VI

—Gabriel —me dijo Amaranta—, es preciso que te decidas á trocar tu uniforme á la francesa por este español que lleva nuestro amigo. Además, la orden de la Cruzada tiene la ventaja de que cada cual se encaja encima el grado que más le cuadra, como, por ejemplo, D. Pedro, que se ha puesto la faja de capitán general.

En efecto, D. Pedro no se había andado con chiquitas para subirse por sus propios pasos al último escalón de la milicia.

—Es el caso —dijo sin modestia el héroe— que necesita uno condecorarse á sí propio, puesto que nadie se toma el trabajo de hacerlo. Yo pertenecí al ejército regular, y fuí ayudante del insigne general D. Gregorio de la Cuesta, al cual tengo por uno de nuestros primeros caudillos; pues si perdió la batalla de Rioseco, no fué culpa suya. Y no digo más. En cuanto á la entrada de este caballerito en la Orden, venga en buen hora; pero sepa que los nuestros hacen vida ascética, durmiendo en una tarima y teniendo por almohada una buena piedra. De este modo se fortalece el hombre para las fatigas de la guerra.

—Me parece muy bien —dijo Amaranta—, y si á esto añaden una comida sobria, como, por ejemplo, dos raciones de obleas al día, serán los mejores soldados de la tierra. Ánimo, pues, Gabriel, y hazte caballero del obispado de Cadiz.

—De buena gana lo haría, señores, si me encontrara con fuerzas para cumplir las leyes de un instituto tan riguroso. Para esa Cruzada del obispado se necesitan hombres virtuosísimos y llenos de fe.

—Ha hablado perfectamente —repuso con solemne acento D. Pedro.

—Disculpas, hijo —añadió Amaranta con malicia—. La verdadera causa de la resistencia de este mozuelo á ingresar en la orden gloriosa es no sólo la holgazanería, sino también que las distracciones de un amor tan violento como bien correspondido le tienen embebecido y trastornado. No se permiten enamorados en la orden, ¿verdad, señor D. Pedro?

—Según y conforme —respondió el grave personaje, tomándóse la barba con los dedos y mirando al techo—. Según y conforme. Si los catecúmenos están dominados por un amor respetuoso y circunspecto hacia persona de peso y formalidad, lejos de ser rechazados, con más gusto son admitidos.

—Pues el amor de este no tiene nada de respetuoso —dijo Amaranta, mirando con picaresca atención á doña Flora—. Mi amiga, que me está oyendo, es testigo de la impetuosidad y desconsideración de este violento joven.

D. Pedro fijó sus ojos en doña Flora.

—Por Dios, querida condesa —dijo esta—, usted, con sus imprudencias, es la que ha echado á perder á este muchacho, enseñándole cosas que aún no está en edad de saber. Por mi parte, la conciencia no me acusa palabra ni acción que haya dado motivo á que un joven apasionado se extralimite alguna vez. La juventud, Sr. D. Pedro, tiene arrebatos; pero son disculpables, porque la juventud...

—En una palabra, amiga mía... —añadió Amaranta, dirigiéndóse á doña Flora—, ante una persona tan de confianza como el Sr. D. Pedro puede usted dejar á un lado el disimulo, confesando que las ternuras y patéticas declaraciones de este joven no le causan desagrado.

—¡Jesús, amiga mía! —exclamó, mudando de color, la dueña de la casa—, ¿qué está usted diciendo?

—La verdad. ¿A qué andar con tapujos? ¿No es verdad, señor de Congosto, que hago bien en poner las cosas en su verdadero lugar? Si nuestra amiga siente una amorosa inclinación hacia alguien, ¿por qué ocultarlo? ¿Es acaso algún pecado? ¿Es acaso un crimen que dos personas se amen? Yo tengo derecho á permitirme estas libertades por la amistad que les tengo á los dos y porque ha tiempo que les vengo aconsejando se decidan á dejar á un lado misterios, secreticos y trampantojos, que á nada conducen, sí, señor, y que, por lo general, suelen redundar en desdoro de la persona. En cuanto á mi amiga, harto la he exhortado, condenando su insistente celibato, y se me figura que al fin mis prédicas no serán inútiles. No lo niegue usted. Su voluntad está vacilante y en aquello de si caigo ó no caigo; de modo que si una persona tan respetable como el Sr. D. Pedro uniera sus amonestaciones á las mías...

D. Pedro estaba verde, amarillo, jaspeado. Yo, sin decir nada, procuraba, al mismo tiempo que contenía la risa, corroborar con mis actitudes y miradas lo que la condesa estaba diciendo. Doña Flora, confundida entre la turbación y la ira, miraba á Amaranta y al esperpento, y como viera á este con el color mudado y los ojos chispeantes de enojo, turbóse más, y dijo:

—¡Qué bromas tiene la condesa, Sr. D. Pedro! ¿Quiere usted tomar un dulcecito?

—Señora —repuso con iracunda voz el estafermo—, los hombres como yo se endulzan con acíbar la lengua y el corazón con desengaños.

Doña Flora quiso reír, pero no pudo.

—Con desengaños, sí, señora —añadió D. Pedro—; y con agravios recibidos de quien menos debían esperarse. Cada uno es dueño de dirigir sus impulsos amorosos al punto que más le conviene. Yo en edad temprana los dirigí á una ingrata persona, que al fin...; mas no quiero afear su conducta ni pregonar su deslealtad, y guardareme para mí solo las penas como me guardé las alegrías. Y no se diga, para disculpar esta ingratitud, que yo falté una sola vez en veinticinco años al respeto, á la circunspección, á la severidad que la cultura y dignidad de entrambos me imponía, pues ni palabra incitativa pronunciaron mis labios, ni gesto indecoroso hicieron mis manos, ni idea impúdica turbó la pureza de mi pensamiento, ni nombré la palabra matrimonio, á la cual se asocian imágenes contrarias al pudor; ni miré de mal modo, ni fijé los ojos en las partes que la moda francesa tenía mal cubiertas; ni hice nada, en fin, que pudiera ofender, rebajar ó menoscabar el santo objeto de mi culto. Pero ¡ay!, en estos tiempos corrompidos no hay flor que no se aje, ni pureza que no se manche, ni resplandor que no se oscurezca con alguna nubecilla. Está dicho todo, y con esto, señoras, pido á ustedes licencia para retirarme.

Levantábase para partir, cuando doña Flora le detuvo, diciendo:

—¿Qué es eso, Sr. D. Pedro? ¿Qué arrebato le ha dado? ¿Hace usted caso de las bromas de Amaranta? Es una calumnia, sí, señor; una calumnia.

—Pero ¿qué es esto? —dijo Amaranta, fingiendo la mayor estupefacción—. ¿Mis palabras han podido causar el disgusto del señor D. Pedro? ¡Jesús! Ahora caigo en que he cometido una gran imprudencia. Dios mío, ¡qué daño he causado! Sr. D. Pedro, yo no sabía nada, yo ignoraba... Desunir por una palabra indiscreta dos voluntades... Este mozalbete tiene la culpa. Ahora, recuerdo que mi amiga le está recomendando siempre que le imite á usted en las formas respetuosas para manifestar su amor.

—Y le reprendo sus atrevimientos —dijo doña Flora.

—Y le tira de las orejas cuando se extralimita de palabra ú obra, y le pellizca en el brazo cuando salen juntos á paseo.

—Señoras, perdónenme ustedes —dijo don Pedro—; pero me retiro.

—¿Tan pronto?

—Amaranta, con sus majaderías, le ha amoscado á usted.

—Tengo que ir á casa de la señora condesa de Rumblar.

—Eso es un desaire, Sr. D. Pedro. Dejar mi casa por la de otra...

—La condesa es una persona respetabilísima, que tiene alta idea del decoro.

—Pero no hace vestidos para los Cruzados.

—La de Rumblar tiene el buen gusto de no admitir en su casa á los politiquillos y diaristas que infestan á Cadiz.

—Ya.

—Allí no se juega tampoco. Allí no van Quintana, el fatuo; ni Martínez de la Rosa, el pedante; ni Gallego, el clerizonte ateo; ni Gallardo, el demonio filosófico; ni Arriaza, el relamido; ni Capmany, el loco; ni Argüelles, el jacobino, sino multitud de personas deferentes con la religión y con el rey.

Y dicho esto, el estafermo hizo una reverencia que medio le descoyuntó, marchándóse después con paso reposado y ademán orgulloso.

—Amiga mía —dijo doña Flora—, ¡qué imprudente es usted! ¿No es verdad, Gabriel, que ha sido muy imprudente?

—¡Ya lo creo! ¡Contarlo todo en sus propias barbas!

—Yo temblaba por ti, niñito, temiendo que te ensartara con el chafarote.

—La condesa nos ha comprometido —afirmé con afectado enojo.

—Es un diablillo.

—Amiga mía —dijo Amaranta—, lo hice con la mayor inocencia. Después de lo que he descubierto, me pongo de parte del desairado D. Pedro. La verdad, señora doña Flora, es una gran picardía lo que ha hecho usted. Trocarle, después de veinticinco años, por este mozuelo sin respetabilidad...

—Calle usted, calle usted, picaruela —repuso la dueña—. Por mi parte, ni á uno ni á otro. Si usted no hubiera incitado á este joven con sus provocaciones...

—De aquí en adelante —dije yo— seré respetuoso, comedido y circunspecto, como don Pedro.

Doña Flora me ofreció un dulce, pero vióse obligada á poner punto en la cuestión, porque otras damas, que, como ella, pertenecían á la clase de plazas desmanteladas y con artillería antigua, intervinieron inoportunamente en nuestro diálogo.

He referido la anterior burlesca escena, que parece insignificante y sólo digna de momentánea atención, porque, con ser pura broma, influyó mucho en acontecimientos que luego contaré, proporcionándome sinsabores y contrariedades. De este modo los más frívolos sucesos, que no parecen tener fuerza bastante para alterar con su débil paso la serenidad de la vida, la conmueven hondamente de súbito y cuando menos se espera. Poco después entró en la sala el memorable D. Diego, conde de Rumblar y de Peña Horadada, y con gran sorpresa mía, ni saludó á la condesa ni esta tuvo á bien dirigirle mirada alguna. Reconociéndome al punto, llegóse á mí, y con la mayor afabilidad me saludó y felicitó por mi rápido adelantamiento en la carrera de las armas, de que ya tenía noticias. No nos habíamos visto desde mi aventura famosa en el palacio de El Pardo. Yo le encontré bastante desfigurado, sin duda por recientes enfermedades y molestias.

—Aquí serás mi amigo, lo mismo que en Madrid —me dijo, entrando juntos en la sala de juego—. Si estás en la Isla, te visitaré. Quiero que vengas á las tertulias de mi casa. Dime, cuando vienes á Cadiz, ¿paras aquí en casa de la condesa?

—Suelo venir aquí.

—¿Sabes que mi parienta aprecia la lealtad de los que fueron sus pajes?... Ya sabrás que de esta me caso.

—La condesa me lo ha dicho.

—La condesa ya no priva. Hay divorcio absoluto entre ella y los demás de la familia... ¡Oh!, ahora me acuerdo de cuando te encontramos en El Pardo... Cuando le preguntaron á Amaranta qué hacías allí, no supo contestar. Lo que hacías, tú lo podrás decir... ¿Juegas ó no?

—Jugaremos.

—Aquí, al menos, se respira, chico. Vengo huyendo de las tertulias de mi casa, que más que tertulias son un cónclave de clérigos, frailucos y enemigos de la libertad. Allí no se va más que á hablar mal de los periodistas y de los que quieren Constitución. No se juega, Gabriel, ni se baila, ni se refresca, ni se hablan más que sosadas y boberías... De todos modos, es preciso que vengas á mi casa. Mis hermanas me han dicho que quieren conocerte; sí, me lo han dicho. Las pobres están muy aburridas. Si no fuese porque lord Gray distrae un poco á las tres muchachas... Vendrás á casa. Pero cuidado con echártela de liberal y de jacobino. No abras la boca sino para decir mil pestes de las futuras Córtes, de la libertad de la imprenta, de la Revolución francesa, y ten cuidado de hacer una reverencia cuando se nombre al Rey, y de decir algo en latín, al modo de conjuro, siempre que citen á Bonaparte, á Robespierre ó á otro monstruo cualquiera. Si así no lo haces, mi mamá te echará al punto á la calle, y mis hermanas no podrán rogarte que vuelvas.

—Muy bien; tendré cuidado de cumplir el programa. ¿En dónde nos veremos?

—Yo iré á la Isla ó nos veremos aquí, aunque la verdad... Tal vez no vuelva. Mi mamá me tiene prohibido poner los pies en esta casa. Vete á la mía y pregunta por tu amigo D. Diego, el que ganó la batalla de Bailén. Yo le he hecho creer á mi mamá que entre tú y yo ganamos aquella célebre batalla.

—¿Y Santorcaz?

—En Madrid sigue de comisario de policía. Nadie le puede ver; pero él se ríe de todos y cumple con su obligación. Conque juguemos. Yo voy al caballo.

El juego, antes frío y mal sostenido por personas sin entusiasmo, se animó con la presencia de Amaranta, que fué á poner su dinero en la balanza de la suerte. Para que todo marchase á pedir de boca, llegó en aquel crítico punto lord Gray, de quien dije había desaparecido al comienzo de la tertulia. Como de costumbre, el espléndido inglés reclamó para sí las preeminencias de banquero, y tallando él con serenidad, apuntando nosotros con zozobra y emoción, le desvalijamos á toda prisa. Sobre todo, Amaranta y yo tuvimos una suerte loca. Doña Flora, por el contrario, veía mermados con rapidez sus exiguos capitales, y D. Diego se mantuvo en tabla con vaivenes de desgracia y fortuna.

Indiferente á su ruina, el inglés más sacaba cuanto más perdía, y todo lo que de sus bolsillos se trasegó al montón venía después del montón á visitar los míos, que se asombraban de una abundancia jamás por ellos conocida. La función no concluyó sino cuando lord Gray no dió más de sí, acabándóse la tertulia. Los políticos, sin embargo, continuaban disputando en la sala vecina, aun después de retirada la última moneda de la mesa de juego.

Cuando salimos para continuar el monte en casa de lord Gray, D. Diego me dijo:

—Mi mamá cree á estas horas que duermo como un talego. En casa nos retiramos á las diez. Mi mamá, después de cenar, nos echa la bendición, rezamos varias oraciones y nos manda á la cama. Yo me retiro á la alcoba, fingiendo tener mucho sueño; apago la luz, y cuando todo está en silencio, escápome bonitamente á la calle. Muy de madrugada vuelvo, abro mis puertas con llaves á propósito, y me meto en el lecho. Sólo mis hermanitas están en el secreto y favorecen la evasión.

Lord Gray nos obsequió en su casa con una espléndida cena; sacamos luego el libro de las cuarenta hojas, y con sus textos pasamos febrilmente entretenidos la noche. D. Diego en tabla, el inglés perdiendo las entrañas y yo ganando, hasta que, cansados los tres y siempre invariable y terca la fortuna, dimos por terminada la partida. ¡Oh!, en los gloriosos años de 1810, 1811 y 1812 se jugaba mucho, pero mucho.

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