Reinó sepulcral silencio, y miramos todos á la puerta del fondo, por donde apareció doña María. Con decoroso silencio, que no con lágrimas, mostraba esta señora su honda pena. El color blanco de su cara habíase convertido en una palidez pergaminosa; su frente estaba surcada de repentinas arrugas, y los secos ojos tan pronto irradiaban el fulgor de la ira como se abatían amortiguados. Pero otro incidente llamó mi atención más que el grave silencio y la amarillez y las arrugas, y fué que sus cabellos, entrecanos algunos días antes, estaban enteramente blancos.
—¡Está ahí! —repitió un sordo murmullo.
—¿Te negarás á recibirla? —dijo con emoción la Marquesa, adivinando los pensamientos de doña María.
—No..., que venga aquí —repuso la madre con energía. Veré á la que ha sido mi hija... ¿La encontró usted? ¿Estaba sola?
—Sola, señora —exclamó, llorando, D. Paco—. ¡Y en qué triste y lastimoso estado! Sus vestidos están rotos; en su preciosa cabecita tiene varias heridas, y en su voz y ademanes demuestra el más grande arrepentimiento. No ha querido subir, y yace exánime y sin fuerzas en la escalera.
—Que entre —dijo la de Leiva—. La infeliz empieza á expiar su culpa. María, pasó la ocasión del rigor y ha llegado el momento de la benevolencia. Recibe á tu hija, y si acabó para el mundo, no acabe para ti.
—Retirémonos para evitarle la vergüenza de verse delante de nosotros —observó Valiente.
—No; queden todos aquí.
—Señor D. Francisco —dijo doña María al ayo—, traiga usted á Asunción.
El ayo salió, determinando fuertes corrientes atmosféricas con la violencia de sus suspiros.
Bien pronto oímos la voz de Asunción, que gritaba:
—¡Mátenme, que me maten! No quiero que mi madre me vea.
Por D. Diego y el ayo conducida, á intervalos suavemente arrastrada, casi traída á cuestas, entró la infeliz muchacha en la sala. En la puerta arrojóse al suelo, y sus cabellos en desorden, sueltos, le cubrían la cara. Todos acudimos á ella; la levantamos, la consolamos con palabras cariñosas, pero ella clamaba sin cesar:
—¡Mátenme de una vez! ¡No quiero vivir!
—La señora doña María la perdonará á usted —le dijimos.
—No; mi madre no me perdonará. Estoy condenada para siempre.
Doña María, por largo tiempo llena de entereza y superioridad, comenzó á declinar, y su grande ánimo se abatió ante espectáculo tan lamentable. Después de mucho luchar con la sensibilidad y el cariño materno, pugnó por sobreponerse á este, y resueltamente exclamó.
—¿He dicho que la traigan aquí? Me equivoqué. No quiero verla, no es mi hija. Váyase á los lugares de donde ha venido. Mi hija ha muerto.
—Señora —exclamó D. Paco, poniéndose de rodillas—, si la señora doña Asuncioncita no se queda en la casa, usted se condenará. ¿Pues qué ha hecho? Salir á dar un paseo. ¿Verdad, niña mía?
—No. ¡Mi madre no me perdona! —gritó con desesperación la joven—. Llévenme fuera de aquí. No merezco pisar esta casa... Mi madre no me perdona. Vale más que me maten de una vez.
—Sosiégate, hija mía —dijo la de Leiva—. Grande es tu culpa; pero si no puedes reconquistar el cariño de tu madre y la estimación de todos, no serás abandonada á tu dolor. Levántate. ¿Dónde está lord Gray?
—No sé.
—¿Vino á buscarte con conocimiento y consentimiento tuyo?
La desgraciada se cubría el rostro con las manos.
—Habla, hija mía; es preciso saber la verdad —dijo la de Leiva—. Tal vez tu culpa no sea tan grande como parece. ¿Saliste de buen grado?
La presencia de doña María se conocía por su respiración, que era como un sordo mugido. Luego oímos distintamente estas palabras, que parecían salir de la cavernosa garganta de una leona:
—Sí..., de grado..., de grado.
—Lord Gray —dijo Asunción— me juró que al día siguiente abrazaría el catolicismo.
—Y que se casaría contigo, ¡pobrecita! —dijo con benevolencia la Marquesa.
—Lo de siempre..., historia vieja —balbució Calomarde á mi oido.
—Señores —dijo Villavicencio—, retirémonos. Estamos aumentando con nuestra presencia la confusión de esta desgraciada niña.
—Repito que se queden todos —dijo la de Rumblar con fúnebre acento—. Quiero que asistan á los funerales del honor de mi casa. Asunción, si quieres, no que te perdone, sino que tolere tu presencia aquí, confiesa todo.
—Me prometió abrazar el catolicismo..., me dijo que marcharía de Cádiz para siempre, si no... Yo creí...
—Basta —exclamó Villavicencio—. Que se retire á buscar algún reposo esa criatura.
—Pero ese infame hombre la ha abandonado.
—La ha arrojado de su casa —dijo D. Paco.
Múltiple exclamación de horror resonó en la sala.
—Esta mañana —añadió Asunción, sacando difícilmente de su pecho el aliento necesario para hablar—, lord Gray salió, dejándome sola en la casa. Yo temblaba de zozobra... Entraron luego unas mujeres, unas mujerzuelas... ¡Qué horrible gente! Con sus gritos me desvanecieron y con sus manos me maltrataron. Todas se reían de mí y me desgarraron los vestidos, diciéndome palabras ignominiosas... Bebían y comían en una mesa que el criado de milord les dispuso... Disputaban unas con otras sobre cuál de ellas era más amada por él... Entonces comprendí el abismo en que había caido... Lord Gray volvió... Le increpé por su vil conducta... Estaba taciturno y sombrío... Tomó una chinela, y con ella les azotó la cara á aquellas viles mujeres... Me colmó de cuidados. Me dijo que me iba á llevar á Malta... Yo me negué á ello y empecé á llorar amargamente, invocando el nombre de Jesús... Volvieron las mujeres, acompañadas de hombres soeces; uno de ellos quiso ultrajarme. Lord Gray le rompió la cabeza con una silla... Corrió la sangre... ¡Dios mío, qué horror!...
Deteníase á cada rato, y luego, con gran esfuerzo, seguía.
—Lord Gray me dijo después que él no podía hacerse católico y que se alegraba de que yo entrase en el convento para robarme. Quise salir, y el criado anunció la llegada de una señora... ¡Oh! Entró una señora principal que le llamó ingrato... La señora se reía de mí... ¡Qué hora, Dios mío, qué hora!... La señora dijo que yo era la más piadosa y devota muchacha de todo Cádiz, y luego me rogó que encomendase á lord Gray á Dios en mis oraciones... La vergüenza me inflamaba, y busqué un cuchillo para matarme... Después...
Estábamos todos conmovidos y aterrados con la patética relación de la desgraciada niña, digna de mejor suerte.
—Después..., luego entraron unos hombres, ¡qué hombres! Vestían de cruzados, como D. Pedro del Congosto, y venían á recordar á lord Gray que este le había desafiado... Entraron los amigos de lord Gray, y todos se rieron mucho del desafío con D. Pedro. Luego... Milord me rogó de nuevo que partiese con él á Malta... Yo le decía que me hiciese el favor de matarme... Se reía á carcajadas, y, jugando con un puñal, hacía como que me quería matar... Me inspiraba tal horror, que huí de su lado... Yo corrí por la casa dando gritos... Él se reía... Un criado me dijo: «Milord me ha mandado que la acompañe á usted á su casa». Salimos á la calle, y en la puerta añadió: «No tengo ganas de ir tan lejos; vaya usted sola», y cerró la puerta... Di algunos pasos... Una mujer frenética, que dijo haber perdido por mí los favores de lord Gray, quiso castigarme... ¡Ay!, yo estaba medio muerta y me dejé castigar... Libre, al fin, recorrí varias calles... me perdí..., yo buscaba la muralla para arrojarme al mar... Al fin, después de dar mil vueltas, volví junto á la casa de lord Gray... Encontráronme D. Paco y mi hermano... Yo no quería venir aquí; pero me trajeron, al fin, á mi casa, de donde salí culpable y adonde vuelvo castigada, pues las penas todas del purgatorio y el infierno no son superiores á las que yo he padecido hoy... Aun así, no merezco perdón. Mi falta es grande... No merezco más que la muerte, y pido á Dios que me la conceda esta noche misma, para que ni un día más soporte la vergüenza y el deshonor que han caído sobre mí. ¡Señora madre mía, adiós! ¡Hermana mía, adiós! ¡No quiero vivir!
No dijo más, y cayó desmayada sobre el pavimento.
Conmovidos y aterrados, contemplamos el semblante de doña María, que, reclinada en el sillón, con la barba apoyada en la mano, silenciosa, ceñuda primero como una sibila de Miguel Ángel y conmovida después, pues también las montañas se desgajan y quebrantan al sacudimiento del rayo, derramó lágrimas abundantes. Parecía que su rostro se quemaba. Su llanto era metal derretido.
—Hija mía —dijo la Marquesa—, retírate á descansar... Señor D. Francisco, ó tú, Diego, llévala á su cuarto.
El conmovedor espectáculo de la infeliz Asunción desapareció de nuestra vista.
—Señoras —dijo Villavicencio—, tengo el alma despedazada, y me retiro.
—Siento mucho..., pues... —murmuró Ostolaza, y se retiró también.
—He tenido un verdadero sentimiento... —dijo Valiente, marchándose tras el anterior.
—Por mi parte... —indicó Calomarde, saludando—. Si es preciso entablar recurso...
Se fueron todos. Yo me quedé, porque una fuerza irresistible me clavaba en aquella sala y no podía apartar el pensamiento del desolado cuadro que había visto. Delante de mí estaba la de Rumblar en la misma actitud en que antes la he descrito. El fenómeno de su llanto me llenaba de asombro. A mi lado, la marquesa de Leiva lloraba también.
Pero no estábamos solos los tres. Acababa de entrar una figura estrambótica, un mamarracho de los antiguos tiempos, una caricatura de la caballería, de la nobleza, de la dignidad, del valor español de otras edades. Mirando aquella figura de sainete que se presentaba tan inoportunamente, dije para mí:
—¿Qué vendrá á hacer aquí D. Pedro del Congosto? ¿Si creerá que sus caballerías ridículas sirven de alguna cosa en estas circunstancias?
La de Leiva abrió los ojos, vió al estafermo, y como sino diera importancia alguna á su persona, volvióse á mí y me dijo:
—¿Qué piensa usted de lord Gray?
—Que es un infame, señora.
—¿Quedará sin castigo?
—No quedará —exclamé, arrebatado por la ira.
Don Pedro del Congosto dió algunos pasos, pusóse delante de doña María, y alzando el brazo, con voz y gesto que al mismo tiempo parecían trágicos y cómicos, habló así:
—Señora doña María... ¡Esta noche!... ¡A las once!... ¡En la Caleta!
—¡Oh! ¡Gracias á Dios! —exclamó la noble señora, levantándose con ímpetu—. Gracias á Dios que hay en España un caballero... Cuatro personas han presenciado el lastimoso cuadro de la deshonra de mi hija, y á ninguno se le ha ocurrido tomar por su cuenta el castigo de ese miserable.
—Señora —dijo Congosto con voz hueca, que antes que risa, como otras veces, me produjo un espanto indefinible—; señora, lord Gray morirá.
Aquellas palabras retumbaron en mi cerebro. Miré á D. Pedro, y me pareció transfigurado. Aquel espantajo, recuerdo de los heróicos tiempos, dejó de ser á mis ojos una caricatura desde el momento en que me lo representé como providencial brazo de la justicia.
—No es usted, D. Pedro —dijo con incredulidad la de Leiva—, quien ha de arreglar esto.
—Señora doña María —repitió el estafermo, sublimado por una alta idea de su propio papel: por la idea de la hidalguía, del honor, de la justicia—, ¡esta noche!... ¡A las once!... ¡En la Caleta! Todo está dispuesto.
—¡Oh! Bendita sea mil veces la única voz que ha sonado en mi defensa en esta sociedad indiferente. Abominables tiempos, aún hay dentro de vosotros algo noble y sublime.
Esto, que en otras circunstancias hubiera sido ridículo, tratándóse de D. Pedro, en aquellas me hacía estremecer.
—Bendito sea mil veces —continuó doña María— el único brazo que se ha alzado para vengar mi ultraje en esta generación corrompida y cobarde; incapaz de un sentimiento elevado.
—Señora —dijo D. Pedro—, adiós... Voy á prepararme. Y partió rápidamente de la sala.
—María —dijo la de Leiva á su parienta—, sosiégate; debes procurar dormir...
—No puedo sosegar —repuso la dama—. No puedo dormir... ¡Oh, Dios mío! Si permites que el miserable quede sin castigo... Si vieras, mujer...; siento una salvaje complacencia al recordar aquellas palabras: «Esta noche..., á las once..., en la Caleta».
—No esperes de D. Pedro más que ridiculeces... Sosiégate... Han dicho aquí que el desafío de D. Pedro con lord Gray era una función quijotesca. ¿No es verdad, caballero?
—Sí, señora —repuse—. Son ya las diez... Soy amigo de lord Gray y no puedo faltar.
Respetuosamente me despedí de ellas y salí. Detúvome en la escalera D. Diego, que á toda prisa y muy sofocado subía, y me dijo:
—Gabriel, ahí me traen otra vez á la buena alhaja de doña Inesita.
—¿Quién?
—El gobernador. Esta noche todas las ovejas descarriadas vuelven al redil... Vengo de allá... Si vieras... La condesa ha llorado mucho y se ha puesto de rodillas delante de Villavicencio; pero no pudo conseguir nada. La ley y siempre la ley. Si es lo que yo digo: la ley... Por supuesto, chico, no puedo negarte que me dió lástima de la pobre condesa. Lloraba tanto... Inés estaba más serena y se conformaba. Aguárdate y la verás llegar. Sin embargo, más vale que no parezcas en tu vida por aquí. Villavicencio quiso averiguar el cómo y cuándo de la fuga de Inés, y allá le dijeron que la sacaste tú de la casa. Te anda buscando porque no te conoce. Dice que eres cómplice de lord Gray y el verdadero criminal. Calumnia, pura calumnia; pero no te metas en vindicar tu honra mancillada y echa á correr, que Villavicencio tiene malas pulgas, y aunque te escuda el fuero militar... Conque en marcha y no vuelvas á Cádiz en tres meses.
—Pues sí; yo fuí quien sacó á Inés sacó de casa.
—¡Tú! —exclamó con tanto asombro como cólera—. Ya no me acordaba que eres servidor de mi famosa parienta la condesa. ¿Conque la sacaste tú?
—Y la volveré á sacar...
—Tú bromeas... No pienses que me apuro mucho... ¿Crees que insisto en casarme con ella?... Pues ahora, de mejores veras debes poner los pies en polvorosa, porque voy á contarle á mamá tu hazaña... Francamente, yo creí que era una calumnia. Ahora me explico el furor de Villavicencio contra tí. ¿Pues no dice que tú eres el autor de todo y que es preciso sentarte la mano?
—¿A mí?
—Y disculpaba á lord Gray... Se me figura que quieren hacer justicia en tu persona sin molestar para nada al señor milord. Ándate con cuidado, pues se le ha puesto en la cabeza que tú eres cómplice del maldito inglés y le ayudaste en esta gran bribonada que nos ha hecho.
—¿Ha visto usted á lord Gray? —le pregunté—. ¿Dónde se le podrá encontrar?
—Ahora mismo me han dicho que le acaban de ver paseando solo por la muralla. ¡Maldito inglés! Las pagará todas juntas... Hace poco, la Inesita me llamó vil y cobarde por dejar sin castigo esto de anoche, y aseguraba que si ella fuera hombre... Estaba furiosa la niña. Por supuesto, yo pienso buscar á lord Gray, y cuando le vea he de decirle: «So tunante...». Pues... Conque márchate... Tú también eres buena pieza. Adiós.
No me podía detener á contestar sus majaderías, porque un pensamiento fijo me atormentaba; y dirigida mi voluntad á un punto invariable con arrebatadora fuerza, nada podía apartarme de aquella corriente por donde se precipitaba impetuoso todo mi ser.