —replicó Quintana—. La maldad no ha existido en el mundo hasta que no la hemos traído nosotros con nuestros endiablados libros... Pero todo se va á remediar con vestirnos de mojiganga.

—Pero, en último resultado —preguntó la condesa—, ¿hay Córtes ó no?

—Sí, señora; las habrá.

—Los españoles no sirven para eso.

—Eso no lo hemos probado.

—¡Ay, qué ilusiones tiene usted, Sr. D. Manuel! Verá usted qué escenas tan graciosas habrá en las sesiones..., y digo graciosas por no decir terribles y escandalosas.

—El terror y el escándalo no nos son desconocidos, señora, ni los traerán por primera vez las Córtes á esta tierra de la paz y de la religiosidad. La conspiración de El Escorial, los tumultos de Aranjuez, las vergonzosas escenas de Bayona, la abdicación de los Reyes Padres, las torpezas de Godoy, las repugnantes inmoralidades de la última corte, los tratados con Bonaparte, los convenios indignos que han permitido la invasión, todo esto, señora amiga mía, que es el colmo del horror y del escándalo, ¿lo han traído por ventura las Córtes?

—Pero el Rey gobierna, y las Córtes, según el uso antiguo, votan y callan.

—Nosotros hemos caído en la cuenta de que el rey existe para la nación y no la nación para el rey.

—Eso es —dijo D. Pedro—: el rey para la nación, y la nación para los filósofos.

—Si las Córtes no salen adelante —añadió Quintana—, lo deberán á la perfidia y mala fe de sus enemigos, pues estas majaderías de vestir á la antigua y convertir en sainete las más respetables cosas es vicio muy común en los españoles de uno y otro partido. Ya hay quien dice que los diputados deben vestirse como los alguaciles en día de pregón de Bula, y no falta quien sostiene que todo cuanto se hable, proponga y discuta en la Asamblea debe decirse en verso.

—Pues de ese modo sería precioso —afirmó doña Flora.

—En efecto —dijo Amaranta—, y como se reúnen en un teatro, la ilusión sería perfecta. Prometo asistir á la inauguración.

—Yo no faltaré. Sr. de Quintana, usted me proporcionará un palco ó un par de lunetas. ¿Y se paga, se paga?

—No, amiga mía —dijo Amaranta, burlándose—. La nación enseña y pone al público gratis sus locuras.

—Usted —le dijo Quintana, sonriendo— será de nuestro partido.

—¡Ah, no, amigo mío! —repuso la dama—. Prefiero afiliarme á la Cruzada del obispado. Me espantan los revolucionarios desde que he leído lo que pasó en Francia. ¡Ay, señor Quintana! ¡Qué lástima que usted se haya hecho estadista y político! ¿Por qué no hace usted versos?

—No están los tiempos para versos. Sin embargo, ya usted ve cómo los hacen mis amigos. Arriaza, Beña, Xérica, Sánchez Barbero, no dejan descansar á las prensas de Cadiz.

Beña y Xérica se habían apartado del grupo.

—¡Ay, amigo mío!, que no oiga yo aquello de

¡Oh!, Velintón, nombre amable;

grande alumno del dios Marte.

Es horrible la poesía de estos tiempos, porque los cisnes callan, entristecidos por el luto de la patria, y de su silencio se aprovechan los grajos para chillar. ¿Y dónde me deja usted aquello de Resuene el tambor; veloces marchemos...?

—Arriaza —indicó Quintana— ha hecho últimamente una sátira preciosa. Esta noche la leerá aquí.

—Nombren al ruín... —dijo Amaranta, viendo aparecer en el salón al poeta de los chistes.

—Arriaza, Arriaza —exclamaron diferentes voces salidas de distintos lados de la estancia—. A ver: léanos usted la oda A Pepillo.

—Atención, señores.

—Es de lo más gracioso que se ha escrito en lengua castellana.

—Si el gran Botella la leyera, de puro avergonzado se volvería á Francia.

Arriaza, hombre de cierta fatuidad, se gallardeaba con la ovación hecha á los productos de su numen. Como su fuerte eran los versos de circunstancias y su popularidad por esta clase de trabajos extraordinaria, no se hizo de rogar, y sacando un largo papel y poniéndóse en medio de la sala, leyó con muchísima gracia aquellos versos célebres que ustedes conocerán y cuyo principio es de este modo:

«Al ínclito Sr. Pepe, Rey (en deseo) de las Españas y (en visión) de sus Indias.

Salud, gran Rey de la rebelde gente;

salud, salud, Pepillo, diligente

protector del cultivo de las uvas

y catador experto de las cubas.»

A cada instante era el poeta interrumpido por los aplausos, las felicitaciones, las alabanzas, y vierais allí cómo por arte mágico habíanse confundido todas las opiniones en el unánime sentimiento de desprecio y burla hacia nuestro Rey pegadizo. Por instantes, hasta el gran D. Pedro y D. Manuel José Quintana parecieron conformes.

La composición de Pepillo corrió manuscrita por todo Cadiz. Después la refundió su autor, y fué publicada en 1812.

Dividióse después la tertulia. Los políticos se agruparon á un lado, y el atractivo de las mesas de juego llevó á la sala contigua á una buena porción de los concurrentes. Amaranta y la condesa permanecieron allí, y D. Pedro, como hombre galante, no las dejaba de la mano.

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