XVIII

Ruidosos aplausos de abajo, y aplausos, patadas y gritos de arriba, ahogaron las últimas palabras del orador. Presentación me miró, y sus mejillas estaban inundadas de lágrimas.

—¡Oh, señor de Araceli! —me dijo—. Ese hombre me ha hecho llorar. ¡Qué hermoso es lo que ha dicho!

—Señora doña Presentacioncita, ¿no repara usted que ni su hermana, ni Inés, ni lord Gray parecen por ningún lado?

—Ya parecerán. Don Paco ha ido á buscarlas y dará con ellas... Ahora está hablando otro, y dice que aquel no tiene razón. ¿Cómo entendemos esto?

Otro orador usó de la palabra, pero por poco tiempo.

—Parece que ahora tratan de otro asunto —dijo la muchacha, observando siempre—. Y allí se ha levantado uno que saca un papel y lo lee.

—Se me figura que ese es D. Joaquín Lorenzo Villanueva, el diputado por Valencia.

—Es clérigo. Parece que lee un papel impreso.

—Es, sin duda, un periódico de los que ponen como chupa de dómine á las Córtes. Aquí acostumbran leer las picardías que los papeles públicos dicen de los diputados, y las contestaciones que estos se sirven dirigirles.

En efecto: Villanueva, furioso porque El Conciso se reía de sus proyectos de ley, lo denunciaba al Congreso Nacional, y luego nos regalaba la contestación. Era esta una de las anomalías y rarezas de aquella nuestra primera Asamblea, bastante inocente para detenerse en disputar con los periódicos, dictando luego severas penas que contradecían la libertad de la imprenta.

—Parece que va á haber tumulto —me dijo Presentación—. ¡Cielos divinos! Se levanta á hablar otro predicador... Pero si es Ostolaza... ¿No le ve usted? El mismo Ostolaza. ¿No ve usted su cara redonda y encarnada?... Si su voz parece una matraca..., y ¡qué gestos, qué miradas!...

Ostolaza empezó á hablar, y con su discurso las risas y burlas, arriba y abajo, sin que el Presidente pudiera acallarlas, ni el orador hacerse oir con claridad. Volvióse á las tribunas, y con el gesto desenfadado las despreció, y crecieron tumultos y voces, sobre todo en nuestro balcón, donde varios individuos de sombrero gacho y marsellés no podían convencerse de que estaban en lugar muy distinto de la plaza de toros.

—Dice que nos desprecia —exclamó Presentación en voz muy baja—. Se ha puesto rojo como un tomate. Amenaza á las tribunas porque nos reímos de su facha. Sí, señor Ostolaza; nos reímos de usted... Miren el mamarracho, espantajo. ¿Por qué no le retiran las licencias? Si es un predicador de aldea... Insulta á los demás. ¿Usted qué sabe, so bruto? Porque en casa le oímos con la boca abierta cuando nos sermonea, cree que le van á tolerar aquí...

Un individuo de las tribunas gritó:

—¡Afuera el apagacandelas!

Y el barullo y vocerío tomaron proporciones tales, que los porteros nos amenazaron con echarnos á todos á la calle.

—Señor de Araceli —me dijo Presentación, encendida y agitada por el entusiasmo—, tendría un grandísimo placer... ¿En qué creerá usted? Me regocijaría muchísimo..., ¿de qué pensará usted? De que ahora se levantara de su asiento el señor Presidente y le diera dos á Ostolaza.

—Aquí no es costumbre que el Presidente apalee á los diputados.

—¿No? —dijo con extrañeza—. Pues debiera hacerlo. Me estaría riendo hasta mañana; dos palos, sí, señor, ó mejor cuatro. Los merece. Aborrezco á ese hombre con todo mi corazón. Él es quien aconseja á mamá que no nos deje salir, ni hablar, ni reír, ni pestañear. Asunción dice que es un zopenco. ¿No cree usted lo mismo?

—¡Que le den morcilla! —gritó una voz becerril en el fondo de la galería.

Comparito —dijo otra voz, dirigiéndóse al orador—, ¿todo ese enfao es verdá ó conversasión?

—Señores —exclamó, volviéndóse á todos lados, un diarista almibarado, pelicrecido y amarillento—, estos escándalos no son propios de un pueblo culto. Aquí se viene á oir y no á gritar.

Camaraíta —preguntole con sorna un viejo chusco que allí cerca había—, eso que osté ha dicho, ¿es jabla ó rebuzno?

—Sóplenme ese ojo —gritó otro.

—Señores, que el Presidente nos va á echar á la calle y perderemos lo mejor de la sesión.

—Señora doña Presentacioncita —dije yo á la muchacha—, bueno será que nos marchemos. La tribuna se alborota y no es prudente seguir aquí. Además, los extraviados no parecen y debemos buscarlos fuera.

—Esperemos aún... En suma, Sr. D. Gabriel —me dijo con encantadora inocencia—, todos esos hombres, ¿para qué están aquí, para qué hablan, para qué gritan?

Le contesté lo que me parecía y no me entendió.

—Ostolaza sigue hablando. Sus brazos parecen aspas de molino... Todos se ríen de él. Veo que las Córtes, como los teatros, tienen su gracioso.

—Así es, en efecto.

—Y el gracioso es Ostolaza... Pues me parece que junto á él está el señor de Tenreyro... ¡Qué par! ¡Si querrá también hablar!... Dígame usted otra cosa: ¿quién es ese señor Preopinante de quien todos hablan tan mal?

—El Preopinante es el que ha hablado antes.

—Dígame usted. Y cuando tengamos rey, ¿Su Majestad vendrá también á predicar aquí?

—No lo creo.

—¿Y en qué consiste eso que dicen de que con Córtes hay libertad?

—Es una cosa difícil de explicar en pocas palabras.

—Pues yo lo entiendo de este modo... Pongo por caso..., las Córtes dirán: ordeno y mando que todos los españoles salgan á paseo por las tardes, y vayan una vez al mes al teatro, y se asomen al balcón después de haber hecho sus obligaciones... Prohíbo que las familias recen más de un rosario completo al día... Prohíbo que se case á nadie contra su voluntad y que se descase á quien quiere hacerlo... Todo el mundo puede estar alegre, siempre que no ofenda al decoro...

—Las Córtes harán eso y mucho más.

—¡Oh, señor Araceli; yo estoy muy alegre!

—¿Por qué?

—No sé por qué. Siento deseos de reír á carcajadas. Siempre que salgo de casa y voy á alguna parte donde puedo estar con alguna libertad, me parece que el alma quiere salírseme del cuerpo y volar, bailando y saltando por el mundo; me embriaga la atmósfera, y la luz me embelesa. Todo cuanto veo me parece hermoso; cuanto oigo, elocuente (menos lo de Ostolaza); todos los hombres, justos y buenos; todas las mujeres, guapas, y me parece que las casas, la calle, el cielo, las Córtes, con su Presidente y su preopinante, me saludan sonriendo. ¡Oh, qué bien estoy aquí! Inés y Asunción no parecen; D. Paco, tampoco. Cuanto más tarde vengan, mejor. Otra cosa...: ¿por qué no ha seguido usted yendo á casa por las noches? Nosotras nos hemos reído de usted.

—¿De mí? —pregunté con turbación.

—Sí, porque se la echaba usted de devoto para agradar á mamá. ¡Qué bien hacía usted su papel! Lo mismo, lo mismito hacemos nosotras.

Me asombré de la frescura con que la infeliz niña decía claramente que engañaba á su mamá.

—Vaya usted á casa. A nosotras no nos dejaban hablar con usted; pero nos entretuvimos mirándole.

—¡Mirándome!

—Sí, sí; á todo el que va á casa le examinamos y le medimos las facciones línea por línea. Después, cuando nos quedamos solas, decimos cómo tiene el pelo, los ojos, la boca, los dientes, las orejas, y disputamos sobre cuál de las tres se acuerda mejor.

—Bonita ocupación.

—Las tres estamos siempre juntas. La señora marquesa de Leiva está muy enferma, y como mamá dice que quiere tener á Inés bajo su vigilancia, ha mandado que viva en casa. Las tres dormimos en una misma alcoba y charlamos bajito por las noches. ¡Ah! ¿Sabe usted lo que me ha dicho Inés? Que usted está enamorado.

—¡Qué bromazo! Tal cosa no es verdad.

—Sí, nos lo dijo; y aunque no me lo dijera... Eso se conoce.

—¿Lo conoce usted?

—Al instante. En cuanto veo á una persona.

—¿Dónde ha aprendido usted eso? ¿Lee usted novelas?

—Jamás. No las leo; pero las invento.

—Eso es peor.

—Todas las noches saco de mi cabeza una distinta.

—Las novelas inventadas son peores que las leídas, señora doña Presentacioncita.

—Vuelva usted á casa por las noches.

—Volveré. Lord Gray las entretiene á ustedes bastante.

Lord Gray no va tampoco —dijo con pena.

—¿Y si supiera doña María que usted ha venido aquí?

—Creo que nos mataría. Pero no lo sabrá. Inventaremos algo muy gordo. Diremos que venimos del Carmen, donde fray Pedro Advíncula nos entretuvo contándonos vidas de santos. Otras veces le hemos dicho esto, y luego fray Pedro Advíncula no nos ha desmentido. Es un santo varón y yo le quiero mucho. Tiene las manos blancas y finas, los ojos dulces, la voz suave, el habla graciosa; sabe tocar el ole en un organito muy mono, y cuando no está mamá delante, habla de cosas mundanas con tanta gracia como decencia.

—¿Y fray Pedro Advíncula va á casa de usted?

—Sí...; es amigo de lord Gray. Es el que hace la preparación espiritual de Inés para el matrimonio y de Asunción para el monjío... Se me figura (y esto es reservado) que él llevó la papeleta de la tribuna.

—Y á usted, ¿no la prepara para algo?

—A mí —contestó la muchacha con profundo desconsuelo—, á mí, para nada.

Yo estaba absorto, pasmado y lelo, contemplando la seductora ignorancia, la infantil malicia, la franqueza sin freno de aquella alma, á quien la falta de toda educación mundana presentaba en la desnudez de su inocencia. Como era linda de rostro y había tal viveza en su hablar espontáneo y armonioso, me encantaba verla y oirla, y como vulgarmente se dice con respecto á los niños, me la hubiera comido. No hallo otra frase mejor para expresar la admiración que aquel raudal de gracia y travesura, de sentimiento y de dulce ingenuidad me producía. Nombré antes á los niños, y aquí repito, aunque Presentacioncita había dejado de serlo, que á mí me hacía el efecto de uno de esos chiquillos sentenciosos que con sus verdades como puños nos causan asombro y risa. Verdad es que la de Rumblar, aun haciéndome reír, me causaba al mismo tiempo tristeza.

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