IV

Es imposible decir si doña Restituta sería más joven ó más vieja que su hermano: ambos parecían haber pasado bastante más allá de los cuarenta años; pero si en la edad se asemejaban, no así en la cara ni en el gesto, pues Restituta era una mujer que no se estorbaba á sí misma y que sabía estarse quieta. Había en ella, si no fineza de modales, esa holgada soltura, propia de quien ha hablado con gente por mucho tiempo. Comparando aquellas dos ramas humanas de un mismo tronco, se decía: «Mauro ha estado toda la vida cargando fardos, y Restituta midiendo y vendiendo; el uno es un sabandijo de almacén, y la otra la bestezuela enredadora de la tienda».

Alta y flaca, con esa tez impasible y uniforme que parece un forro; de manos largas y feas, á quien el continuo escurrirse por entre telas había dado cierta flexibilidad; de pelo escaso, y tan lustrosamente aplastado sobre el casco, que más parecía pintura que cabello; con su nariz encarnadita y algo granulenta, aunque jamás fué amiga de oler lo de Arganda; la boca plegada y de rincones caídos, la barba un poco velluda, y un mirar así entre tarde y noche, como de ojos que miran y no miran, Restituta Requejo era una persona cuyo aspecto no predisponía á primera vista ni en contra ni en favor. Oyéndola hablar, tratándola, se advertía en ella no sé qué de escurridizo, que se escapaba á la observación, y se caía en la cuenta de que era preciso tratarla por mucho tiempo para poder hacer presa con dedos muy diestros en la piel húmeda de aquel carácter que para esconderse poseía la presteza del saurio y la flexibilidad del ofidio. Pero dejemos estas consideraciones para su lugar, y por ahora conténtense ustedes con oir hablar á los tíos de Inés.

—Este estaba tan impaciente por venir—dijo Restituta, señalando á su hermano—, que con la prisa nos fué imposible traer alguna cosita, como hubiéramos deseado.

D. Celestino les dio las gracias con su amable sonrisa.

—Tenía tanta impaciencia por venir á ver esas tierras—dijo D. Mauro—, que..., y al mismo tiempo el alma se me arrancaba en cuajarones al pensar en mi querida sobrinita, huérfana y abandonada...; porque las tierras, señor D. Celestino, no son ningún muladar, señor D. Celestino, y me han costado obra de trescientos cuarenta y ocho reales, trece maravedíes, sin contar las diligencias ni el porqué de la escritura. Sí, señor: ya está pagado todo, peseta sobre peseta.

—Todo pagado—indicó doña Restituta, mirando uno tras otro á los tres que estábamos presentes—. A este no le gusta deber nada.

—¡Quiten para allá! Antes me dejo ahorcar que deber un maravedí—exclamó D. Mauro, llevando la manopla á la garganta, oprimida por el corbatín.

—En casa no ha habido nunca trampas—añadió la hermana.

—A eso deben ustedes el haber adelantado tanto—dijo D. Celestino.

—La suerte..., eso sí; hemos tenido suerte—dijo Requejo—. Luégo, esta es tan trabajadora, tan ahorrativa, tan hormiguita...

—Pero todo se debe á tu honradez—añadió Restituta—. Sí, créanlo ustedes, á su honradez. Este tiene tal fama entre los comerciantes, que le entregarían los tesoros del Rey.

—En fin..., algo se ha hecho, gracias á Dios y á nuestro trabajo. Si fuera á hacer caso de esta, compraría tierras y más tierras. A esta no le gustan sino las fincas.

—Y con razón: si este me hiciera caso—dijo la hermana, mirando otra vez sucesivamente á los circunstantes—, todas nuestras ganancias se emplearían en tierras de labor.

—Como yo soy así, tan... pues—afirmó Requejo.

—Sin soberbia, señor D. Celestino—dijo Restituta—, bueno es aparentar que se tiene lo que se tiene.

—Y me hace comprar vestidos, sombreros, alhajas—indicó D. Mauro—. Qué sé yo la tremolina de cosas que ha entrado en casa. Ello, como se puede... Vea usted esta cadena—añadió, mostrando á D. Celestino una que traía al cuello—; vea usted también este alfiler. ¿Cuánto cree usted que me han costado? La friolerita de mil reales... pchs; yo no quería; pero esta se empeñó, y como se puede...

—Son hermosas piezas.

—Y bien te dije que te quedaras también con la tumbaga de la esmeralda, que ya recordarás la daban por poco más de nada. Es una lástima que la haya tomado el duque de Altamira.

Al decir esto nos miraban, y nosotros les contestábamos con señales de asentimiento, pero sin palabras, porque ni á Inés ni á mí se nos ocurrían.

—Pero ¿cómo está ahí mi sobrina tan calladita?—dijo Requejo riéndose de improviso y quedándose muy serio un instante después.

Inés se sonrojó y no dijo nada, porque, en efecto, no tenía nada que decir.

—¡Ay, no puede negar la pinta! ¡Cómo se parece á su madre, á la pobre Juana, mi prima querida!—exclamó Requejo llevándose la manopla á la boca para tapar un bostezo—.¡Y qué pronto se murió la pobrecita!

—Ya que pasó á mejor vida aquella santa y ejemplar mujer—dijo Restituta—, no la nombremos, porque así se renueva nuestro dolor y el de esta pobre muchacha, aunque ella es niña, y los niños se consuelan más fácilmente.

Inés no dijo nada tampoco; pero el color encendido de su rostro se trocó en intensa palidez. Creyó conveniente el cura variar la conversación, y dijo:

—¿Y ha visto usted esas tierras de la laguna de Ontígola?

—Todavía no—respondió Requejo—; pero me han dicho que son magníficas. Pchs..., para mí, poca cosa. Esta se empeñó en que me quedara con ellas, y al fin me decidí. Allá en el país tenemos muchas más, que hemos ido comprando poco á poco.

—En su país de usted, hacia el Bierzo si no me engaño.

—Más acá del Bierzo, en Santiagomillas, que es tierra de Maragatería. De allí semos todos, y allí esta todavía el solar de los Requejos.

—Familia hidalga, según creo—afirmó el cura.

—Ello... no deja de tener uno su motu propio—contestó D. Mauro—; y según nos decía un sabio escribano de mi pueblo, nuestros ascendientes tenían un gran quejigar, de donde les vino el nombre de Requejo.

—Así debe de ser: los más ilustres apellidos traen su origen de alguna yerba ó legumbre. Y si no, ahí están en la Roma antigua los Lentulos, los Fabios y los Pisones, que se llamaban así porque alguno de sus mayores cultivó las lentejas, las habas y los guisantes. En cuanto á mí, creo que este nombre de Malvar me viene de que algún abuelo mío se pintaba solo para el cultivo de las malvas.

—Pues yo creo—dijo D. Mauro volviendo á reír—que eso de que la nobleza viene de las guerras y de las hazañas de algunos caballeros es pura mentira. Que no me vengan á mí con bolas; yo no creo que haya habido nunca esas heroicidades. No hay más sino que los reyes hicieron duque á uno porque tenía un huerto de coles, y á otro marqués porque sabía escoger melones. De todos modos, nuestra familia no viene de ningún cardo borriquero.

—Y venga de donde viniere—dijo doña Restituta—, lo principal es lo principal. Lo que es en nuestra casa, señor D. Celestino, no falta nada en gracia de Dios, y aunque por fuera no gastamos lujo, ni nos gusta andar en carroza, ni figurar, lo que es la gallina en el puchero todos los días..., eso sí: este y yo no nos podemos pasar sin ciertas comodidades.

—Lo que es por mí—interrumpió Requejo—, con cualquier cosa me sustento. Teniendo un pedazo de pan, otro de tocino y agua de la fuente del Berro, vamos viviendo; pero esta se empeña en poner las cosas en buen pie. Todos los días ha de traer libra y media de carne de vaca, y jamón rancio á morrillo, y abadejo del mejor todos los viernes, y para cenar una perdiz por barba, y los domingos tres capones, y por Navidad y por el día de san Mauro, que es el 15 de enero, ó por san Restituto, que es el 10 de junio, andan los pavos por casa como si esta fuese la era del Mico. El mayordomo de los duques de Medina de Rioseco, que suele ir á casa á pedirnos dinero prestado, se queda estupefacto de ver tanta abundancia, y dice que no ha visto despensa como la nuestra.

—Eso sí—dijo Restituta—, no nos duele gastar en el plato, ni en buena ropa para vestir, ni en buen cisco de retama para la lumbre. Vivimos tranquilos y felices. Nuestra única pena ha consistido hasta ahora en no tener una persona querida á quien dejar lo que poseemos, cuando Dios se sirva llamarnos á su santa gloria; porque los parientes que nos quedan en Santiagomillas son unos pícaros que nos dan mucho que hacer.

Al oir esto, D. Mauro movió el resorte de la risa y miró á Inés, diciendo:

—Pero aquí nos depara Dios á nuestra querida sobrinita, á esta rosa temprana, á esta señoritica que parece un ángel: ¡ay!, si no puede negar la pinta, si es éntica á su madre...

—Por Dios, Mauro—exclamó Restituta—, no traigas á la memoria á aquella santa mujer, porque yo estoy todavía tan impresionada con su muerte, que si la recuerdo se me vienen las lágrimas á los ojos.

—Todo sea por Dios, y hágase su santa voluntad—dijo Requejo tocando el resorte de la seriedad—. Lo que digo es que cuanto tengo y pueda tener será para esta palomita torcaz, pues todo se lo merece ella con su cara de princesa.

—Ya, ya...—indicó Restituta guiñando el ojo—, que no tendrá pretendientes en gracia de Dios. Marquesitos y condesitos conozco yo que no suspirarán poco debajo de nuestras ventanas cuando sepan que guardamos en casa tal primor.

—Pelambrones, hija, pelambrones sin un cuarto—añadió Requejo—. Cuando la niña haya de tomar estado, ya le buscaremos un joven de una de las principales familias de España, que sea digno de llevarse esta joya.

—Eso por de contado. Casas hay muy ricas, donde no es todo apariencia, y mayorazgos conozco que en cuanto la vean y sepan la riqueza que ha de heredar de sus tíos, beberán los vientos por conseguir su mano. A fe mía que nuestra casa no es ningún guiñapo, y cuando pongamos en la sala las cortinas de sarga verde con ramos amarillos, y aquellos pájaros color de pensamiento que parecen vivos, no estará de mal ver para recibir en ella á todos los señores del Consejo Real. ¡Pues poco tono se va á dar la niñita en su gran casa!

D. Celestino, viendo que su sobrina no contestaba nada á tan patéticas demostraciones de afecto, creyó conveniente hablar así:

—Ella les agradece á ustedes con toda el alma los beneficios que va á recibir.

—Ya estoy contento, señor D. Celestino—dijo Requejo—. Una cosa me faltaba, y ya la tengo. Inés será mi heredera. Inés se casará con una persona que la merezca y que traiga también buenas peluconas; ella será feliz y nosotros también.

—No hables mucho de eso, porque lloro—dijo doña Restituta—. ¡Qué gusto es tener quien la acompañe á una en la soledad, y quien comparta las comodidades que Dios y nuestro trabajo nos han proporcionado! ¡Ay! Inesita, eres tan linda, que me recuerdas mi mocedad cuando iba á jugar á la huerta del convento de las madres Recoletas de Sahagún, donde me crié. Me parece que si ahora te separaran de mí, no tendría fuerzas para vivir.

Diciendo esto, abrazó á Inés, y parecióme que el forro de su cara, es decir, la piel, se teñía de un leve rosicler.

—Puesto que Inés está impaciente por irse con nosotros—dijo Requejo—, esta misma tarde nos la llevaremos.

—¡Cómo! ¡Esta tarde! ¡Yo!—exclamó ella vivamente.

—Hija mía—dijo Restituta—, no conviene disimular el cariño que nos tienes. Somos tus tíos, y de veras te digo que no debes agradecernos lo que hacemos por ti, pues obligación nuestra es.

—Tal vez ponga reparos á ir con ustedes así..., tan pronto—indicó con timidez D. Celestino—; pero no dudo que comprenda pronto las ventajas de su nueva posición, y se decida.

—¡Que no quiere venir!—exclamó Requejo con asombro—. ¿Conque nuestra sobrina no nos quiere? ¡Jesús! ¡Mayor desgracia!

—Sí... les quiere á ustedes—añadió el cura, tratando de conciliar la repugnancia que notaba en el semblante de Inés con el deseo de los Requejos.

—Hermano, no sabes lo que te dices—afirmó Restituta—. Nuestra sobrina es un dechado de modestia, de ingenuidad y de sencillez. ¿Quieres que se ponga ahora á hacer aspavientos en medio de la sala, saltando y brincando de gusto porque nos la llevamos? Eso no estaría bien. Por el contrario—prosiguió la hermana de D. Mauro—, se está muy calladita, y como muchacha honesta y bien criada..., ¡ya se ve!, como hija de aquella santa mujer..., disimula su alborozo y se está así, mano sobre mano, bendiciendo mentalmente á Dios por la suerte que le depara.

—Entonces, señor D. Celestino—dijo Requejo—, nosotros nos vamos ahora á ver esas tierras de Ontígola, que están ahí hacia la parte de Titulcia, y por la tarde, cuando volvamos, Inés estará preparada para venirse con nosotros á Madrid.

—No tengo inconveniente, si ella está conforme—repuso el clérigo, mirando á su sobrina.

Mas no dieron tiempo á que esta expresara su opinión sobre aquel viaje, porque los Requejos se levantaron para marcharse, diciendo que un coche de dos mulas les esperaba en el paradero del Rincón. Abrazaron por turno dos ó tres veces á su sobrina; hicieron ridículas cortesías á D. Celestino, y sin dignarse mirarme, lo cual me honró mucho, salieron, dejando al clérigo muy complacido, á Inés absorta y á mí furioso.

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