XXXIII

Un cuarto de hora después tropezaba en la muralla, frente al Carmen, con lord Gray, el cual, deteniendo la velocidad de su paso, me habló así:

—¡Oh, señor de Araceli! Gracias á Dios que viene alguien á hacerme compañía. He dado ya siete vueltas á Cádiz, corriendo todo lo largo de la muralla ¡Aburrimiento y desesperación! Mi destino es dar vueltas..., dar vueltas á la noria.

—¿Está usted triste?

—Mi alma está negra..., más negra que la noche —repuso con alucinación—. Camino sin cesar, buscando la claridad, y no hago más que dar vueltas recorriendo un círculo fatal. Cádiz es una cárcel redonda, cuya pared circular gira alrededor de nuestro cerebro... Me muero aquí.

—¡Tan feliz ayer y tan desgraciado hoy! —le dije.

—¿Yo feliz? —respondió mirándome con asombro—. ¡Cuán limitada es la creación que está á nuestro alcance! ¡Cuán pobre es el universo!... El Omnipotente se ha reservado para sí lo mejor, dejándonos la escoria... No podemos salir de este maldito círculo..., no hay escape por la tangente... El ansia de lo infinito quema nuestra alma, y no es posible dar un paso en busca de alivio... Vueltas y más vueltas... ¡Mula de noria..., arre!... Otro circulito, y otro, y otro...

Lord Gray, Dios le ha dado á usted todo, y usted malgasta y arroja las riquezas de su alma, haciéndose infortunado sin deber serlo.

—Amigo —me dijo, apretándome la mano tan fuertemente que creí me la deshacía—, soy muy desgraciado. Tenga usted lástima de mí.

—Si eso es desgracia, ¿qué nombre daremos á la horrenda agonía de una criatura á quien usted acaba de precipitar en la mayor deshonra y vergüenza?

—¿Usted la ha visto?... ¡Infeliz muchacha!... Le he rogado que vaya conmigo á Malta, y no quiere.

—Y hace bien.

—¡Pobre santita! Cuando la vi, más que su hermosura, que es mucha; más que su talento, que es grande, me cautivó su piedad... Todos decían que era perfecta, todos decían que merecía ser venerada en los altares... Esto me inflamaba más. Penetrar los misterios de aquella arca santa; ver lo que existía dentro de aquel venerable estuche de recogimiento, de piedad, de silencio, de modestia, de santa unción; acercarme y coger con mis manos aquella imagen celestial de mujer canonizable; alzarle el velo y mirar si había algo de humano tras los celajes místicos que la envolvían; coger para mí lo que no estaba destinado á ningún hombre, y apropiarme lo que todos habían convenido en que fuese para Dios... ¡Qué inefable delicia, qué sublime encanto!... ¡Ay!, fingí, engañé, burlé... Maldita familia... Luchar con ella es luchar con toda una nación... Para atacarla, toda la inteligencia y la astucia toda no bastan... Mil veces sea condenada la historia, que crea estas fortalezas inexpugnables.

—La audacia y la despreocupación de un hombre son más fuertes que la historia.

—Pero ¡cómo se desvanece todo!... Aquello que ayer aún valía, hoy no vale nada, y su encanto desaparece como el humo, como la nave, como la sombra... El hermoso misterio se disipó... La realidad todo lo mata... ¡Ay! Yo buscaba algo extraordinario, profundamente grandioso y sublime en aquella encarnación del principio religioso que caía en mis brazos; yo esperaba encontrar un tesoro de ideales delicias para mi alma, abrasada en sed inextinguible; yo esperaba recibir una impresión celeste que transportara mi alma á la esfera de las más altas concepciones; pero ¡maldita naturaleza!, la criatura seráfica que yo soñaba rodeada de nubes y de angelitos en sobrenatural beatitud, se deshizo, se disipó, se descompuso como una imagen de máquina óptica cuya luz sopla el bárbaro titiritero, diciendo: «Buenas noches...». Todo desapareció... Las alas de ángel, agitándose, zumbaban en mi oido; pero yo me desencajaba los ojos mirando y no veía nada, absolutamente nada más que una mujer..., una mujer como otra cualquiera, como la de ayer, como la de anteayer...

—Hay que conformarse con lo que Dios nos ha dado y no aspirar á más. En resumen: usted sacó á Asunción de su casa, jurándole que abrazaría el catolicismo y se casaría con ella.

—Es verdad.

—Y lo cumplirá usted.

—No pienso casarme.

—Entonces...

—Ya le he dicho que venga conmigo á Malta.

—Ella no irá.

—Pues yo sí.

Milord —dije, dando á mis palabras toda la serenidad posible—, debajo de ese humor melancólico, debajo de los oropeles de su imaginación, tan brillante como loca, usted guarda sin duda un profundo sentido y un corazón de legítimo oro, no de vil metal sobredorado como sus acciones.

—¿Qué quiere usted decirme?

—Que una persona honrada como usted sabrá reparar la más reciente y la más grave de sus faltas.

—Araceli —me dijo con mucha sequedad—, es usted impertinente. ¿Acaso es usted hermano, esposo ó cortejo de la persona ofendida?

—Lo mismo que si lo fuera —repuse, obligándole á detenerse en su marcha febril.

—¿Qué sentimiento le impulsa á usted á meterse en lo que no le importa? Quijotismo, puro quijotismo.

—Un sentimiento que no sé definir y que me mueve á dar este paso con fuerza extraordinaria —repuse—. Un sentimiento que creo encierra algo de amor á la sociedad en que vivo y amor á la justicia que adoro... No lo puedo contener ni sofocar. Quizás me equivoque; pero creo que usted es una peligrosa aunque hermosa bestia á quien es preciso perseguir y castigar.

—¿Es usted doña María? —me dijo, con los ojos extraviados y la faz descompuesta—. ¿Es usted doña María, que toma forma varonil para ponérseme delante? Sólo á ella debo dar cuenta de mis acciones.

—Yo soy quien soy. Por lo demás, si parte de la responsabilidad corresponde á la madre de la víctima, eso no aminora la culpa de usted... Pero no es una sola la víctima; las víctimas somos varias. La salvaje pasión de una furia loca y desenfrenada para quien no hay en el mundo ni ley, ni sentimiento, ni costumbre respetable, alcanza en sus estragos á cuanto le rodea. Por la acción de usted, personas inocentes están expuestas á ser mortificadas y perseguidas, y yo mismo aparezco responsable de faltas que no he cometido.

—En fin, Araceli: ¿en qué viene á parar toda esa música? —dijo con tono y modales que me recordaban el día de la borrachera en casa de Poenco.

—Esto viene á parar —repuse con vehemencia— en que usted se me ha hecho profundamente aborrecible, en que me mortifica verle á usted delante de mí, en que le odio á usted, lord Gray, y no necesito decir más.

Yo sentía inusitado fuego circulando por mis venas. No me explicaba aquello. Deseaba sofocar aquel sentimiento exterminador y sanguinario; pero el recuerdo de la infeliz muchacha á quien poco antes había visto me hacía crispar los nervios, apretar los puños, y el corazón se me quería saltar del pecho. No había cálculo en mí. Todo lo que determinaba mi existencia en aquel momento era pasión pura.

—Araceli —añadió, respirando con fuerza—, esta noche no estoy para bromas. ¿Crees que soy Currito Báez?

Lord Gray —repuse—, tampoco yo estoy para bromas.

—Todavía —dijo con amargo desdén— no he gustado el placer de matar á un deshacedor de agravios propios y amparador de doncellas ajenas.

—Maldito sea yo si no es noble y nuevo lo que inflama mi espíritu en este instante.

—¡Araceli! —exclamó con súbita furia—, ¿quieres que te mate? Deseo acabar con alguien.

—Estoy dispuesto á darle á usted ese gusto.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¡Ah! —dijo, riendo á carcajadas—. Tiene la preferencia el señor Don Quijote de la Mancha. España, me despido de tí luchando con tu héroe.

—No importa. Después de las burlas pueden venir las veras.

—Nos batiremos... ¿Quiere usted antes recibir las últimas lecciones de esgrima?

—Gracias; ya sé lo bastante.

—¡Pobre niño!... ¡Le mataré á usted!... Pero son las diez y media... Mis amigos me esperan...

—A la Caleta.

—¿Nombramos padrinos?

—No nos faltarán amigos para elegir.

—Vamos pronto.

—Ahora mismo.

—Creí —dijo con espontánea fruición— que no había en Cádiz más Quijote que D. Pedro del Congosto... ¡Oh, España! ¡Delicioso país!

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