XIX

De pronto miré á la tribuna de señoras, que estaba al lado de la Epístola, en lo que podemos llamar el proscenio de la iglesia, y creí distinguir á las dos muchachas.

—¡Allí están, allí están!... —dije á mi acompañante.

—Sí, y en la tribuna inmediata, que es la de los diplomáticos, está lord Gray. ¿No le ve usted?... Está con la cabeza entre las manos, pensativo y meditabundo.

—No habla con ellas, ni puede hablar, porque una tabla les separa. Acaban de entrar en este momento.

Llegó á la sazón D. Paco, rojo como un pimiento, y abriéndóse paso por entre la apiñada muchedumbre de galeríos (así llamaban á los devotos de aquella religión y así les nombraron después en son de remoquete en el tiempo de las persecuciones), acercósenos y nos dijo:

—¡Gracias á Dios que han parecido!... Lord Gray las llevó engañadas al campanario de la iglesia...; después, adentro...; después, á la calle... ¿Háse visto infamia semejante?... ¡Estoy bramando de furor!... ¿Qué habrán hecho, señor de Araceli, qué habrán hecho?... La señora doña Inesita estaba más pálida que una muerta, y la señora doña Asuncioncita más roja que una amapola... Vámonos, niña, vámonos de aquí.

—Sí, vámonos —repetí yo.

—Yo no me muevo de aquí, Paquito. Esto me gusta mucho. Ya han acabado de leer periódicos y papeles, y vuelven los discursos... ¿Quién habla?

—El señor de Argüelles. ¡Buen pájaro está! ¡Pues bonitas cosas está oyendo la niña! —dijo D. Paco en voz más alta que la que á la respetabilidad del sitio correspondía—. Tratar de abolir las jurisdicciones, los señoríos, los fueros, el tormento y el derecho de poner la horca á la entrada del pueblo y de nombrar jueces; quieren quitar las prestaciones y demás sabias prácticas en que consiste la grandeza de estos reinos.

—Pues que lo supriman todo —dijo Presentación con enfado. De aquí no me muevo hasta que lo supriman todo.

—La niña no sabe lo que habla —exclamó D. Paco, suscitando los murmullos de los circunstantes con lo destemplado de su voz—. Ahora la señora doña María no podrá nombrar el alcalde de Peña Horadada, ni cobrará tanto de fanega en el molino de Herrumblar, ni las doce gallinas de Baeza, ni podrá prohibir la pesca en el arroyo, ni los asnos de casa podrán meterse en las heredades del vecino á comerse lo que se les antoje.

—¡Señó abate —gritó una voz, mientras una mano pesaba con formidable empuje sobre los hombros del preceptor—, siéntese y calle!

—Caballero —dijo otro—, ¿se podría saber quién es usted?

—Soy D. Francisco Xavier de Jindama —repuso con timidez y urbanidad el viejo.

—Lo digo porque en cuanto le ví á usted y le oí, diome olor á lechucería.

—Quiere decir que es usted de la hermandad de los bobos —añadió una moza que frontera á D. Paco estaba—. Con su voz de matraca no nos deja oir los escursos.

—Haya paz, señores —exclamó un tercero—, y silencio. Aquí no se viene á lamentarse de que los asnos no puedan entrar en la heredad ajena.

—El asno será él.

—¡Orden y conveniencia! —gritó el portero—. Si no, en nombre de Su Majestad, les echo á todos á la calle.

—Aquí no hay ninguna majestad —dijo D. Paco.

—La majestad son las Córtes, señor esparaván —exclamó con enfado un galerío.

—Es de los que vienen á aplaudir cuando rebuzna Ostolaza —dijo otro, señalando á D. Paco.

Viendo que la cuestión se agriaba, empeñeme en romper por medio del gentío, y esto causó nueva confusión y reconvenciones. Al mismo tiempo, entre los diputados sonó rumor de disgusto por lo que pasaba en la tribuna; habló el Presidente, imponiendo silencio á los galeríos, y acallados estos un tanto, el diputado Tenreyro tomó la palabra. Como si la primera pronunciada por el buen cura de Algeciras fuera señal convenida, desatóse una tempestad de risas y demostraciones, y cuanto más el orador alzaba la voz, más la ahogaban entre su murmullo los de arriba.

Repetir el sinnúmero de dichos, agudezas y apodos que salieron como avalancha de la tribuna pública, fuera imposible. Jamás actor aborrecido ó antipático recibió tan atroz silba en corrales de Madrid. Lo extraño es que siempre pasaba lo mismo. Ya se sabía: hablar Tenreyro y alborotarse el pueblo soberano, eran una misma cosa. ¡Y qué ceceo el suyo, qué ademanes tan graciosos, qué ira olímpica para apostrofar á las tribunas, qué lastimoso gesto, qué cruzar de brazos, qué arrugada cara, qué singular donaire para decir disparates, ya abogando por la Inquisición, ya por una soberanía popular á la moda, representada en una especie de concilio de párrocos y guerrilleros! Vamos, francamente, era cosa de morir de risa.

El Presidente sabía que sesión en la cual Tenreyro hablase era sesión perdida, por no ser posible contener á las tribunas; trabábanse disputas inevitables entre ciertos procuradores y el público, y el escándalo obligaba á despejar los altos de la iglesia.

Esto ocurrió en aquel día, cuando el Cicerón de Algeciras, volviéndóse hacia arriba con ademanes descompuestos y lengua balbuciente, gritó:

—¡Ya sabemos que esa es gente pagada!

Al oir esto, los denuestos, los improperios que lanzó el pueblo llenaron el ámbito de la iglesia en términos que aquello parecía una jaula de locos. Agitábanse los diputados, echándose unos á otros la culpa del alboroto; nos apostrofaban también desde abajo, llamándonos canalla soez, y los porteros dieron principio á la expulsión. Aquí de los apuros. Presentación y yo queríamos salir, sin poder lograrlo por tener delante una muralla de carne humana que resistía la orden del Presidente. Algunos se echaron fuera; mas no por eso se acalló el tumulto, y lo peor fué que aparecieron de súbito dos ó tres personas que tomaron el partido del orador silbado contra el silbante pueblo.

—¡Que ustedes son unos servilones, matacandelas!

—¡Que ustedes son unos afrancesados!

—¡Que ustedes son...! —imagínese el lector lo peor que haya oido en plazas, presenciado en tabernas y aprendido en garitos.

Y no paró aquí el desastre, sino que D. Paco, viendo que alguien tomaba á pechos la defensa del pobre Tenreyro, arriesgose, como leal amigo y contertulio, á ponerse de su parte.

—Envidia, no es más que envidia y rabia por las verdades como puños que dice —exclamó.

En mal hora lo dijera. Vimos desaparecer su enjuta figura entre una masa informe de brazos y manos. Presentación gritó con angustia: ¡Que matan al pobre D. Paco!

Salió el infeliz, ó le sacaron, es decir, allá se fué todo junto, víctima y verdugos, por la puerta afuera. Con esto se despejó un tanto la tribuna, y pudimos salir de los últimos tras la oleada de gente que, mal de su grado, abandonaba la sesión. Quisimos auxiliar al maestro, pero no nos era posible por hallarse distante; y aunque el infeliz no recibió golpe de arma alguna, las herramientas de puños y codos le estaban haciendo mucho daño. Al fin, acosado por todos, huyó, corriendo velozmente por la escalera abajo, dando no pocos tumbos y costaladas.

Nuestra gran contrariedad consistía en que nos separaba de él una masa enorme de gente que nunca acababa de salir; así es que, cuando llegamos abajo, en vano mirábamos á todos lados. Don Paco no estaba. Hacíamos preguntas á todos, pero nadie nos daba razón satisfactoria. Quién decía: «Le han llevado adentro»; quién: «Le han llevado fuera».

—¡Qué situación, qué compromiso! —decía la muchacha—. Pero ¿dónde está el pobre D. Paco? Ahora tendré que ir á casa sola ó con usted.

En la calle había también apiñado gentío, entre el cual ví á uno de esos individuos que se aparecen como llovidos en toda escena de agitación popular, dispuestos á echar el peso, no de su autoridad, sino de sus garrotes, en la balanza de las contiendas políticas. ¡Desgraciado Tenreyro, desgraciado Ostolaza! ¡Qué ovación les esperaba!

La hermandad de la porra no es tan antigua como el mundo, no; pero entradilla en años es.

—Busquemos, busquemos á ese infeliz —me decía mi linda pareja—. De modo que tengo que ir sola á casa... ¿Y qué voy á decir?... Y mi hermana é Inés, ¿dónde están?... ¡Oh, señor de Araceli, más vale que se abra la tierra y me trague!

Al fin nos dió razón del desgraciado preceptor un soldado diciéndonos:

—Se lo llevaron entre cuatro...

—Pero ¿adónde, no se sabe adónde?

El soldado, encogiéndóse de hombros, fijó su vista en la puerta de San Felipe, por donde salían bastantes diputados. Felizmente, y gracias á la intervención de D. Juan María Villavicencio, los que se disponían á obsequiar á Tenreyro y Ostolaza no pasaron á vías de hecho; mas con la agudeza de sus silbidos y el mugir de sus insultos fueron dando música á ambos personajes por largo trecho de la calle.

Fué aquel lance uno de los muchos que afearon la primera época constitucional; pero no llegó á ser tan escandaloso como el ocurrido poco después, con motivo del famoso incidente Lardizábal, y que puso en gran peligro la vida de D. José Pablo Valiente, diputado absolutista, el cual hubiera sido despedazado por el pueblo si Villavicencio no le librara heroicamente de las garras de aquel, embarcándole al instante.

—¡Virgen Santísima! —repetía Presentación—. ¡Y esas niñas no parecen!... Vámonos al punto de aquí. Allí sale el señor Ostolaza... Me va á conocer.

Marchamos por la calle de San José para tomar la del Jardinillo; pero no nos fué posible esquivar las miradas y la persecución del señor Ostolaza, que, llamándonos desde lejos nos obligó á detenernos.

—Señora mía —dijo el taimado clérigo—, eso está muy bien... En la calle con un mozalbete... Por fuerza ha muerto la señora condesa.

—¡Por Dios y la Virgen! —exclamó la muchacha, llorando—. Señor de Ostolaza..., no diga usted nada á mamá... Yo le explicaré á usted... Salimos á paseo, y como nos perdiéramos, pues... No diga usted nada á mamá. ¡Ay!, señor de Ostolaza, usted es un buen sujeto y tendrá lástima de mí.

—En efecto: siento lástima de la señorita.

—Quiero decir... Lléveme usted á casa... Amigo —añadió, esforzándóse en aparecer jovial—, oí su discurso y me pareció muy bonito. ¡Qué bien habla usted, qué bien!... Da gusto...

—Basta de lisonjas —dijo el clérigo; y luego, mirándome, añadió—: Y usted, señor militar teólogo, ¿de qué arterías se ha valido para sacar de su casa á esta señorita?

—Yo no he sacado de su casa á esta señorita —repuse—; la acompaño porque la he encontrado sola.

—A causa del gentío nos perdimos D. Paco y yo..., quiero decir, se perdieron ellas.

—Comprendido, comprendido.

—¿Sabe usted, señor oficial teólogo —me dijo con aviesa mirada—, que antes de poner esto en conocimiento de doña María voy á dar parte á la justicia?

—¿Sabe usted —respondí—, señor clerigón entrometido, que si no se me quita de delante ahora mismo le enseñaré á ser comedido y á no meterse en camisa de once varas?

—Comprendido, comprendido —repuso, poniéndóse como de almagre su abominable rostro y echándome de lleno su insolente mirada—. Sigan los pimpollitos su camino. Adiós...

Marchóse á toda prisa, y cuando le perdimos de vista, Presentación me dijo, dando un suspiro:

—Nos llamó pimpollitos y cree que somos novios y que nos hemos escapado... Ahora, ¿qué diré á mamá cuando me vea entrar con usted? Necesito inventar algo muy ingenioso y bien urdido.

—Lo mejor es decir la verdad clara y desnuda. Esto ofenderá menos á la señora que las invenciones con que usted pretende engañarla.

—¡La verdad!... ¿Está usted loco? Yo no digo la verdad aunque me maten... Corramos... ¿Habrán llegado ya las otras dos? ¡Jesús divino! Si ellas dicen una mentira distinta de la mía...

—Por eso, lo mejor es decir la verdad.

—Eso, ni pensarlo. Mamá nos mataría... A ver qué le parece á usted mi proyecto. Yo entraré llorando, llorando mucho.

—Malo...

—Pues me desmayaré, diciendo que usted es un traidor que quiso robarme.

—Peor. Diga usted que se perdieron, que encontraron á lord Gray...

—No nombraré al inglés; eso, jamás.

—¿Por qué?

—Porque ahora, nombrar en casa á lord Gray y nombrar al demonio es lo mismo.

—Yo sé la causa: lord Gray es amado por una de ustedes.

—¡Oh, qué cosas dice usted! —exclamó muy turbada—. Nosotras...

—Usted.

—No; ni mi hermana tampoco.

—Sé que la señora doña Inesita está loca por él.

—¡Oh! ¡Sí..., loca..., loca! Dios mío, ya llegamos... Estoy medio muerta.

Al entrar en la calle y acercarnos á la casa alcé la vista, y detrás del vidrio de uno de los miradores distinguí un bulto siniestro; después, dos ojos terribles, separados por el curvo filo de una nariz aguileña; después, un rayo de indignación que partía de aquellos ojos. Presentación vió también la fatídica imagen, y estuvo á punto de desmayarse en mis brazos.

—Mi mamá nos ha visto —dijo—. Señor de Araceli: escápese usted, sálvese usted, pues todavía es tiempo.

—Subamos, y diciendo la verdad nos salvaremos los dos.

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